La educación sentimental

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V

A la mañana siguiente, antes de las doce, compró una caja de pinturas, pinceles y un caballete. Pellerin se avino a darle lecciones, y Frédéric lo condujo a su alojamiento para que viera si le faltaba algún utensilio de pintura.

Deslauriers se hallaba en casa, y un joven estaba sentado en el segundo sillón; señalándolo, su amigo le dijo:

—Aquí lo tienes; es él, Senecal.

Aquel mozo desagradó a Frédéric. Su cabello, cortado al rape, realzaba la anchura de su frente; un no sé qué de frío y de duro se percibía en sus ojos grises, y su largo levitón negro y todo su traje trascendía a pedagogo y a eclesiástico.

En primer término se charló de cosas de actualidad, y entre otras del Stabat, de Rossini; Senecal, a una pregunta, declaró que no iba nunca al teatro. Pellerin abrió la caja de pinturas.

—¿Es para ti todo eso? —dijo Deslauriers.

—Es natural.

—¡Vaya idea!

Y se inclinó sobre la mesa, en la que el pasante de matemáticas hojeaba un libro de Louis Blanc, que él mismo había llevado, y leía en voz baja algunos pasajes, mientras Pellerin y Frédéric examinaban juntos la paleta, el raspador, los tubos de pintura. Después comenzaron a hablar del banquete de Arnoux.

—¿El comerciante de cuadros? —preguntó Senecal—. ¡Valiente sujeto!

—¿Por qué? —preguntó Pellerin.

—Pues porque es un hombre que negocia con las infamias de la política.

Y comenzó a hablar de un dibujo célebre que representaba a toda la familia real entregada a edificantes ocupaciones: Luis Felipe tenía un código; la reina, un devocionario; las princesas bordaban; el duque de Nemours ceñía un sable; el señor de Joinville enseñaba una carta geográfica a sus hermanos menores, y en el fondo descubríase una cama para dos. Este dibujo, titulado Una buena familia, había sido la alegría de los burgueses, al par que la aflicción de los patriotas. Pellerin, con tono contrariado, como si fuera el autor, repuso que todas las opiniones eran admisibles; Senecal protestó. ¡El arte debía aspirar exclusivamente a la educación de las masas! No debían reproducirse más que asuntos que reflejaran acciones virtuosas; los demás eran nocivos.

—Pero eso depende de la ejecución —exclamó Pellerin—. ¡Yo puedo hacer obras maestras!

Entonces, ¡tanto peor para usted! Uno no tiene derecho.

¿Cómo?

—No, señor. ¡Usted no tiene derecho a interesarme con cosas que yo rechazo! ¿Qué falta nos hacen todas esas laboriosas bagatelas de las que es imposible sacar ningún provecho, como, por ejemplo, de esas Venus y de todos los paisajes de ustedes? ¡Ni en unas ni en otros veo enseñanza ninguna para el pueblo! ¡Dennos más bien a conocer sus miserias! Entusiásmenos con sus sacrificios! ¡Oh, Dios mío, los asuntos no faltan: la alquería, el taller....

Pellerin, el aliento entrecortado por la indignación y creyendo disponer de un argumento, dijo:

—¿Acepta usted a Molière?

—¡Lo acepto! —repuso Senecal—. ¡Lo acepto y lo admiro como precursor de la Revolución francesa!

—¡Oh, la Revolución! ;Vaya un arte! Jamás hubo más deplorable época!

—¡Nunca más grande, caballero!

Pellerin, cruzándose de brazos y mirándole a la cara, dijo:

—¡Tiene usted toda la vitola de un guardia nacional!

—¡No pertenezco a ella y la detesto tanto como usted! Pero con semejantes principios se corrompe a las muchedumbres. Por lo demás, eso es cuenta del Gobierno; sin la complicidad de una caterva de farsantes como el que nos ocupa, no sería aquél tan fuerte.

