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Letrame Editorial.

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© Gildardo De Jesús Giraldo

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1386-442-6

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

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Para quien quiera dejar de procrastinar

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Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.

Lucas 8.32

LOS HECHOS

Esta es una historia fantasiosa basada en hechos de la vida real. Los lugares son reales.

Introducción

La historia comprende tres partes. El viaje de Lalo, en una búsqueda casi interminable, con tres recorridos. Los tramos uno y tres se pueden unir, dejando de lado el segundo, titulado De Jesús Zapata, y el sentido del mensaje queda intacto; o sea, que se puede dejar de lado la parte dos. No quiere decir esto que la parte dos sea un relleno. Es más, podría ser la más divertida. Este segundo tramo, es un momento de espera en ese viaje. La advertencia se hace pensando en la disponibilidad de tiempo de los lectores. Por supuesto, que al leerla completa se le sacará más jugo, porque es el viaje emprendido por Lalo hacia un objetivo incierto.

Una decisión de vida a edad temprana marca al personaje durante toda su existencia. Si al tener un sueño se supiera de antemano el rumbo a seguir para alcanzarlo, como cuando se compra un pasaje para un lugar determinado, los sueños se harían realidad fácilmente, pero este no es el caso. Lalo creyó saber lo que quería, pero desconocía el camino.

Aunque se sepa para dónde se va, siempre existe la incertidumbre.

El dicho popular dice: todos los caminos conducen a Roma. Si se toma la ciudad eterna como objetivo, para llegar allí se debe dar el primer paso. Quienes lo dan sin dudar, son bienaventurados; sufridos, quienes con temor y dudas lo emprenden; desgraciados aquellos, que jamás lo intentan. De los primeros, la mayoría de las veces llegan y no saben cómo lo consiguieron; viven creyendo que los demás son ineptos, porque a ellos no le costó ningún esfuerzo; de los segundos, la mayoría lo alcanza, aunque se extravían muchas veces, algunos se pierden y nunca lo logran; pero los últimos, ¡Ay! por ellos, vagan perdidos sin rumbo y al azar.

Al levar ancla nadie podrá predecir si el navío llegará a feliz puerto, pero mientras más convencido esté el capitán de llegar, la corriente, el viento, hasta la tormenta misma, le ayudará. Y en medio de todo sentirá gusto de vivir su aventura, sacando partido de los tropiezos, inventando nuevos derroteros. Existe la posibilidad de naufragio, que se vaya a pique, pero ¿quién no está expuesto?

La vida pende de un hilo para todos, para los que apuestan sus sueños y para los demás. ¿Quién se presentará más satisfecho, cuando muera, ante el Dios de Espinosa? Pon tu sueño a jugar en la vida.

Fija tu meta y da un paso a la vez, solo uno. Enfócate en el siguiente, no lo pierdas de vista. Disfruta uno tras otro, así es muy fácil; la vida te lo hará sencillo. De una cosa debes estar seguro: nadie caminará por ti.

Sin embargo, mientras vas, ama, ayuda a otros, no rompas esa cadena: todos salen ganando. Así la vida será un juego divertido, no una lucha perversa.

Anda, no temas, no vas solo, la ayuda está a la mano; hay muchísimas personas, abriendo paso para ti, de la misma forma que lo haces tú para los que vienen atrás.

Primera parte

LALO

Creer para ver

Sentado en el auditorio de la universidad de Antioquia, el día de la graduación de Catalina, su hija mayor, como especialista en pediatría, Lalo hizo un recorrido fugaz por algunos pasajes del camino seguido por su primogénita, que en ese momento contaba con veintiséis años de edad. Para él era una lección de vida, incomprendida en ese momento, pero que muchos años después le iluminó el camino.

Sus recuerdos empezaron cuando ella era una niña de tres años.

Ana Isabel, la madre, vivía en Bucaramanga con las dos hijas pequeñas y él en Barrancabermeja, porque allí trabajaba, y las visitaba semanalmente en sus días de descanso.

—Hay que llevarla a Bogotá para hacerle un cateterismo —le dijo Ana Isabel a Lalo, al regresar de una cita con un pediatra especialista en cardiología.

—¿Un cateterismo? ¿Eso qué es?

