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Aus der Reihe: Colección Oro
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Saqué y revisé una escafandra de profundidad, realizada en metal articulado, y probé la luz portátil y el generador de aire. Aunque resultaría muy problemático manejar a solas las dobles escotillas, me creía capaz de salvar cualquier obstáculo y de caminar real y personalmente por la ciudad muerta, gracias a mi capacidad científica.

El 16 de agosto hice una salida del U-29 y con dificultad me abrí paso a través de las calles llenas de ruinas y lodo hacia el antiguo río. No encontré esqueletos ni restos humanos, pero recogí un tesoro de saber arqueológico formado por esculturas y monedas. De esto no puedo decir nada ahora, excepto para proclamar mi recelo ante una cultura que se hallaba en la cima de la gloria cuando los cavernícolas habitaban Europa y el Nilo corría salvaje hacia el mar. Otros, con ayuda de este manuscrito, si finalmente llega a ser encontrado, podrán descubrir misterios que yo tan solo alcanzo a imaginar. Regresé a la nave cuando mis baterías eléctricas comenzaron a debilitarse, resuelto a examinar el templo de piedra al día siguiente.

El 17 de agosto, cuando mi deseo de penetrar en el misterio del templo se hacía más y más apremiante, sufrí una gran decepción, ya que descubrí que los equipos necesarios para recargar la luz portátil habían sido destruidos durante el motín de aquellos cerdos en julio. Mi indignación no alcanzó límites, aunque mi sensatez alemana me impedía aventurarme sin recursos en una cueva totalmente a oscuras que podía ser la madriguera de cualquier indescriptible monstruo marino o un laberinto de pasajes de entre cuyos recodos nunca lograría salir. Todo aquello que podía hacer era volver el vacilante foco del U-29 y bajo su luz subir los peldaños del templo y estudiar las tallas exteriores. El haz de luz penetraba por la puerta en ángulo ascendente y yo me asomé esperando divisar algo, pero todo fue en vano. Ni siquiera el techo era visible y aunque subí un peldaño o dos hacia el interior tras tantear el suelo con un bastón, no me atreví a continuar. Además, sentí esa emoción llamada miedo por primera vez en mi vida. Comencé a entender cómo se habían producido algunos de los estados de ánimo del pobre Klenze, ya que mientras el templo parecía llamarme más y más, empecé a temer sus líquidos abismos con creciente y ciego terror. De regreso al submarino, apagué las luces y me senté a pensar en la oscuridad. Debía conservar ahora la electricidad para las emergencias.

El sábado 18 estuve en total oscuridad, inquieto por pensamientos y recuerdos que amenazaban con derrotar mi voluntad germánica. Klenze había enloquecido y había muerto antes de alcanzar este siniestro resto de un pasado inconcebiblemente remoto y me había pedido que me fuese con él. ¿Había, en efecto, preservado el Destino mi cordura solo para llevarme irremediablemente a un final más temible e impresionante de lo que cualquier hombre pudiera soñar? Ciertamente mis nervios estaban sometidos a una gran presión y yo tenía que liberarme de esos temores propios de un hombre débil.

No pude dormir durante la noche del sábado y encendí las luces sin pensar en el porvenir. Resultaba lamentable que la electricidad no fuese a durar tanto como el aire y los suministros. Retomé mis ideas sobre el suicidio y revisé mi pistola automática. Hacia la mañana debí quedarme dormido con las luces encendidas ya que cuando desperté en la oscuridad fue para encontrarme con las baterías totalmente agotadas. Prendí varias cerillas, una tras otra, y lamenté abatido el descuido que me había llevado a malgastar las pocas velas que llevábamos. Tras apagarse la última vela que me atreví a utilizar, me senté sin luces en completa quietud. Mientras pensaba sobre el inevitable final, mi mente regresaba a los sucesos previos y me di cuenta de algo hasta ahora inadvertido que hubiera hecho temblar a un hombre más blandengue y supersticioso. La cabeza del dios resplandeciente de las esculturas del templo de piedra es la misma cabeza que la pieza tallada en marfil que tenía el marinero recogido en el mar y que el pobre Klenze se llevó de vuelta consigo al mar.

