La educación sentimental

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Aus der Reihe: Clásicos
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A Deslauriers le pareció que "entonces iba por el buen camino"

Tal consideración a sus consecuencias aumentó su buen humor.

Gracias a él había seducido, desde el primer momento, a la señorita Clemencia Daviou, bordadora en oro de uniformes militares, la criatura más buena del mundo, esbelta como un junco y con grandes y azules ojos, siempre como pasmados. Deslauriers abusaba de su candor, hasta el punto de hacerla creer que estaba condecorado con la Legión de Honor, y para visitarla se ponía en el ojal de su levita una cinta roja, que no usaba en público —según decía él—para no humillar a su jefe. Aparte de esto, la mantenía a distancia, haciéndose acariciar como una baja y llamándola —a modo de broma— "hija del pueblo". Ella, por su parte, le llevaba continuamente ramitos de violetas. Frédéric no hubiera deseado tal amor.

No obstante, cuando salían del brazo para irse a un reservado de Pinson o de Barillot, experimentaba una singular tristeza. ¡No sabía Frédéric lo que había hecho sufrir a Deslauriers durante un año, todos los jueves, mientras se arreglaba las uñas, antes de dirigirse, para comer, a la calle de Choiseul!

Una noche que, desde lo alto de su balcón, acababa de verlos salir, distinguió a lo lejos, en el puente de Arcole, a Hussonnet. El bohemio comenzó a hacerle señas para que bajase, y cuando bajó de su quinto piso le dijo aquél:

—He aquí de lo que se trata: el sábado próximo, o sea el veinticuatro, es el santo de la señora Arnoux.

—¡Cómo! ¿Pues no se llama María?

—Y Angeles también, ¡qué importa! La fiesta tendrá lugar en su casa de campo de Saint-Cloud, y me han encargado para que se lo comunique a usted. Le aguardará un coche, a las tres, en el periódico.

Quedamos en lo dicho, ¿no? Perdone que le haya molestado; pero ¡tengo tanto que hacer!

No había dado un paso Frédéric, cuando su portero le entregó una carta que decía así:

"Los señores Dambreuse ruegan a D. F. Moreau les dispense la honra de asistir a la comida que se celebrará en su casa el sábado 24 del corriente. (Se suplica el acuse de recibo.)"

—Llega tarde —pensó.

Sin embargo, se la enseñó a Deslauriers, quien dijo:

—¡Ah! Por fin. Pero no pareces contento. ¿Por qué?

Frédéric, después de vacilar un momento, repuso que estaba invitado para el mismo día en otra parte.

—Hazme el favor de mandar a paseo a esa dichosa calle de Choiseul. ¡Nada de tonterías! Y si a ti te molesta, yo contestaré por ti.

Y escribió, aceptando, en nombre de Frédéric.

Como no conocía la vida de sociedad sino a través de la fiebre de sus deseos, se la imaginaba como una creación artificial que funcionaba en virtud de leyes matemáticas. Una comida por invitación, el encuentro en la calle con un hombre, la sonrisa de una linda mujer, podían, por una serie de actos, entrelazados entre sí, tener enormes consecuencias. Ciertos salones parisinos eran como esas máquinas que reciben los materiales en estado bruto y los altiprecian y perfeccionan al devolverlos. Creía en las cortesanas que aconsejan a los diplomáticos, en los matrimonios con gente rica logrados por medio de intrigas, en la aptitud de los esforzados, en el doblegarse del azar bajo la diestra de los fuertes. En fin, consideraba el trato con los Dambreuse en tal modo útil, y de tal manera y tan acertadamente habló, que Frédéric no sabía ya de qué lado caer.

Pero debía, por lo menos, y puesto que era el santo de la señora Arnoux, llevarle un regalo, y pensó, naturalmente, en una sombrilla, para reparar su torpeza. Y halló una de la China, de seda tornasolada y con un pequeño y cincelado puño de marfil; pero querían por ella ciento setenta y cinco francos y no le quedaba ni un céntimo, como que hasta vivía a cuenta de la paga del próximo trimestre. Sin embargo, quería poseerla y la poseería, y venciendo su repugnancia recurrió a Deslauriers; mas él repuso que no le quedaba dinero.

—Pues lo necesito —dijo Frédéric--; me hace mucha falta.

Y como le repitiera la misma excusa, se le fue la lengua y dijo:

—Bien podrías, algunas veces..