—Es una manguerita con un lente en la punta que muestra en una pantalla el corazón por dentro y se lo meten por una arteria que pasa por el muslo; no hay peligro —respondió ella, mientras Lalo la miraba como un alumno mira a un profesor en clase—. Eso dijo el médico especialista.

—Jamás había oído mencionar esa palabra.

—También me dijo el doctor —continuó su esposa—, que es solo para descartar algo grave, porque es común en algunos niños les salga eso, pero que entre los diez y los doce años desaparece el soplo.

Dos meses atrás, el médico general, al hacerle la revisión periódica a Catalina, le había detectado un sonido extraño en el corazón y la remitió a un especialista infantil en cardiología. Desde ese momento, la pareja se preocupó. Un hijo enfermo desvela a los padres y más aún cuando estando sano le diagnostican algo desconocido. Ese mismo día pidieron la cita con el doctor Castillo, el pediatra mencionado atrás.

La madre, al ver preocupado a su marido, le decía para calmarlo y quizás para calmarse ella también:

—Vas a ver que cuando regrese de Bogotá te diré que no es grave, que el doctor tenía razón.

Dicho y hecho, pero no fue ella quien lo dijo. Cuando regresó, trajo un papel que para quien no sabe, no decía nada, pero para el doctor Castillo sí. Él dijo: «no hay problema, digan siempre en los controles médicos que tiene un soplo en el corazón».

Desde la experiencia de la niña con el doctor Castillo, Lalo empezó a notar que a Catalina le gustaba todo lo relacionado con medicina. Así pequeña pedía de regalo juguetes de aparatos médicos, más grandecita veía un programa de televisión llamado En sus manos, el cual consistía en mostrar operaciones quirúrgicas. Cuando sabía leer, Lalo compró una enciclopedia de medicina de varios tomos que vendían mensualmente. La niña dejó ver su interés por la profesión médica abiertamente, porque esperaba como tigre hambriento el siguiente capítulo de la enciclopedia.

Todo lo relacionado con ese tema le atraía. Sin embargo, Lalo, pasando un día frente a una habitación donde estaba Catalina con su hermana, un año menor, oyó el siguiente diálogo:

—Manita, yo le tengo miedo a la sangre y quiero estudiar medicina, será que estoy equivocada.

La respuesta de Sandra, así se llama la hermana, lo admiró por lo acertada y madura, a pesar de solo tener doce años.

—En la universidad deben de saber cómo quitarte el miedo a eso, no sea bobita manita.

Las dos niñas decidieron desde muy chicas lo que querían hacer de grandes.

Cuando Lalo le preguntó a Catalina qué quería ser de grande, ella le respondió, sin pensarlo dos veces.

—Cardióloga pediatra.

—¿Por qué? —quiso saber el padre.

—Ese doctor, el que me mandó a Bogotá, es muy bueno y sabe tratar a los niños. En el consultorio, antes de ponerme el estetoscopio, lo frotó en las manos y me dijo que era para no fastidiarme con el frío, y después me puso el aparato en los oídos para que yo oyera los sonidos de mi corazón y los comparara con los del suyo.

—Yo quiero ser como él o mejor.

Mucho tiempo después, hablando sobre cualquier cosa con una amiga llamada Patricia, Lalo le comentó lo dicho por Wayne Dyer en su libro La fuerza de creer.

—El adagio popular dice «ver para creer» —le decía con énfasis y convencido—, pero lo cierto es «creer para ver». Todo lo que el hombre ha construido fue primero una idea, un pensamiento. De ahí sale el impulso a ejecutar lo proveniente de la mente. Lo que uno se propone conseguir, primero lo piensa o lo imagina, y empieza la ejecución al ser invadido por el convencimiento de poder hacerlo realidad. En la Biblia, san Pablo lo afirma de este modo: «Lo que se ve sale de lo que no se veía».

