La última Hija de la Luna

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La última Hija de la Luna
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GABRIELA TERRERA

La última Hijade la Luna


Terrera, Gabriela

La última hija de la Luna / Gabriela Terrera. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-1369-4

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.

CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA

www.autoresdeargentina.com

info@autoresdeargentina.com

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Para mi “ILQA-PELUHEN-XURPU”

Diego

La última Hija de la Luna
I Familia de conciliación

Los amarres que sujetaban sus manos por encima de su cabeza y los que inmovilizaban sus pies, habían lacerado sus extremidades sin perturbar uno solo de sus sentimientos. El frondoso Árbol Perpetuo, el más antiguo jamás conocido, sostenía su espalda, sus labios hinchados y sangrantes testificaban la tortura a la que había sido expuesta, sin embargo, ella sonreía indiferente. El mar convulsionado y la furia del viento arrancaban las areniscas de entre las rocas, arena que castigaba sin piedad su cobriza piel. Estoica, había incrustado sus intensos ojos grises en la cima del Monte Ermitaño y detrás de toda esa magnificencia, podía apreciar también la extraordinaria belleza del despertar del Lago de Fuego… En ese instante, la tierra palpitó bajo sus pies.

—¡Basta! ¡Cúbranle los ojos! –gritó Eerka.

—No es necesario –intervino Fedalio–, esto va a terminar ahora y ella tiene que verlo, eres la última hija de la luna y no existirá otra, ¿qué se siente saberlo?

—Muchas palabras –dijo Eerka ostentando su daga, el filo reflejaba todos los destellos de la noche.

—Ustedes dos –vociferó Taghena antes de escupir a sus pies– dos poderosos hechiceros –clamó antes de sonreír desafiante–, han enredado sus mugrosos cuerpos por… ¿mí? Sus retorcidas mentes pensaron que así podían manipular a alguien como yo. ¿Qué tan poderosos creyeron ser…? No soy ni voy a ser la última…

—La podredumbre fermentó en tu alma y contaminó esta tierra, no se cometerán más errores, terrinos ojos de selva no son amenaza. –Fedalio incrustó su dedo índice sobre uno de los ojos de su hija–. Pero ojos grises no verán jamás un nuevo amanecer…

—¿Podredumbre? ¿Así me llamas ahora…? –preguntó Taghena escupiendo las palabras.

—Damos inicio… y damos fin –exclamó Eerka.

—Las sombras de las estrellas y el agua de arena lo saben, saben que los “cinco-hermanos” vienen –balbuceó Taghena mirando la lanza espejada y la oscura daga, luego levantó su cabeza–: ¡Tu sangre! –gritó mirando a Eerka–. ¡Y la tuya! –le susurró a Fedalio que aún oprimía uno de sus ojos–. “En un mismo útero convivirán los vientos y la naturaleza misma, la lava y el mar, todos cobijados bajo la luna… revelando el inicio del fin… Y la maldita sangre que brotó de la lava y la maldita sangre que vino del mar… desaparecerán”. –El viento calmó su furia y el mar se tragó las olas, los ríos de fuego que corrían por las laderas se enfriaron al instante, caballos y aves cayeron en trance–. ¡Lo dicho, hecho está! –balbuceó sonriente. Eerka y Fedalio cruzaron sus desesperadas miradas, todos a su alrededor, silenciosos testigos de aquellas palabras, permanecieron inmóviles y horrorizados.

—¡El inicio del fin será! –gritaron Fedalio y Eerka.

—Acabas de condenar a los tuyos… –vociferó Fedalio mientras incrustaba en su propia mano, la daga de Eerka, la sangre recorría por sus dedos y antes de que la primera gota llegara a sus pies, arrojó su khármazo–: “el nacimiento de un retoño de luna secará los úteros de toda terrina que habite estos suelos”.

—Yo puedo lanzar mi khármazo para toda la eternidad –dijo Taghena sonriente –, pero bien sabes que ustedes no, no pueden hacerlo –murmuró, aunque ya no sonreía–, deben darle un principio y un fin o se volverá contra ustedes.