Me sentí un poco sacudido ante tal coincidencia, pero no aterrorizado. Tan solo un pensador de inferior categoría se adelanta a explicar lo único y lo complejo mediante el primitivo atajo hacia lo sobrenatural. La coincidencia resultaba muy rara, pero yo estaba demasiado formado en el raciocinio como para unir hechos que no admitían un nexo lógico, o para asociar de alguna asombrosa manera los funestos sucesos que me habían llevado desde la cuestión del Victory hasta mi situación actual. Sabiéndome necesitado de sueño, tomé un sedante y me aseguré un poco más de sueño. Mi estado nervioso quedó en evidencia en mis sueños, ya que creí oír gritos de gente ahogándose y ver rostros de muertos apretados contra las aberturas de la nave. Y entre todos esos rostros se hallaba el semblante vivo y burlón del joven de la imagen de marfil.

Debo cuidar las anotaciones que registran mi amanecer de hoy, ya que estoy perturbado y debe haber gran cantidad de alucinación entremezclada con la realidad. Mi caso resulta de lo más interesante desde el punto de vista psicológico y lamento no poder ser sujeto a estudio por parte de la autoridad alemana competente. Al abrir los ojos mi primera impresión fue la de un imbatible deseo de visitar el templo de piedra, un apetito que crecía a cada instante, aunque yo trataba de resistirme instintivamente mediante las sensaciones de miedo que obraban en contra. Más tarde, tuve la impresión de ver una luz en medio de aquella oscuridad motivada por las baterías consumidas, y creí observar una especie de luminosidad fosforescente en el agua a través del pórtico que se abría hacia el templo. Eso despertó mi curiosidad, ya que yo no conocía ningún organismo abisal capaz de emitir tal luminiscencia. Pero antes de lograr investigar me llegó una tercera impresión que, a causa de su desatino, me provoca serias dudas sobre la integridad que cualquier cosa que puedan registrar mis sentidos. Era una ilusión de aura, una sensación de sonidos rítmicos y melodiosos, como una especie de canto o himno coral salvaje, pero agradable. Seguro de mi trastorno psicológico y nervioso, encendí algunas cerillas y tomé una exorbitante cantidad de solución de bromuro sódico, que pareció relajarme hasta el punto de eliminar la ilusión de sonido. Pero la fosforescencia persistía y tuve dificultades para contener el infantil impulso de acercarme a la ventanilla y buscar su fuente. Resultaba pasmosamente real y pronto pude descubrir con su ayuda los objetos conocidos que me rodeaban, así como el vaso vacío del bromuro sódico, del que no tenía una previa impresión visual ni idea de su actual posición. Este último hecho me hizo reflexionar y crucé la estancia para tocar el vaso. En efecto se hallaba en el lugar donde me parecía verlo. Ahora, ya sabía que la luz era lo bastante real, o parte de una alucinación tan fija y persistente, que no podía esperar a que desapareciera, así que abandonando todas mis dudas subí a la torreta para buscar la fuente luminosa. ¿Sería quizá otro U-boat, que me brindaba una posibilidad de rescate?

Es comprensible que el lector no acepte nada de lo que sigue como una verdad ecuánime, ya que los hechos suponen una violación de la ley natural, siendo esencialmente creaciones subjetivas e irreales de mi perturbada mente. Cuando llegué hasta la torreta, descubrí que el mar estaba en un estado muy lejano a la luminosidad que yo esperaba. En las cercanías no había fosforescencia animal o vegetal y la ciudad, bajando hasta el río, resultaba invisible en la oscuridad. Lo que observé no era espectacular, ni grotesco o terrorífico, pero espantó el último rastro de confianza en mi propia razón, ya que la puerta del templo submarino abierto en la colina rocosa se veía brillantemente iluminada con un resplandor tembloroso, como el de una gran llama ceremonial encendida en sus abismos.

Los hechos posteriores resultan caóticos. Mientras observaba las puertas y ventanas tan extraordinariamente iluminadas, comencé a sufrir las más extrañas visiones. Visiones tan extravagantes que no me atrevo ni a narrarlas. Creí distinguir objetos en el templo —tanto estáticos como en movimiento— y me pareció escuchar de nuevo el canto irreal que sonaba a mi alrededor al despertar. Y por encima de todo se levantaban pensamientos e imágenes centrados en el joven del mar y la imagen de marfil cuya talla se veía duplicada en los frisos y columnas del templo que tenía delante de mis ojos. Pensé en el pobre Klenze, y me pregunté si su cuerpo reposaría con la imagen que se llevó al mar. Él me había advertido contra algo y yo no le había prestado ninguna atención... ya que era un palurdo oriundo del Rin que enloquecía ante problemas que un prusiano era capaz de enfrentar sin dificultad.

