Narrativa completa

Text
Aus der Reihe: Colección Oro
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

Jamás olvidarán los hombres de pardo oliva esa noche, y se hablará de la Calle como ellos hablan a sus nietos; porque fueron muchos los enviados, hacia el amanecer, a una misión distinta de cuantas ellos esperaban. Se sabía que este nido de anarquía era viejo, y que las Casas estaban en ruinas a causa de los estragos del tiempo, de las tormentas y la carcoma; sin embargo, lo que ocurrió esa noche de verano sorprendió por su extraña uniformidad. En efecto, fue un suceso de lo más singular, aunque muy simple. Porque sin previo aviso, a las primeras horas de la madrugada, todos los estragos de los años y las tormentas y la carcoma llegaron a su tremenda culminación: y tras el derrumbamiento final, no quedó en pie nada en la Calle, salvo dos antiguas chimeneas y parte de una pared de ladrillo. Nadie de cuantos vivían allí salió con vida de las ruinas. Un poeta y un viajero que llegaron con la enorme multitud a ver la escena, contaron después extrañas historias. El poeta dijo que en los momentos previos a los primeros rayos del sol contempló las sórdidas ruinas confusamente al resplandor de las luces eléctricas, y que por encima de los escombros se superponía otro esplendoroso paisaje en el que pudo dilucidar la luna, casas hermosas y bien construidas, árboles muy variados como olmos y robles y arces venerables. Y el viajero, por su lado, afirmó que ya no había ese habitual hedor, si no un delicado aroma como de rosas en flor. Aunque ¿no son palpablemente inciertos las ilusiones de los poetas y los cuentos de los viajeros?

Hay una creencia popular algo extendida que dice que las cosas y los lugares tienen alma, y también otros que no lo creen; en mi caso, yo no podría decir más que lo que os he contado de la Calle.

The Street: escrito en 1920 y publicado en ese mismo año.

Los Gatos de Ulthar27

Se cuenta que en Ulthar, que se halla pasando el río Skai, ningún gato puede morir a manos de un hombre; y sin dudas lo puedo creer mientras observo al que descansa ronroneando frente a la hoguera. Porque el gato es misterioso, y cercano a esas cosas sorprendentes que el hombre no puede ver. Es el espíritu del antiguo Egipto, y el cuidador de historias de ciudades olvidadas en Meroe y Ophir. Es familia de los señores de la selva, y heredero de los secretos de la siniestra y remota África. La Esfinge es su prima, y él habla su idioma; pero es más viejo que la Esfinge y recuerda aquello que ella no puede recordar.

En Ulthar, antes de que los ciudadanos prohibieran la matanza de los gatos, vivía un campesino viejo y su esposa, quienes se recreaban en atrapar y matar a los gatos de los vecinos. Por qué razón lo hacían, no lo sé; aunque muchos odian la voz del gato en la noche, y no les parece bien que los gatos corran furtivamente por patios y jardines al atardecer. Pero cualquiera fuera la razón, este viejo y su mujer se deleitaban verdaderamente capturando y asesinando a cada gato que se acercara a su cabaña; y, a partir de los ruidos que se escuchaban después de anochecer, varios lugareños imaginaban que la forma de asesinarlos era extremadamente peculiar. Pero los aldeanos no discutían estas cosas con el viejo y su mujer; debido a la expresión constante de sus rostros marchitos, y porque su cabaña era tan pequeña y estaba tan tenebrosamente escondida bajo unos desparramados robles en un descuidado patio trasero. La verdad era, que por más que los dueños de los gatos odiaran a estas personas extrañas, les tenían más temor; y, en vez de confrontarlos como brutales asesinos, solamente tenían cuidado de que ninguna mascota o ratonero apreciado, fuera a desviarse hacia la remota cabaña, bajo los oscuros árboles. Cuando por algún inevitable descuido algún gato era perdido de vista, y se oían ruidos después de caída la noche, el perdedor se lamentaría impotente; o se consolaría agradeciendo al Destino que no era uno de sus hijos el que de esa forma había desaparecido. Pues la gente de Ulthar era simple, y no sabía de dónde vinieron todos los gatos.

