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Aus der Reihe: Colección Oro
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Una semblanza del

Doctor Samuel Johnson9

Ese privilegio de las evocaciones, sin importar lo imprecisas o equivocadas que estas resulten, es algo que le pertenece generalmente a las personas de mucha edad, y con frecuencia, gracias a esos recuerdos es que llegan al futuro los hechos sombríos de la historia, así como los cuentos menores ligados a los grandes acontecimientos.

Para muchos de mis lectores que a veces han visto y han tomado nota sobre la presencia de una cierta veta antigua en mi manera de escribir, me es grato presentarme como un hombre joven entre los participes de mi generación y nutrir la fantasía de que nací en América en 1890. Sin embargo, ahora estoy dispuesto a revelar un secreto que había guardado por miedo a no ser creído y a hacer partícipe a la gente de un saber acumulado acerca de un período, del que conocí de primera mano a sus más insignes personajes. Entonces, sepan que nací en el condado de Devonshire, el 10 de agosto de 1690 (o de acuerdo con nuevo calendario gregoriano, el 20 de agosto), por lo tanto, mi próximo cumpleaños será el 228. Me trasladé pronto a Londres y siendo muy joven conocí a muchos de los más famosos gentilhombres del reinado de Guillermo, incluyendo al llorado Dryden, que era fanático de las tertulias del Café de Will. Luego, conocí a Addison y Swift, y también fui amigo íntimo de Pope, al que respeté y admiré hasta el día de su muerte. Pero el más tardío de todos mis conocidos es el finado doctor Johnson del que quiero escribir ahora, de manera que haré llegar mi juventud hasta aquellos días.

Mi primer contacto con el doctor fue en mayo del año 1738 y no lo había conocido hasta entonces. Pope apenas había terminado el epílogo a su Sátiros (el texto comenzaba: “No aparecen dos así en el mismo año”) y se preparaba para su publicación. El mismo día de su aparición, fue publicada también una sátira copiando el estilo de Juvenal, titulada Londres y obra del —para entonces— desconocido Johnson. Tuvo tanto impacto que muchas personas de talento comentaron que era obra de un poeta aún más grande que Pope. Sin embargo, pese a que algunos críticos han mencionado que Pope se sintió envidioso, este no restringió los elogios para su nuevo rival, y enterándose por Richardson quién era ese nuevo rival, me comentó, “este Johnson pronto será deterré”.

Hasta 1763 no tuve contacto personal con el doctor, hasta que me lo presentó en el Mitre, James Boswell, un joven escocés de buena familia y muy educado, pero de poco genio y cuyas inclinaciones métricas yo había revisado algunas veces.

La primera vez que vi al doctor Johnson era un hombre gordo y de baja estatura, muy mal vestido y de apariencia desaseada. Recuerdo que usaba un pelucón enredado, suelto y sin empolvar que le quedaba pequeño para su cabeza. Su ropa era de un color pardo herrumbroso, muy deteriorada y le faltaba más de un botón. Su rostro, demasiado gordo para ser admirable, estaba marcado por las consecuencias de un desorden glandular y, además, su cabeza se movía continuamente presa de un tipo de convulsión. Sin embargo, yo ya estaba al tanto de todo eso de boca del propio Pope que se había cuidado de investigarlo.

Como yo tenía setenta y tres años, diecinueve más que el doctor (y digo doctor aunque tal reconocimiento no le llegó sino dos años más tarde), yo esperaba, por supuesto, alguna atención a mis años y no le tenía tanto miedo como otras personas. Cuando le pregunté qué opinaba de mi comentario positivo sobre su diccionario en el Londoner, mi periódico, me respondió:

—Señor mío, no recuerdo haber leído su periódico y no tengo ningún interés en los veredictos de esa parte menos rígida de la humanidad.

Más que molesto por lo poco cortés de ese personaje, cuya fama me había hecho considerar su aprobación, me arriesgué a responderle y le comenté que me sorprendía que un hombre sensible pudiera hablar sobre la rigidez de alguien, a quien él mismo reconocía no haber leído nunca.

—Eso se debe, señor —repuso Johnson— a que no necesito estar en contacto con las notas de un hombre para medir lo superficial de sus opiniones, si el mismo lo señala con su apetito por mencionar su propia producción en la primera pregunta que me hace.

