La sabiduría de la humildad

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La sabiduría de la humildad
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La sabiduría de la humildad

Espiritualidad de la vida cotidiana

Francisco J. Castro Miramontes


Versión electrónica

SAN PABLO 2012

(Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)

Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723

E-mail: ebooksanpabloes@gmail.com

comunicacion@sanpablo.com

ISBN: 9788428565677

Realizado por

Editorial San Pablo España

Departamento Página Web

«Aprended de mí, que soy manso

y humilde de corazón»

(Jesús de Nazaret).

A María, Nazaret y José,

a todas las mujeres y hombres de Dios

nacidos del amor, la paz y la esperanza,

a todos los humildes de la tierra,

a san Francisco y a todas las familias franciscanas.

Prólogo

Algunas personas nacen con el don de la pintura, otras con la capacidad para realizar hermosas esculturas, pero aquí vamos a descubrir a alguien capaz de hacer arte con la escritura, capaz de transformar en relato sus propias vivencias, capaz de engrandecer pequeñas anécdotas de la vida. Cuando me ofrecieron escribir el prólogo de esta «humildad» como «sabiduría de vida», no estaba segura de poder hacerlo, porque, aunque parezca mentira, al ponerme manos a la obra, me resultó increíblemente difícil hablar de algo que es tan desconocido y de lo que no me había dado cuenta hasta ahora. Entonces comprendí que con nuestra arrogancia de cada día hemos ido cubriendo nuestra humildad hasta tenerla tan oculta que somos incapaces de encontrarla. Así que, pensé, si desconozco la humildad, ¿cómo puedo convencer a los demás para que se interesen, para que mis palabras inviten a leer este libro y a profundizar en su esencia? Aun así me decidí a leer el borrador y descubrí que en tan sólo dos días lo había devorado gracias a su sencillez y a la cotidianidad de sus relatos. Ahora sí me sentía con fuerzas para poder narrar lo que había leído.

A continuación prepárate para el encuentro, mediante el filtro de una lectura amena y elocuente, con un ser emblemático por su sencillez y su cercanía, que habita en un lugar maravilloso en el que todos hemos estado alguna vez. La sabiduría de la humildad se sitúa en un lugar idílico que en realidad es el nuestro, aquel donde nos refugiamos cuando realmente queremos estar a solas con nosotros mismos, ya sea grande o pequeño: un armario, tras una mesa de despacho, en la cocina, en una playa, en la montaña, en el coche, en casa de nuestros padres..., en ese rincón íntimo de vida de cada persona. Ese lugar en donde somos capaces de ser humildes, en silencio o a gritos, llorando o riendo, o simplemente serenando el pensamiento, para poder así reconocer ante Dios, y ante nosotros mismos, nuestros fallos, nuestros vicios, nuestras debilidades, nuestros errores, y de esta manera comprometernos a cambiar y a mejorar. En ese lugar nos encontraremos libres ante la inmensidad de un océano, con la discreción que su grandeza otorga, protegidos por el vientre de una madre dentro de la pequeña «ermita de la solidaridad», o acompañados en el recoleto convento de San Antonio, cargado de historias que contar.

Gracias a este libro, que me han brindado como privilegio y primicia, he sido capaz de sentarme y observar el mar desde mi sofá, de sentir la caricia de la brisa de la montaña mientras leía con la ventana de mi habitación abierta, de oler las flores de rocalla con el simple pasar de las páginas, de agradecer el calor del sol que me llega a través del cristal... el mismo calor que lleva tiempo calentándome y en el que no había reparado hasta ahora. Espero que del mismo modo tú seas transportada/o a ese «lugar mágico» y natural para encontrar tu propia paz en la inmensidad del océano o en la profundidad del bosque. Cuando no te sientas «útil, reconocida/o, o reconfortada/o», cuando creas que la vida pasa por ti sin dejar huella, piensa en esa ermita construida con el esfuerzo de varias manos, manos multidisciplinares. Piensa que una de esas piedras la has puesto tú. Que entre la multitud, tu piedra, tu vida, no es significativa, pero cuando la depositaste era esencial para continuar construyendo, y que si la retiras harás que se derrumbe la edificación, harás tambalear los cimientos de la férrea «catedral». ¿No crees que merece la pena construir la vida con nuestra piedra de humildad?