El resto es muy simple. Mi impulso de ir y entrar en el templo se ha convertido ahora en una orden imperiosa e inexplicable que ya no puedo ignorar. Mi propia voluntad germánica no basta ya para controlar mis acciones, y la elección de ahora en adelante, será posible tan solo en temas menores. Tal demencia fue la que condujo a Menze a la muerte, acudiendo a cabeza descubierta y sin protección al océano, pero yo soy un prusiano y un hombre cabal, y hasta el fin apelaré a la poca voluntad que me queda. Al comprender que debía salir, preparé escafandra, casco y generador de aire para un uso inmediato y comencé a escribir esta crónica apresurada con la esperanza de que algún día pueda llegar al mundo. Guardaré el manuscrito en una botella y la confiaré al mar al salir para siempre del U-29.

Ya no tengo miedo de nada, ni siquiera de los augurios del enloquecido Klenze. Lo que he visto no puede ser verdadero y sé que esta perturbación de mi propia voluntad tan solo puede llevarme a la muerte por asfixia una vez se me agote el aire. La luz del templo es una completa ilusión y moriré tranquilamente, como un alemán, en las oscuras y olvidadas profundidades. Esa risa diabólica que escucho mientras escribo proviene únicamente de mi propia mente debilitada. Así que me colocaré cuidadosamente la escafandra y ascenderé determinado los peldaños que transportan a ese santuario primigenio, a ese silencioso misterio de aguas desconocidas y periodos olvidados.

 

The Temple: escrito en 1920 y publicado en 1925.

El Terrible Anciano25

Se les ocurrió a Ángelo Ricci, Manuel Silva y Joe Czanek ir a visitar al Terrible Anciano. El viejo vive solo en una casa muy vieja de la calle Walter cerca del mar, y se le conoce por ser un hombre excepcionalmente rico, a la vez que por tener una salud extremadamente frágil… lo cual se convierte en un atractivo gancho para hombres del quehacer de los señores Ricci, Czanek y Silva, pues su oficio no era otro menos digno que el despojo de lo ajeno.

Los habitantes de Kingsport dicen y opinan muchas cosas sobre el Terrible Anciano, cosas que generalmente lo protegen de la curiosidad de caballeros como el señor Ricci y sus colegas, a pesar de la casi categórica certeza de que esconde una fortuna de incierta magnitud en algún lugar de su enmohecida y venerable mansión. Ciertamente, es una persona muy rara, que al parecer fue capitán de barcos de las Indias Orientales en su día. Es tan anciano que nadie se acuerda cuándo fue joven, y tan callado que pocos saben su verdadero nombre. Entre los gruesos árboles del jardín delantero de su antigua y nada descuidada vivienda conserva una extraña colección de grandes piedras, extrañamente agrupadas y pintadas de manera que parecen los ídolos de algún tenebroso templo oriental. Tal colección espanta a la mayoría de los niños que se divierten burlándose de su barba y cabello largo y canoso, o destrozando las ventanas de marco pequeño de su vivienda con perversos proyectiles. Pero hay otros hechos que asustan a las personas de mayor edad y de talante curioso que a veces se acercan sigilosamente hasta la casa para curiosear en el interior a través de los vidrios cubiertos de polvo. Estas personas dicen que sobre la mesa de una habitación vacía del piso de abajo hay muchas botellas extrañas, cada una de las cuales tiene adentro un trocito de plomo sostenido con una cuerda como si fuese un péndulo. Y dicen que el Terrible Anciano le habla a las botellas llamándolas por nombres tales como Jack, Cara Cortada, Tom el Largo, Joe el Español, Peters y Mate Ellis, y que siempre que le habla a una botella, el pendulito de plomo que está adentro genera unas vibraciones específicas a modo de respuesta. Quienes han observado al alto y demacrado Terrible Anciano manteniendo una de esas extrañas conversaciones, no se les ha ocurrido regresar a verlo más. Pero Ángelo Ricci, Joe Czanek y Manuel Silva no eran nativos de Kingsport. Ellos pertenecían a esa nueva y variada estirpe extranjera que se ubica a la orilla del atractivo círculo de la vida y las costumbres de Nueva Inglaterra, y no advirtieron en el Terrible Anciano otra cosa que un viejo enclenque y prácticamente indefenso, que no podía caminar sin la ayuda de su nudoso bastón y cuyas esqueléticas y débiles manos temblaban de modo verdaderamente lastimoso. A su manera, se lamentaban por el solitario y vilipendiado anciano, a quien todos rehuían y a quien no había perro que no ladrase con especial aspereza. Pero, para los negocios y para un ladrón dedicado de lleno a su oficio, siempre es tentador y muy provocativo un anciano de salud enclenque que no tiene cuenta abierta en el banco, y que para sostener sus pequeñas necesidades paga en el bazar del pueblo con oro y plata españoles acuñados dos siglos atrás.