—Yo viví una experiencia que lo confirma —respondió Patricia, después de pensarlo un poco—. En mi casa éramos diez hermanos, digo éramos porque uno ya murió; yo soy de las menores; ninguno estudió una carrera de pregrado. Desde que estaba pequeña soñaba con ir a la universidad y cuando lo expresaba delante de mis padres, pobrecitos, mi mamá miraba a mi papá y el pobre miraba para otra parte. Yo sabía que no había con qué; el salario de él se juntaba con la ayuda de mis hermanos mayores y a duras penas alcanzaba para los gastos básicos. Siempre pensé en ser una profesional universitaria después de terminar el bachillerato. Un día tuve una conversación informal muy edificante con una profesora, cuando cursaba décimo grado. Ella me preguntó: «¿Qué carrera vas a estudiar en la universidad?», yo le respondí: «La situación económica de mi familia está muy apretada», y ella me respondió: «Conozco personas en situaciones peores y se han graduado en la universidad». Eso me motivó, aunque jamás pensé que no podría, a partir de ahí quedé más convencida, creí con mayor seguridad que también podría. Y cuando salí del colegio, dije en mi casa que iba a entrar a la universidad, «¿Cómo?», preguntó mi madre, «No sé, pero voy a entrar», le respondí. Combiné mi tiempo en dos actividades: buscar empleo y averiguar costos y programas universitarios. Yo quería estudiar química y en eso centraba mi búsqueda. Lo primero era obtener ingresos suficientes para pagar el semestre, di por sentado que en mi casa me seguirían manteniendo. Conseguí mi primer trabajo; me empleé de cajera en un negocio de dos turnos, de los que solo me servía uno. Sin embargo, me quedé allí lo más que pude. Luego hice rifas entre mis compañeros; ellos me apoyaban comprando las boletas como si fuese un bono; no aspiraban ganarse la rifa, solo ayudarme. Allí conocí a Cris y a Liza; Liza era pudiente, la familia se lo daba todo; Cris estaba en una posición más crítica que yo.

 

—La clase alta, media y baja —interrumpió Lalo para darle a entender que la seguía atento.

—Sí —respondió Patricia y continúo con su relato—. Yo le di la idea de las rifas a Cris y también ella se ayudó con eso. Liza era muy buena amiga y nos ayudaba bastante —continuó diciendo—. El regalo de cumpleaños que más recuerdo fue una boleta para ver un gran espectáculo de clown en el marco de la programación del festival iberoamericano de teatro, una obra legendaria con el payaso Slava Polunin Yellow. Jamás olvidaré ese detalle. Aún somos inseparables. Pero quiero seguir mi historia, es que a veces me pierdo —dijo, y continuó—. El pensamiento de las tres se centraba en cómo obtener ingresos suficientes para continuar en la universidad. De pronto surgió una idea que ayudó mucho. Una hermana mía tenía una empresita de confección de ropa; era dueña de las máquinas de coser, y Cris y yo vimos en ello una oportunidad. Mi hermana estuvo de acuerdo en prestarnos las máquinas los fines de semana y de enseñarnos a operarlas. La idea era hacer maletines de utilidad para nuestros compañeros de estudio. Un amigo nos prestó un maletín sabiendo que lo íbamos a desbaratar para hacer los moldes y estuvo de acuerdo en ello, con la condición, eso sí, de volvérselo a coser. Compramos la materia prima y empezamos a hacer maletines; y, por supuesto, los primeros clientes fueron nuestros compañeros de estudio. No todo fue color rosa. El amigo, dueño del maletín molde, nos propuso asociarse en el negocio, poniendo la tela de unas cortinas que iban a cambiar en una universidad, y pensando en ello, las pidió regaladas y se las dieron. Cuando trajo la tela, la miramos, la jalamos con toda nuestra fuerza y vimos que resistía, es decir, le hicimos una prueba de calidad certificada por nosotras mismas, y empezamos a hacer los maletines con ellas. La tela de las cortinas tenía doble faz, una cara era negra y la otra plateada; de esos dos colores hicimos cualquier cantidad de combinaciones y vendimos bastantes maletines; hasta que pasó lo que mi hermana pronosticó: «Esa tela está vieja, por eso cambiaron las cortinas, no sirve», nos había advertido. Llovieron los reclamos y tuvimos que reemplazar varios maletines con vergüenza. Hasta ahí llegó el negocio. Volvimos a empezar. «¿Qué haremos ahora?» nos preguntábamos Cris y yo. «Algo se nos ocurrirá». Cris también estaba convencida de lograr graduarse en la universidad.

