La educación sentimental

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Aus der Reihe: Clásicos
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Pasaba las horas contemplando desde lo alto del balcón el deslizarse del río por entre los paseos cenicientos, ennegrecidos de trecho en trecho por el desagüe de las cloacas, con un pontón de lavanderas amarrado en la orilla, en la que a las veces se entretenían unos pilluelos bañando a un perro de aguas. Sus ojos, dejando a la izquierda el puente de piedra de Nôtre-Dame y otros tres puentes colgantes, se dirigían siempre al paseo de los Olmos, a un bosquecillo de añosos árboles semejantes a los tilos del puerto de Montereau. La torre de Saint-Jacques, el Ayuntamiento, Saint-Gervais, Saint-Louis, Saint-Paul, se alzaban entre los aglomerados tejados, y el remate de la columna de Julio resplandecía en Oriente como enorme estrella de oro, mientras que en el opuesto lado la cúpula de las Tullerías recortaba en el cielo su pesada y redonda masa azul. Por allí detrás debía de hallarse la casa de la señora Arnoux.

Volvía a su cuarto y tendiéndose en el diván, se abandonaba a una desordenada meditación: planes de trabajo, proyectos de vida, acciones para lo venidero, hasta que al fin, y para librarse de sí mismo, se lanzaba a la calle y subía a la ventura por el barrio Latino, tan tumultuoso de ordinario, pero desierto en aquella época, porque los estudiantes se hallaban ya con sus familias en el rincón provinciano. Las grandes fachadas de los colegios, que el silencio parecía alargar, tenían un más sombrío aspecto aún; se oían toda suerte de apacibles rumores: el batir de alas en las jaulas, el rechinar de un torno, el golpear del martillo de un zapatero remendón, y los traperos miraban inútilmente a todas las ventanas. En el fondo de los solitarios cafés, la encargada de la caja bostezaba entre las repletas botellas; los periódicos permanecían perfectamente ordenados en las mesas de los salones de lectura; en los talleres de plancha, las ropas se balanceaban al tibio soplo del aire. De vez en cuando se detenía ante el escaparate de un librero de viejo; un ómnibus que pasaba rozando la acera le obligaba a detenerse, y así hasta que se veía delante del Luxemburgo, de donde no pasaba.

A veces, y con la esperanza de una posible distracción, se dirigía a los bulevares. Después de atravesar callejuelas sombrías que exhalaban un húmedo vaho, llegaba a las grandes plazas desiertas, resplandecientes de luz, con sus monumentos que dibujaban en el empedrado festones de negra sombra. Pero los carros y los establecimientos comenzaban a surgir otra vez, y la muchedumbre le aturdía —los domingos sobre todo—, pues desde la Bastilla hasta la Magdalena aquello era un constante e inmenso ondular por el asfalto, entre el polvo, y en un rumor continuo; se sentía completamente desilusionado por la vulgaridad de los rostros, por la estupidez de las conversaciones y por la imbécil satisfacción que de aquellas frentes sudorosas se desprendía. Sin embargo, la conciencia de valer más que aquellos hombres atenuaba la fatiga de contemplarlos.

A diario iba a L'Art Industriel, y para saber cuándo volvería la señora Arnoux preguntaba detenidamente por la madre de ella. La respuesta de Arnoux siempre era igual: "continuaba la mejoría"; su mujer, con la pequeña, estarían de regreso a la semana siguiente. Cuanto más se prolongaba la ausencia, mayor era la interesada inquietud de Frédéric, hasta tal punto que Arnoux, enternecido por semejante prueba de afecto, lo llevó a comer cinco o seis veces al restaurante.

Frédéric, en aquellos largos vis a vis, se dio perfecta cuenta de que el comerciante de cuadros no era muy espiritual. Arnoux podía percatarse de aquel enfriamiento de su aprecio, y además la ocasión era que ni pintada para pagarle modestamente sus atenciones.