El pintor tomó la defensa del comerciante porque las opiniones de Senecal le exasperaban. Hasta se atrevió a sostener que Jacques Arnoux era un verdadero corazón de oro, abnegado con sus amigos, cariñoso con su mujer.

—¡Bah, bah! Si le ofrecen una buena suma, no se negaría a que sirviera de modelo.

Frédéric se puso pálido.

—¿Tanto mal le ha causado a usted, caballero?

—¿A mí? Nada de eso. Lo he visto una vez únicamente, en el café, con un amigo: eso es todo.

Y decía la verdad; pero los reclamos continuados de L'Art Industriel le sacaban de quicio. Arnoux era, para él, el representante de un mundo que consideraba funesto para la democracia. Republicano austero, sin necesidades ningunas, además, y de una inflexible honradez, consideraba corrompidas todas las elegancias.

La charla se reanudó, no sin trabajo. El pintor, a poco, se acordó de su cita, y de sus alumnos el pasante; y cuando se vieron fuera, después de un largo silencio, Deslauriers hizo varias preguntas sobre Arnoux.

—Me presentarás a él más adelante, ¿no es cierto, amigo mío?

—Seguramente —dijo Frédéric.

Luego trataron de su colocación. Deslauriers había obtenido sin trabajo un puesto de pasante segundo en casa de un procurador; se matriculó en la Escuela de Derecho, comprando los libros indispensables, y la tan anhelada vida comenzó, una vida que fue deliciosa merced a la belleza de su juventud. Como Deslauriers no dijera nada respecto de los gastos, Frédéric tampoco dijo una palabra. Subvenía a todas las necesidades, arreglaba el armario, se ocupaba de la casa; pero si era menester echarle una reprimenda al portero, el pasante era el encargado de ello, continuando, como en la escuela, su papel de mayorcito y de protector,

Separados durante el día, volvían a reunirse llegada la noche. Se colocaba cada uno en su sitio, en un rincón de la chimenea, y ponían manos en el trabajo, que no tardaban en interrumpir con interminables expansiones y alegrías sin motivos, y hasta disputas, a las veces, a propósito de la mala luz de la lámpara o de un libro extraviado; cóleras de un minuto, en fin, que al minuto se ahogaban en risas.

Las puertas de las alcobas se quedaban abiertas y el charloteo proseguía de cama en cama.

Al llegar el día se paseaban en mangas de camisa por el terrado; surgía el Sol, las fugitivas brumas se deslizaban por el río, se oían los mil ruidos del vecino mercado de flores, y el humo de sus pipas se esparcia por el puro ambiente que refrescaba sus ojos, abotargados aún, inundándose sus almas de una esperanza inmensa al aspirar aquel aire.

El domingo, si no llovía, se marchaban juntos y cogidos del brazo por esas calles. Casi siempre se les ocurría a un tiempo idéntica reflexión, o bien charlaban sin parar mientes en lo que había en torno de ellos. Deslauriers ambicionaba la riqueza como medio de señorearse del mundo; hubiera deseado remover la sociedad, llamar mucho la atención, tener tres secretarios a sus órdenes y dar comidas políticas una vez a la semana. Frédéric se amueblaba un palacio a lo moro, para vivir tendido en divanes de Cachemira, acariciado el oído por el desgranarse de un surtidor y servido por pajes negros, y eran tan palpables todas estas cosas soñadas, que al verse sin ellas se entristecían como si las hubiesen perdido.

—Pero ¿para qué hablar de tales cosas —decía Frédéric—si nunca las tendremos?

—¿Quién sabe? —replicaba Deslauriers.

A pesar de sus opiniones democráticas, le incitaba a que se introdujera en casa de los Dambreuse; a lo que Frédéric argüía que ya lo había intentado.

—¡Bah! Vuelve a la carga y te invitarán.

Como a mediados de marzo, y entre otras cuentas de importancia, recibiera la del hostelero que les servía la comida, y como Frédéric no tuviera dinero bastante, pidió prestado a Deslauriers cien escudos; la misma petición fue reiterada quince días más tarde, regañándole su amigo por los gastos que hacía en el establecimiento de Arnoux.