Después de convertirnos en amigos, hablamos de muchos temas. Cuando, para halagarlo, le dije que no estaba de acuerdo sobre la legitimidad de los poemas de Ossian, Johnson me replicó:

—Señor, eso no le da gran mérito, ya que toda la ciudad está enterada y no es un gran descubrimiento para un crítico de Grub-Street. ¡Igual podría haber sospechado que Milton era el escritor de El paraíso perdido!

A partir de ese momento, vi a Johnson con frecuencia, sobre todo en reuniones del club literario que él mismo había formado el año anterior en compañía de Burke; el político parlamentario Beauclerk; un caballero de posición, Langton; un hombre devoto y capitán militar, sir J. Reynolds; el célebre pintor doctor Goldsmith; el escritor y poeta Nugent, suegro de Burke; sir John Hawkins; Anthony Chamier y yo.

Por lo general, nos reuníamos una vez por semana a las siete en punto de la noche, en el Turk’s Head de Gerrand Street, Soho, hasta que el local fue vendido y transformado en residencias privadas, entonces fuimos estableciendo recintos, sucesivamente, en el Prince’s de Sackville Street, Le Tellier’s de Dover Street y en Parsloe y The Tatched House de St. Jame’s Street. En aquellas reuniones manteníamos un alto grado de amabilidad y tranquilidad, que se diferencian favorablemente de algunas contrariedades y discusiones que se notan hoy en día en las asociaciones literarias y de aficionados. Esa tranquilidad es aún más notable puesto que aquellos caballeros sostenían puntos de vista muy diferentes. El doctor Johnson y yo, entre otros, éramos conservadores, mientras que Burke era liberal y se oponía a la guerra con Estados Unidos, y muchos de sus argumentos en ese sentido habían gozado de extensa difusión. El menos amable de los miembros era uno de sus fundadores, sir John Hawkins, que luego escribiría muchas mentiras sobre nuestra sociedad. Sir John, un excéntrico, una vez se negó a pagar su parte proporcional de la cena, diciendo que en su casa no se acostumbraba a cenar. Luego insultó en una forma imperdonable a Burke, lo que generó que los demás le manifestáramos nuestro desacuerdo, y después de ese incidente nunca regresó a nuestras reuniones. A pesar de ello, nunca rompió con el doctor y fue el custodio de su testamento, aunque Boswell y otros tenían motivos para desconfiar de la sinceridad de su afecto. Otros miembros posteriores del club fueron David Garrick, actor y amigo de la niñez del doctor Johnson; Tho. y Jos. Warton; Adam Smith; el doctor Percy, autor de Reliques; el historiador Edward Gibbon; Bumey, el músico; Malone, el crítico y Boswell. Garrick logró formar parte con gran dificultad, ya que el doctor, pese a la gran amistad que mantenían, sentía un gran rechazo hacia la farándula y todo lo relacionado con ella. De hecho, Johnson tenía el particular hábito de darle apoyo a Davy cuando los demás estaban en su contra y de refutarlo cuando los demás lo apoyaban. No pongo en duda de que apreciaba sinceramente a Garrick, ya que nunca habló de él de la misma forma en que lo hizo con Foote, que era un personaje de lo más grosero a pesar de su genio cómico. Gibbon no gozaba de mucha popularidad ya que poseía una terrible risa sarcástica que vejaba a todos quienes tanto admirábamos su trabajo histórico. Goldsmith, un hombrecillo siempre atento a su apariencia y poco pretensioso al hablar, era mi favorito, ya que yo era igualmente incapaz de resaltar con mi retórica. Sentía cierta envidia hacia el doctor Johnson, aunque no por ello lo apreciaba y respetaba menos. Recuerdo que una vez un extranjero, alemán me parece, se sentó con nosotros y mientras Goldsmith conversaba, se dio cuenta de que el doctor se disponía a decir algo. Viendo a Goldsmith como un simple charlatán, al compararlo con el gran hombre, el extranjero lo interrumpió y cerró aquel agresivo acto al gritar:

—¡Silencio, el doctor Shonson va a hablar!

En compañía tan notable, se me aceptaba por mis años más que por mi creatividad o saber, ya que no era rival para ninguno de ellos. Mi admiración por el famoso Monsieur Voltaire causó la censura del doctor que era profundamente ortodoxo y solía decir del filósofo francés: “Vir est acerrimi ingenii et paucarum literarum”.

