La última Hija de la Luna

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—Hermano, quiero ir.

—Saty, no puedes sostenerte –la interrumpió sin mirarla, aún se negaba a aceptar las consecuencias de las decisiones de su hermana, pero no por eso había dejado de amarla–, vas a quedarte conmigo y los triniños, yo cargaré con tus tareas, debes recuperarte, nuestros padres, no es justo que te vean así, no los preocuparemos más de lo debido.

—Van a preocuparse si no me ven –respondió ella segura, destellos de impertinencia aparecían en el tono de su voz–, es tu turno de cuidar la casa y tampoco vas… ellos nos esperan –expresó esta vez casi sin aliento.

—¡Ma-Kanki, por favor…! –rogó Lonkkah.

—Hija, tu hermano tiene razón, yo voy a hablar con tus padres… sabes que no pueden ni van a dudar de mí.

—Ma-Kanki, voy a ir… Ya he hablado con Chattel –concluyó Satynka para demostrar que se mantendría firme en su decisión.

—¿Y el árbol te va a proteger? –cuestionó Lonkkah que, con frecuencia, usaba este apelativo para referirse a su hermano mayor.

—Déjenla ir –intervino Neyhtena–, todo va a estar bien, el baño de sol la va a fortalecer. Hermanynka, te vas a cuidar, ¿no verdad?

—Sí, hermaney… Ven aquí conmigo, a ver… ¿es así? –Satynka extendió sus brazos, tomó sus manitas y, manipulando los pulgares de su hermana para que se tocasen con los dedos mayores, dijo–: Vas a protegerme, ¿no verdad?

—Ya debes hablar con Yllawie –le susurró Neyhtena. Satynka soltó sus manos y volvió a abrazarla, no supo cómo reaccionar ante esas palabras.

Neyhtena se dirigió hacia donde los hombres aseguraban la carga con las intenciones de despedirse de Chattel. Fuera del establo, Serjancio sujetaba las riendas y la montura de su caballo, pero al pisar el estribo y en el instante en el que impulsaba su cuerpo hacia el asiento del animal, la montura cedió a sus fuerzas de forma inesperada provocando que Serjancio cayera desprevenido sobre sus glúteos y su espalda, con la silla en el pecho. El jamelgo había comenzado a lanzar relinches y patadas, Lonkkah sonrió indolentemente, Neyhtena tomó una de sus manos y el joven la miró confundido y desprendió sus dedos de los de ella… el animal pareció sucumbir en la calma. Yllawie regresaba de sus últimos quehaceres y vio todas las miradas dirigidas hacia un malhumorado Serjancio que se incorporaba del suelo, aunque le resultó extraño, se mostró indiferente pues tenía un recado que transmitir, se acercó a Satynka y le colocó un pequeño envoltorio en sus manos:

—Toma estas nueces, me las dio Abusilia, dice que te va a hacer bien.

—¿Quiere hacerse la abuela conmigo? –dijo sonriente y despectiva, recibió el pequeño bulto y lo arrojó dentro de sus cosas, nada que viniera de ellos le interesaba.

—¡Yo me quedo! –dijo Yllawie quitándose el desteñido pañuelo de su cabeza, su tolerancia había llegado al límite–. Todos tienen razón, nadie me espera y la casa necesita mantenerse, es mucho trabajo para los triniños y Lonkkah no va a poder con todo –vociferó estrujando el maltratado trapo mientras se lo pasaba de una mano a la otra, su mirada estaba concentrada en las hilachas del pañuelo. Lonkkah solo deseaba sostener aquellas manos nerviosas.