Para hacer las cosas de la mejor manera posible vendió a un prendero toda su ropa nueva en cuatrocientos francos y, con otros cien más que le quedaban, se fue a casa de Arnoux, invitándole a comer, y como se encontraba con él Regimbart, todos juntos se encaminaron a los Tres Hermanos Provenzales.

Regimbart comenzó por quitarse su levita y, contando de antemano con la deferencia de los otros dos, eligió los platos. Pero aunque tuvo a bien dirigirse a la cocina para hablar en persona con el jefe, y descender al sótano, del que conocía todos los rincones, y hacer subir al encargado del establecimiento, al que "dio un jabón" no le agradaron ni los manjares, ni los vinos, ni el servicio. A cada nuevo plato, a cada botella diferente, al primer bocado, a la primera buchada, dejaba caer el tenedor o ponía a distancia su copa; luego, poniendo sus brazos cuan largos eran sobre el mantel, exclamaba que ya no se podía comer en París. Por último, y no sabiendo qué pedir, Regimbart encargó unos frijoles en aceite "de una manera sencillota", los cuales, sin ser por completo de su gusto, lo apaciguaron un poco. Después sostuvo con el camarero un diálogo acerca de los antiguos mozos de los Provenzales. ¿Qué había sido de Antonio? ¿Y de un tal Eugenio? ¿Y de Teodoro, el pequeño que servía siempre abajo? El trato que por aquel entonces se daba aquí era mucho más esmerado, y había borgoña de las mejores marcas, como no volverá a verse más.

A continuación se trató del precio de los terrenos en las afueras: se trataba de una infalible especulación de Arnoux. Puesto que él no quería vender a ningún precio, Regimbart le fijaría alguno, y, de sobremesa, aquellos dos señores comenzaron a hacer cálculos y más cálculos con un lápiz.

Para tomar el café se encaminaron a uno que había en un entresuelo del pasaje del Saumon. Y allí aguantó Frédéric a pie firme interminables partidas de billar, remojadas con infinitos bocks de cerveza, y allí permaneció hasta las doce de la noche sin saber por qué, por cobardía, por necedad, clavado por la confusa esperanza de un acontecimiento cualquiera favorable a su amor.

¿Cuándo volvería a verla? Frédéric se desesperaba, hasta que una noche, a fines de noviembre, Arnoux le dijo:

—Ayer volvió mi mujer, ¿sabe?

Al día siguiente, a las cinco, entraba en casa de ella.

Comenzó dándole el parabién por la mejoría de su madre, tan gravemente enferma.

—No lo crea. ¿Quién se lo ha dicho?

—Arnoux.

Un leve "ah!" escapó de su boca, añadiendo que en un principio tuvo serios temores, desaparecidos ya.

Ella se hallaba junto al fuego, hundida en la tapizada poltrona, y él en un diván, con el sombrero en las rodillas; la conversación, abandonada por ella a cada instante, fue penosa, y el joven no hallaba la ocasión propicia para hablar de sus sentimientos. A unas palabras suyas, lamentándose de estudiar para abogado, ella repuso:

—Sí... lo comprendo... los negocios... —y bajó la cabeza como absorbida por ciertas reflexiones.

Se sentía sediento por conocerlas, incluso no pensaba en otra cosa.

Las sombras del crepúsculo los envolvían.

Ella se levantó, pues tenía unos encargos que hacer, reapareciendo a poco tocada con una capota de terciopelo y una capa guarnecida con piel de marta. Frédéric se atrevió a ofrecerse para acompañarla.

No se veía ya; el tiempo era frío, y una espesa bruma, desvaneciendo la fachada de los edificios, corrompía el ambiente. Frédéric lo aspiraba con delicia, al sentir en su brazo la presión del de ella, a través del enguate del vestido; su mano, además, aprisionada en guantes de gamuza con dos botones, su pequeña mano, que él hubiera querido cubrir de besos, se apoyaba en la manga de él; oscilaban un poco al andar, por lo resbaladizo del suelo, antojándosele al joven que iban como mecidos por el viento y en medio de una nube.