Un día, una caravana de peregrinos extraños procedentes del Sur entró a las estrechas y empedradas calles de Ulthar. Aquellos peregrinos eran oscuros, y diferentes a los otros vagabundos que pasaban por la ciudad dos veces al año. En el mercado daban la fortuna a cambio de plata, y compraron alegres cuentas a los mercaderes. Cuál era la tierra de estos peregrinos, nadie sabía decirlo; pero se les vio entregados a oraciones extravagantes, y que habían pintado en los costados de sus carretas extrañas figuras, de cuerpos humanos con cabezas de gatos, águilas, carneros y leones. Y el líder de la caravana llevaba un tocado con dos cuernos, y un curioso disco entre los cuernos.

En esta curiosa caravana había un pequeño niño aparentemente huérfano, y con solo un gatito negro para cuidar. La plaga no había sido generosa con él, pero le había dejado esta pequeña y peluda cosa para atenuar su dolor; y cuando uno es muy joven, puede encontrar un gran alivio en las vivaces travesuras de un gatito negro. De esta manera, el niño, al que la gente oscura llamaba Menes, sonreía con más frecuencia de lo que lloraba mientras se sentaba a jugar con su gatito gracioso en los escalones de un carro pintado de extraña manera.

Durante la tercera mañana de estadía de los viajeros en Ulthar, Menes no pudo encontrar a su gatito; y mientras lloriqueaba en voz alta en el mercado, ciertos aldeanos le relataron la historia del viejo y su mujer, y de los ruidos escuchados por la noche. Y al escuchar esto, su llanto dio paso a la reflexión, y finalmente a la oración. Estiró sus brazos hacia el sol y rezó en un idioma que ningún aldeano pudo comprender; aunque no se esforzaron mucho en hacerlo, pues su atención fue absorbida por el cielo y por las extrañas formas que las nubes estaban asumiendo. Esto era muy curioso, pues mientras el pequeño niño pronunciaba su petición, parecían formarse arriba las figuras oscuras y difusas de cosas exóticas; de criaturas híbridas coronadas con discos de costados astados. La naturaleza está llena de ilusiones como esa para impresionar a la persona imaginativa.

Aquella noche los peregrinos dejaron Ulthar, y no fueron vistos nunca más. Y los dueños de la casa se preocuparon al darse cuenta de que en toda la villa no había ningún gato. De cada hogar el gato de la familia se había desvanecido; los gatos pequeños y los grandes, grises, negros, rayados, amarillos y blancos. Kranon el Anciano, el alcalde, juró que los viajeros oscuros se había llevado a los gatos como venganza por la muerte del gatito de Menes, y procedió a maldecir a la caravana y al pequeño niño. Pero Nith, el notario, declaró que el viejo campesino y su esposa eran quizá los más sospechosos; pues su odio por los gatos era famoso y descarado con creces. Pese a esto, nadie osó quejarse ante la dupla siniestra, a pesar de que Atal, el hijo del posadero, atestiguó que había visto a todos los gatos de Ulthar al atardecer en aquel patio maldito bajo los árboles. Caminaban en círculos solemne y lentamente alrededor de la cabaña, dos en una línea, como realizando algún rito de las bestias, del que nada se ha oído. Los aldeanos no supieron cuánto creer de un niño tan pequeño; y aunque temían que el malvado par había llevado a los gatos hacia su muerte, preferían no confrontar al viejo campesino hasta encontrárselo afuera de su repelente y oscuro patio.

De este modo Ulthar se durmió en un enfado inútil; y cuando la gente despertó al día siguiente ¡he aquí que cada gato estaba de vuelta en su acostumbrado fogón! Grandes y pequeños, grises, negros, rayados, amarillos y blancos, ninguno faltaba. Aparecieron gordos y muy brillantes, y ruidosos con satisfacción. Los ciudadanos comentaban entre ellos sobre el suceso, y se maravillaban considerablemente. Kranon el Anciano nuevamente insistió en que era la gente siniestra quien se los había llevado, puesto que los gatos no volvían con vida de la cabaña del viejo y su mujer. Pero todos estaban de acuerdo en una cosa: que la negación de todos los gatos a comer sus porciones de carne o a beber de sus platillos de leche era extremadamente rara. Y durante dos días completos los gatos de Ulthar, brillantes y lánguidos, no tocaron su comida, sino que solo dormitaron ante el fuego o bajo el sol.