—“La condena llegará a su fin cuando de esta tierra broten hombre y mujer ojos de selva… –Eerka laceró su dedo con el filo de la lanza punta de espejo de Fedalio–. Genuina Estirpe de Mar, ella… y auténtica Sangre de Lava, él –sentenció golpeando su pecho– y ambos elijan encausar esa sangre de linajes ancestrales en la misma vertiente de este Árbol Perpetuo… solo así… de entre los terrinos, hijos vivos volverán a nacer”.

—Les aseguro… les aseguro… –repitió desahuciada Taghena, pero había quedado sin palabras, comprendía la perfección del khármazo, terrinos ojos de selva jamás podrían tener Sangre de Lava o de mar. Un eterno instante de desesperación atravesó su alma y… lo vio: un blanquecino caracol incrustado en sedimentos de roca fundida, «mar y lava» pensó. Logró soltar sus manos y, con sus tobillos aún atrapados, se arrojó hacia el pequeño tesoro y como destellos en la oscuridad, antiguas palabras invadieron su mente y su espíritu, llenó sus pulmones con el aire marino y un susurro estalló dentro del hueco de aquel caparazón–: “ILQA-PELUHEN-XURPU”. –Fedalio y Eerka habían apoyado sus pies sobre la espalda de Taghena, ella giró para mirar sus rostros–. ¡Lo dicho, hecho está! –vociferó desafiante y triunfadora antes de que daga y lanza atravesaran su corazón.

Conciliación

Poco importaba cuántas veces se lo habían prometido, el tiempo, fiel aliado del olvido y único dueño de aquellas palabras pronunciadas desde la inocencia, juzgó necesario convertirlas en escuetos suspiros esparcidos por el aire. Crecer fue inevitable y olvidar, su estrategia de supervivencia. El delicado caracol acababa de caer para romper en pedazos acaso sus últimos recuerdos, un instante bastó para que las jóvenes quedaran atrapadas en esos fragmentos nacarados que se desprendían presurosos y volátiles, el caparazón parecía dejar escapar tiempos efímeros de una vida que no fue.

—Gran, gran y torpe mezcolanza. Dame tu mano –dijo Eleutonia sin mirarla, en voz baja, sonriendo–. ¿Sabes que tengo que hacerlo?, porque lo sabes ¿no? Esas son las reglas. –Y con maligna sutileza, recogió un puntiagudo fragmento blanquecino.

Yllawie extendió su mano, sin miedo y con firmeza, sus memorias la llevaron (sin su permiso) hacia aquél extraño día en la playa donde imágenes intrusas se mezclaban difusas: dos niñas, juegos, maravilloso resplandor de nácar y roca oscura con preciosos destellos de estrellas. «Yo escuché las voces, Tonia, no», se dijo serenando su espíritu. ¿Ese tiempo había existido, había sido real? Su mente tejía redes de dudas, sus pensamientos no dejaban de recordarle el rostro sonriente de su otrora pequeña amiga-hermana que ahora sostenía su mano, una niña de rizos desprolijos, a quien ella misma solía trenzar con cariño. Un repentino dolor la regresó a la inmensa habitación donde se vio parada con su sucia mano extendida sobre la de Eleutonia, dolencia que le exprimía las entrañas. Tragó la saliva contenida para no soltar ninguna de sus lágrimas oprimidas, no iba a dárselas, no iba a regalarle ni una de sus preciadas lágrimas… con el orgullo intacto logró evitar que rodasen, pero sus ojos, sus verdes y maravillosos ojos, dejaron asomar una vítrea capa acuosa, eso no lo pudo impedir.

—Ahora ve a limpiarte, no quiero que ensucies mi tapiz. –Sonrió burlona Eleutonia, dos gotas de sangre se habían estampado en sus sábanas–. Me dejas este desastre y lo tengo que limpiar –dijo con desprecio mientras sacudía sus dedos como quien intenta espantarse una mosca de la cara. Yllawie quiso retirarse–. ¡Parece que hoy te olvidaste todas las reglas! –exclamó despreciable.