—¿Qué?

—¡Nada!

Pero Deslauriers lo había comprendido. Sacó de sus ahorros la suma pedida, y una vez que la amontonó, moneda sobre moneda, dijo:

—No te pido un recibo puesto que estoy viviendo a costa tuya.

Frédéric se le abrazó al cuello, haciéndole mil protestas de amistad; pero Deslauriers permaneció impasible. Al día siguiente, y al ver la sombrilla sobre el piano, exclamó:

—¡Ah! Era para esto!

—Sí; quizá la envíe —dijo, como al descuido, Frédéric.

La casualidad le ayudó, pues aquella tarde recibió una esquelita de luto en la que la señora Dambreuse le anunciaba la muerte de un tío, excusándose de dejar para más adelante el placer de conocerle.

Desde las dos se hallaba en la oficina del periódico. Arnoux, en lugar de aguardarle para conducirlo en su coche, se había marchado la víspera, no pudiendo resistir a su deseo de verse en pleno aire.

Todos los años, al iniciarse la primavera, durante muchos días seguidos, se iba a las afueras por la mañana, daba largos paseos a campo traviesa, bebía leche en las granjas, bromeaba con los aldeanos, se informaba de las cosechas y volvía grupas con el pañuelo lleno de lechugas.

Al fin, realizando un antiguo sueño, había comprado una casa de campo.

Mientras Frédéric hablaba con el dependiente se presentó la señorita Vatnaz, llenándose de asombro al no encontrarse con Arnoux, que quizá permanecería aún dos días en su retiro campestre. El dependiente le aconsejó que "fuera allí", pero ella no podía hacer tal cosa; pues "escriba una carta, entonces", le dijo; tampoco se atrevía, por temor a que la carta se extraviara. Frédéric se ofreció a llevarla en persona. La escribió, entonces, rogándole encarecidamente que se la entregara sin que nadie lo viera.

Cuarenta minutos después llegaba a Saint-Cloud.

La casa, cien pasos más allá del puente, se erguía en la mediación de la colina. Las tapias del jardín se ocultaban entre una doble ringlera de tilos, y un espeso césped descendía hasta la orilla del río. Como la verja se hallaba abierta, Frédéric entró.

Arnoux, tendido en la hierba, jugaba con unos gatitos. Aquella distracción parecía absorberle por completo; pero la carta de la señorita Vatnaz le sacó de aquélla.

—¡Demonios, demonios! ¡Qué fastidio! Tiene razón; es necesario que vaya.

Tras guardarse la carta en el bolsillo, se complació en enseñar su posesión. Lo enseñó todo: la cuadra, el cobertizo para los útiles de labranza, la cocina. El salón se hallaba a la derecha, y por el lado de París daba a un enrejado cubierto de clemátides. De pronto, por encima de su cabeza se oyeron unos gorgoritos. Era la señora Arnoux, que, creyéndose a solas, se entretenía cantando, haciendo escalas, trinos y arpegios. Lanzaba largas notas, que parecían quedarse como suspendidas, y otras caían con la precipitación de una cascada, y su voz, escapándose por las persianas, rompía el profundo silencio, elevándose al cielo azul.

Calló de repente, al presentarse los señores de Oudry, que eran vecinos.

Luego apareció en lo alto de la escalinata, y al descender por ella pudo descubrir su pie. Calzaba unos zapatitos escotados de mordoré, con tiras transversales que ponían un como enrejado de oro sobre las medias. Comenzaron a llegar los invitados, y a excepción del jurisconsulto señor Lefaucheur, todos los demás eran los ya conocidos. Cada uno traía su correspondiente regalo: Dittmer, un chal asirio; Rosenwal, un álbum de romanzas; Burnieu, una acuarela; Sombaz, una autocaricatura, y Pellerin, un dibujo al carbón, especie de danza macabra, fantasía horrible, de una mediana ejecución. Hussonnet se creyó exento de todo presente.

Frédéric aguardó a ser el último para ofrecerle el suyo. Ella se lo agradeció muchísimo, y entonces él repuso:

—Era casi una deuda. ¡Me contrarió tanto!

—¿Qué cosa? No comprendo —replicó la señora Arnoux.

—¡A la mesa! - dijo el marido cogiéndole por el brazo, y luego, en voz baja y al oído, añadió: ¡No es usted muy despierto que digamos!