Boswell, un tipo presumido al que había conocido cierto tiempo atrás, solía reírse a costa de mis tímidos modales, así como de mis viejos trajes y peluca. Estando alguna vez abrazado por el vino (al que era demasiado aficionado), trató de censurarme mediante una composición en verso escrita sobre la superficie de la mesa, pero fracasó en la inspiración de su escrito y cometió un espantoso error gramatical. Yo mismo le dije, mejor que no hiciera publicidad a la última fuente de su poesía. En otra oportunidad, Bozzy (que era como solíamos llamarlo) me reprochó la dureza que yo manifestaba hacia los nuevos escritores en los artículos que escribía para The Monthly Review. Según él, yo arrojaba a patadas a cualquiera que se aproximase a las laderas del Parnaso.

—Señor —repliqué—, usted está equivocado. Aquellos que pierden su motivación lo hacen por su propia falta de fuerza. Al desear esconder su debilidad, acusan por su falta de éxito al primer crítico que los menciona.

Y me alegra recordar cómo el doctor Johnson me dio su apoyo en ese asunto. No había nadie que se inquietase más que el doctor Johnson a la hora de revisar los textos ajenos. De hecho, se menciona que en el libro del pobre viejo y ciego Williams solo hay un par de párrafos que no son obra del doctor. Alguna vez me recitó ciertos versos que un criado del duque de Leeds había escrito, que le habían divertido y que había aceptado por amabilidad. Relataban la boda del duque y recordaban tanto, por su calidad, al trabajo de otros y más recientes jóvenes poetas, que no puedo menos que transcribirlos:

 

Cuando el duque de Leeds se casó

con una joven dama de alta posición,

cuán feliz esa damisela fue en compañía

de su gracia el duque de Leeds.

Le pregunté al doctor si en algún momento había tratado de hacer algo con esa composición, y cuando me dijo que no, me divertí haciendo la siguiente corrección:

Cuando el galante Leeds felizmente se desposó

con una virtuosa bella de rancio abolengo,

cuán pudo regocijarse la doncella con verdadero orgullo

¡de conseguir un esposo tan noble a su lado!

Cuando se la enseñé al doctor Johnson, este me dijo:

—Caballero, ha logrado que dé de sí, pero no logró poner ni ingenio ni poesía en esos versos...

Nada me agradaría más que seguir narrándoles mis experiencias con el doctor Johnson y su círculo de escritores, pero soy un anciano y me agoto con facilidad. Suelo desvariar sin mucha lógica o continuidad cuando trato de perpetuar el pasado y temo ser capaz de arrojar poca luz sobre hechos que otros no hayan discutido ya. Si esta memoria goza de aceptación, quizá en otra ocasión, ponga por escrito otras narraciones de épocas en las cuales soy el único superviviente. Recuerdo muchas cosas de Sam Johnson y su club, y fui miembro de este último mucho tiempo después de la muerte del doctor al que lloro afectuosamente. Recuerdo cómo el caballero, General John Gurgoyne, cuyas obras dramáticas y poéticas fueron impresas después de su muerte, fue rechazado por tres votos en la guerra de Independencia Americana, seguramente debido a su terrible derrota en Saratoga. ¡Pobre John! Mejor le fue a su hijo, creo que consiguió el título de baronet. Pero ahora estoy muy agotado. Soy viejo, muy viejo, y es hora de mi siesta de la tarde.

A Reminiscence of Dr. Samuel Johnson: escrito en 1917 y publicado ese mismo año.

Polaris10

El brillo de la Estrella Polar entra por el ventanal norte de mi habitación. Allí resplandece durante todas las horribles horas de oscuridad. Y durante el otoño, cuando las corrientes del norte susurran y blasfeman, y los árboles de la ciénaga, con las hojas coloradas, murmuran cosas en las primeras horas de la mañana bajo la luna cornuda y menguante, me siento junto al ventanal y observo esa estrella. En lo alto vibra resplandeciente Casiopea, minuto a minuto, mientras la Osa Mayor se eleva con pesadez detrás de esos árboles bañados de vapor que las corrientes de la noche tambalea. Antes de nacer el día, Arturo centellea rojizo por encima del camposanto de la loma, y la Cabellera de Berenice brilla fantasmal allá, en el misterioso oriente; pero la Estrella Polar sigue observando con sospecha, fija en el mismo lugar de la oscura bóveda celeste, parpadeando terriblemente como un ojo desquiciado y vigilante que lucha por emitir algún mensaje extraño, aunque no evoca nada, salvo que un día tuvo un mensaje que emitir. Sin embargo, cuando el cielo se encapota, consigo dormir finalmente.