El luminoso resplandor del bulevar lo devolvió a la realidad. La ocasión era que ni de encargo, y el tiempo apremiaba. Al llegar a la calle de Richelieu —tal se propuso— le declararía su amor; pero casi al punto, frente a un almacén de porcelanas, se detuvo ella resueltamente, diciéndole:

—Ya hemos llegado; mil gracias. Hasta el jueves, como de costumbre, ¿no es así?

Y otra vez comenzaron las comidas. Mientras más trataba a la señora Arnoux, su decaimiento aumentaba. La contemplación de aquella mujer le enervaba, como el uso de un perfume demasiado fuerte.

Aquello se infiltraba hasta lo más profundo de su ser, convirtiéndose en una casi exclusiva manera de sentir, en un nuevo modo de existencia.

Las prostitutas que se hallaban a la luz de los faroles, las cantantes al lanzar sus gorgoritos, las amazonas en sus caballos al galope, las burguesitas a pie, las modistillas en sus ventanas; todas las mujeres, en fin, le traían a la memoria a la otra, bien por semejanzas, bien por violentos contrastes. Contemplaba en las tiendas las cachemiras, las tiras de encaje, las arracadas de pedrería y se las imaginaba ciñendo sus caderas, prendidas de su blusa, fulgurando en la negrura de sus cabellos. En la cesta de las floristas se abrían las flores para que ella las escogiese al pasar; en los escaparates de los zapateros los chapines de raso, con su orla de plumas, se diría que aguardaban su pie; todas las calles conducían a su retiro, y para llevar a él con más ligereza se estacionaban los coches en las paradas; París convergía en su persona, y la gran ciudad, con todas sus voces, como una inmensa orquesta, en torno de ella vibraba.

Cuando aparecía por el Jardín de Plantas, la contemplación de una palmera le transportaba a países remotos. Viajaban juntos, a lomo de los dromedarios, bajo los toldos de los elefantes, en el camarote de un yate, por entre los azulados archipiélagos, o bien, uno al lado del otro, en sendas mulas campanilleras, tropezando acá y allá, por entre el yerbaje, con las rotas columnas. Algunas veces se detenía en el Louvre ante los cuadros antiguos, y su amor, que se adentraba hasta en los tiempos idos, la sustituía por los personajes de las pinturas. Peinada al uso del siglo XV, rezaba, hincada de rodillas, detrás de una vidriera con marco de plomo. Gran señora, en tierras de Castilla o Flandes, permanecía sentada, con su almidonada gorguera y su emballenado y abullonado traje. Descendía después por una escalinata de pórfido, en medio de los senadores, bajo un dosel de plumas de avestruz, vestida de brocado.

 

Otras veces soñaba que la veía con pantalones de amarilla seda, sobre los cojines de un harén; en suma, cuanto era bello, el cintilar de las estrellas, ciertos aires de música, la elegancia de un giro, un contorno, hacíanla surgir en su pensamiento, por insensible y repentina manera.

En cuanto a lo de intentar que fuera su amante, era seguro que toda tentativa sería inútil.

Una noche, al llegar, Dittmer la besó en la frente; lo mismo hizo Lobarias, diciendo:

—Usted me lo permite, puesto que es privilegio de los amigos, ¿no es así?

Frédéric balbuceó:

—Me parece que todos somos amigos.

—Pero no todos ancianos —repuso ella.

Aquello era una manera indirecta de rechazarle de antemano. ¿Qué hacer, por otra parte? ¿Decirle que la amaba? Le rechazaría, con muy buenas palabras, sin duda, o bien, llena de indignación, lo arrojaría de su casa. Cualquier cosa era preferible al horrible destino de no verla más.

Envidiaba el talento de los pianistas, las cicatrices de los soldados, y hasta deseaba una enfermedad peligrosa, por si de este modo conseguía atraerla.

Le admiraba una cosa, y era que no estaba celoso de Arnoux, y no podía figurársela de otro modo que vestida: en tal manera parecía su pudor innato y de tal suerte hundía su sexo en una misteriosa sombra.