—Mi niña, mi injusta niña, voy a borrar esas palabras de mi cabeza… ¿alguien más las ha escuchado? –dijo su abuela y luego hizo silencio, pero no esperaba respuestas–. Eso creo, nadie aquí las ha escuchado –sentenció sacudiendo su cabeza–. ¿De dónde ha salido tanta autocompasión? Y no quieras que algún día te escuche mi dulce Taymah ni mi hijo Kemmel. –Se dirigió hacia Satynka, comenzó a trenzarle el cabello para recogérselo debajo del lienzo–. Y no quieras vos que tus padres se enteren eso que acabas de decirle a Yllawie. –Lonkkah miró a su hermana frunciendo su seño, dubitativo y desorientado–. Voy a permitir que me acompañes –aceptó. Satynka se incorporó sonriendo para abrazar a su abuela, pero antes de que pudiera expresar algo, Kanki concluyó–: Primero, debes reconciliarte con tu hermawie…

—Ma-Kanki, de todas maneras, he decidido quedarme –Yllawie se acercó a su abuela para darle un tímido beso en una de sus mejillas–. Este es para Taym… es para mamá. –Luego besó su otra mejilla–. Y este es para papá…

II La coraza de los secretos

El inesperado movimiento de tierra no les impidió continuar su camino a las cuevas… Muliana, exhausta y vencida, se había dejado caer del camastro, los golpes producidos por el trote descuidado de los caballos eran estampas punzantes en su vientre… el nacimiento se aproximaba, los dolores intensos oprimían su pecho impidiéndole respirar, no podía (no quería) continuar, debía ser ahí… antes de llegar a las rocas, al pie de las montañas enanas… justo ahí, bajo el baño de esta beneficiosa y muy oportuna lumbre lunar. Las mismas nubes que antes se habían entrelazado otorgándole a la noche un manto oscuro y sombrío, se apartaron presurosas para dejar ver la cara más ostentosa de esa luna brillante. El Monte Ermitaño, más allá del Valle de las Grietas, parecía despertar de su letargo. Muliana soltó un desgarrador alarido y dio a luz a una niña que fue recibida por los destellos de aquella gigantesca luna azulada.

—¡Dénmelo… quiero ver a mi hijo! –Los pezones le dolían, el vientre le oprimía hasta estrangularle la respiración, su voz se apagaba. Una pequeña se apiadó y colocó el crío en su regazo, era una niña, Muliana besó aquellos diminutos ojos hinchados.

La anciana hizo gestos sin emitir una sola palabra, las mujeres la colocaron nuevamente en el camastro, los caballos parecían ser los únicos conmovidos por su dolor, no trotaban, apenas se deslizaban, a pesar de los castigos de la anciana, se negaron a continuar la marcha, los perros atacaron la mano de la fusta y sus colmillos amedrentaron la ira de la impiadosa mujer, los animales rodearon a la parturienta que, entre el suave colchón de hierbas y los aullidos protectores de sus improvisados guardianes, daba a luz una nueva vida, el segundo nacimiento: un niño recibido por los retoños de la naturaleza… La misma niña sanguinaria, cortó el vínculo maternal y colocó al niño entre el cuello y la quijada de su madre, Muliana abrazó a sus hijos entre sollozos y desesperación.

La montaña tembló por segunda vez. Las mujeres al frente de los animales se frenaron dubitativas. Los quejidos de dolor ni siquiera les llamaba la atención, ellas permanecían absortas seducidas por lo que ocurría más allá del Valle de las Grietas: el lago de lava y fuego emitía sus primeros y perezosos bostezos, ante el segundo y muy agudo alarido, ellas le taparon la boca con sus manos sucias, sabían que aquel interminable lamento estaba interrumpiendo el prolongado descanso del Lago de Fuego.

Grito y explosión brotaron al unísono, mientras que el alarido traía una nueva vida, la explosión arrojaba un hipnótico río de lava hacia las laderas. Los brazos de fuego recibían al niño, únicos brazos que pudieron extenderse hacia él; su madre, desvanecida de dolor e incertidumbre, jamás pudo conectar con el niño.