Los señores Ricci, Czanek y Silva escogieron la noche del once de abril para realizar su visita. El señor Ricci y el señor Silva se dedicarían a hablar con el pobre y longevo caballero, mientras el señor Czanek permanecía esperándolos a los dos y a su posible cargamento metálico en un vehículo encubierto en la calle Ship, al lado de la cerca del alto muro posterior de la propiedad de su anfitrión. El deseo de esquivar explicaciones innecesarias en caso de una aparición imprevista de la policía activó los planes para una huida calmada y sin alborotos.

Tal como lo habían previsto, los tres aventureros se pusieron manos a la obra separadamente con el propósito de evitar cualquier perversa sospecha futura. Los señores Ricci y Silva se encontraron en la calle Walter al lado de la puerta de entrada de la casa del anciano, y aunque no les agradó cómo se reflejaba la luna en las rocas pintadas que se veían por entre las ramas en flor de los encorvados árboles, tenían cosas más importantes en qué pensar que dejar volar su imaginación con tontas supersticiones. Temían que fuese una tarea terrible hacerle soltar la lengua al Terrible Anciano para saber el paradero de su oro y plata, pues los viejos lobos de mar son particularmente tercos y malvados. En cualquier caso, se trataba de alguien muy anciano y débil, y ellos eran dos personas que iban a saludarlo. Los señores Ricci y Silva eran especialistas en el arte de volver volubles a los testarudos y los gritos de un enfermizo y más que respetable anciano no son difíciles de apagar. Así que se acercaron hasta la única ventana iluminada y escucharon cómo el Terrible Anciano hablaba con tono pueril a sus botellas con péndulos. Se colocaron sendas máscaras y llamaron con sutileza en la desteñida puerta de roble.

La espera le pareció algo larga al señor Czanek, que se movía inquietamente en el coche estacionado en la calle Ship, junto al muro posterior de la casa del Terrible Anciano. Era una persona más sensible de lo normal y no le agradaron nada los espantosos gritos que había escuchado en la mansión momentos antes de la hora establecida para iniciar el trabajo. ¿No les había mencionado a sus compañeros que trataran con sumo cuidado al pobre y anciano lobo de mar? Muy nervioso observaba la delgada puerta de roble en el alto muro de piedra cubierto de hiedra. No paraba de mirar su reloj y se preguntaba las razones del retraso. ¿Habría muerto el viejo antes de revelar dónde escondía el tesoro y habría sido necesario hacer un registro completo? Al señor Czanek no le gustaba mucho tener que esperar a oscuras en semejante sitio. De pronto, llegó hasta él el sonido de unas ligeras pisadas o repiques en el camino que había dentro de la mansión, escuchó cómo alguien manipulaba torpemente, aunque con delicadeza, el oxidado pastillo y observó cómo se abría la pesada puerta. Aguzó la vista ante el pálido resplandor del único y agotado farol que iluminaba la calle, en un intento por verificar qué cosa habían sacado sus compañeros de aquella aciaga mansión que se percibía tan cerca. Pero no fue lo que esperaba. Allí no estaban sus compañeros ni por asomo, sino el Terrible Anciano que se apoyaba tranquilamente en su nudoso bastón y sonreía perversamente. Hasta entonces, el señor Czanek no se había fijado en el color de los ojos de aquel hombre, ahora podía notar que eran amarillos.