—Eleutonia, ¿me das tu permiso?

—Toma mi pañuelo –pronunció Enufemia, con la suavidad y dulzura que caracterizaban su comportamiento, Yllawie envolvió su mano y el delicado pañuelo absorbió el resto de la sangre–. Dámelo Lawy, yo lo voy a lavar, no te preocupes.

—Femy, la revancha va a ser como la miel –dijo Yllawie dirigiéndose a la menor de las hermanas y le sonrió antes de marcharse.

—Maldigo el día que regresó. A estos híbridos hay que demostrarles cuál es la verdad, son cortos de aquí –vociferó Eleutonia señalando con su dedo meñique a la altura de su sien.

—No hables así. –La reprendió Enufemia, su voz era suave y cortés–. Híbridos son los animales, no tienes por qué ofenderla y no hay que demostrar nada, no repitas las palabras del abuelo. Sin embargo, a mí me alegró que haya regresado, Tonia… ustedes eran como hermanas, ¿qué fue lo que te pasó?

—¡Mi siempre dulce Femita! ¿Le tienes aprecio a los estorbos de la casa? –Aunque Yllawie ya no estaba entre ellas, Eleutonia insistía con sus términos despectivos pues siempre disfrutaba de robarle un adorable enojo a Enufemia–. ¿Hermanas? ¡Jamás! Fue una absurda idea de mamá…

 

—No tienes por qué ofenderla, sabes que hoy es su celebración.

Enufemia caminó en dirección a la ventana y observó a Yllawie dirigirse hacia el bebedero de los animales, veía cómo sus labios se movían intermitentemente mientras realizaba rituales con sus brazos, pero toda su atención había quedado magnetizada por la imagen de Lonkkah que enterraba algunos desperdicios, unos pasos detrás de ella, lo vio arrojar el palustre para sumarse al improvisado rito de manos de Yllawie, ambos lanzaban al aire, movimientos sincronizados con sus brazos mientras mantenían sus párpados cerrados, concentrados en algún rezo. Enufemia solo tenía ojos para él, «estoy segura de que eres tú», se repitió al verlo. Lonkkah abrió sus ojos y su mirada se incrustó en ella. Asustada, la joven giró su cabeza para asegurarse de que su hermana no había visto nada… los primeros destellos del alba se reflejaron en sus intensos ojos añiles. Eleutonia amaba esos ojos, todo verdadero navegante los tenía, también ella, aunque jamás podía verse los propios… A veces, el tímido y casi prohibido reflejo de la platería recién pulida le devolvía retazos de su fisonomía: delicada piel negra, prominentes labios, destellos de mar en el iris de sus ojos, abundante cabellera enmarañada... Solo retazos, ningún reflejo pudo mostrarle jamás el marco completo.

—¿Qué sucede, Femy? Se te cortó la respiración –sentenció Eleutonia, indiferente a los exaltados sentimientos de Enufemia, intentó acercarse a la ventana, pero se encontró ante la firme resistencia de su hermana impidiéndole el paso.

—Está bien, Tonia, no necesitas explicarme. –Enufemia solo quería alejarla de la ventana.

—¿Te enojaste porque la traté así…? Hermanita, no te molestes, de seguro ma-Kan… de seguro su abuela le preparó su desayuno de festejo y tendremos que comernos esa porquería. –Su hermana la miraba sin ninguna expresión–. ¿Qué? ¡Es verdad!

—No estoy enojada.

—¡Femy! –exclamó sin mirarla a los ojos. Se acercó hacia su dulce acusadora, le recogió sus negros cabellos rizados y susurrándole al odio, le dijo–: No te enojes, no recordé lo de su celebración.