—¿Y entonces? ¿Qué siguió? —le preguntó Lalo, cada vez más interesado.

—Decidimos vincularnos a una escuela de arbitraje de fútbol de salón, ejerciendo como jueces de mesa y cronometristas. Esta actividad la ejercíamos los fines de semana, horario ideal que no afectaba nuestros horarios de clase. Peripecias como estas afrontamos Cris y yo. Así fue como pagué mis estudios y cumplí el objetivo que jamás creí imposible. Es cierto lo que dices, Yil —así llamaba Patricia a Lalo—, hay que creer para ver.

Lalo y Luzalba caminaron tomados de la mano desde la habitación a la playa privada del hotel Acuario en San Andrés, la isla más grande del archipiélago colombiano ubicado en el mar Caribe. Llegaron al hotel a las dos de la tarde, subieron a la habitación, hicieron el amor y decidieron aprovechar el resto del día bañándose en el mar. Los diferentes tonos de azul y verde en el mar vistos desde la ventana los invitaban a aprovechar cada segundo. Empezaba su luna de miel.

—Vamos a la playa, amor.

—Al fin del mundo iría contigo, amorcito —respondió melodioso Lalo.

Se habían casado muy enamorados en una iglesia evangélica el día anterior. Según ellos, Dios los juntó. Por separado, ambos habían orado pidiendo compañía y Dios los escuchó; al parecer cada uno llenaba los requerimientos solicitados en sus plegarias. El convencimiento provenía del culto al Ser Supremo profesado en la congregación a la que asistían los dos.

Ya en la playa, se metieron al mar; se soltaron las manos para zambullirse.

De improviso, Lalo sintió que algo se deslizaba de su dedo anular derecho y se paró en seco y exclamó horrorizado:

—¡Se me salió la argolla!

—¡Amor! ¿Cómo así?

—¡Se me cayó aquí! —respondió Lalo, mirando primero el agua y después el hotel a su derecha y al frente un arbolito en la playa para orientarse sobre el punto exacto.

El agua le llegaba a la altura de las tetillas a Lalo, que se sumergía a mirar el fondo durante el tiempo que aguantaba sin respirar. Lo mismo hacía Luzalba, repetidamente. Así estuvieron hasta que la oscuridad dijo: basta.

Tristes se fueron a cambiar para bajar a cenar.

En la cama, después de pensar todo lo que había hecho mal para que la alianza, como llaman en otras partes al anillo de matrimonio, terminara en el fondo del mar, Lalo dijo a su esposa:

—Yo puedo conseguir otra argolla, pero no es lo mismo; quiero esta; esa fue la bendecida.

—Entonces ore, amor. Yo haré lo mismo.

Lo hicieron con fervor. Como lo predicaba el pastor de la iglesia. Empezaron agradeciendo por estar allí disfrutando la luna de miel; luego, se visualizaban metidos en el mar al día siguiente buscando la argolla y en determinado momento hallando el preciado objeto perdido, abrazándose sintiendo indescriptible alegría y terminando la oración agradeciendo la escucha de Dios.

La oración les regaló un sueño apacible.

Al otro día, Lalo preguntó en la administración del hotel por el profesor de buceo. Eso se le ocurrió la noche anterior, antes de dormirse. Le dijeron que llegaba a las nueve de la mañana.

Esperaron. Apenas llegó el profesor, Lalo se le acercó y le dijo, después de saludarlo:

—Mano, présteme dos snoker.

—¿Y eso, mano? ¿Para qué los quiere?

Lalo contó sin detalles el triste suceso.

El profesor sonrió y le dijo:

—De malas, mano, eso ha pasado a muchas personas aquí y nunca han recuperado alguno; sin embargo, venga le presto esos aparatos.

Con los snoker puestos y teniendo en cuenta la guía: a la derecha el hotel y al frente el arbolito, los dos, Luzalba y Lalo, se entregaron a la búsqueda.

Al poco rato, Luzalba se aburrió y se fue a nadar a otro lado, pero él continuó buscando. En un momento vio brillar algo en el fondo y, aunque se había repetido mentalmente que si lo veía se acercaría calmado para evitar revolver el agua y perderlo de nuevo, se abalanzó en picada, como esas aves que se zambullen cazando peces, y pasó lo pensado: enturbió el agua al revolcar la arena para desenterrar una lata de cerveza, que lo engañó por solo dejar ver un pedacito del metal brillando.