Pasó una semana completa antes de que los aldeanos notaran que, en la cabaña bajo los árboles, no se encendían luces al atardecer. Luego, el notario Nith recalcó que nadie había contemplado al viejo y a su mujer desde la noche en que los gatos estuvieron fuera. La semana siguiente, el alcalde decidió vencer sus miedos y llamar a la silenciosa cabaña, como un asunto del deber, aunque fue cuidadoso de llevar consigo, como testigos, a Shang, el herrero, y a Thul, el cortador de piedras. Y cuando hubieron echado abajo la puerta frágil solo hallaron lo siguiente: dos esqueletos humanos limpiamente descarnados sobre el suelo de tierra, y una variedad de singulares insectos arrastrándose por las esquinas sombrías.

Después hubo mucho que hablar entre los ciudadanos de Ulthar. Zath, el forense, discutió largamente con Nith, el notario; y Kranon y Shang y Thul fueron inundados con preguntas. Incluso el pequeño Atal, el hijo del posadero, fue interrogado detenidamente y, como recompensa, le dieron fruta confitada. Hablaron del viejo campesino y su esposa, de la caravana de peregrinos siniestros, del pequeño Menes y de su gatito negro, de la oración de Menes y del cielo misterioso durante aquella plegaria, de los actos de los gatos la noche en que se fue la caravana, o de lo que luego se halló en la cabaña bajo los árboles, en aquel repugnante patio.

Y, en conclusión, los ciudadanos aprobaron aquella extraordinaria ley, la que es contada por los mercaderes en Hatheg y discutida por los viajeros en Nir, a saber, que en Ulthar ningún gato puede morir a manos de un hombre.

 

The Cats of Ulthar: escrito y publicado en 1920.

Nyarlathotep28

Nyarlathotep… la confusión que se arrastra… Soy el último… al oyente con disposición le contaré.

No sé realmente cuándo empezó todo; hace meses seguro. Era terrible la tensión. Después de un tiempo de problemas políticos y sociales se sumó una lamentable aprensión de un terrible peligro físico; extendido además y que tomaría todo, un peligro como solo puede ser pensado por los más terribles seres nocturnos y fantasmagóricos. Tengo en la memoria todas esas personas que deambulaban con rostros pálidos y turbados, susurrando advertencias y profecías que nadie repetía o negaban haberlas oído. Una culpa monstruosa se sentía sobre el país, y en los abismos que hay entre las estrellas soplaban corrientes desapacibles que hacían que los hombres se estremecieran en los lugares oscuros y solitarios. En la secuencia de las estaciones existía una alteración demoníaca.

El calor se prolongó durante el otoño de modo temible; y a todas las personas les parecía que el mundo, y quizás el universo, había pasado del control de los Dioses o fuerzas conocidas al de los Otros Dioses o fuerzas desconocidas.

Y fue en ese momento cuando Nyarlathotep salió de Egipto. Nadie sabía quién era; pero era de la vieja sangre nativa y tenía el aspecto de un faraón. Los fellahin se arrodillaban cuando lo veían, y sin embargo no sabían por qué. Él decía que había surgido de la oscuridad de veintisiete siglos, y que había oído mensajes de lugares que no estaban en este planeta. Nyarlathotep vino a los países civilizados, moreno, delgado y siniestro, siempre comprando extraños instrumentos de cristal y metal, y combinándolos para formar instrumentos aún más extraños.

Hablaba mucho de las ciencias: de electricidad y psicología, y hacía exhibiciones de poder con las que sus espectadores quedaban sin habla, pero que sin embargo aumentaron su fama hasta un grado sumo. Los hombres se aconsejaban unos a otros ir a ver a Nyarlathotep, y se estremecían. Y donde iba Nyarlathotep el descanso desaparecía, porque las horas de la madrugada eran desgarradas con los gritos de las pesadillas. Nunca antes los gritos de las pesadillas habían sido un problema público semejante; y ahora los hombres sabios casi deseaban prohibir el sueño en la madrugada, para que los alaridos de las ciudades inquietaran menos horriblemente a la pálida y lastimera luna, que brillaba con luz tenue y vacilante sobre aguas verdosas que se deslizaban bajo puentes, y viejos campanarios que se derrumbaban contra un cielo enfermizo.