Nada tan agradable como el comedor, pintado de un color verde mar.

En uno de los extremos, una ninfa de mármol humedecía su pie en una pila en forma de concha. Por las ventanas abiertas se veía todo el jardín y el espeso césped, flanqueado por un añoso y casi destruido pino de Escocia; arriates acá y allá que daban a la superficie un desigual bombeamiento, y de la otra parte del río, el bosque de Boulogne, Neuilly, Sèvres, Meudon, que se abrían en un amplio semicírculo. Por último, enfrente, delante de la verja, un barco velero se deslizaba costeando.

Primeramente se habló del panorama que desde allí se ofrecía, y luego del paisaje en general, y cuando las discusiones dieron principio, Arnoux dio a su criado la orden de enganchar el coche para las nueve y media. Una carta de su cajero según dijo le obligaba a ausentarse.

—¿Quieres que me vaya contigo? —dijo su mujer.

—¡Sí, por cierto! —y; haciéndole una galante reverencia, añadió:

Ya sabe usted, señora, que no puedo vivir sin usted.

Todos le dieron la enhorabuena por tener tan perfecto marido.

—¡Oh! ¡Es que no se trata sólo de mí! --replicó dulcemente, señalando a su hijita.

Luego, reanudada la conversación sobre la pintura, se habló de un Ruysdaël, por el que Arnoux aguardaba obtener una fuerte suma, y Pellerin le preguntó si era cierto que el pasado mes había ido el famoso Saul Mathias, de Londres, para ofrecerle veintitrés mil francos.

—¡Nada más exacto! —y volviéndose a Frédéric añadió: Es aquel mismo caballero que se paseaba conmigo el otro día por la Alhambra, muy a pesar mío, se lo aseguro, pues los tales ingleses no tienen nada de divertidos.

 

Frédéric, creyendo descubrir en la carta de la señorita Vatnaz alguna empresa amorosa, se admiró de la facilidad con que Arnoux encontró un medio razonable para escabullirse; pero aquella nueva mentira, completamente injustificada, le hizo abrir los ojos con estupefacción.

El comerciante añadió con sencillez:

—¿Cómo se llama ese joven alto, amigo de usted?

—Deslauriers —dijo apresuradamente Frédéric.

Y para reparar las faltas que con él cometiera, le alabó como a hombre de clarísimo talento.

—¿De veras? Pero no tiene aspecto de ser tan buen muchacho como el otro, el dependiente de transportes.

Frédéric maldijo a Dussardier, porque ella iba a creerse que se codeaba con gentecilla de poco más o menos.

En seguida se habló de las mejoras realizadas en la capital, de los barrios nuevos, y el infeliz de Oudry citó entre los grandes especuladores al señor Dambreuse.

Frédéric, cogiendo por los cabellos, para darse tono, la ocasión que se le presentaba, dijo que lo conocía; pero Pellerin lanzó una catilinaria contra los tenderos en general, pues para él era completamente lo mismo vender bujías o plata. A continuación, Rosenwald y Burrieu discutieron de porcelanas; Arnoux hablaba de jardinería con la señora de Oudry, y Sombaz, zumbón chapado a la antigua, se divertía burlándose del marido de aquella, al que llamaba Odry, como el actor, y afirmando que debía descender de Oudry, el pintor de los perros, porque la protuberancia craneana de los animales era muy visible en su frente, y al decir esto intentaba pasarle la mano por el cráneo; pero el otro, a causa de su peluca, se resistía con tenacidad, terminando de este modo la sobremesa, entre grandes risas.

Después de que tomaron el café bajo los tilos, de fumar y de dar unas cuantas vueltas por el jardín, se fueron a la orilla del río para pasearse a lo largo de ella.

La caravana se detuvo ante un pescador que limpiaba anguilas en un cubo. La señorita Marthe quiso verlas; las vació sobre la hierba el buen hombre, y la muchacha se arrodilló para cogerlas, riendo de alborozo y chillando asustada, y como se perdieron todas, Arnoux las pagó, ocurriendosele, a poco, la idea de dar un paseo en bote.

El horizonte comenzaba a palidecer por una parte, en tanto que de la otra se extendía por el cielo una amplia franja de anaranjado matiz, que se hacía de más intensa púrpura en la cumbre de las colinas, ennegrecidas por completo. La señora Arnoux se hallaba sentada en un peñón, de espaldas a aquel resplandor de hoguera. Los demás iban de acá para allá, sin rumbo ni idea fija. Hussonnet, al pie del ribazo, arrojaba piedras al agua.