Muliana al fin despertó entre sombras inquietas que se alargaban difusas y regresaban imprecisas mientras tejían redes sin forma sobre las piedras, ya no había ni luna ni hierbas ni brazos de fuego… Estaba en una cueva que ahogaba y oprimía todo cuanto pudiera sentir. Ya habían nacido tres, su padecimiento no era físico, ya habían nacido tres, pero ninguno descansaba en su regazo. Entre mezquinas lumbres y generosas tinieblas, apenas pudo ver que otros brazos cargaban a sus hijos hasta hacerlos desaparecer de su esforzada visión. Los dolores de parto retornaron presurosos.

—¡Hazlo! ¡Más ahí dentro… más ahí! –gritó la anciana, la rodeaban mujeres de rostros pétreos e inexpresivos como su palidez, sus cabellos lacios pegados al rostro, escasamente dejaban ver sus bestiales ojos siniestros.

—¡No soy yo, no somos la maldita predicción… dejen a mis hijos en paz! –balbuceó Muliana, pero en su interior gritaba otras palabras que no podían atravesar por su garganta–. ¡Déjennos en paz… por favor… por favor…! «Orruq, ¿dónde estás? Son tus hijos… Orruq…» lo llamó en silencio.

—¡Más ahí… despierta… sácalos! –gruñó por segunda vez la anciana, tomó su quijada y quedó observando en silencio cómo el índigo azulado de sus ojos se apagaba y se oscurecía, aquellas retinas ya no reflejaban las llamas; inertes, vítreas, habían sucumbido a medio cerrar–. Muerta ella, muertos todos –vociferó y escupió hacia un costado–, llévala a la fosa –ordenó sin mirar a nadie.

—¿Cuántos? –preguntó Urhoq perpetrado fuera de las cuevas, no se escuchaban las olas, el mar de las furias danzaba curiosamente calmo y acechante, las nubes cubrían la poderosa luna.

—Tres…

—Muertos ya. –Urhoq no hacía una pregunta.

—Mujeres dan muerte ahora. –La anciana lavaba sus manos en el mar, tenía su mirada difusa en la sangre que se diluía–. Adentro, más.

—¿Cinco?

—No sé.

—Ábrela –dijo él y colocó en esas manos recién lavadas una magnífica daga, minúsculos destellos purpúreos danzaban en el negro acero de su filo–. ¡Ábrela! –repitió y antes de que pudiera retirarse, le tomó con fuerza su muñeca y preguntó–: ¿Ojos?

—Cenizas –respondió ella mirando los restos de la fogata y luego escupió hastiada.

 

Secretos olvidados

Los intercambios de las regiones se realizaban cada ocho lunas brillantes en Refugio del Mar, al inicio de cada bimestre solar; allí convergían los habitantes de todas las regiones con sus productos. La ciudad coordinaba y comandaba las estrategias de supervivencia, de coexistencia y de armonía. Las familias eran libres de acudir para realizar los canjes, aun así, era difícil que alguna se abstuviera de hacerlo, el gran mercado proveía de todo aquello que no podían obtener en sus pequeñas huertas; diferentes y variados productos de uso y de consumo eran elaborados por quienes estaban al servicio de las regiones, los conciliados que residían en Refugio del Mar. Los intercambios demandaban al menos, dos jornadas de intenso y constante trajín en los que debían conseguir y abastecerse de provisiones. Aun así, el mayor motivo de esta concentración era el reencuentro familiar al que nadie estaba dispuesto a faltar.

Era el inicio del mes de H’evio que, junto a H’icio, conformaban el bimestre del “Sol Ardiente”, las mañanas amanecían calurosas y poco agradables, las tareas debían realizarse desde muy temprano para evitar trabajar durante el sol alto, momento del día cuando el calor resultaba implacable y todo se tornaba doblemente agotador.