Yo recuerdo cuando Nyarlathotep vino a mi ciudad, la grande, la antigua, la terrible ciudad de los crímenes innumerables. Mi amigo ya me había hablado de él, y de la irresistible fascinación y encanto de sus revelaciones, y yo deseaba ardientemente explorar sus más recónditos misterios. Mi amigo me dijo que eran horribles e impresionantes, más allá de mis más enfebrecidas imaginaciones; que habían sido proyectadas en una pantalla en la habitación a oscuras, cosas profetizadas que nadie, excepto Nyarlathotep, se había atrevido a profetizar; y que en el chisporroteo de sus chispas allí les habían quitado a los hombres lo que nunca les habían quitado antes y que solo se mostraban en sus ojos, y oí decir que en el extranjero se insinuaba que los que conocían a Nyarlathotep veían cosas que los otros no veían.

Fue en el cálido otoño cuando yo pasé una noche con las muchedumbres inquietas para ver a Nyarlathotep; toda una noche bochornosa, allá arriba de las interminables escaleras que llevaban a la sofocante habitación. Y con sus sombras proyectadas sobre una pantalla vi formas encapuchadas entre ruinas, y rostros amarillentos y malignos que atisbaban desde detrás de monumentos caídos. Y vi al mundo batallando contra la oscuridad; contra las oleadas de destrucción procedentes del espacio infinito; arremolinándose, agitándose, forcejeando en torno de un sol que se apagaba y enfriaba. Luego las chispas saltaron de forma asombrosa alrededor de las cabezas de los espectadores, y los cabellos se pusieron de punta, mientras que las sombras más grotescas que yo pueda mencionar salieron y se posaron sobre las cabezas. Y cuando yo, que era más frío y científico que el resto, musité una protesta hablando de “impostura” y de “electricidad estática”, Nyarlathotep nos echó a todos fuera, por aquellas escaleras vertiginosas, abajo hacia las húmedas, cálidas y solitarias calles de la medianoche. Yo grité muy fuerte, diciendo que no tenía miedo, que nunca podría tener miedo, y otros gritaron conmigo para aliviarse. Nos juramos los unos a los otros que la ciudad era exactamente la misma, y que seguía viva; y cuando las luces eléctricas empezaron a ponerse mortecinas, maldijimos a la compañía una y otra vez, y nos reímos de las caras tan raras que poníamos.

Creo que sentí que algo descendía de la luna verdosa, porque cuando empezamos a depender de su luz, de modo involuntario formamos en cuadro y emprendimos una marcha, como si supiéramos nuestros destinos aunque no nos atreviésemos a pensar en ellos. En una ocasión miramos el pavimento y vimos que los adoquines estaban sueltos, desplazados por la hierba, con apenas algún riel de metal oxidado que mostrara por donde habían corrido los tranvías. Y de nuevo vimos un tranvía solitario, sin ventanas, estropeado, casi volcado.

Al mirar entorno al horizonte, no pudimos ver la tercera torre que había junto al río, y observamos que la silueta de la segunda torre estaba destrozada en su parte superior. Luego nos dividimos en estrechas columnas, cada una de las cuales pareció dirigirse en diferente dirección. Una desapareció en una calleja solitaria hacia la izquierda, dejando solo el eco de un gemido ahogado. Otra bajó por una entrada del metro casi tapada por los hierbajos, aullando con una risotada de loco. Mi propia columna fue chupada hacia campo abierto, y entonces sentí un escalofrío que no era propio del cálido otoño, porque cuando llegamos con paso furtivo al oscuro páramo vimos que nos rodeaba un infernal brillo lunar de nieves malignas. Nieves sin sendas, inexplicables, barridas a ambos lados en una sola dirección, donde había un torbellino de lo más negro a pesar de sus muros relucientes. La columna pareció muy fina, mientras camino pausada y penosamente, de modo soñoliento, hacia el torbellino.

Yo me quedé atrás, porque la negra grieta en la nieve iluminada de verde era horrible, y me pareció oír los ecos de un gemido inquietante conforme mis compañeros desaparecían; pero yo tenía poco poder para quedarme rezagado, y como si me hubieran llamado por señas los que se habían ido antes, medio floté entre los titánicos copos de nieve arrastrados por el viento, estremeciéndome asustado, hacia el invisible vórtice de lo inimaginable.