Siguió buscando incansablemente. De pronto vio un brillo amarillo proveniente de algo parecido a una uña metálica. «Eso parece ser mi anillo», se dijo mientras se acercaba lentamente. Cuando estuvo seguro, olvidó la prevención y como si el anillo tuviera vida y pudiera escapar, le mandó un zarpazo de tigre, agarrándolo entre un puñado de arena.

Eran las once más o menos cuando gritó eufórico como Arquímedes:

—¡Lo encontré! ¡Lo encontré! ¡Lo encontré! —mostrándoselo a Luzalba.

Felices fueron a devolver los snoker. Al mostrarle el anillo al profesor, este dijo con expresión de incredulidad:

—Es un milagro.

Estos tres sucesos en la vida de Lalo los recordó mucho tiempo después, cuando tuvo un cambio incuestionable en su forma de entender la vida y empezó a disfrutar la alegría de vivir. El conocimiento sobre la forma de conseguir los deseos estuvo frente a sus narices desde que tenía memoria.

Al mirar con detenimiento las cosas, los sucesos, los inventos parecen ser organizados por un ejecutante invisible, sabio y poderoso. Con razón, en algún momento del tránsito de los seres humanos se rindieron y le adjudicaron un nombre a ese hacedor tras bambalinas y lo llamaron Dios o de otra manera en otras partes del mundo. Él siempre está presente; está en todas partes; es todo, lo visible y lo invisible; somos parte de él. Siendo así, somos parte de ese inmenso poder. Los resultados obtenidos por los seres humanos son productos de ese ser, son solo eso: resultados; las personas los etiquetan como buenos o malos; sin embargo, son solamente partículas efímeras, briznas, de un proceso creativo infinito en construcción permanente.

Han existido seres humanos, a través de la historia, llamados iluminados, que por alguna razón, difícil de explicar por ellos, lograron comprender y sentir su conexión con Dios. Muchos transmitieron con entusiasmo y alegría. Jesús predicó La nueva y buena noticia: «Ustedes pueden hacer lo mismo que yo —predicaba— y aun cosas mayores, solo necesitan creer que pueden». Las religiones orientales también lo predican: «Eres lo que es el profundo deseo que te impulsa, tal como es tu deseo, es tu voluntad; tal como es tu voluntad, son tus actos; tal como son tus actos, es tu destino».

Atracción

Si se hubiera hecho de Lalo una película desde que quiso aprender a leer, semejante al filme The Truman show con Jim Carrey, empezaría con un niño de apenas seis años, escuchando voces de jóvenes cercanos a los quince años, afuera de su casa ubicada en la calle del Barrio, en Sopetrán, un municipio del departamento de Antioquia.

Sentados en la acera, se veía la emoción en todos ellos. El acontecimiento de ese día los hacía opinar a todos. La selección colombiana de fútbol empató a cuatro goles con la selección de la URSS (Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas), en la primera participación del equipo en un campeonato mundial. Era 1962; el mundial de Chile.

—¡Y con gol olímpico y todo! —dijo Rodrigo Villa, el más sobresaliente entre todos, apagando con su voz la de los otros—. Son unos verracos, después de ir perdiendo 4-0 y empatar —continúo diciendo mientras se acomodaba contra la pared.

Estaban oyendo el análisis deportivo en una radio de baterías. «Es una hazaña. Es el logro más importante de nuestra selección. Me siento orgulloso de ser colombiano. Si hubiéramos perdido, quedábamos eliminados. Ahora, colombianos, a hacer fuerza por esos muchachos, a encomendarnos a la santísima Virgen y al Señor caído de Girardota, porque nos toca con Yugoslavia el siete de junio» decía emocionado el locutor.

—Eso es cierto —afirmaba uno, apodado camaján por su peinado a lo Elvis Presley.

—El partido se acaba cuando el árbitro da el pitazo final —dijo el hijo de Isabel Castañeda, con expresión de erudito en su cara.

El niño mencionado al principio sale a la calle, mira el grupo de jóvenes que él llama “los grandes”, ya que tienen entre nueve y doce años más que él. Sonríe y se encamina hacia ellos. Al verlo, ellos se dan miradas de entendimiento y sonríen; alguno dice:

— Ahí viene Lalo. Qué traerá en mente.