Efectivamente, tales gastos eran excesivos. Una vista de Nápoles, otra de Venecia y otra de Constantinopla aparecían en mitad de cada una de las tres paredes; acá y allá, escenas ecuestres de Alfredo de Dreux, un grupo de Pradier sobre la chimenea, dos números de L'Art Industriel sobre el piano y cartones de dibujo por el suelo, obstruían de tal suerte la habitación, que apenas si había sitio para colocar un libro ni tan siquiera para rebullirse. Según Frédéric, todo aquello le era necesario para poder pintar.

Trabajaba en casa de Pellerin; pero éste con frecuencia se hallaba en la calle, pues tenía la costumbre de asistir a todos los entierros y acontecimientos de que hablaban los periódicos, de modo que Frédéric se pasaba completamente solo las horas enteras en el estudio. El silencio que allí reinaba, sólo interrumpido por el corretear de los ratones; la luz que caía de lo alto, y hasta el crepitar de la estufa, todo, de consuno, le hundía al principio en una especie de bienestar intelectual.

Luego sus ojos, abandonando el trabajo, se abismaban en las desconchaduras de la pared, entre las baratijas del armario, a lo largo de las estatuas en las que el polvo amasado semejaba jirones de terciopelo, y como el viajero que, perdido en medio de un bosque, siempre, vaya por donde vaya, sale al mismo sitio, así el joven, en lo profundo de cada idea, se hallaba siempre con la imagen de la señora Arnoux.

Se había fijado día para ir a su casa; pero una vez en el segundo piso, ante la puerta, dudaba en llamar. Unos pasos se aproximaban, abrían, y al oír "La señora no está en casa", se sentía como liberado, como si le quitaran un peso del corazón.

Sin embargo, la encontró más de una vez: la primera estaba en compañía de tres señoras; otra, por la tarde, fueron interrumpidos por el maestro de caligrafía de la señorita Marthe. Además, como los hombres que conocían a la señora Arnoux no la visitaban, Frédéric, por discreción, dejó de hacerlo.

Pero no dejaba de ir, muy particularmente todos los miércoles por la tarde, a L'Art Industriel, para ser invitado a las comidas de los jueves; permanecía allí después de todos, más tiempo aun que Regimbart, hasta el último minuto, fingiendo que miraba un grabado o que leía un periódico. Al fin, Arnoux le decía:

 

—¿Está usted libre mañana por la noche?

Y sin esperar a que terminase, aceptaba la invitación. Parecía que Arnoux iba tomándole cariño. Le enseñó el arte de reconocer los vinos, a quemar el ponche, a hacer salmorejo de ave. Frédéric seguía dócilmente sus consejos, amando cuanto dependía de la señora Arnoux: sus muebles, sus criados, su casa, su calle.

Apenas si hablaba durante aquellas comidas, limitándose a contemplarla a ella: en la sien derecha tenía un lunarcito; sus cabellos, por delante, eran de una negrura más intensa y como ligeramente humedecidos por los bordes; de vez en cuando, y con tan sólo dos dedos, se los alisaba. Frédéric conocía la forma de todas las uñas de ella; se deleitaba escuchando el crujir de su vestido de seda al pasar junto a las puertas; olisqueaba a hurtadillas el perfume de su pañuelo; su peinado, sus guantes, sus sortijas, eran para él cosas de un alto valor, importantísimas como obras de arte, casi animadas como personas; todas se le adentraban en el alma y enardecían su pasión, que no había tenido fuerzas para ocultársela a Deslauriers. Cuando regresaba de casa de la señora Arnoux, lo despertaba como sin querer, a fin de poder hablar de ella.

Deslauriers, que dormía en un cuartito, junto a la pileta, lanzaba un prolongado bostezo, y Frédéric se sentaba a los pies de la cama. En primer lugar hablaba de la comida, y a continuación refería mil detalles insignificantes, en los que observaba señales de desprecio o de cariño.