Sensible a mis gritos, delirando torpemente, solo los Dioses que fueron podrían explicarlo. Una sombra enfermiza y sensitiva retorciéndose en manos que no eran manos, girando ciegamente y dejando atrás medianoches espectrales de creación podrida, cadáveres de mundos muertos con llagas que fueron ciudades, vientos sepulcrales que cepillaban las pálidas estrellas y las hacían parpadear muy bajas. Más allá de los mundos, vagos fantasmas de cosas monstruosas; columnas medio entrevistas de templos no santificados que descansan en rocas sin nombre bajo el espacio, y que alcanzan hasta los vertiginosos vacíos que hay por encima de las esferas de luz y oscuridad. Y mediante este miserable despojo del universo, un desesperado y demencial batir de tambores, y el fino y repetitivo sonido de las flautas rebeldes desde las inconcebibles y sombrías cámaras que existen más allá del tiempo; el despreciable golpeteo y los silbidos aflautados allá donde bailan, lenta y torpemente, sin ningún sentido, los enormes y terribles Otros Dioses, las mudas, ciegas, y tontas gárgolas cuya alma es Nyarlathotep.

Nyarlathotep: escrito y publicado en 1920.

El extraño29

Esa noche el barón soñó cantidad de miserias,

Y todos sus guerreros invitados, por sombras y formas,

Por hechiceras y demonios y grandes gusanos de sepultura,

Se vieron en atormentadas pesadillas.

Keats

Aquella persona a quien sus recuerdos infantiles solo le traen temor y tristeza es un infeliz. Y desgraciado es aquel, que retorna la mirada hacia las horas solitarias transcurridas en tenebrosos y sombríos recintos de cortinas marrones e impresionantes filas de libros antiguos, o hacia los espantosos desvelos a la sombra de gigantescos y grotescos árboles cargados de enredaderas, que silenciosamente mueven sus ramas retorcidas en las alturas. Eso es lo que los dioses decidieron para mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el arruinado. Sin embargo, me siento inexplicablemente satisfecho y me agarro con desesperación a esos consumidos recuerdos cada vez que mi cerebro amenaza con ir en dirección hacia el otro más allá.

No sé en qué lugar nací, salvo que el castillo era terriblemente feo, lleno de pasillos oscuros y con altos techos donde la mirada solo encontraba sombras y telarañas. Las piedras de los cuarteados pasillos siempre estaban odiosamente húmedas y en cualquier parte se sentía un olor maligno, como de un montón de cadáveres de generaciones fallecidas. Nunca había luz, por lo que tenía que encender velas y permanecía mirándolas insistentemente en busca de aliento. Afuera tampoco brillaba el sol, ya que las espantosas arboledas se elevaban más arriba de la torre más alta. Una sola, una torre negra, superaba el ramaje y asomaba al cielo abierto y desconocido, pero estaba arruinada y solo se podía subir a ella por un muro inclinado poco menos que improbable de escalar.

Debo haber permanecido años en ese lugar, pero no logro medir el tiempo. Seres humanos debieron haber atendido mis necesidades, pero no puedo recordar a ninguna persona excepto a mí mismo, tampoco otro ser viviente salvo ratas, murciélagos y arañas, todos silenciosos. Me imagino que, quienquiera que me haya cuidado, debió haber sido extraordinariamente anciano, ya que mi primera imagen mental de una persona viva fue la de alguien parecido a mí, pero tan arrugado, contraído y deteriorado como el castillo. Los huesos y esqueletos regados por las criptas de piedra excavadas en las profundidades de los bases no tenían nada de extraños para mí. En mi imaginación yo asociaba estas cosas con la cotidianidad y los encontraba más reales que las figuras en colores de los seres vivos que veía en algunos libros enmohecidos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Ningún maestro me presionó o me guio y tampoco recuerdo haber oído voces humanas en todos esos años… ni siquiera la mía, ya que, si bien había leído sobre la palabra hablada, nunca pensé en hablar en voz alta. Mi apariencia era igualmente un asunto ajeno a mi mente, ya que en el castillo no había espejos y me limitaba de modo instintivo, a imaginarme semejante a una de las figuras juveniles que veía dibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a causa de lo poco que recordaba.

Afuera, echado en el fétido foso, bajo los árboles sombríos y mudos, solía pasar horas enteras soñando lo que había visto en los libros. Evocaba verme entre personas alegres, en un mundo soleado más allá de la interminable floresta. Una vez traté de huir del bosque, pero a medida que me alejaba del castillo las sombras se hacían más cerradas y el aire más saturado de progresivos temores, de manera que eché a correr furiosamente por el camino recorrido, no fuera a perderme en un laberinto de espantoso silencio.