Los pequeños hechos suelen producir grandes sacudidas en las ciudades de la provincia. Esa es la razón por la cual los vecinos de Kingsport hablaron durante toda aquella primavera y todo el verano siguiente de los tres cuerpos horriblemente mutilados, espantosamente triturados y sin identificar —como si hubieran recibido infinitas cuchilladas y como si hubieran sido objeto de las pisadas de muchas botas despiadadas— que la marea lanzó fuera del mar. Algunos hasta mencionaron cosas tan poco relevantes como el vehículo abandonado que se encontró en la calle Ship o de ciertos gritos claramente inhumanos, posiblemente de un animal extraviado, o de un ave inmigrante, oídos durante la noche por los vecinos que no podían conciliar el sueño. Pero el Terrible Anciano no prestaba la mínima atención a las habladurías que corrían por el apacible pueblo. Era comedido por naturaleza y cuando se es tan mayor y se tiene una salud endeble la reserva es doblemente marcada. Además, un lobo de mar tan longevo debe haber sido testigo, en los lejanos días de su casi olvidada juventud, de infinidad de cosas mucho más apasionantes.

The Terrible Old Man: escrito en 1920 y publicado en 1921.

La calle26

Hay una creencia popular algo extendida que dice que las cosas y los lugares tienen alma, y también otros que no lo creen; en mi caso, no puedo tomar partido, aunque sí quisiera hablar sobre la Calle.

La Calle fue creada por hombres vigorosos y con entereza; hombres de buen obrar y de esfuerzo, de nuestra sangre, llegados de las Islas Bienaventuradas, al otro lado del mar. En un inicio no fue más que un sendero hollado por aguadores que iban del manantial del bosque al puñado de casas que había junto a la playa. Luego, al llegar más hombres al creciente grupo de casas en busca de un lugar donde vivir, se levantaron chozas en la parte norte, y cabañas de recios troncos de roble y albañilería en el lado del bosque, dado que por allí les hostigaban los indios con sus flechas. Años más tarde, los hombres construyeron cabañas también en la parte sur de la Calle.

Por la Calle caminaban arriba y abajo hombres graves de cónicos sombreros, cargados casi siempre con mosquetes y armas de caza. Y también paseaban sus esposas ensombreradas y sus hijos serios. Por la noche, los hombres se sentaban, con sus esposas e hijos alrededor de gigantescas chimeneas, y leían y conversaban. Muy simples eran las cosas sobre las que leían y hablaban, pero les infundían aliento y bondad, y les ayudaban durante el día a someter el bosque y los campos. Y los hijos escuchaban y aprendían las leyes y las proezas de otros tiempos, y cosas de la entrañable Inglaterra que nunca habían visto o no podían recordar.

Hubo una guerra, y los indios no volvieron a turbar la Calle. Los hombres, dedicados a su trabajo, prosperaron y fueron todo lo felices que sabían ser. Y crecieron los hijos en la prosperidad, y llegaron más familias de la Madre Patria a vivir en la Calle. Y crecieron los hijos de los hijos, y los hijos de los recién llegados. El pueblo fue entonces una ciudad; y una tras otra, las cabañas cedieron el paso a las casas: sencillas y hermosas casas de ladrillo y madera, con escalinata de piedra, barandilla de hierro y montante en abanico sobre las puertas. No eran frágiles creaciones estas casas, ya que se construían para que sirvieran a muchas generaciones. Dentro tenían chimeneas esculpidas y graciosas escaleras, muebles agradables y de gusto, porcelanas de china y vajillas de plata traídas de la Madre Patria.

De esta manera, la Calle bebió en los sueños de un pueblo joven y se alegró cuando sus moradores se volvieron más refinados y felices. Donde en otro tiempo no había sino fuerza y honor, convivían ahora también el gusto y el deseo de aprender. Llegaron a las casas los libros y los cuadros y la música, y los jóvenes fueron a la universidad erigida en la llanura del norte. En lugar de sombreros cónicos y espadas cortas, de lazos y pelucas, aparecieron adoquines en los que resonaban las herraduras de los pura sangre y traqueteaban los dorados coches; y aceras de ladrillo con montaderos y postes para amarrar a los caballos.

También habían en la Calle muchos árboles variados: olmos y robles y arces respetables; de forma que en verano el escenario estaba lleno de verdor y de cantos de pájaros. Y detrás de las casas había valladas rosaledas con senderos flanqueados por setos y relojes de sol, donde por la noche brillaban mágicamente la luna y las estrellas, y las flores fragantes centelleaban con el rocío.