El grupo de Serjancio y Kanki avanzaba presuroso junto a otras caravanas, con ellos se desplazaban sus vecinos más próximos, Tolomano e Imadora y sus pequeños nietos Nelayo y Nunciana, todos ellos eran familia de conciliación de Danhola y Xukey. Un vínculo afectivo e indestructible unía a las familias de Serjancio y Tolomano, un vínculo forjado desde la tragedia y el dolor: sus respectivas hijas, Jaquilda y la pequeña Iana, habían desaparecido juntas durante el trayecto entre la Laguna Escondida y las huertas; rastros, gritos y un testigo ocasional de la fuga, resultaron ser los indicios determinantes para saber que se había tratado de un rapto de cautivas, aberrantes prácticas que por aquel entonces ya se consideraban extintas. El hecho habría de provocar una feroz y encarnizada represalia contra los sanguinarios que aún habitaban en la Meseta Desterrada, pacífica extensión de hierbas frescas que reinaba sobre los límites entre la selva y las montañas. Para desdicha de unos y felicidad de otros, el caso de Iana y Jaquilda fue el último reporte sobre desapariciones y que, con el tiempo, fue olvidado como un recóndito recuerdo que a nadie le interesaba inmortalizar.

Danhola había entrelazado su vida en matrimonio con Chattel bajo las leyes y costumbres de los terrinos, una semana después de la muerte de su único abuelo, llevaban juntos casi un ciclo solar completo (un año, según lo denominaban los navegantes); con sus padres lejos al servicio de Refugio del Mar y su abuelo fallecido, Danhola encontró en su esposo, protección y seguridad que creyó necesitar para ella y para su hermano menor. Chattel supo funcionar como engranaje en las complicadas relaciones de conciliación con la familia de navegantes de su esposa, por lo que las jornadas se tornaron mucho más llevaderas y pacíficas. El flamante matrimonio había perdido dos embarazos, eventos que al parecer endurecían cada vez más el corazón de Danhola, pero que acrecentaban la bondadosa paciencia de Chattel. Las tierras de Tolomano no eran tan extensas como las de sus vecinos, rara vez dejaban a algún integrante de la familia conciliada para su cuidado. En esta ocasión y por pedido de su hermano mayor, Lonkkah habría de encargarse de aquél pequeño ganado.

Diferentes caravanas fueron concentrándose en forma metódica y ordenada a medida que se acercaban a la ciudad. Una pared invisible dividía la inmensa e interminable columna, de un lado se agrupaban los navegantes, la mayoría a rostro descubierto luciendo su brillante piel azabache y en magnífico contraste, sus luminosos ojos azulados parecían gotas de mar regresando al mar; del otro lado de esta casi hermética muralla, marchaban los terrinos, risueños y desordenados, envueltos de pies a cabeza en túnicas de colores claros. Aunque todos se dirigían hacia un mismo objetivo, avanzaban juntos… no mezclados. La mayor y más grande diferencia entre ambas culturas eran los niños navegantes, sus juegos y el inocente bullicio jamás pasaba inadvertido ante las miradas (y recónditos sentimientos) de los mestizos. La fracción de edades a la que pertenecían Chattel, Danhola, Xukey, Satynka, Lonkkah, Yllawie y otros jóvenes terrinos, penosamente considerada la “Ultima Camada”, provocaba profunda angustia, impotencia y malestar en esta esplendorosa cultura, los triniños eran los últimos nacidos de su etnia y no todos sabían de su existencia… y era ahí, en ese tenue y delicado espacio entre el mito y la realidad, donde se abría una infinidad de puertas que dejaban escapar rumores de todo tipo y tenor: para los navegantes, los murmullos se esparcían como peligrosa neblina sin dejar de considerarlos como viejas e inútiles palabrerías de hechizos y maldiciones mientras que, para los terrinos, los susurros sobre la posible existencia de aquéllos niños, se propagaban como brisa matutina portadora de esperanzas a su desdichado destino de extinción.