Sí lo recordaba, como también sabía cuánto significaba para Yllawie las promesas y aquel delicado caracol que siendo niña había encontrado alguna vez en las playas de rocas; Yllawie lo había “sentido” bajo sus pies y supo dónde buscarlo siguiendo los susurros, voces que Eleutonia nunca escuchó. Sin embargo, la niña navegante se lo había apropiado, considerándolo suyo por derecho, por su Estirpe de Mar y porque aquél mismo día, Yllawie había desaparecido “tragada” por las olas. Años más tarde, después de su misterioso regreso, ambas decidieron guardar en él, inocentes juramentos rubricados con sus cabellos entrelazados, ofreciendo promesas de fraternidad según los mandatos de un viejo y antiguo rito navegante. Con el tiempo, aquél caparazón nacarado demostró ser un inútil representante de una inexistente hermandad, frágil y endeble, un vínculo que intentó forjarse en una época de transformaciones y utopías, ese lazo (como el caracol) no era inquebrantable y lo que resguardaba, no fue eterno.

—¿Qué es este desastre? –preguntó Regildo irrumpiendo en la habitación de sus primas, de un solo salto, se había arrojado sobre de la cama.

—Reshi, ten cuidado, no traes calzado y en el suelo hay… –atinó a decir Enufemia, pero él ya lo había advertido.

—¿Por qué lo llamas así? –manifestó Eleutonia–. Es apodo de…

—¡Me encanta cuando mi dulce prima me llama así! –dijo sonriente guiñándole uno de sus ojos a Femy mientras extendía su mano hacia los pedazos esparcidos al lado de la cama. Levantó uno y continuó–: ¿Acaso es la “coraza de las promesas”? –Y sonrió burlón.

—Te gusta ese apodo porque la terrina te lo dio –vociferó Eleutonia molesta.

—Tú también lo usabas –respondió él, su encantadora sonrisa se había esfumado– y un día, de la nada, lo olvidaste… ahora crees que es despreciable, en cambio para mí Reshi es…

—Vamos a desayunar –lo interrumpió Eleutonia–, hoy debemos preparar el estómago, hay comida para puercos. –Volteó y observó las miradas inquisidoras de su hermana y de su primo–. ¿Qué...? Hoy están insufribles los dos.

El nacimiento de Yllawie había ocurrido en alguno de los días de “Sol Flamante”, época del año en la que los campos se llenan de flores y el clima cálido acaricia las colinas al amanecer, estación de la flor de sacua’oche, por eso, su celebración debía festejarse antes de que iniciara “Sol Ardiente”, el bimestre de los días más largos. En esta ocasión se trataba de un doble festejo, Yllawie retornaba a los trabajos de las huertas después de muchos años, Kanki había adornado el salón con la flor favorita de su nieta amparada, aquélla con la que su propia madre solía embellecer la pequeña casilla donde vivían y de lo cual, Yllawie no tenía recuerdos.

Apenas ingresados al salón, el perfume de vainillas y almendras los embriagó. Enufemia inspiró aquel fascinante aroma, sus labios mostraban una luminosa y sonriente felicidad.

—Yo también hago lo mismo, querida nieta, adoro esta esencia –expresó Beasilia mientras se dirigía hacia su asiento.

—Buenos días, Abusilia –le dijo Regildo rodeándole el cuello con sus brazos.

—Ya pueden sentarse –ordenó impaciente Serjancio–, llevamos tiempo esperándote, Beasilia.

Ambas familias habían adoptado la costumbre de aguardar respetuosos a que Beasilia diese el primer paso para comenzar. Serjancio observó los lugares vacíos, en especial el de su izquierda e intentó comentar algo, pero su esposa se anticipó a lo que sea que hubiera estado por decir.

—No es a mí a quien deben esperar hoy –aclaró la mujer al tiempo que, con un delicado ademan, les otorgaba permiso para sentarse.