Y así, a lo largo de atardeceres sin fin, soñaba y esperaba, aún cuando no supiera qué. Hasta que en mi oscura soledad, el deseo de luz se hizo tan furioso que ya no pude permanecer indiferente y mis manos suplicantes se orientaron hacia esa única torre en ruinas que sobre la arboleda se perdía en el cielo exterior y desconocido. Y por fin decidí escalar la torre, aunque pudiera caer, ya que mejor era percibir el cielo un instante y morir, que vivir sin haber visto jamás el día.

Bajo la húmeda luz del crepúsculo subí los antiguos peldaños de piedra hasta llegar al nivel donde se interrumpían, de allí en adelante, ascendiendo por pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie, continué mi riesgosa ascensión. Aterrador e imponente era aquel cilindro de roca, inerte y sin peldaños; negro, deteriorado y solitario, siniestro con su mudo aleteo de murciélagos atemorizados. Pero más espantoso aún era lo lento de mi avance, ya que por más que subiera, las nieblas que me envolvían no se disipaban y un frío diferente me invadió, como de moho antiguo y hechizado. Temblando de frío me preguntaba por qué no alcanzaba la claridad y, de haberme atrevido, habría mirado hacia abajo. Se me ocurrió que la noche había caído de pronto sobre mí y en vano examiné con la mano libre buscando el resguardo de alguna ventana por la cual observar hacia afuera y arriba, y calcular a qué altura podría encontrarme.

 

De pronto, después de una interminable y aterradora ascensión a ciegas por aquel precipicio profundo y desesperado, sentí que mi cabeza tocaba algo sólido, supe entonces que debía haber llegado a la terraza o cuando menos, a alguna clase de piso. Subí mi mano libre y en la oscuridad palpé un obstáculo, descubriendo que era de roca inamovible. Después vino un mortal rodeo a la torre, asiendo cualquier soporte que su resbaladiza pared pudiera ofrecer, hasta que finalmente, tanteando siempre con mi mano, hallé un punto donde la barrera cedía y continué la marcha hacia arriba, empujando la losa o puerta con la cabeza, ya que usaba mis dos manos en mi cuidadoso avance. Arriba no había luz alguna y, a medida que mis manos iban más y más alto, supe que por ahora mi subida había terminado, ya que la puerta daba a una abertura que conducía a un espacio plano de piedra, de mayor circunferencia que la torre inferior, sin duda el piso de alguna enaltecida y extensa cámara de observación. Me deslicé cuidadosamente por el espacio tratando que la pesada losa no volviera a su lugar, pero fallé en mi intento. Mientras permanecía exhausto sobre el piso de piedra, oí el impresionante eco de su caída, pero con todo tuve la ilusión de volver a levantarla cuando fuese necesario.

Creyéndome ya a una altura portentosa, muy por encima de las detestadas ramas del bosque, me levanté fatigosamente y examiné la pared en busca de alguna ventana que me dejase ver el cielo por vez primera, y esa luna y esas estrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos me desilusionaron, ya que todo lo que encontré fueron amplios anaqueles de mármol cubiertos de odiosas cajas alargadas de inquietante tamaño. Más pensaba y más me preguntaba qué fantásticos secretos podía guardar aquel alto espacio construido a tan lejana distancia del castillo subyacente. De repente mis manos tropezaron sorpresivamente con el marco de una puerta, de donde colgaba una plancha de piedra de superficie rugosa a causa de los extraños cortes que la cubrían. La puerta estaba cerrada, pero haciendo un máximo esfuerzo superé todas las limitaciones y la abrí hacia adentro. Hecho esto, me asaltó el más puro éxtasis jamás conocido. A través de una decorada cerca de hierro y en el extremo de una corta escalera de piedra que subía desde la puerta recién descubierta, brillando serenamente en todo su esplendor estaba la luna llena, a la que nunca había observado antes, solo en mis sueños y en sutiles visiones que no osaría llamar recuerdos.

Seguro de que había llegado a la cima del castillo, ahora subí velozmente los pocos peldaños que me apartaban de la verja, pero en eso una nube tapó la luna haciéndome caer y tuve que avanzar más lentamente en la oscuridad. Aún estaba muy oscuro cuando alcancé la verja, que hallé abierta tras un minucioso examen pero que no quise atravesar por miedo a caerme desde la extraordinaria altura que había alcanzado. Luego volvió a salir la luna.