Sin embargo, pensaba en la felicidad de vivir con ella, de tutearla, de acariciar suavemente con la mano sus cabellos o de permanecer de rodillas, con los brazos alrededor de su talle y bebiendo el alma en sus ojos. Mas para esto hubiera sido necesario trastrocar el destino, e inútil para toda acción, maldiciendo a Dios y acusándose de su cobardía, se revolvía en su deseo como el preso en su calabozo. Una permanente angustia le ahogaba. Durante horas enteras permanecía inmóvil, o bien se deshacía en llanto; un día, que no tuvo fuerzas para contenerse, Deslauriers le dijo:

—Pero, ¡por vida del chápiro!, ¿qué es lo que tienes?

Era un malestar nervioso; pero Deslauriers no creyó nada de aquello. Ante un sufrir semejante, sintió que su ternura se despertaba, y lo consoló. Un hombre como él dejarse abatir, ¡qué necedad! Pasa que tales cosas ocurren en la mocedad, pero después era perder el tiempo.

—Te estás echando a perder, Frédéric; ya no eres el mismo; exijo que te recobres y vuelvas a ser como eras, que así me gustabas. Anda, fúmate una pipa, animal. ¡Sacude esa modorra que me desespera!

—¡Es cierto! —dijo Frédéric—. ¡Estoy loco!

Deslauriers replicó:

—¡Ah, viejo trovador, bien sé por qué estás afligido! ¿Asuntos del querer? ¡Confiésalo! ¡Bah!, si una puerta se cierra, cientos se abren. De las mujeres virtuosas se consuela uno con las que no lo son. ¿Quieres que te haga conocer algunas de éstas? No tienes más que venir a la Alhambra. (Se trataba de un lugar de baile, inaugurado poco hacía en las alturas de los Campos Elíseos, y que a la segunda temporada se arruinó por su lujo, prematura en aquella clase de establecimientos.) A lo que parece, allí se divierte uno. ¡Vamos allá! Que te acompañen, si quieres, tus amigos, incluso Regimbart; paso por él.

Frédéric no invitó al último, y Deslauriers, por su parte, se privó de Senecal. Llevaron únicamente a Hussonnet y Cisy con Dussardier, y en un mismo coche se dirigieron los cinco a la Alhambra, a cuya puerta se apearon.

Galerías morunas se extendían paralelamente a derecha e izquierda; en el frente, el muro de una casa le servía de fondo, y en el cuarto lado —el del restaurante— figuraba un claustro gótico con vidrieras de colores. Una como techumbre china cubría el templete donde los músicos tocaban; el suelo, en los contornos, se hallaba asfaltado, y los farolillos a la veneciana, pendientes de los postes, ponían, vistos de lejos, como una aureola de multicolores resplandores sobre las parejas.

Acá y allá, en sus correspondientes pedestales, se veían tazas marmóreas de donde emergían sutiles chorros de agua. Entre el follaje se percibían estatuas de yeso, Hebés y Cupidos, embadurnados de oleosa pintura; y las numerosas avenidas, de menuda arena de un amarillo intenso y perfectamente rastrillada, hacían parecer aquel jardín mucho mayor de lo que era en realidad.

Los estudiantes se paseaban con sus amantes; los dependientes de novedades se pavoneaban con un bastón en la mano; los colegiales fumaban magníficos vegueros; los viejos solterones se pasaban un peine por sus teñidas barbas; había allí ingleses, rusos, sudamericanos, tres orientales con gorros turcos. Las entretenidas, las modistillas y las muchachas iban allí en busca de un protector, de un novio, de una moneda de oro, o sencillamente por el placer de bailar, y sus vestidos de túnica, color verdegay, azul, escarlata o violeta, se deslizaban, por entre ébanos y lilas, desplegándose al viento. Casi todos los hombres vestían trajes a cuadros; algunos llevaban pantalones blancos, no obstante el fresco de la noche. Los mecheros de gas comenzaban a encenderse.