Nunca podré olvidar la noche de la aurora gigante, cuando jugaban sobre la ciénaga los brillos terribles de la luz del demonio. Después de los brillos llegaron las nubes, y finalmente el sueño.

Y bajo una luna cornuda y menguante, observé la ciudad por primera vez. Descansaba, soñolienta y callada, sobre una altiplanicie que se extendía en una depresión entre montañas extrañas. Sus muros eran de mármol horripilante, al igual que sus columnas, torres, pavimentos y cúpulas. En las calles había columnas de mármol en cuya parte superior se erguían imágenes esculpidas de hombres barbudos y solemnes. El aire era tranquilo y tibio. Y en lo alto, apenas a diez grados sobre el cénit, resplandecía atenta esa Estrella Polar. Por largo rato estuve contemplando la ciudad sin que el día llegase. Cuando el rojizo Aldebarán, que resplandecía a baja altura sin descansar, llevaba recorrido un trozo de su camino por el horizonte, vi movimiento y luz en las calles y las casas. Formas vestidas de manera extraña, al tiempo que nobles y familiares, caminaban bajo la luna cornuda y menguante; los hombres conversaban inteligentemente en una lengua que yo comprendía, si bien era diferente de la que conocía. Y cuando el rojizo Aldebarán hubo transitado más de la mitad de su camino, volvió la oscuridad y el silencio.

Al despertar ya no era el mismo de antes. Había quedado grabada en mi mente la imagen de la ciudad, y en mi alma había despertado una memoria nublada, de cuya naturaleza no estaba seguro en ese momento. Después, en las noches de cielo nublado en que finalmente podía dormir, vi la ciudad con frecuencia; a veces bajo los dorados y cálidos rayos de un sol que nunca descansaba y giraba alrededor del horizonte. Y en las noches iluminadas, la Estrella Polar miraba de lado como no lo había hecho antes.

Poco a poco, empecé a preguntarme cuál podía ser mi papel en aquella ciudad de la extraña altiplanicie entre extrañas montañas. Contento al principio de observar el paisaje como una presencia etérea que todo lo contemplaba, deseé después delimitar mi relación con ella, y hablar con los hombres solemnes que a diario conversaban en las plazas. Me dije a mí mismo: “Esto no es un sueño; pues, ¿a través de qué manera puedo comprobar que es más real esa otra realidad de las casas de ladrillo y piedra, al sur de la siniestra ciénaga y del camposanto de la loma, donde cada noche la Estrella Polar me mira fugaz a través de mi ventana?”.

Una noche, al tiempo que escuchaba las palabras en la enorme plaza de numerosas estatuas, sentí un cambio, y me percaté de que al fin tenía forma corpórea. Pero no era un forastero en las calles de Olathoe, la ciudad de la altiplanicie de Sarkia, situada entre las montañas Noton y Kadiphonek. Era mi amigo Alos quien hablaba, y su monólogo era grato a mi espíritu, ya que era el monólogo del hombre patriota y sincero. Esa noche me enteré de la caída de Daikos y de la acometida de los inutos, demonios enjutos, amarillos y espantosos que hace cinco años habían llegado del occidente desconocido para aterrorizar las fronteras de nuestro reino y atacar muchas de nuestras ciudades. Una vez tomadas las plazas fortificadas al pie de las montañas, su camino quedaba ahora liberado hacia la altiplanicie, a menos que cada ciudadano resistiese con el ímpetu de diez hombres. Pues las criaturas regordetas eran temibles en el arte de la guerra, y no conocían conciencia alguna de honor que impedía a nuestros altos hombres de ojos grises, moradores de Lomar, emprender una conquista desalmada.