Volvió Arnoux con una chalupa vieja, en la que, no obstante las prudentes advertencias que se le hicieron, amontonó a los convidados; pero como zozobraba, fue preciso desembarcar.

Dentro de la casa, en el salón, tapizado de estofa persa y con arañas de cristal en las paredes, resplandecían ya las luces. La señora de Oudry cabeceaba dulcemente en un sillón, y los demás oían una disertación del señor Lefaucheur sobre las glorias del foro. La señora Arnoux estaba sola, junto a la ventana: Frédéric se acercó a ella.

Hablaron a propósito de lo que se decía: ella admiraba a los oradores; él, la gloria literaria. Pero el orador según ella —debía sentir un mayor goce al conmover directamente y por sí mismo a las masas y al contemplar cómo los propios sentimientos se adentraban en la muchedumbre. Tales triunfos apenas si tentaban a Frédéric, que carecía de ambición.

—¿Por qué? —dijo ella—. Es preciso tener alguna.

Se hallaban uno junto al otro, de pie, al lado del alféizar de la ventana. La noche, ante ellos, se extendía como inmenso y sombrío velo, salpicado de plata. Era la primera vez que no hablaban de cosas insignificantes. Llegó incluso a conocer los gustos y antipatías de ella: ciertos perfumes no eran de su gusto; le interesaban los libros de historia y creía en los sueños.

Frédéric abordó el capítulo de las aventuras sentimentales. Ella se compadecía de los destrozos que la pasión ocasiona; pero se revolvía contra las hipócritas liviandades, y aquella rectitud de espíritu le iba tan bien a la correcta belleza de su rostro, que parecía su natural corolario.

A veces sonreía, fijando, por un momento, sus ojos en él, que sentía penetrar aquella mirada en su espíritu, como el rayo de sol que desciende hasta el fondo de las aguas. La amaba sin segunda intención, sin la más ligerísima esperanza de ser correspondido, y en aquellos mudos transportes, semejantes a vehementes impulsos de gratitud, hubiera deseado cubrir su frente de una lluvia de besos. Sin embargo, un íntimo anhelo le arrastraba como fuera de sí: era un ansia de sacrificio, una necesidad de inmediata abnegación, tanto más fuerte cuanto que no podía satisfacerla.

No se retiró con los otros invitados; Hussonnet tampoco; debían regresar en el coche; aguardaba éste al pie de la escalinata, cuando Arnoux bajó al jardín para cortar rosas. Una vez hecho el ramillete y atado con un hilo, como los tallos eran desiguales, rebuscó en su bolsillo, lleno de papeles, y cogiendo uno al azar, los envolvió y sujetó, para mayor seguridad, con un alfiler grande, entregándole el ramillete, por último, y no sin cierta emoción, a su mujer.

—Toma, querida mía —le dijo—, y perdóname que te tenga olvidada.

Ella lanzó un "¡ay!: se había herido con el alfiler, torpemente colocado, y subió a su habitación. Estuvieron esperándola cerca de quince minutos. Al fin se presentó, tomó a Marthe y penetró en el coche.

—¿Y el ramillete? —preguntó Arnoux.

—¡Déjalo! No vale la pena!

Como Frédéric se apresurara para ir a recogerlo, ella exclamó:

—¡No lo quiero!

Pero lo trajo en seguida, diciendo que acababa de ponerlo otra vez en su envoltorio, pues se había encontrado las flores esparcidas por el suelo. Las puso en el guardafango, junto al asiento, y el coche arrancó Frédéric, sentado junto a ella, notó que se estremecía de un modo horrible. A poco, una vez pasado el puente, y como Arnoux se dirigiera a la izquierda, le dijo:

—¡No es por ahí, te equivocas! ¡Es por este otro lado!

Parecía irritada; se molestaba con lo más mínimo. Como Marthe cerrara los ojos, tomó el ramillete y lo arrojó por la portezuela; luego, cogiendo el brazo de Frédéric con una mano, le hizo comprender por señas con la otra que jamás dijera nada de aquello.

A continuación se puso el pañuelo en la boca y no dijo una palabra más.