Así siguió entre sueños la Calle, soportando guerras, desgracias y cambios. Una de las veces se marchó la mayoría de los jóvenes, algunos de los cuales no regresaron. Eso fue cuando retiraron la vieja bandera e izaron un nuevo pendón con estrellas y barras. Pero aunque los hombres hablaban de grandes cambios, la Calle no los notó, ya que sus gentes seguían siendo las mismas y hablaban de las viejas cosas familiares en las viejas tertulias familiares. Y los árboles siguieron cobijando a los pájaros cantores, y por la noche, la luna y las estrellas contemplaban las flores llenas de rocío en las valladas rosaledas.

Con el paso del tiempo se ausentaron de la Calle las espadas, los tricornios y las pelucas. ¡Qué extraños parecían los habitantes con sus bastones, sus altos sombreros de castor y su pelo cortado! Un nuevo rumor comenzó a oírse a lo lejos: primero, extraños resoplidos y gritos procedentes del río, a una milla de distancia; luego, bastantes años después, extraños resoplidos y gritos y estrépitos en otras direcciones. El aire no era tan puro como antes, pero el espíritu del lugar no había cambiado. La sangre y el alma de sus antepasados habían forjado la Calle. Tampoco se perdió el espíritu cuando desventraron la tierra e introdujeron extrañas tuberías, o cuando alzaron altos postes a fin de sostener alambres misteriosos. Había tanto saber antiguo en la Calle, que no era fácil olvidar el pasado.

 

Luego llegaron malos tiempos, en los que muchos de los que conocían la Calle de antiguo dejaron de conocerla, y la conocieron muchos que antes no la conocían; y se marcharon, ya que sus acentos eran toscos y estridentes, y desagradables sus expresiones y semblantes. Sus pensamientos alzaron su tono también contra el espíritu sabio y justo de la Calle, de forma que la Calle languideció en silencio al tiempo que sus casas se deshacían, sus árboles morían uno tras otro y sus rosaledas eran invadidas por la maleza y la basura. Pero un día sintió un estremecimiento de orgullo, cuando otra vez marcharon sus jóvenes, algunos de los cuales tampoco regresaron. Jóvenes que vestían de azul.

Con el pasar de los años, la suerte de la Calle no mejoró para nada. Sus árboles habían desaparecido en su totalidad, y sus rosaledas fueron desalojadas por las paredes traseras de edificios nuevos, feos y baratos, alineados en calles paralelas. Aun así, siguió habiendo casas, a pesar de los estragos de los años y las tormentas; pues habían sido construidas para que sirviesen a muchas generaciones. Nuevos rostros aparecieron en la Calle; rostros morenos, siniestros, de ojos furtivos y facciones singulares, cuyos poseedores hablaban exóticas lenguas y trazaban signos de caracteres conocidos y desconocidos sobre la mayoría de las casas anticuadas. Las carretillas atestaban el arroyo. Un hedor sórdido, indefinible, reinaba en el lugar, y adormecía su antiguo espíritu.

Una vez, la Calle experimentó una gran exaltación. La guerra y la revolución se habían desatado ardorosamente al otro lado de los mares; había caído una dinastía, y sus degenerados súbditos se dirigían en tropel, con dudosas intenciones, a la Tierra Occidental. Muchos de ellos ocuparon las casas arruinadas que anteriormente conocieran el canto de los pájaros y el perfume de las rosas. Después, la Tierra de Occidente despertó, y se unió a la Madre Patria en su lucha titánica por la civilización. De nuevo flotó por encima de las ciudades la vieja bandera en compañía de la nueva y de otra más sencilla —aunque gloriosa—, tricolor. Pero no ondearon muchas en la Calle, pues allí solo reinaba el miedo y el odio y la ignorancia. Y otra vez se fueron los jóvenes, pero no como los jóvenes de otros tiempos. Algo les faltaba. Los hijos de los jóvenes de otros tiempos, vestidos de color pardo oliváceo y dotados del mismo espíritu de sus antepasados, procedían de lugares lejanos y no conocían la Calle ni su antiguo espíritu.