Hussonnet, por sus relaciones con los periódicos de modas y los teatrillos, conocía a muchas mujeres, a las cuales enviaba besos con la punta de los dedos, y, de vez en cuando, abandonando a sus amigos, se iba a charlar con ellas.

Deslauriers, celoso de aquellas andanzas, se dirigió cínicamente a una rubia de alta estatura, quien, tras de contemplarle con hosquedad, le dijo:

—No; ¡nada de confianzas, buen hombre! —y le volvió la espalda.

Fue entonces hacia una morena bastota, loca sin duda, pues a las primeras de cambio se enojó, amenazándole con llamar a la policía si continuaba. Deslauriers se esforzó por reír, mas como descubriera a una menuda mujer sentada en un lugar aparte, se fue a ella, invitándola a bailar.

Los músicos, encaramados en la plataforma, y con posturas de mono, rascaban y soplaban a más no poder. El director de orquesta, en pie, llevaba la batuta de una manera maquinal. La gente, arremolinada, se divertía; las desatadas cintas de los sombreros rozaban las corbatas; los pies se hundían bajo las faldas; todo era un cadencioso saltar; Deslauriers, abrazado a la mujer menuda y poseído de la fiebre del cancan, se rebullía por entre las parejas como un enorme maniquí. Cisy y Dussardier continuaban su paseo; el joven aristócrata le hacía guiños a las muchachas, mas sin hablarles, a pesar de las exhortaciones del dependiente, porque se imaginaba que en casa de aquellas mujeres había siempre "un hombre con una pistola y oculto en un armario, del que salía obligando a firmar letras de cambio"

Volvieron al lado de Frédéric. Deslauriers no bailaba ya, y cuando se preguntaban todos cómo terminar la noche, Hussonnet exclamo:

—¡Mira! La marquesa de Amaegui!

Era una mujer pálida, de remangada nariz, con mitones que le llegaban a los codos y unos grandes y negros bucles que le caían sobre las mejillas, como orejas de perro. Hussonnet le dijo:

—Deberíamos organizar una fiestecita en tu casa, un sarao al estilo oriental. Procura recoger a algunas de tus amigas para estos caballeros franceses. Pero ¿qué es lo que te contraría? ¿Acaso esperas a tu hidalgo?

La andaluza estaba cabizbaja; conociendo las costumbres poco espléndidas de su amigo, temía no sacarle ni para sus refrescos; mas como deslizara la palabra dinero, Cisy ofreció cinco duros, que era todo su capital, y la cosa quedó decidida. Pero Frédéric ya no estaba allí.

Había creído reconocer la voz de Arnoux y visto un sombrero de mujer, y al punto se había escondido en el bosquecillo próximo.

La señorita Vatnaz estaba a solas con Arnoux.

—Perdóneme, ¿le molesto?

—De ninguna manera —repuso el comerciante.

Frédéric, por las últimas palabras de la conversación, comprendió que Arnoux había acudido a la Alhambra para hablar con la señorita Vatnaz de un asunto urgente, y sin duda no se hallaba completamente tranquilizado, porque le dijo con aire inquieto:

¿Está usted bien segura?

—¡Segurísima! ¡Le aman! ¡Oh, que hombre!

Y ella se mostraba contrariada, avanzando sus gruesos labios, en fuerza de rojos, sanguinolentos. Pero sus ojos eran admirables, ojos leonados con puntitos de oro en las pupilas, ojos llenos de viveza, de amor y de sensualidad, que iluminaban como lámparas la amarillenta piel de su enjuto rostro. Arnoux, que parecía gozar sus despreciativas repulsas, le dijo, inclinándose sobre ella:

—Es usted muy amable; déme un beso.

Ella, cogiéndole por las orejas, le besó en la frente.