—¡Buena mañana para todos! –exclamó entusiasmada Yllawie–. Perdón por el retraso, Abusilia, es que…

Serjancio la interrumpió arrastrado la silla para incorporarse y de esta manera, hacer notar su evidente malestar, pero no era la tardanza el motivo de su fastidio, a su entender, su esposa merecía respeto en el trato, el cariñoso mote de “Abusilia” solo estaba permitido a sus nietos, una de las tantas reglas que cada familia se había comprometido a respetar. Carraspeó vigorosamente tapándose los labios con la palma de su mano abierta, Eleutonia sonreía detrás de una fina servilleta. Lonkkah giró su cabeza para mirarla desafiante y altanero, intentando controlar toda su ira en sus puños cerrados cruzados detrás de su espalda.

—Compartimos la mesa por respeto a la ley pactada y, aunque moramos bajo un mismo techo, no tienen derecho a usar nuestros apelativos más íntimos, los cuales están reservados para la familia –dijo el hombre en un tono seco y agrio–. Para ti, es la señora Beasilia, creo haberlo dejado claro. –Su esposa, en un afán por tranquilizarlo, colocó su mano sobre la de él.

—Está bien, Serjancio –dijo ella, pero él se quitó la mano de Beasilia de una manera torpe y violenta.

—Yllawie tan solo pretende… –Intentó explicar Lonkkah, pero Serjancio no permitió que continuara.

—¡No te estoy pidiendo explicaciones! –exclamó sin mirarlo.

—¡Abuelo, por favor! –intervino Regildo–. Es un día diferente, es un tiempo diferente… nadie quiere cambiar las cosas, hoy…

—¡Imbécil, cierra esa estúpida boca, inútil inservible! ¿Por qué al menos no intentas ser la sombra de Rufanio? –Casi por instinto, había clavado en la mesa el cuchillo que tenía en sus manos.

—Ni siquiera sabemos si es su cumpleaños, los mezclados solo saben en qué luna brillante nacieron, sin embargo, nos condenan a este trágico desayuno para celebrar ¿qué? –agregó Eleutonia con esa malevolencia que no intentaba disimular mientras le dirigía una socarrona sonrisa a Lonkkah–. Y que regresó, nos vimos en cada intercambio…

—Eleutonia –dijo Kanki sin levantar la voz–, la estufa aún está encendida en la cocina, hay huevos, tocino ahumado, tomates verdes frescos. –Y continuó hablando mientras se acercaba hacia Serjancio quien permanecía de pie aferrado al cuchillo–. ¿Me permite? –pronunció y, apartándole los dedos, asió el cuchillo para colocarlo al lado del plato. Luego agregó–: Yo también le recuerdo al señor Serjancio que tanto usted, como sus nietos y su esposa, tienen completa libertad de prepararse el desayuno que les place, la mesa de la cocina está limpia y ordenada tal cual la has dejado anoche –dijo mirando a Eleutonia directo a los ojos–. ¡Ah! –exclamó como quien acaba de recordar algo–. También hay mantequilla y mermelada de higos… mis dulces niños, a mí no me molesta que me llamen ma-Kanki.

Y antes de regresar a su lugar, apoyó sus manos sobre los hombros de su nieto empujándolos hacia abajo, Lonkkah intentó resistir, pero ella apretó con más fuerza… él tuvo que sentarse.

Serjancio también se sentó calmado y en silencio. Beasilia no quiso emitir su acuerdo o desacuerdo, por fuerza, debía compartir la misma opinión que su marido. De manera cíclica, este frágil equilibrio impuesto tiempo atrás, amenazaba con romperse y el pacto, como sus cimientos, se desmoronaba de manera casi imperceptible sin que nadie pudiera anticipar o advertir aquel inevitable derrumbe final.