Los otros dos, mientras tanto, en el pescante, hablaban de asuntos de imprenta y de suscriptores. Arnoux, quien guiaba sin fijarse, se perdió en medio del bosque de Boulogne, hundiéndose por los vericuetos. El caballo iba al paso; las ramas de los árboles rozaban la capota del coche.

Frédéric no veía de la señora Arnoux más que los ojos, entre las sombras; Marthe se había tendido en la falda de su madre, y él le sostenía la cabeza.

—¿Le molesta? - le preguntó la señora Arnoux.

—¡Oh, no, no!

Se alzaban lentos remolinos de polvo; atravesaron Auteuil; todas las casas estaban cerradas; de trecho en trecho, un farol iluminaba la esquina de una calle y las tinieblas volvían; una de las veces Frédéric se percató de que ella lloraba.

¿Era remordimiento, deseo? ¿Qué era, pues? Aquel sufrimiento, cuya causa desconocía, le interesaba como algo personal; al presente existía entre ellos un nuevo lazo, una como complicidad que los ligaba, lo más cariñosamente que pudo, le pregunto:

—¿Sufre usted?

—Sí, un poco —repuso ella.

Avanzaba el coche, y las madreselvas y las jeringuillas, desbordándose por sobre las tapias de los jardines, inundaban la noche de enervantes y perfumados efluvios. Los numerosos pliegues de su vestido cubrían sus pies, y se le antojaba que aquel cuerpo infantil, tendido entre los dos, le servía como de comunicación con toda su persona. Se inclinó sobre la niña, y apartando sus hermosos y oscuros cabellos, la besó en la frente con suavidad.

—Es usted bueno —dijo la señora Arnoux.

—¿Por qué?

—Porque ama a los niños.

—No a todos.

Y sin decir otra cosa, alargó hacia ella su mano izquierda, abierta del todo, imaginándose que acaso ella haría lo mismo y se encontraría con la suya. Luego tuvo vergüenza y la retiró.

A poco rodaba el coche por el empedrado; el caballo iba más aprisa; se multiplicaban los mecheros de gas: estaban en París. Hussonnet saltó de su sitio frente al guardamueble. Frédéric aguardó a que llegasen al patio para apearse; luego se emboscó en la esquina de la calle de Choiseul, viendo a Arnoux que subía de nuevo y lentamente hacia los bulevares.

Desde el día siguiente se puso a trabajar con todas sus fuerzas. Se veía en la sala de una Audiencia, durante una tarde de invierno y próxima a terminar la defensa, cuando los jurados están pálidos y la jadeante multitud hace crujir los tabiques de madera de la sala, hablando cuatro horas hacía, resumiendo todas sus pruebas, presentando otras y sintiendo a cada frase, a cada palabra, a cada ademán, levantarse la cuchilla de la guillotina, suspendida a sus espaldas; luego se veía en la Cámara como orador que lleva en sus labios la salvación de todo un pueblo, ahogando, con sus vehemencias, a los adversarios, confundiéndolos con una respuesta, llena la voz —irónica, patética, fogosa o sublime—de arranques y musicales entonaciones. Ella estaría allí, en cualquier parte, en medio de los demás, ocultando bajo el velo sus lágrimas de entusiasmo; se reunirían después, y los desalientos, las calumnias y las injurias no harían mella en su ánimo si ella le decía: "¡Oh, qué hermoso es eso!", pasándole por la frente su grácil mano.

Aquellas imágenes fulguraban como faros en el horizonte de su vida. Su talento, excitado, se hizo más penetrante y más fuerte. Se encerró hasta el mes de agosto, consiguiendo salir bien de su último examen.

Deslauriers, a quien tanto trabajo había costado obligarle a repasar de nuevo el segundo curso, a fin de diciembre, y el tercero, en febrero, se admiraba de aquel entusiasmo. Con tal motivo, renacieron las antiguas esperanzas. Era preciso que Deslauriers, dentro de diez años, fuera diputado, y ministro dentro de quince, ¿por qué no? Con su patrimonio, que iba a recoger en seguida, podía, primeramente, fundar un periódico; esto, para empezar, que luego ya se vería. En cuanto a él, su ambición era siempre ocupar una cátedra de la Facultad de Derecho.

Su tesis Doctoral fue de tan sobresaliente manera defendida, que mereció las felicitaciones de los catedráticos.

Tres días después era aprobada la de Frédéric. Antes de marcharse de vacaciones se le ocurrió finalizar con una comida a escote las reuniones de los sábados. Así se hizo, y en ella estuvo muy alegre.