«Ese Lalo es muy inteligente» decían con justificación. La inocencia y la curiosidad infantil mantenían al niño llamado por ellos Lalo preguntándoles el porqué de hasta lo más mínimo.

—¡Quiubo, Lalo! ¿Te volviste a orinar en la cama? —le preguntó Rafael, que siempre lo fastidiaba con eso.

 

—Eso fue solo un día que soñé bañándome con agua caliente —se justificó Lalo.

Todos se rieron porque sabían la verdad. Cada vez que se orinaba, la madre del niño sacaba las sábanas y las tendía a secar en la pared del frente de la casa.

Sin poner más atención y sin importarle de lo que hablaban, se dirigió a quien mandaba en el grupoy le preguntó seguramente por algo incomprensible rondando en su mente:

—Rigo, ¿las letras y los números sirven para lo mismo o son dos cosas distintas?

Todos miraron a Rodrigo y se dispusieron a oír la respuesta.

—A ver, Lalo, eso es para pensarlo antes de responder.

Eso era cierto. Lalo era perspicaz a grado extremo. Se debía tener cuidado al responderle para no terminar encerrado, víctima de las propias respuestas, como la vez que preguntó si Dios era el crucificado en el altar de la iglesia.

Esta vez Rodrigo le dijo:

—Los dos son grupos de signos. ¿Qué es lo que quieres saber? —le preguntó prevenido.

—Quiero aprender a leer —le respondió Lalo.

Es seguro que el director de la película se las ingenie mejor para dar a entender el deseo que tiene el niño de aprender a leer. Cuando veía a “los grandes” leer libros de pistoleros, les preguntaba con la curiosidad de saber el contenido de esas páginas; los admiraba. Deseaba entrar a la escuela para aprender a leer. Otros pasajes de la película lo mostrarían preguntándoles el significado de los letreros en las puertas de los negocios del pueblo.

El afán por saber lo consumía. Fue el primero en leer de corrido y entender lo leído en la escuela. Su alegría llegaba a tal punto, que solo la comprendería el Niño Dios, viendo el júbilo de un niño que lo sorprendiera dejando el traído, a las doce de la noche del veinticuatro de diciembre.

El día en que se abrió para él el horizonte del entendimiento de las letras y sus significados, se dirigió a la biblioteca de la normal de señoritas. Se paró en la puerta mirando los estantes. La mandíbula se le cayó, parecía sorprendido ante tantos libros. La bibliotecaria, en el tiempo que llevaba en ese cargo, jamás vio un chico, tan pequeño entrar allí. Personificaba la fascinación por los libros. Después de pedir orientación, caminó por los pasillos mirándolo todo; al final solicitó un libro en préstamo. Fue La alegría de leer.

Voracidad

De ahí en adelante, hasta su pubertad, leyó todo lo que caía en sus manos, lo que se presentaba ante sus ojos y lo que buscaba. En casa le decían Boquiabierto por su forma de caminar por las calles, como queriendo tragarse lo que leía. El señor de enseguida de su casa que compraba el periódico los domingos se habituó a encontrarlo esperando su llegada para leer las historietas del suplemento del diario. En las oficinas públicas del municipio, donde había una suscripción al periódico “El Colombiano” de lunesa sábado y que una vez leídos los desechaban, su madre, que para entonces trabajaba allí, los recogía y llevaba a casa; y, por supuesto, él los esperaba con el ansia de un carnívoro hambriento. El dinero que obtenía haciendo mandados lo usaba para alquilar revistas. Leyó todas las revistas coloridas de superhéroes, pistoleros y de humor. Y cuando no tenía dinero, aprovechaba los descuidos del encargado para acercarse a alguien leyendo y robar, por así decirlo, un poco de lectura. Cualquiera de los que fueron niños antes de la llegada de la televisión recuerdan cómo se movía ese negocio de alquiler. Había niños que tenían revistas en casa para prestarlas a cambio de dinero.