Una vez, por ejemplo, ella había rehusado su brazo para tomar el de Dittmer, desolándose Frédéric.

—¡Oh, que tontería!

O bien le había llamado "amigo mío". "¡Entonces la cosa marcha!", pensaba él.

—Pero yo no me atrevo —decía Frédéric.

Perfectamente; no pienses más en ella. Buenas noches.

Y volviéndose del lado de la pared, tornaba a dormirse. Aquel amor le resultaba ininteligible, considerándolo como una última flaqueza de adolescente, y por no bastarle ya su intimidad, sin duda, pensó en reunir una vez por semana a los amigos comunes.

Llegaban el sábado, como a eso de las nueve de la noche. Las tres cortinas estaban cuidadosamente corridas; ardían la lámpara y cuatro velas; la caja de tabaco, llena de pipas, se veía en medio de la mesa, entre las botellas de cerveza, la tetera, un frasco de ron y algunas pastas. Se discutía la inmortalidad del alma y se establecían paralelos entre los profesores.

Una noche, Hussonnet se presentó con un mozo fornido, de apocado continente y con una levita de mangas demasiado cortas. Era el muchachote aquel que el año último reclamaron como camarada en la Comisaría.

Como no le fue posible entregarle a su jefe la caja con los encajes perdida en la refriega, aquél le acusó de robo, amenazándole con llevarlo a los Tribunales; ahora estaba de dependiente en una casa de transportes. Hussonnet se lo había tropezado aquella mañana en la esquina de una calle y lo traía porque Dussardier, por reconocimiento quería ver "al otro"

Alargó a Frédéric la petaca, con todos los cigarros aún, pues la había conservado religiosamente, con la esperanza de devolverla. Los jóvenes le invitaron a volver, y así lo hizo.

Todos simpatizaban. En primer lugar, su odio al Gobierno tenía la fuerza de un dogma indiscutible. Unicamente Martinon trataba de defender a Luis Felipe; pero los demás se le echaban encima agobiándolo con los lugares comunes de los periódicos: la fortificación de París, las leyes de septiembre, Prithard, lord Guizot, y esto de tal manera, que Martinon, temiendo ofender a alguno, se callaba. En siete años de colegio nunca se hizo acreedor a un castigo, y en la Facultad de Derecho sabía congraciarse con los profesores. Llevaba por lo general una gruesa levita color de almáciga y chanclas de goma; pero una noche se presentó con traje de recién casado: chaleco de terciopelo, corbata blanca y cadena de oro.

El asombro aumentó cuando se supo que venía de casa del señor Dambreuse. En efecto, el banquero Dambreuse acababa de comprar al padre de Martinon una partida considerable de madera, y como el buen hombre le había presentado a su hijo, el banquero invitó a comer a los dos.

—¿Había muchas trufas? —preguntó Deslauriers—. ¿Y has abrazado a su esposa, entre cortinas, sicut decet?

Con esto, la charla derivó hacia las mujeres. Pellerin no admitía que hubiese mujeres hermosas —prefería los tigres—; además, la hembra del hombre era un ser inferior en la jerarquía estética.

—Lo que a ustedes les seduce en ella es precisamente lo que la rebaja como idea; es decir, el seno, los cabellos.

—Sin embargo —objetó Frédéric—, una abundante cabellera y unos grandes ojos negros..

—¡Conocemos la cantilena! —exclamó Hussonnet—. Basta de andaluzas! ¡Yo estoy chapado a la antigua! ¡Dejémonos, en fin, de charlatanerías! Una mujer elegante y casquivana es más entretenida que la Venus de Milo. ¡Seamos sencillotes, como corresponde a unos buenos muchachos! ¡Y de costumbres disolutas, si podemos!

¡Corred, vinos generosos!

¡Dignaos sonreír, mujeres!

—Es preciso ir de la morena a la rubia. ¿Es ésta su opinión, amigo Dussardier?

Dussardier no dijo nada, y todos le acosaron para conocer sus aficiones.

—Está bien —dijo, ruborizándose—; a mí me gustaría amar siempre a la misma.