La señora Arnoux estaba en Chartres con su madre; pero la encontraía de nuevo muy pronto, y acabaría siendo su amante.

Deslauriers, admitido aquel mismo día en laparlotte de Orsay, lugar donde suelen adiestrarse los abogados jóvenes, hizo allí un discurso que fue muy celebrado. Aunque era hombre sobrio, se achispó, y ya en los postres le dijo a Dussardier:

—¡Tú eres una persona honrada! Cuando yo sea rico te nombraré mi administrador.

Todos eran dichosos: Cisy no acabaría la carrera; Martinon se iba a continuar las practicas en provincias, donde sería nombrado auxiliar; Pellerin se preparaba para pintar un gran cuadro que representaba El genio de la revolución; Hussonnet, en la semana siguiente, debía leer al director de las Diversiones el plan de una obrita, y no dudaba del éxito.

—¡Porque el armazón del drama me lo admiten! Por lo que hace a las pasiones, he rodado lo bastante para conocerlas, y en cuanto a los rasgos de ingenio, precisamente son mi fuerte.

Dio un salto, cayó sobre ambas manos, lanzó las piernas al aire, y de esta suerte anduvo en torno de la mesa durante un rato.

Aquella galopinada no desarrugó el ceño de Senecal, que acababa de perder su destino en el colegio por haberle pegado al hijo de un aristócrata. Como su miseria era cada vez mayor, renegaba del orden social y maldecía a los ricos, desahogándose en el seno de Regimbart, que estaba, por momentos, más desilusionado, entristecido y disgustado. El ciudadano se entregaba, por entonces, al estudio de los presupuestos y acusaba a la camarilla de malgastar los millones en Argelia.

 

Como no podía dormir sin haberse pasado por el diván Alexandre, apenas dieron las once desapareció. Los demás se retiraron más tarde, y Frédéric, al despedirse de Hussonnet, supo por éste que la señora Arnoux había debido llegar la víspera.

Demoró su partida para el día siguiente, y a eso de las seis de la tarde se presentó en casa de ella, que no estaba, pues, según le dijo el portero, había demorado su regreso una semana. Frédéric comió solo, y luego paseó, para pasar el tiempo, por los bulevares.

Nubes rosas, en forma de chal, se alargaban por encima de los tejados; comenzaban a recogerse los toldos de las tiendas; los carros de riego vertían su lluvia sobre el polvo, y una inesperada frescura se mezclaba al vaho de los cafés, por cuyas abiertas puertas se veían, entre plateados y dorados, los manojos de flores que se reflejaban en los altos espejos. La gente marchaba despacio; en medio de la acera había grupos de hombres charlando, y cruzaban las mujeres con ese lánguido mirar y ese matiz de camelia que dan a las carnes femeninas la laxitud de los calores excesivos. Un desmedido no se qué se extendía por doquier, envolviendo las casas. Nunca París se le antojó tan hermoso, y era tal su optimismo, que sólo percibía en el porvenir una interminable serie de años repletos de amor.

Se detuvo ante el teatro de la Porte-Saint-Martin para mirar el cartel y, como no tenía nada que hacer, compró un boleto.

Se representaba una antigua comedia de magia. Los espectadores eran escasos, y en las claraboyas del paraíso la luz se destacaba en cuadraditos azules, mientras que los quinqués del proscenio formaban una sola hilera de luces amarillas. La escena representaba un mercado de esclavos en Pekín, con campanillas, platillos, sutanes, gorros puntiagudos y retruécanos. Bajado el telón anduvo a solas por el foyer y admiró el bulevar, al pie de la escalinata, un gran landó verde, tirado por dos caballos blancos que sujetaba un cochero de calzón corto.

Ocupaba de nuevo su sitio, cuando en el antepecho del primer palco apareció un matrimonio. El marido tenía rostro pálido, de rala y canosa barba, la insignia de la Legión de Honor y ese glacial empaque que se atribuye a los diplomáticos.

Su mujer, veinte años más joven, por lo menos, ni alta ni baja, ni fea ni bonita, con los rubios cabellos en tirabuzones a la inglesa, llevaba un vestido de cuerpo liso y un gran abanico de encaje negro. Para que personas de un rango asistiesen al espectáculo en aquella estación era necesario suponer una casualidad o el aburrimiento de pasar la noche solos. La señora mordisqueaba su abanico y el caballero bostezaba. Frédéric no podía acordarse de dónde conocía aquel rostro.