De todos los recuerdos imaginables, ninguno tan diabólico como el de lo inescrutable y grotescamente impresionante. Nada de lo tolerado antes podía compararse al horror de lo que ahora estaba observando, de las sorprendente maravilla que el espectáculo mostraba. El panorama en sí era tan escueto como extraño, ya que consistía únicamente en esto, en lugar de una sorprendente perspectiva de copas de árboles miradas desde una soberbia altura, a mi alrededor se explayaba al mismo nivel de la verja, nada menos que la tierra firme, separada en varios sectores por medio de lajas de mármol y columnas, y bajo la sombra de una antigua iglesia de piedra cuyo arruinado capitel brillaba fantasmagóricamente bajo la luz de la luna.

Medio inconsciente, abrí la verja y avancé tambaleándome por el camino de grava blanca que se extendía en dos direcciones. Por sorprendida y confusa que estuviera mi mente, persistía en ella ese frenético deseo de luz. Ni siquiera el extraño descubrimiento de momentos antes podía detenerme. No sabía, tampoco me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, pero estaba decidido a ir en busca de luminosidad y alegría a cualquier precio. No sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi espacio y mis circunstancias, más a medida que persistía en mi tambaleante marcha, se asomaba en mí una especie de breve recuerdo latente que hacía que mi avance no fuera casual del todo, sin destino fijo por campo abierto, algunas veces sin perder de vista el camino y otras abandonándolo para penetrar, lleno de curiosidad, por campos en los que solo algún escombro ocasional revelaba la presencia en tiempos antiguos, de un camino olvidado. Hubo un momento en que tuve que cruzar nadando un rápido río cuyos restos de piedra agrietada y mohosa revelaban la existencia de un puente mucho tiempo atrás desaparecido.

Habían pasado más de dos horas cuando alcancé lo que aparentemente era mi meta, un viejo castillo cubierto de hiedras, ubicado en un gran parque de espesa arboleda, de impresionante familiaridad para mí y, sin embargo, lleno de inquietantes novedades. Noté que varias de las torres que yo bien conocía estaban demolidas y que el foso había sido rellenado, al mismo tiempo que se levantaban nuevas alas que confundían al espectador. Pero lo que vi con enorme interés y complacencia fueron las ventanas abiertas, bañadas de brillante claridad y que enviaban al exterior ecos del más alegre de los festines. Adelantándome hacia una de ellas, miré adentro y observé un grupo de personas raramente vestidas, que hablaban entre sí con gran bullicio. Como nunca había escuchado la voz humana, apenas sí remotamente podía entender lo que decían. Algunos rostros tenían expresiones que despertaban en mí antiquísimos recuerdos, otras me eran decididamente ajenas.

Salté por la ventana y me metí en la habitación brillantemente iluminada, al tiempo que mi mente saltaba del único instante de esperanza al más oscuro de los desalientos. La pesadilla no tardó en llegar, ya que no bien entré, se produjo una de las más espantosas reacciones que hubiera podido imaginar. No había terminado de cruzar el umbral cuando entre todos los presentes se propagó un inesperado y súbito terror, de terrible intensidad, que desfiguraba los rostros y arrancaba de todas las gargantas los gritos más espantosos. La huida fue general y en medio del griterío y el pánico varios cayeron desmayados, siendo arrastrados por los que escapaban enloquecidos. Muchos cubrieron sus ojos con las manos y corrían a ciegas arrastrando todo por delante, tumbando los muebles y dándose contra las paredes en su desesperado intento de alcanzar alguna de las numerosas puertas.

Solo y aturdido en el deslumbrante recinto, escuchando los ecos cada vez más lejanos de aquellos espeluznantes gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me amenazaba sin que yo lo viera. A primera vista el lugar parecía desocupado, pero cuando me dirigí a una de las habitaciones creí descubrir una presencia… un intento de movimiento del otro lado del dorado arco que llevaba a otra habitación igual a la primera. A medida que me acercaba al arco comencé a observar la presencia con mayor nitidez, y luego, con el primero y último sonido que jamás pronuncié —un aullido espantoso que me desagradó casi tanto como su asquerosa causa—, contemplé en toda su espantosa intensidad el inimaginable, impresionante e inenarrable monstruo que, por obra de su sola aparición, había transformado aquella alegre reunión en una horda de delirantes fugitivos.