Y fue dicho aquello de tal manera, que por un momento todos callaron, sorprendidos los unos por aquel candor, y quizá percatados los otros del mismo anhelo de aquella alma.

Senecal colocó en el jambaje de la chimenea su vaso de cerveza y declaró dogmáticamente que, siendo la prostitución una tiranía y el casamiento una inmoralidad, era preferible abstenerse. Deslauriers tomaba a las mujeres como distracción, y nada más. El señor de Cisy, a este respecto, sentía toda clase de temores.

Educado bajo la férula de una abuela muy devota, la compañía de aquellos jóvenes la encontraba atrayente como un lugar peligroso e instructiva como una Sorbona. No se le regateaban las lecciones, manifestándose él lleno de celo, hasta el punto de querer fumar, a despecho de las náuseas que le atormentaban cada vez que lo hacía. Frédéric le rodeaba de atenciones, admirando el matiz de sus corbatas, las pieles de su paleto y sobre todo sus botas, finas como guantes y de una extraordinaria elegancia y pulcritud: en la puerta siempre le aguardaba su coche. Una noche de nieve, recién marchado el señor de Cisy, Senecal se compadeció de su cochero, declamando a continuación contra los lechuguinos y el Jockey-Club; hacía más caso de un obrero que de los tales caballeretes.

—Yo, al menos, trabajo; soy pobre.

—Ya se ve —dijo Frédéric impaciente.

El pasante le guardó rencor por aquellas palabras.

Habiéndole dicho Regimbart que conocía un poco a Senecal, Frédéric, para mostrarse cortés con el amigo de Arnoux, le invitó a las reuniones del sábado. El encuentro les fue grato a los dos patriotas. Sin embargo, sus opiniones diferían.

Senecal —que tenía cabeza puntiaguda apreciaba las cosas de una manera sistemática, en tanto que Regimbart, por el contrario, en los hechos no veía sino los hechos mismos. Su principal inquietud era la frontera del Rhin. Se consideraba perito en artillería y se hacía vestir por el sastre de la Escuela Politécnica.

El primer día, al ofrecérsele unos pasteles, se encogió desdeñosamente de hombros, afirmando que aquello eran cosas de mujeres, y no estuvo más amable las veces sucesivas. En cuanto las discusiones se elevaban un poco, murmuraba: ";Oh, nada de Utopías, nada de sueños!"

En materia de arte —aunque frecuentaba los estudios, donde, a las veces, solía dar alguna que otra lección de esgrima—no eran más trascendentales sus opiniones. Comparaba el estilo de Marast con el de Voltaire y el de la señorita Vatnaz con el de la señora Staël, por una oda a Polonia "en la que había pasión". En fin, Regimbart molestaba a todos, y especialmente a Deslauriers, porque el tal ciudadano era uno de los íntimos de Arnoux; lo que no era óbice para que él ambicionara concurrir a la tertulia del comerciante, en la creencia de que le sería dado relacionarse provechosamente.

"¿Cuándo vas a presentarme?", le decía Frédéric; a lo que éste respondía que Arnoux andaba muy atareado, o bien que se iba de viaje; por otra parte, no valía la pena, porque las comidas iban a terminarse.

Si hubiera sido preciso arriesgar la vida para salvar a Deslauriers Frédéric lo habría hecho; mas como deseaba presentarse de la más ventajosa manera posible, y como cuidaba su conversación, sus maneras y sus costumbres, hasta el punto de que siempre iba a L'Art Industriel irreprochablemente acicalado, temía que Deslauriers, con su vieja levita negra, su vitola de procurador y sus ideas presuntuosas no fuera del agrado de la señora Arnoux, lo que podía comprometerle y aun rebajarle a él mismo ante los ojos de ella. Transigía de buen grado con los demás; pero su amigo precisamente sería para él un estorbo muchísimo mayor. A Deslauriers no se le ocultaba que el joven rehuía cumplir su promesa, antojándosele, además, que su silencio era como una agravación de la injuria.