Los Pactos de Conciliación, lejos de alcanzar su principal objetivo de lograr una cordial convivencia, habían desencadenado muchas cuestiones dormidas, no solo se trataba de una nueva ley que ordenaba la coexistencia entre familias de navegantes y terrinos, sino que también exigía un mutuo compromiso en armonía y pacífica tolerancia bajo un mismo techo. Entre otras tantas, se había decretado como normativa inexpugnable, el envío a Refugio del Mar, de al menos dos integrantes de cada linaje, que actuarían como emisarios colaboradores al servicio de esta flamante sociedad (inexperta sociedad) que necesitaba de todos para resguardar la paz, para recuperar y proteger los beneficios de la tierra-madre, pero, por sobre todo, para conformar un sistema de defensa contra los continuos y despiadados ataques de un enemigo en común, los sanguinarios. Los Pactos habían dado inicio a una forma de vida absolutamente desconocida para todos por igual, para la familia de Serjancio, implicó despedirse de su hija Misadora y de su yerno Nemecino, mientras que para la familia de Xunnel, significó dejar ir a su nuera Taymah y a su hijo Kemmel.

Misadora fue una de las primeras en anticiparse a los cambios e introducirlos en su familia, mucho antes de los Pactos. Su madre Beasilia demostró resignación y aceptó las reglas cansada de tantos conflictos, de tantas pérdidas; su vida entera, como la de todos, había transcurrido entre hostilidades y consideró que era tiempo de ceder aún sin saber cómo sentirse con respecto a los cambios, eligió ceder porque la única forma de vida que conocía ya le había arrebatado a dos de sus tres hijos: el mayor, Mordano, padre de Rufanio y Regildo, muerto tras una larga agonía a causa de las heridas sufridas durante uno de los innumerables ataques a la huerta por parte de sus enemigos, embestida en la que también había fallecido su nuera y madre de los niños… Ceder porque su corazón todavía cargaba el dolor de la pérdida de su hija menor, desaparecida de niña, presumiblemente muerta en manos de los sanguinarios; para estos tiempos, solo tenía consigo a Misadora, madre de sus hermosas nietas, entonces prefirió verla partir lejos de ella a la idea de no verla nunca más. Beasilia debía convivir con sus temores internos cada vez que reflexionaba sobre la mala fortuna de familias amigas que habían perdido todo su linaje, aquel era un miedo que la paralizaba por completo pues, perder a toda su descendencia, era la única consecuencia que no estaba dispuesta a aceptar.

En la mesa abundaba el pastel de carne de cordero, Kanki había colocado al frente de cada plato, una sabrosa salsa de naranjas agrias, tomate y ajo triturados en aceite de almendras y su correspondiente pan de maíz encebollado; en el centro de la mesa, la olla gigante con el escabeche caliente emanaba el exquisito aroma de la vinagreta de manzana. El café, el cacao recién macerado, las tostadas de pan de maíz, el quesillo y la leche de cabra habían quedado de lado y muy bien acomodados en la mesa adicional, junto a la entrada de la cocina.

Aunque faltaban comensales, Beasilia probó el pan de cebollas, acto que les otorgaba el permiso de comenzar a desayunarse, se trataba de una de las tantas costumbres de los navegantes que siempre maravillaba a Yllawie. Cuando no estaban exigidos a compartir la mesa con su familia de conciliación, los terrinos no tenían ceremonias, no esperaban el permiso de nadie para comenzar a comer, ni siquiera se sentían obligados a usar los utensilios.

 

—¡Torpe y estúpido híbrido! ¡Me acabas de quemar la mano, inútil hijo de esta tierra maldita! ¡Abuelo… abuelo, mira mi mano! ¿Vas a hacer algo? –gritó ofuscada Eleutonia.

—Lo siento, no había notado tu brazo ahí –se lamentó Lonkkah–, creo que intentabas recoger algo de la mesa mientras yo apoyaba la olla. –Aunque se esforzaba, sus falsas y tibias palabras apenas se asemejaban a un intento de disculpas–. Ni siquiera había reparado que estabas a mi lado.

El matrimonio tenía una pétrea expresión casi conjugada, sus entrecejos fruncidos acentuaban aún más los surcos alrededor de sus ojos, en contraste, la lozana expresión de Kanki invitaba a mantener esa calma que se les estaba esfumando de las manos.