Cesaron de bailar en aquel momento, y en el sitio del director de orquesta apareció un guapo mozo, demasiado grueso y con una blancura de cera. Usaba larga y negra melena, al modo nazareno; chaleco de terciopelo azul con grandes palmas de oro, y de su talante trascendía el orgullo de un pavo real y la estupidez de un pavo de los otros. Una vez que hubo saludado al público, entonó una cancioncilla. Se trataba en ella de un lugareño que refería por sí mismo su viaje a la capital; el artista hablaba en bajo normando, y se hacía el beodo; el estribillo,

Me he reído, me he reído

en este París perdido:

Y producía un entusiasta pataleo. Delmas, "cantante expresivo" de una excesiva malicia para que lo dejaran de la mano. Al punto le entregaron una guitarra, y suspiró una romanza que tenía por título El hermano de la Albanesa.

La letra recordó a Frédéric la que el hombre astroso cantara entre los dos cabrestantes del buque. Sus ojos se fijaban involuntariamente en los vuelos del vestido que tenía ante su vista. Cada copla era seguida de una larga pausa, y el soplo del viento en los árboles remedaba el ruido de las olas.

La señorita Vatnaz, separando con su mano el ramaje de una alheña que le impedía ver el tablado, contemplaba fijamente al cantante, cejijunta, con las narices dilatadas y como hundida en un gozo verdadero.

—¡Perfectamente! —dijo Arnoux-. ¡Ahora me explico por qué ha venido usted esta noche a la Alhambra! Le gusta Delmas, querida mía.

Ella no quiso decir nada.

—¡Oh, qué pudor!

Y añadió, señalando a Frédéric:

—¿Acaso por éste? De ser así, padecería una equivocación; ¡no hay muchacho más discreto!

Los otros, que buscaban a su amigo, penetraron en la glorieta. Hussonnet los fue presentando y Arnoux les regaló puros y los obsequió con helados.

La señorita Vatnaz, que se había ruborizado al fijarse en Dussardier, se levantó en seguida y, alargándole la mano, le dijo:

—¿No se acuerda de mí, Augusto?

—¡Cómo! ¿La conoce usted? —preguntó Frédéric.

—Hemos estado en la misma casa —repuso Dussardier.

Y como Cisy le tiraba de la manga, salieron; apenas desaparecido, la señorita Vatnaz comenzó a elogiarlo por su carácter, llegando hasta decir que era "la bondad personificada".

Después se habló de Delmas, que podría, en calidad de mimo, tener éxitos en el teatro, entablándose por contera una discusión, en la que salieron a relucir Shakespeare, la censura, el estilo, los principios de la Porte-Saint-Martin, Alejandro Dumas, Victor Hugo y Dumersan.

Como Arnoux había conocido a muchos artistas célebres, los jóvenes se acercaban para oírle; pero sus palabras se perdían entre los acordes de la música, y una vez el rigodón o la polka terminados, las parejas se dirigían a las mesas, riendo y llamando a los camareros; detonaban entre el ramaje los taponazos de las botellas de cerveza y de soda; chillaban como ratas las mujeres; a veces dos señores pretendían reñir; un ladrón fue detenido.

Los bailarines, en desenfrenado galope, irrumpieron en las avenidas. Jadeantes, sonrientes y enrojecidos los rostros, desfilaban en un torbellino que hacía tremolar las faldas femeninas y los faldones de los fraques; los trombones rugían con más fuerza; el ritmo se aceleraba; detrás de los medievales claustros, tras de oírse unos chisporroteos, estallaron los cohetes; las ruedas de los fuegos artificiales comenzaron a girar; las luces de bengala, con sus resplandores esmeraldinos, iluminaron por un momento el jardín, y cuando estalló la bomba final, la multitud lanzó un prolongado ¡ah!, desfilando lentamente.

 

Una nube de pólvora flotaba en el aire. Frédéric y Deslauriers discurrían paso a paso por entre la muchedumbre, cuando una escena inusitada los detuvo: Martinon recibía la vuelta de una moneda en el guardarropa, acompañado de una mujer de unos cincuenta años, fea, magnificamente ataviada y de muy discutible condición.

—Ese buen mozo —dijo Deslauriers— es menos simplón de lo que parece. Pero ¿dónde está Cisy?