Hubiera querido ser su único guía y verle desenvolverse según el ideal de su juventud, y su holgazanería le sublevaba como una desobediencia y como una traición. Además, Frédéric, a cuestas siempre por el recuerdo de la señora Arnoux, hablaba con frecuencia de su marido, y Deslauriers, en vista de ello, dio en la gracia de repetir a troche y moche, a modo de muletilla y como resabio de idiota, el apellido del comerciante, viniera o no a cuento. Si llamaban a su puerta, respondía "Entre usted, Arnoux" En el restaurante pedía queso de Brie "lo mismo que el de Arnoux"Y por la noche, fingiendo una pesadilla despertaba a su amigo, aullando; "¡Arnoux, Arnoux!" Hasta que por fin, un día, Frédéric, harto ya, le dijo con deplorable acento:

—¿Quieres dejarme tranquilo con tanto Arnoux?

—¡Nunca! —repuso Deslauriers.

¡Siempre y en todas partes él!

La imagen de Arnoux, cálida o fría...

—¡Cállate! —exclamó Frédéric, amenazándole con el puño. Y añadió con más dulzura:

—Bien sabes que eso me molesta.

—¡Oh, excelente persona, perdóneme! —replicó Deslauriers haciendo una profunda reverencia--. En lo sucesivo, se respetarán los nervios de la señorita! ¡Perdóneme, se lo repito! ¡Acepte mis excusas.

Y así terminó la broma.

Una noche, tres semanas más tarde, le dijo:

—No hace mucho he visto a la señora Arnoux.

—¿Dónde?

—En la Audiencia, con el procurador Balandar. ¿No es una mujer morena, de mediana estatura?

Frédéric asintió, aguardando a que Deslauriers hablase. A la menor palabra de admiración se desahogaría por completo; incluso estaba a punto de reverenciarlo; pero el otro seguía sin despegar su boca; por último, no pudiendo contenerse por más tiempo, le preguntó, como quien no quiere la cosa, lo que pensaba de ella.

Para Deslauriers, "no estaba mal, aunque no tenía nada de extraordinario".

—¿Eso crees? —dijo Frédéric.

Con el mes de agosto llegó la hora de su segundo examen. Quince días de trabajo eran suficientes, según la opinión general, para imponerse de las asignaturas. Frédéric, no dudando de sus fuerzas, se sorbió de un trago los cuatro primeros libros de Procedimientos, los tres primeros del Código penal, una parte del civil, con anotaciones del señor Poncelet, y algunos trozos de Procedimiento criminal. La víspera, Deslauriers le hizo dar un repaso, que duró hasta la mañana, y para aprovecharse hasta el último minuto le continuó haciendo preguntas mientras iban por la calle.

Como se celebraban varios exámenes a la vez, en el patio había muchas personas, Hussonnet y Cisy entre ellas; cuando se trataba de compañeros, no faltaban a tales actos. Frédéric, después de revestirse la tradicional toga negra, penetró, con tres estudiantes más y seguido de una turba, en un salón grande, iluminado por algunas ventanas sin cortinas y con bancos alrededor de las paredes. En medio, unas sillas de cuero rodeaban una mesa cubierta con un paño verde, que separaba a los examinados de los señores del tribunal, todos con sus togas rojas, sus mucetas crladas de armiño sobre los hombros y sus birretes con galones de oro en la cabeza.

 

Frédéric era —mal número— el penúltimo de la lista. A la primera pregunta, sobre la diferencia entre convenio y contrato, se trabucó, confundiendo el uno con el otro; el profesor, que era una buena persona, le dijo: "No se haga usted un lío; tranquilícese." Luego, después de dos preguntas fáciles, contestadas ambiguamente, se pasó a la cuarta. Frédéric se desconcertó con tal principio. Deslauriers, que se hallaba enfrente, entre el público, le decía, por señas, que aún no se había perdido todo. En la segunda pregunta, sobre Derecho criminal, estuvo pasable; pero después de la tercera, relativa al testamento místico, como el profesor permaneciera impasible mientras él hablaba, redobló su angustia, pues Hussonnet juntaba las manos para aplaudir, en tanto que Deslauriers se encogía de hombros a cada paso. ¡Llegó, por último, el instante de probar su suficiencia en Procedimientos! Se trataba de la tercera prueba. El profesor, extrañado de haber oído teorías opuestas a las suyas, le preguntó bruscamente.