—¡Ma-Kanki, ma-Kanki! –gritó Neyhtena que acababa de ingresar al salón rompiendo la tensa y casi desesperante quietud–. Cortamos más flores de sacua’oche para Yllawie. –Agitada, la niña sonreía dejando ver sus enormes dientes desprolijos mientras exclamaba feliz–: ¡He llegado primera, siempre un paso adelante!

—¡Neyhtena, amor de la abuela! –silenció Kanki con su acostumbrada amabilidad–. No grites, ¿donde están tus hermanos? Les he encomendado esa tarea muy temprano, se supone que ya debían estar de regreso –dijo mientras le recibía las flores y la acompañaba a su silla.

—¡Yllawie… Yllawie, no le creas! ¡Yo las encontré… yo las corté! –gritó Chayhton irrumpiendo en el salón comedor a los empujones con Wayhkkan quien no había dicho nada, como siempre.

Chayhton emitía alaridos ensordecedores mientras Wayhkkan corría delante de él con su sonrisa burlona dando vueltas alrededor de la mesa esquivando los manotazos de su hermano. El berrinche era ensordecedor, Yllawie intentó aquietarlos cuando cruzaron por detrás de su silla, pero había resultado inútil. Wayhkkan, en su carrera ciega y desenfrenada, de repente tropezó con la pata de una de las butacas, Lonkkah, aún sentado, estiró su brazo y logró atraparlo, pero sin evitar que ambos cayeran de espaldas sobre el respaldo de su asiento, en su pecho estaba a salvo su pequeño hermano con el botín a salvo… y su sonrisa triunfante.

—¡Feliz celebración, Yllawie, las he cortado para vos! –dijo Chayhton anticipándose a los gestos de su hermano.

Los ojos de Wayhkkan, de musgo renegrido, expresaban inocencia, mal humor y tristeza; furioso, se incorporó del suelo negando con su cabeza las palabras de su hermano, jamás había dejado de apretar su dedo índice contra su pecho.

—¡Dice que él mismo las cortó para su vos, Lawy! –soltó Neyhtena con picardía, luego el niño hizo otros gestos con sus manos y sus labios–. Dice que nos alegra mucho que hayas vuelto con nosotros.

—Yo sé que han sido los dos –apaciguó Yllawie acariciando el moreno rostro de Wayhkkan–. Gracias, también estoy feliz de haber regresado.

—¡Sí… y un día vas a ser mi novia! ¿No verdad, Yllawie? –dijo Chayhton, serio y convencido de una respuesta afirmativa.

—¡Esos profundos ojos son míos, solo míos! –Sonrió Yllawie–. De nadie más…

Kanki los invitó a tomar sus lugares en la mesa, ellos se ubicaron entre Yllawie y Lonkkah, obligando a éste (y a Eleutonia) a desplazarse tres lugares, en dirección a Beasilia, quien también tuvo que deslizar su asiento hacia su marido, visiblemente molesto por casi toda la situación. Wayhkkan extendió sus manos sobre los alimentos, los demás soltaron sus cubiertos e hicieron una pausa, era su rito personal en el que solicitaba el permiso de los animales que habían brindado sus cuerpos como alimento, agradecía a la tierra-madre por su generosidad y se comprometía a honrarlos en su propio cuerpo, su mano derecha iba hacia la mesa y su mano izquierda regresaba a su pecho. Kanki, Yllawie, Lonkkah y los niños realizaban el movimiento con él, «soy parte de ustedes, ustedes son parte de mí» repetían en silencio durante sus rezos. Enufemia le sonreía a Yllawie, alguna vez le había confesado que, internamente, sus manos también acompañaban el ritual, el resto de su familia quedaba casi por fuerza, en un respetuoso mutismo.

—Permiso, voy a colocarme un paño frío en la mano –dijo Eleutonia una vez finalizado el rito. Serjancio bajó su cabeza en dirección a las manos de su esposa, mirándola sin mirar, ella se puso de pie para acompañar a su nieta.