Hubo una gran victoria al otro lado de los mares, y la mayoría de los jóvenes regresaron triunfalmente. Aquellos a quienes había faltado algo, dejó de faltarles; sin embargo, aún reinaba en la Calle el miedo y el odio y la ignorancia, porque eran muchos los que se habían quedado, y muchos los extranjeros que habían llegado de lejanos lugares a ocupar las casas antiguas. Y los jóvenes que regresaron no vivieron ya en ellas. La mayoría de los desconocidos eran atezados y siniestros, aunque era posible descubrir entre ellos algún rostro parecido al de aquellos que formaron la Calle y modelaron su espíritu. Parecidos, y, no obstante, distintos; porque había en los rostros de todos ellos un brillo extraño e insano, como de codicia, de ambición, de rencor o de celo desviado. La agitación y la traición acechaban en el exterior, entre unos cuantos malvados que tramaban asestar un golpe de muerte a la Tierra Occidental, a fin de imponer su poderío sobre sus ruinas, como habían hecho los asesinos de ese frío y desdichado país del que venía la mayoría. Y el foco de esa conspiración estaba en la Calle, cuyas casas ruinosas hervían de agitadores y resonaban con los planes y discursos de aquellos que ansiaban la llegada del día designado para la sangre, las llamas y los crímenes.

A pesar de que la ley habló mucho sobre extraños conciliábulos en la Calle, poco pudo probar. Con gran celeridad, hombres portadores de insignias ocultas frecuentaron con el oído atento lugares como la panadería de Petrovitch, la mísera Escuela Rifkin de Economía Moderna, el Club del Círculo Social y el Café Libertad. Allí se reunían en gran número siniestros individuos, aunque siempre hablaban con cautela, o lo hacían en lenguas extranjeras. Aún seguían en pie las viejas casas, con su saber olvidado de siglos más nobles y pretéritos de robustos habitantes coloniales y rosaledas cubiertas de rocío a la luz de la luna. A veces venía a visitarlas algún poeta o viajero solitario, y trataba de imaginarlas en su perdido esplendor; pero no eran muchos tales viajeros y poetas.

Luego se oyeron cuentos de que en esas casas se ocultaban los cabecillas de una extensa banda de terroristas, quienes en determinado día iban a entregarse a una orgía de sangre, con objeto de aniquilar América y todas las bellas y antiguas tradiciones que la Calle había amado.

Corrían panfletos y periódicos por los arroyos inmundos; panfletos y periódicos impresos en diversas lenguas y caracteres, llenos de mensajes de rebelión, de crímenes. En ellos se alentaba a las gentes a derribar las leyes y las virtudes que nuestros padres habían exaltado, a fin de ahogar el alma de la vieja América, el alma que nos legaron, a través de mil quinientos años de libertad, justicia y moderación anglosajonas. Se decía que los hombres atezados que se reunían en las ruinosas construcciones eran los cerebros de una terrible revolución que a una directriz suya muchos millones de bestias embrutecidas sacarían sus garras repugnantes de los bardos inmundos de un millar de ciudades, incendiando, matando y destruyendo, hasta arrasar la tierra de nuestros padres. Todo esto se comentaba y se repetía, y muchos pensaban con temor en el 4 de julio, día del que hablaban los extraños escritos; sin embargo, nada se descubrió que delatara a los culpables. Nadie sabía a quién había que detener para cortar de raíz la condenable conjura. Muchas veces fueron grupos de policías de chaqueta azul a registrar las casas ruinosas; pero finalmente dejaron de ir, porque también ellos se cansaron de hacer mantener la ley y el orden, y abandonaron la ciudad a su suerte. Entonces llegaron los hombres de verde oliva cargados con sus mosquetes, hasta el punto de que parecía como si, en su sueño lamentable, le llegaran a la Calle recuerdos de aquellos otros tiempos en que la recorrían los hombres de los mosquetes y los sombreros cónicos camino del manantial del bosque al grupo de casas de la playa. Sin embargo, no pudieron tomar ninguna medida para prevenir el inminente cataclismo, ya que los hombres atezados y siniestros poseían una muy experimentada astucia.

De este modo, la Calle siguió teniendo su sueño inquieto, hasta que una noche se reunieron en la panadería de Petrovitch, en la Escuela de Economía Moderna, en el Club del Círculo Social, en el Café Libertad y en otros lugares, inmensas hordas de ojos abiertos por el horrible sentimiento de triunfo y expectación. Viajaron por ocultos alambres extraños mensajes, y se habló mucho también de otros aún más extraños que debían viajar; pero de casi todo esto no se supo nada hasta después, cuando la Tierra de Occidente estuvo a salvo del peligro. Los hombres de pardo oliva no podían decir lo que ocurría, ni lo que iban a hacer, porque los hombres atezados y siniestros eran diestros en la ocultación y el disimulo.