Dussardier les señaló el café, y allí vieron al descendiente de los paladines, ante un ponche y en compañía de una mujer con sombrero rosa.

Hussonnet, que se había ausentado hacía cinco minutos, reapareció al mismo tiempo.

Una muchacha se apoyaba en su brazo, llamándole "gatito mío"

—¡De ninguna manera! —le decía—. ¡No! En público no me llames así! Llámame más bien vizconde! Eso viste mucho y da un cierto aspecto de caballero de la época de Luis XIII que me agrada. ¡Sí, mis buenos amigos, una antigua conocida! ¿Verdad que es muy mona? —y le acariciaba la barbilla al decirlo—. ;Saluda a estos caballeros!

¡Todos son hijos de pares de Francia! ¡Los trato para que me nombren embajador!

—¡Qué loco es usted! —suspiró la señorita Vatnaz.

Y rogó a Dussardier que la acompañara a su casa.

Arnoux los vio alejarse, y volviéndose luego a Frédéric, le dijo:

—¿Le gusta la Vatnaz? No es usted franco en este punto. Me parece que oculta usted sus amores.

Frédéric se puso pálido y juró que no ocultaba nada.

—Es que no se le conoce a usted prometida —repuso Arnoux.

Frédéric sintió deseos de decir un nombre cualquiera; pero como podían irle con el cuento a ella, se contuvo y respondió que, efectivamente, no tenía prometida.

El comerciante se lo censuró.

—Esta noche ha tenido la gran ocasión. ¿Por qué no ha imitado a los demás, que se han ido con una mujer?

—Bueno, ¿y usted? - repuso Frédéric, impaciente ante tal insistencia.

—Porque es muy diferente, hijo mío. Yo me voy en busca de la mía.

Y, llamando a un coche, desapareció.

Los dos amigos se fueron a pie. Soplaba el levante. Los dos iban silenciosos. Deslauriers se lamentaba de no haber estado brillante ante el director de un periódico y Frédéric se sumergía en su tristeza. Al fin dijo que el bailecito aquel se le había antojado estúpido.

—¿Y de quién es la culpa? ¡Si no nos hubieras dejado por tu Arnoux!

—¡Bah! Es lo mismo. ¡Hubiera sido inútil cuanto hiciera!

Pero Deslauriers tenía sus teorías. Para conseguir las cosas con desearlas fuertemente era bastante.

—Sin embargo, tú mismo, hace poco...

—¡Mucho que me importaba a mí la cosa! —dijo Deslauriers parando en seco la alusión—. ¿Pretendo yo acaso enredarme con una mujer? —y declamó contra sus diabluras, sus estupideces; en suma, las mujeres le desagradaban.

—¡Pues no presumes tú! —dijo Frédéric.

Deslauriers se calló, exclamando a poco y de repente:

—¿Quieres apostarte cien duros a que consigo la primera que pase?

—¡Sí, aceptado!

La primera que pasó fue una mendiga haraposa, y estaban a punto de desconfiar de su estrella, cuando en medio de la calle de Révoli descubrieron a una muchacha alta con una cajita de cartón en la mano.

Deslauriers se acercó a ella bajo las arcadas; pero la muchacha, torciendo bruscamente por el lado de las Tullerías, se dirigió en seguida por la plaza del Carrousel, lanzando miradas a diestro y siniestro.

Corrió hacia un coche; pero Deslauriers la alcanzó nuevamente. Marchaba junto a ella, hablándole con expresivos gestos. Por fin aceptó su brazo, y juntos continuaron a través de los muelles. Luego, a la altura del Chatelet, y por lo menos durante veinte minutos, pasearon por la acera como dos marinos que estuvieran de guardia. Pero de pronto atravesaron el puente del Cambio, el mercado de las Flores y el paseo de Napoleón. Como Frédéric entrara tras ellos, le hizo comprender su amigo que, de recogerse, les estorbaría, y que no le quedaba otro recurso que imitar su ejemplo.