Mi amigo Alos comandaba todas las fuerzas de la altiplanicie, y en él descansaba la última esperanza de nuestra nación. En este instante, mencionaba los peligros que había que enfrentar, y pedía a los hombres de Olathoe, los más bravos de los lomarianos, a continuar la tradición de sus predecesores, quienes al verse obligados a dejar Zobna y moverse hacia el sur ante el avance de los hielos (incluso nuestros descendientes tendrán que dejar un día las tierras de Lomar), sometieron victoriosa y gallardamente a los gnophkehs, caníbales peludos y de largos brazos que se negaban a su paso. Alos me había rechazado como combatiente, ya que era debilucho y propenso a misteriosos desmayos cuando me sometía al esfuerzo y a la fatiga. Pero mis ojos eran los mejores de la ciudad, a pesar de las interminables horas que yo dedicaba todos los días al estudio de los manuscritos Pnakóticos y del saber de los Padres Zbanarianos; de manera que mi amigo, no queriendo condenarme al olvido, me concedió un deber muy importante: me envió al faro de Thapnen para desde allí hacer de ojos de nuestro ejército. En caso de que los inutos intentasen invadir la ciudadela por el angosto paso que hay detrás de la montaña Noth, y sorprender por allí a la tropa, yo debía encender la señal de fuego que advertía a los soldados que esperaban, y salvar la ciudad de su destrucción inminente.

Subí solo a la torre, ya que los hombres capaces eran todos requeridos abajo en las cañadas. Tenía la mente dolorosamente entumecida por el cansancio y la excitación, ya que no había descansado desde hacía muchos días; pero mi resolución era férrea, pues amaba mi tierra natal de Lomar, y la ciudad de mármol de Olathoe, situada entre las montañas Noton y Kadiphonek.

Pero cuando me encontraba en la habitación más alta de la torre, observé la luna siniestra, roja, cornuda y menguante, vibrando entre los vapores que volaban sobre el distante valle de Banof. Y a través de su hendidura de la bóveda brilló la pálida Estrella Polar, titilando como si tuviera vida, y observando fugazmente como un demonio de tentación. Creo que su alma me murmuró consejos malvados, hundiéndome en un cansancio traidor con una condenable y rítmica promesa que repetía una y otra vez:

“Duerme, centinela, hasta que los planetas

Giren veintiséis mil años

Y yo regrese

Al lugar donde ahora ardo.

Después, otras estrellas surgirán

En el eje de los cielos

Estrellas que sosieguen, estrellas que bendigan

Solo cuando mi órbita concluya

Turbará el pasado tu puerta”.

En vano traté de vencer mi cansancio, intentando vincular estas palabras misteriosas con alguno de los conocimientos celestes que yo había aprendido en los manuscritos Pnakóticos. Mi cabeza, vacilante y pesada, sucumbió sobre mi pecho; y cuando volví a mirar, fue en un sueño, y la Estrella Polar sonreía con sorna a través de un ventanal, por encima de los horribles y agitados árboles de una ciénaga soñada. Y aun continúo soñando.

En mi desesperación y vergüenza, vocifero a veces con frenesí, suplicando a los seres soñados que me rodean que me despierten, no vaya a ser que los inutos suban escondidos por detrás de la montaña de Noton y tomen la ciudad repentinamente; pero estos seres son demonios: se burlan de mí y me hacen saber que no sueño. Se ríen mientras duermo; entretanto, puede que los enemigos amarillos y enjutos se estén acercando a nosotros sigilosamente. He faltado a mi deber y he traicionado a la ciudad de mármol de Olathoe. He sido traidor a Alos, mi capitán y amigo. A pesar de todo, estas sombras de mis sueños se ríen de mí. Dicen que no existe la supuesta tierra de Lomar, salvo quizás en mis sueños nocturnos; que en esas regiones donde la Estrella Polar brilla en lo alto, y donde el rojizo Aldebarán transita lentamente por el horizonte, no ha habido más que nieve y hielo durante milenios, ni otros hombres que esas criaturas amarillas y enjutas, marchitas por el frío, que se llaman “esquimales”.

Y mientras escribo en mi agonía culpable, desesperado por salvar a la ciudad cuyo peligro aumenta a cada segundo, y lucho por liberarme sin conseguirlo de esta pesadilla en la que al parecer estoy en una casa de ladrillos y de piedra, al sur de una siniestra ciénaga y un camposanto en lo alto de una loma, la Estrella Polar, monstruosa y maligna, habitante de la bóveda oscura y titila terriblemente como un ojo demente que lucha por emitir algún mensaje; aunque no recuerda nada, salvo que un día tuvo un mensaje que emitir.

Polaris: escrito en 1918 y publicado en 1920.