—Voy contigo, Tonia, vayamos a cortar sábila para tu mano. Femy, ¿vienes? –preguntó su abuela casi susurrando.

Enufemia no había demostrado ningún interés en acompañarlas, estaba disfrutando de su desayuno, era el único y preciado momento del día en el que podía estar cerca de Lonkkah, aunque nunca cruzaban una palabra y él quizá jamás notara su presencia, ella le había declarado a Yllawie que siempre esperaba esos escasos instantes para guardarlos y encerrarlos en su corazón.

—¡Enufemia, acompaña a tu abuela! –ordenó Serjancio que también quería encontrar alguna excusa para retirarse de la mesa. La joven se vio obligada a levantarse, cabizbaja (furiosa) pidió permiso para abandonar la sala. Yllawie tapó sus labios con la servilleta y carraspeó casi sonriendo:

—Femy, lo había dicho, te había dicho que iba a ser dulce como la miel –murmuró Yllawie y sonrió.

Enufemia le devolvió una mueca casi imperceptible, no pretendía quedar en evidencia ante su abuelo, al retirar la mirada del rostro de Yllawie se encontró con los inexpresivos ojos de Lonkkah dirigidos hacia ella, por segunda vez en el día, esos magnéticos ojos verdes le cortaban la respiración. Regildo cubrió gentilmente el desayuno de su prima sin mirar a su abuelo, sabía que estaba desafiándolo y disfrutaba de hacerlo.

—Chayhton intentó trepar más allá de las cuevas –soltó Neyhtena como un balde de agua fría recién extraída. Todos enmudecieron–. Wayhkkan lo siguió… yo quedé protegiéndolos desde abajo –dijo mientras realizaba lo que ella llamaba su “señal de protección”, las yemas de sus pulgares tocaban las puntas de sus dedos mayores.

—Yo soy fuego y rocas en la montaña –les recordó Chayhton con templanza–, los collados no van a vencerme nunca y él es el sagrado –dijo señalando a su hermano–, la tierra-madre no lo va a dañar, la tierra-madre le pide permiso para amanecer y los animales despiertan después de tu primer bostezo, ¿no verdad? –Wayhkkan asintió con su cabeza. Luego chocaron los nudillos de sus meñiques sin mirarse, justo por delante de la nariz de su hermana que se había ubicado entre ellos–. Dicen que fue un pu’rumá que quiso devorarlo al nacer… ya sabemos que lo que haya sido, no logró su cometido, ¿no verdad, hermano? –Wayhkkan descubrió su cuello para dejar ver la delgada cicatriz que le atravesaba la piel a la altura de su garganta–. Ella te protegió –continuó Chayhton señalando a su hermana con una cuchara–, ella es la mística que te protegió y nos protege, como siempre lo va a hacer.

—Somos los de los ojos de… Los hijos de la montaña, los invencibles –dijo Neyhtena y giró a su derecha para darle un beso en la mejilla a Chayhton y luego giró a su izquierda para hacer lo mismo con Wayhkkan.

Kanki carraspeó con firmeza… los tres soltaron sus cubiertos y dejaron de masticar, la niña aún tenía sus cachetes inflados por la comida que acababa de meter a su boca justo después de su último comentario.

—Están en problemas y no me canso de decirles –masculló Yllawie entre dientes.

—Sus nombres no les otorga poderes y cometiendo esas torpezas no los honran ni honran esta tierra ni mucho menos respetan lo que ustedes significan para los nuestros –clamó Kanki.

—¡Ay, por favor! –increpó Serjancio en señal de hartazgo–. No tengo por qué escuchar esto, “hijos de la montaña”. Vamos, Regildo, preparemos un poco de tocino y huevos en la cocina, ya fue suficiente.

—Abuelo… yo… –balbuceó su nieto, pero el resto de las palabras no aparecieron.

—Está bien, Reshi, puedes retirarte, debes ir con tu abuelo. Tenemos que terminar este embrollo familiar de los triniños… otra vez –lo excusó Yllawie.