Durante el extenso recorrido, los viajeros concretaban mínimos y permitidos canjes y fue así como Kanki obtuvo un bolso de aceitunas que había intercambiado por tres potes de su miel, sabía cuánto adoraba Yllawie estos deliciosos frutos que innumerables veces había intentado producir en sus tierras, fracasando en todas ellas. De igual manera, Serjancio y Beasilia también habían intercambiado sus exquisitos quesillos de cabra por hojas de tabaco y algunas esencias de flores disecadas con las que Beasilia amaba aromatizar sus ropas.

Una vez que aparecieron las primeras estrellas de la tercera jornada de viaje en aquel cielo todavía sin oscurecer, pudieron distinguir las tenues lumbres de la ciudad, lo que los motivó a avanzar más rápido para arribar a destino antes del anochecer. El clima y los caminos se habían portado condescendientemente, Satynka se sintió relajada, estaba exhausta y no creía contar con la suficiente fuerza para continuar un día más sobre el carro, el improvisado colchón de lana aplacaba porrazos y rebotes, pero su cuerpo huesudo no había dejado de recibir golpes que casi lograron desestabilizar su entereza, aun así, se había contenido en emitir quejidos para evitar las abrumadoras reprimendas de su hermano y de su abuela.

—¿Estás bien, necesitas algo? –preguntó Danhola mientras se desenvolvía el pañuelo que la había protegido durante el período de intenso sol, sus ojos, levemente verdosos, no se asemejaban a la intensidad de las esmeraldas que brillaban en los iris de Satynka. Beasilia conservaba un brazalete formado de delicadas bolillas a las que llamaban de esa manera, el adorno era una de las tantas piezas extraordinarias que había atravesado el mar; en muy pocas y contadas ocasiones, Beasilia lo había exhibido y quienes apreciaban su belleza, habían comparado el color de aquellas magníficas y enigmáticas piedras con el color de los ojos de Satynka.

—Estoy bien, ya quiero llegar.

—Te ves terrible, tus padres se van a preocupar.

—Gracias, sos muy amable, voy a hacer lo posible para no verme tan terrible –respondió Satynka harta de sus comentarios.

—Dana, por favor –intervino Chattel–, solo necesita descansar –dijo guiñando uno de sus ojos a su hermana–. ¿Has hablado con Yllawie?

—¿Para qué? –contestó Danhola–. De todas maneras, ella ya había decidido no venir, ma-Kanki le dijo que…

—Está bien, ya entendimos –se anticipó su esposo, los hermanos cruzaron miradas, Satynka negó con su cabeza y él resopló decepcionado–. Me hubiera gustado que hablaras con ella. –Chattel acarició con ternura su mejilla y avanzó hacia donde se encontraba su abuela.

—Entiendo por qué la odias y, aunque reconozco que no sé qué es lo que le has visto ni qué esperabas de un mugroso navegante, yo tampoco la hubiera perdonado –dijo Danhola mientras hurgaba entre sus bolsos–, Yllawie debió aceptar tu decisión como todos nosotros, si alguien me quisiera separar de Chattel… yo…

Satynka ya no la escuchaba, sus palabras eran sonidos difusos rebotando como ecos que disuadían sus recuerdos, quería concentrase en los últimos momentos vividos junto a Rufanio la noche que habían decidido marcharse para unirse a la legendaria “sociedad de mezclados”.

—…Yllawie cree que no somos su raza, adora a sus navegantes, por eso…

Satynka escuchaba vociferar a Danhola, pero ansiaba silencio, quería gritarle que se tragara la lengua y que cerrase la boca de una vez, esas palabras eran intrusas en su mente e interferían con sus pensamientos. No podía odiar a Yllawie, no sabría cómo hacerlo y estaba segura de que ella tampoco la odiaba… Respiró profundo y sus recuerdos la llevaron a otro lugar… a un pequeño cuarto donde dos niñas conversaban inocentes:

«¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras? –preguntaba la pequeña ojos de esmeralda–. ¿Quieres jugar conmigo?