—¿Es ésa su opinión? Pues ¿cómo concilia usted el principio del artículo 1 351 del Código civil con su extraordinaria arremetida?

Como se había pasado la noche sin dormir, Frédéric sentía una fuerte jaqueca. Un rayo de sol, deslizándose por entre las rendijas de una persiana, le hería el rostro. De pie y contoneándose detrás de la silla, se retorcía las guías del bigote.

—¡No dejo de aguardar su respuesta! —dijo el hombre del galoneado birrete.

Y molesto sin duda por los gestos de Frédéric añadió:

—¡No la sacará de su bigote, seguramente!

Aquella gracia hizo reír al auditorio, y el profesor, halagado en su vanidad, se dulcificó y le hizo aún dos preguntas acerca de las citaciones y los sumarios, acogiendo las respuestas con signos de aprobación.

Terminado el acto, Frédéric volvió al vestíbulo.

Mientras el bedel le despojaba de la toga para ponérsela inmediatamente otro, le rodearon sus amigos, acabando de confundirle con sus contradictorias opiniones sobre el resultado del examen, que a poco lo daba a conocer una voz sonora desde la puerta del aula: "El tercero.. suspenso."

—¡Despachado! —dijo Hussonnet—. ¡Vámonos de aquí!

Ante la portería encontraron a Martinon, arrebolado, conmovido, radiantes los ojos y ceñida la frente por la aureola del triunfo. Acababa de sufrir sin tropiezos su último examen. Ya no le quedaba más que la tesis; antes de quince días sería licenciado. Su familia conocía a un ministro; se le presentaba "una hermosa carrera".

—Ese, a pesar de todo, te vence —dijo Deslauriers.

Nada tan humillante como ver a los necios triunfar en tales empresas donde uno fracasa. Frédéric, mortificado, repuso que aquello le importaba poco. Sus pretensiones eran más elevadas; y como Hussonnet se dispusiera a marcharse, lo llamó a un lado para decirle:

—De esto, ni una palabra allí. ¿Estamos?

El secreto era fácil, puesto que Arnoux se marchaba al día siguiente a Alemania.

Por la noche, al llegar, Deslauriers halló a su amigo en muy diferente tesitura: saltaba, silbaba, admirándose el otro de aquel cambio de humor. Frédéric declaró que no iría a casa de su madre y que dedicaría las vacaciones al estudio.

Al enterarse de la marcha de Arnoux se sintió presa de un gran júbilo. Podría presentarse allá abajo completamente a sus anchas y sin temor a ser interrumpido en sus visitas. La convicción de una seguridad absoluta le daría ánimos. En fin, no se vería alejado ni separado de ella! Algo más fuerte que una cadena de hierro le ataba a París y una voz interior le decía que se quedase.

Algunos obstáculos se oponían a ello, pero los zanjó escribiéndole a su madre; en primer término le confesaba su derrota, ocasionada por un cambio en el programa —una desgracia, una injusticia— ; además, a todos los grandes abogados —y citaba los nombres— les había sucedido lo mismo. Pero pensaba presentarse otra vez en noviembre, y como no te nía tiempo que perder, aquel año no iría a casa; por último, pedía, además del dinero del trimestre, doscientos cincuenta francos para atender a los gastos que el repaso de las asignaturas —cosa muy útil— le ocasionaría: todo ello adobado con palabras condolidas y apesadumbradas y con mimoserías y protestas de amor filial.