En el entreacto siguiente, al atravesar por el pasillo de los palcos, se encontró con los dos, y al ligero saludo que les hizo, el señor Dambreuse, reconociéndolo, le llamó y se excusó de imperdonables negligencias. Era una alusión a las numerosas tarjetas que le enviara siguiendo los consejos de Deslauriers. Con todo, confundía las épocas creyendo que Frédéric estudiaba el segundo año de Derecho. Después le envidió por marcharse al campo; también él necesitaba reposo, pero sus asuntos le retenían en París. La señora Dambreuse, apoyada en el brazo de su marido, inclinaba levemente la cabeza; la agradable espiritualidad de su rostro contrastaba con su melancólica expresión de hacía un momento.

—A pesar de todo, en el campo se encuentran muchas distracciones —dijo, a propósito de las últimas palabras de su marido. Qué espectáculo más necio es éste, ¿verdad, caballero?

Y permanecieron de pie, hablando de teatros y obras nuevas.

Frédéric, acostumbrado a los modales de las muchachitas provincianas, no había visto en mujer alguna una tal soltura de maneras, ni esa sencillez, que es un refinamiento, y en la que las almas cándidas creen descubrir la expresión de una instantánea simpatía.

A su vuelta, contaban con él; el señor Dambreuse le dio recuerdos para el tío Roque.

Ya en casa, Frédéric no dejó de contar aquella acogida a Deslauriers.

—¡Estupendo! —dijo su amigo. ¡Y no te dejes engatusar por tu madrecita! Regresa a la carrera.

Al siguiente día de su llegada, después del almuerzo, la señora de Moreau se fue con su hijo al jardín.

Le dijo que se sentía muy feliz viéndole con una carrera, pues no eran tan ricos como se creía; la tierra daba muy poco, los renteros cumplían mal sus compromisos, y hasta ella misma se vio en el aprieto de vender su coche: en una palabra le expuso su situación.

En los primeros apuros de su viudez, un hombre astuto, el tío Roque, le había hecho algunos préstamos, renovados y prolongados muy a su pesar, y de pronto vino a reclamarlos, teniendo que someterse a sus imposiciones y entregarle, por un precio irrisorio, la finca de Presles. Diez años más tarde desaparecía su capital con la quiebra de un banquero de Melun. Por horror a las hipotecas, y para conservar unas apariencias beneficiosas para el porvenir de su hijo, y como el tío Roque se le presentara de nuevo, se echó en su brazos una vez más.

Pero al presente ya había liquidado con él. En resumen: les quedaban unos diez mil francos de renta, perteneciéndole a él dos mil trescientos; éste era todo su patrimonio.

—Pero ¡eso no es posible! —exclamó Frédéric.

La madre hizo un gesto, dándole a entender que "aquello era muy posible".

—Pero su tío le dejaría algo.

—Nada menos seguro.

Y, en silencio, dieron una vuelta por el jardín. Por último, lo estrechó contra su corazón y, ahogada por las lágrimas, le dijo:

—¡Ah, pobre hijo! ¡Cuántos sueños he tenido que abandonar!

Frédéric se sentó en un banco, a la sombra de una frondosa acacia.

Su madre le aconsejaba que entrara de pasante con el procurador señor Prouharam, quien le cedería su bufete, y si lo hacía valer, podría revenderlo y hallar un buen partido.

Frédéric ya no oía; maquinalmente clavaba sus ojos, por encima de la empalizada, en el jardín frontero.

Una muchachita de unos doce años, con el pelo rojo, se hallaba allí completamente sola. Se había hecho unos zarcillos con bayas de serbal; su cuerpecillo, de una tela gris, dejaba al descubierto sus hombros, ligeramente tostados por el sol; acá y allá, en su falda blanca, se veían algunas manchas de dulce, y en toda su infantil persona se descubría un cierto encanto de bestezuela joven, fuerte y delicada a un tiempo mismo. Sin duda le asombraba la presencia de un desconocido, porque se detuvo de pronto, con su regadera en la mano, clavando en él sus pupilas, de un oscuro y traslúcido verde.

—Es la hija del tío Roque —dijo la señora de Moreau—. El padre, para legitimarla, se ha casado hace poco con su doméstica.

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