«No –respondía la otra, recostada y dándole la espalda, toda sucia, cubierta de hierbas y cardos.

«Bueno… ¿qué tienes aquí? –continuaba indiferente mientras le quitaba las hierbas de su cabello. Su madre llegaba a la habitación con dos vasos de leche, cacao molido en un pote y unas rodajas de pan.

«¿Cómo están mis mujercitas? –decía la amable mujer que había comenzado a lavarle la rodilla ensangrentada a la niña recostada–. ¿Este cuarto es especial, no creen? Aquí duerme la luna, pero no le gusta estar sola, siempre añora a sus tres estrellas-hermanas –decía la madre mirando el cielo por la ventana– estás vos, Saty, también está la pequeña Ney… me parece que falta una estrellita. –Luego, la bondadosa mujer señalaba la bandeja y decía–: Saty, invítale a Lawy, tu hermano también está herido y debo atenderlo… ¿harías eso por mí? –La pequeña Saty asentía con su cabeza.

«Esas son las estrellas –decía la pequeña ojos de esmeralda señalando las tres magnificas luces ubicadas en línea cuyo brillo se destacaba del resto, Yllawie las miraba de reojo–, ellas me enseñaron un juego, un juego de hermanas. –Continuaba hablando mientras alejaba el pote de cacao de su vaso, nunca le había gustado–. ¿Te sirvo cacao en tu vaso?

«¿Cómo es el juego? –Quería saber la niña asustadiza.

«Bombes ebretos –contestaba susurrando con la boca llena de pan, las migas salían expulsadas hacia la cara de la curiosa niña. Ambas comenzaban a reír… a reír y a reír hasta sentir que sus cachetes estallaban de felicidad…

—Nombres secretos –dijo Satynka en voz alta y una lágrima se escapó presurosa.

—¿… qué… perdón, que has dicho? –quiso saber Danhola–. ¿Tienes un secreto? Puedes confiar en mí ya lo sabes.

—No… no he dicho nada –contestó ensimismada, solo tenía secretos para con hermawie, cada una conocía desde el más insignificante hasta el más trascendental de sus sentimientos. «¿Por qué? ¿Por qué me has hecho esto, hermawie?», pensó.

La noche amparaba a los viajeros y les otorgaba agradable cobijo después de una agotadora y calurosa jornada, los aires que llegaban desde el mar aliviaron sus cuerpos sudorosos y cansados, aunque podían sentir la humedad salina alojándose en sus garantas, su sabor era un bálsamo para sus espíritus. Beasilia aún conservaba su prolija manta bordada sobre su cabellera blanca, era apenas un modesto intento por ocultar el morado alojado debajo de su ojo, sabía que Misadora iba a ser la única que lo notaría y la cuestionaría, pensó que no se sentiría con las fuerzas suficientes para enfrentar a su hija, pero tampoco quería transcurrir el escaso tiempo que tenían, entre malestares y reprimendas. Ella se había cuestionado durante la mayor parte del camino por qué tuvo que corregir a su marido delante de todos, esa conducta no era la de una verdadera dama, mucho menos la de una auténtica hija del mar.

—¿Quieres volver a verlo, no verdad? ¿Crees que te espera ahí? –preguntó impertinente Danhola que continuaba indagando mientras masticaba una manzana, en su tono de voz se agitaban destellos de aborrecimiento y decepción, pues no estaba dispuesta a olvidar el dolor que ella le había provocado a su hermano.

Xukey daba la vida por Satynka, pero ella lo había despreciado hasta casi la humillación y Danhola saboreaba estos momentos encubriendo sus frases y sus gestos con falsas palabras de consuelo; la falta de respuestas a sus incisivas preguntas la regocijaban con profunda satisfacción. Satynka estaba cansada de sus comentarios, su herma’a no había dejado de hablar desde la huerta; durante la mayor parte del camino, su mejor estrategia había sido fingir que dormía bajo el sol ardiente en su frente y la calurosa lana en su espalda, prefería padecer aquel sacrificio a dar explicaciones o respuestas que… desconocía por completo.