La señora Moreau, que le aguardaba al día siguiente, se entristeció con doble motivo. Ocultó la desgracia de su hijo y le respondió que "fuera a pesar de todo". No quiso ceder Frédéric y sobrevino la desavenencia. Al fin de la semana, no obstante, recibió el dinero del trimestre, con la suma destinada a los repasos, suma que sirvió para pagar unos pantalones gris perla, un sombrero de fieltro blanco y un bastoncillo con empuñadura de oro.

Cuando tuvo todas estas cosas en su poder, pensó: "¿Habré tenido una idea de peluquero?" Y se sintió sobrecogido por la duda.

Para saber si iría a casa de la señora Arnoux lanzó al aire por tres veces una moneda, y las tres veces el presagio fue venturoso. La fatalidad, pues, lo exigía. Y se hizo conducir en coche a la calle de Choiseul.

Subió apresuradamente la escalera y tiró del cordón de la campanilla; ésta no sonó, y él estuvo a punto de desmayarse.

Luego sacudió furiosamente el grueso borlón de seda roja. Dejóse oír un largo repiqueteo, que poco a poco se fue extinguiendo; pero nada, nada se oía. Frédéric tuvo miedo.

Aplicó el oído a la puerta: ni un soplo; miró por el ojo de la cerradura: en la antesala sólo se veían los extremos de dos cañas, junto al muro, entre las flores de papel. Dio media vuelta para irse; pero cambió de opinión, golpeando esta vez la puerta ligeramente. Esta se abrió por fin, y en el umbral apareció, enmarañada la cabeza, el rostro arrebolado y hosco el talante del propio Arnoux.

—¡Vaya! ¿Qué demonios le trae por aquí? Pase usted.

Y lo condujo, no al gabinete ni a su cuarto, sino al comedor, donde se veía, sobre la mesa, una botella de champaña y dos copas.

—¿Tiene usted algo que pedirme, querido amigo? —le preguntó con brusquedad.

—¡No! Nada, nada —balbuceó el joven, intentando buscar un pretexto a su visita.

Hasta que le dijo, por fin, que había ido para tener noticias suyas, pues le creía —por referencia de Hussonnet— en Alemania.

—¡De ninguna manera! —repuso Arnoux-. ¡Qué cabeza de chorlito tiene ese muchacho! Todo lo entiende al revés.

A fin de disimular su turbación, Frédéric iba de un lado a otro de la sala, y al tropezar con una silla dejó caer una sombrilla puesta sobreella, cuyo puño de marfil se hizo pedazos.

—¡Dios mío! —exclamó—. Cuánto siento haber roto la sombrilla de la señora Arnoux!

Al oír esto, el comerciante levantó la cabeza y sonrió de un modo extraño. Frédéric, aprovechando la ocasión que se le ofrecía para hablar de ella, añadió con timidez:

—¿Podré verla?

Estaba en su ciudad, junto a su madre enferma. No se atrevió a preguntar si duraría mucho aquel alejamiento; pero sí cuál era la tierra de la señora Arnoux.

—Chartres. ¿Le admira eso?

—¿A mí? No. ¿Por qué? De ningún modo.

Después de esto, ya no sabían qué decirse. Arnoux, que había liado un cigarrillo, daba vueltas soplando, alrededor de la mesa. Frédéric, de pie delante de la estufa, contemplaba las paredes, el aparador, el pavimento, y por su memoria, se diría más bien que ante sus ojos, desfilaban encantadoras imágenes. Al fin se retiró.

En el suelo de la antesala había un trozo de periódico apelotonado; lo recogió Arnoux y, empinándose, lo colocó dentro de la campanilla, para "continuar —dijo— su interrumpida siesta". Y añadió, dándole un apretón de manos:

Hágame el favor de decirle al portero que no estoy en casa para nadie.

Y apenas Frédéric volvió la espalda cerró violentamente la puerta.

El joven bajó la escalera poquito a poco. El fracaso de aquella primera tentativa le hizo dudar del buen éxito de las otras. Entonces comenzaron sus tres meses de aburrimiento. Como no tenía nada que hacer, su ociosidad aumentaba la tristeza que le invadía.