—¿Cuánto te queda aún?

—Diez duros.

—Es suficiente. Adiós.

Frédéric se quedó boquiabierto ante el éxito de aquella farsa. "Se burla de mí", pensó. "¿Si le siguiera de nuevo? ¿Creerá acaso Deslauriers que le envidio ese amor? ¡Como si yo no tuviera uno cien veces más extraordinario, más noble y más fuerte! Una especie de cólera le empujaba, y llevado por ella llegó ante la casa de la señora Arnoux.

Ninguna de aquellas ventanas pertenecía a sus habitaciones; pero, no obstante esto, proseguía con los ojos fijos en la fachada, como si pretendiera, contemplándola, atravesar sus muros. En aquel momento, sin duda, ella reposaba tranquilamente, como adormecida flor, con sus hermosos y negros cabellos entre los encajes de la almohada, entreabierta la boca y descansando la cabeza en uno de los brazos. Pero se le apareció la de Arnoux, y se alejó al punto para huir de aquella visión.

El consejo de Arnoux se le vino —sin que le horrorizara— a la memoria, y comenzó a vagabundear por las calles.

Cuando se adelantaba un transeúnte, procuraba distinguirle el rostro.

De vez en cuando un rayo de luz, deslizándose por entre sus piernas, describía, a ras de suelo, un enorme cuarto de círculo, y al punto un hombre surgía de la sombra con su cesta y su farol. El viento, en algunos parajes, sacudía las chimeneas; se oían sones lejanos que se mezclaban al zumbido de su cabeza, y se le antojaba oír, en el aire, el vago ritornelo de las contradanzas. El movimiento de su marcha mantenía aquella embriaguez, y de este modo llegó a la plaza de la Concordia.

En aquel instante se acordó de aquella otra noche del anterior invierno, cuando, al salir de casa de ella, por primera vez, se vio en trance de detenerse, de tal modo y tan aprisa le latía el corazón a impulso de sus esperanzas. Y ahora, ¡todas se habían desvanecido!

Algunas sombras desnudas corrían por la faz de la Luna. El joven la contempló, pensando en la grandeza de los espacios, en las miserias de la vida y en la vacuidad de todo. Amaneció; entrechocaban sus dientes, y medio dormido, empapado por la niebla y bañado de lágrimas, se preguntó por qué no ponía fin a su existencia. Le bastaba con hacer un movimiento! Le arrastraba el peso de su frente y su cadáver lo veía ya flotando en el agua. Frédéric se inclinó; pero era un poco ancha la barandilla y su indolencia no le permitió franquearla.

El alma se le sobrecogió, y de vuelta en los bulevares se desplomó en un banco, de donde le despertaron los policías, convencidos de que "había corrido una juerga".

Prosiguió su marcha; pero como tenía mucho apetito y los restaurantes estaban cerrados, se fue a comer a un figón de los mercados.

Después de esto, y como creyera que aún era muy pronto para recogerse, comenzó a dar vueltas, sin ton ni son, en torno del Ayuntamiento, hasta las ocho y cuarto.

Deslauriers, que había despedido a la joven hacía mucho tiempo, escribía en la mesa, en mitad del cuarto. Hacia las cuatro se presentó el señor de Cisy.

Gracias a Dussardier, la noche anterior se tropezó con una señora, y hasta la había acompañado en coche, con su marido, a la puerta de su casa, y fue citado por ella allí, y de allí venía ¡y aún ignoraba quiénes eran!

—¿Qué quiere usted que yo haga? —preguntó Frédéric.

Y en tal punto, el hidalgo, yéndose por los cerros de Ubeda, habló de la señorita Vatnaz, de la andaluza y de todas las demás. Por fin, y con muchos rodeos, expuso el objeto de su visita: fiándose en la discreción de su amigo, venía para que le ayudase en un cierto asunto, después del cual se consideraría definitivamente como un hombre; a lo que Frédéric accedió. Luego contó la historia a Deslauriers, ocultándole todo aquello que hacía referencia a su persona.