 

—Yo creo que sí –continuó Danhola–, de seguro lo tienen escondido como la inmunda rata que es.

—Dana, por favor, no hables así de él –interrumpió Satynka, abrumada e irascible. «¿Rufanio, estás esperándome, estás en la ciudad… vas a venir por mí, vas a venir por…?», pensó llevándose instintivamente las manos a su abdomen, miró las lumbres próximas al mar y se preguntó si en alguna de ellas encontraría las respuestas.

Tres formidables puentes atravesaban el Río Atroz, valiosa fuente de agua dulce que rodeaba la ciudad casi por completo; sus nacientes se originaban en Altas Cumbres donde el río carecía de nombre, aquel primer tramo de su recorrido constituía un límite natural entre la selva y el resto de las regiones, a partir de ahí, se lo conocía como El Generoso, pues alimentaba y nutría todas las tierras que atravesaba, llenándolas de vitalidad y briosa energía; antes de desembocar en el mar, sus aguas se bifurcaban para transformarse en dos gigantescos brazos protectores que envolvían a Refugio del Mar y era precisamente en este tramo final de su recorrido, donde navegantes y sanguinarios habían perecido durante los permanentes conflictos originados a partir de La Llegada, de ahí lo sombrío de su nombre. El puente que comunicaba con los riscos, una formación natural de roca maciza, conducía a las instalaciones del Apartamiento, construcciones de piedra donde habían habitado antiguos clanes, devenido en cubiles de aislamiento para alojar (bajo supervisión de la Escolta del Mar) a los alborotadores del orden o a aquellos incumplidores de las nuevas leyes de La Conciliación; los dos puentes restantes eran magnificas construcciones de los primeros navegantes.

Según su región de origen y a medida que iban ingresando, las caravanas se conducían por algunos de estos accesos para dirigirse al marcado principal donde depositaban sus productos y mercancías, este proceso se realizaba durante toda la noche previa a las jornadas de intercambio; después de una exhaustiva evaluación de la mercadería, las familias recibían créditos plasmados en numerosas y diversas piezas de metal que solo tenían valor por esos días y en Refugio del Mar. Inútil resultaba conservarlas, pues para la próxima jornada de canjes, los metales cambiaban de forma y de color. Por lo general, todos los créditos alcanzaban para reabastecerse moderadamente y sin excesos.

Los integrantes de cada grupo familiar conciliado, incluso los que vivían en Refugio del Mar, dividían sus tareas para abarcar y conseguir la mayor cantidad de insumos: herramientas, ropa elaborada en la ciudad, calzados, alimentos primarios y eventualmente, alguna que otra reliquia sobreviviente de los tiempos de La Llegada. Muchos de los oficios fueron aprendidos y transmitidos en la ciudad: la fabricación y maleabilidad del vidrio, la herrería, los telares o el curtido de cueros de cabras y ovejas, pero ningún artesano había logrado igualar en calidad y belleza, aquéllos exquisitos productos que alguna vez habían arribado en los barcos desde el mar. Una mítica ola fantasma había arrasado estas tierras devorando todo cuanto quiso, llevándose muchas vidas y destruyendo casi toda edificación navegante. Extraordinarios y valiosos secretos se perdieron entre sus aguas, desde los trazados y conocimientos sobre construcción de grandes barcos y navíos hasta registros escritos de su historia y sus viajes. Los navegantes y terrinos sobrevivientes recomenzaron casi a ciegas y a tientas la restauración de las regiones, y así coexistieron como huérfanos recién nacidos que debieron aprender a establecer la cimentación de una nueva forma de vida.