Cuando iba de vacaciones a la gran ciudad, leía todas las novelas de Corín Tellado, de sus primas. Al acabar de leerlas, salía de casa a buscar qué leer. Los citadinos, tal vez, lo confundían con un chico de la calle, buscando en los basureros algo para comer. La comida buscada por él era lo que hallaba para leer. Ese era su alimento.

El tiempo iba pasando.

Tendría doce años cuando en su casa encontró un libro titulado Ibis, de José María Vargas Vila.

—Ese libro está prohibido por la Iglesia —le dijo su madre.

—¿Por qué? —alcanzó a preguntar. Se le hacía imposible que ocurrieran cosas como esa.

—No lo sé, no lo he leído. El padre Yepes lo dijo.

Estas palabras fueron como decirle: «Léelo en secreto».

Lo leyó. Después de leerlo, pensó: «Los religiosos son tontos». El mensaje era: no ames a la mujer, sedúcela y déjala. Él ya sabía que las mujeres tenían secretos. Tenía dos hermanas y su madre, y entre ellas había cosas ocultas. Tiempo atrás, veía tendidas en el alambre del patio tres toallitas pequeñitas. Al secarse, las recogían y pasado un tiempo las colgaban de nuevo. Al no ver dónde se usaban, lo rondaba la cuestión: ¿para qué son?». Preguntó a su madre, y ella le respondió:

—Son cosas de mujeres. —El niño no insistió.

Ese libro confirmaba lo sabido: las mujeres son muy distintas a los hombres. «Esa es la razón de prohibirlo» se dijo. Quedó convencido y no volvió a pensar en eso. Pero sí llamó su atención enterarse de que en los libros se podía escribir cualquier cosa. Razón por la cual la lectura lo absorbió más aún.

Emoción

Los hechos narrados antes desembocaron en escenas con una prima, un grado de estudio por encima de él, a la que nunca vio estudiando o haciendo tareas y, sin embargo, era la mejor de su curso. A pesar de ser bonita, no tenía novio, sus enamorados eran los libros; y, como en la vida real sucede con las relaciones amorosas de los adolescentes, terminaba con uno y empezaba con otro, siempre alguno estaba esperando turno. Ella leía libros gordos, que parecen decir al lector novato: «Nunca terminarás», y otros libros más delgados, para él menos intimidantes.

Un día, poco después de cumplir trece años, se dirigió a ella y le dijo:

—Quiero leer uno de tus libros, pero que no sea tan gordo.

Era un día sábado, no tenía partido de fútbol, deporte metido en sus huesos, hasta volverse el número dos de sus pasatiempos. Revistas, cuentos, diarios y un balón era lo más importante en ese tramo de su vida.

Ella, en silencio, giró media vuelta sobre sus talones, llevándose una mano a la cabeza, como si hubiera recordado algo, y al regresar se lo entregó.

—Este lo leí hace tiempo, creo que fue escrito para ti —le dijo, entregándole un libro de pasta roja.

Él leyó el título: Las desventuras del joven Werther, de Goethe. Y empezó a leer de inmediato. En seguida lo atrapó. No pudo dejarlo de lado, lo absorbió como papel secante a la tinta. El joven del escrito lo describía a él. Era tímido, al extremo de sudar copiosamente con solo ver la chica de su agrado; romántico empedernido, con varios amores platónicos en su imaginación, vivía el ensueño de amar y amar hasta siempre y por siempre. La trama de la novela lo agarró del cuello quitándole el sueño. El drama lo derritió en llanto entrecortado, sus lágrimas caían a mares sobre las hojas de manera intermitente, como gotas de lluvia, que amaga a caer, se desatan, frenan y vuelven a caer. Estaba inmerso en un remolino emocional.

Al terminar de leerlo, en medio de la emoción, decidió ser escritor. Igual o mejor que Goethe. Con capacidad de emocionar y transportar a los lectores sin importar el tiempo. Así ya él hubiese muerto.

Ahí pudiera terminar la película y, por supuesto, con fracaso incluido. Sin explosiones, persecuciones, complot, romance, asesinatos, trucos de efectos especiales, ¿qué se podía lograr? Por eso aún no la han producido. Quién sabe si después la vida de este personaje se volverá más interesante y amerite invertir dinero en un filme.

Potencial

«Seré escritor, seré famoso». Estas palabras resonaron en su mente en las noches siguientes.