—¡Hola vieja… alegras mi alma! –exclamó Kemmel, rodeó a su madre con sus brazos y la mantuvo apretada contra su pecho unos instantes–. ¡Te he extrañado, ma, y mucho…! ¿Cómo ha estado el camino?

—Cansador, hijo mío, muy cansador –respondió Kanki, exhausta.

—¡Hija mía! Ven aquí y dale un gran abrazo a tu madre –dijo sonriente Taymah desde el umbral extendiendo sus brazos en dirección a Satynka, pero su espontánea felicidad se vio opacada al notar la extrema delgadez en su hija. Kemmel también había borrado su sonrisa.

—Mamá, estoy cansada –respondió Satynka, pero no hubo necesidad de más explicaciones, su madre ya había tomado el pequeño bolso y, presurosa, la acompañó al sanitario.

La creciente ciudad había perfeccionado interesantes sistemas de distribución de agua dulce, preexistentes de las primeras construcciones, los cuales permitían a los habitantes contar con diferentes y estratégicos centros de provisión de agua al alcance de la gran mayoría de los hogares; también se habían desarrollado necesarias y muy útiles redes de canales internos que permitían desechar el agua utilizada en las casas, cada familia era responsable de mantener el cuidado y la higiene de las diferentes infraestructuras.

—Mamá… tengo que contarte. –Satynka no pudo emitir una palabra más, su llanto comenzó a provocarle intensos espasmos que preocuparon a su madre.

—Ya lo sé, hija. –Taymah intentó tranquilizarla mientras le colocaba un paño húmedo en la nuca.

—No, ma… sabes una parte, quiero contarte todo.

—¿Quieres contarme… que esperas un hijo? –dijo su madre y Satynka vio oscurecerse todo a su alrededor, las paredes de la habitación se derrumbaban entre nubes de sombras, un sudor frío trepó por su espalda, sus labios no dejaban de temblar–. Solo hay una inquietud en mi corazón, ¿cómo estás? –Taymah amaba a su hija, su salud y su bienestar eran prioridad.

—Mamá… antes de visualizar la ciudad, comencé a sangrar… mamá… ayúdame por favor.

—¡Hija…! ¡No… por favor…! Se supone que, si llevas un hijo navegante, estas cosas… –Taymah comenzó a perder el control que había tratado de mantener hasta ese momento.

—No lo sabemos, mamá, perdón, mamá, perdón por todo…

—Voy a llamar a ma-Kanki –exclamó aquella mujer que podía sentir su corazón fragmentado–, no te preocupes, hija, estamos aquí para ayudarte, ¿alguien más lo sabe?

—Rufanio –dijo escondiendo la mirada–, por eso… por eso queríamos… me dijo que me llevaría con los merdanes…

—Aparte de él –la interrumpió su madre disgustada.

—No… creo que Neyhtena sospecha algo, ella era la única que quería que viniese… ma, te necesito… no te enojes… vos no –dijo y las venas de su cuello delataban el inmenso esfuerzo que hacía para no agitarse.

Kanki entró en la habitación y cerró todas las aberturas, excepto la ubicada arriba del gran ventanal, por aquella hendidura ingresaba una reparadora brisa marina. Las mujeres se miraron en silencio, Kanki colocó la pequeña caja de madera sobre la mesa al lado del farol y comenzó a sacar diferentes recipientes, tomó la botellita envuelta en un trapo negro.

—Esto me ha dado Ney –dijo la abuela de espaldas a ambas–. Ney… ella me preguntó si… –Giró dubitativa, sus ojos verdes lucían terribles, apresados en una inmensa incertidumbre.

—¿Qué sucede? ¿Qué te preguntó Ney? –Quiso saber su nuera.

—¿Si los merdanes ya te han revisado?

—¿Qué…? Ma-Kanki, no –respondió Satynka sin poder mirarla a los ojos–. Todo se precipitó aquélla noche que Yllawie quiso… pero no, ¿por qué, qué sucede? –preguntó con el poco aliento que le quedaba.