Dios te ha dado todas las herramientas para defenderte en la vida; pero, en su gran humildad, se retira, como cualquier padre, para observar tus movimientos en la distancia, dejándote elegir libremente uno u otro camino. ¿No es gran humildad mantenerse al margen, no interfiriendo en las acciones de otros, sabiendo que tienes toda la sabiduría y todo el poder para elegir la mejor decisión? Sí, Dios lo ha hecho. Nosotros deberíamos intentar buscar la paz de la que disfruta el humilde, esa paz que se nos resiste. A ese lugar evocador de esperanza te lleva de la mano un personaje: fray Francisco. Un hombre sencillo, joven, a veces niño, pero lleno de sabiduría, lleno de fe, fe en la Humanidad y en el gran potencial de esta. Un hombre que mira a los ojos de su interlocutor, un hombre que lava cada día su corazón, para que a la mañana siguiente brille de amor y comience de nuevo. Fray Francisco, como buen fraile, sabe escuchar, sabe observar, da sabios consejos, pero a su vez sabe sonreír, tiene debilidades y reconoce que llora y que duda, porque es humano. Capaz de encontrar las palabras más maravillosas para despedir a un amigo que emprende el camino de la vida eterna, es también quien ora ante el Santísimo escuchando música.

Déjate llevar por su mano y ojalá tú también encuentres un fray Francisco que te escuche, que te abra los ojos a la grandeza de la naturaleza que te rodea, que te consuele, que se ría contigo con una sonrisa bien enraizada en el corazón, que comparta tus momentos de felicidad y de amargura. Yo ya lo he encontrado. Gracias, fray Francisco, por ser tan especial. Tus extravagancias te hacen humano, te acercan a las necesidades reales, te imprimen autenticidad, te hacen partícipe de la sociedad en que vivimos, te hacen ser actual. Aprendamos todos a ser humildes siendo humanos, siendo cercanos, siendo naturales, siendo amigos, siendo tú misma/o. En nombre de todos los que hemos disfrutado con esta lectura, me gustaría manifestar mi agradecimiento a quien le regaló el reproductor de CDs a fray Francisco, que le hace bailar mientras ora; a quien le mostró ese lugar maravilloso; a todos los que le han hecho vivir intensamente: a Chus, a María, a Mónica y a todos los personajes de este maravilloso libro, y a ti, Paco, por relatar con tanta sencillez los aspectos más complicados de esta vida, y por compartir con nosotros tus propias vivencias. Gracias por regalarnos esta «sabiduría de la humildad».

María Jesús Castro Gigirey

La sabiduría de la humildad

Existe una sabiduría que no se alcanza con el ejercicio de las facultades intelectuales. Un saber que nace de la vida misma y se aposenta en el corazón de quien, libre de prejuicios, miedos y complejos, se deja llevar por el rumor de la vida palpitando al ritmo de un corazón universal. Un comprender que sólo llegan a poseer personas expertas en sí mismas, sabiendo auscultar y reconocer el corazón de las cosas, de las personas, de la vida misma.

Hubo un tiempo en el que muchos hombres y mujeres se refugiaban en el desierto de Egipto buscando el camino del encuentro con uno mismo, para alcanzar así la integración y el equilibrio psicofísico como cimiento de la espiritualidad y el encuentro con Dios. Algunas de estas personas nos son conocidas merced al legado histórico de sus dichos (apotegmas), recopilados por algunos de sus discípulos. Hoy son conocidos como «padres del desierto», cristianos de convicción que buscaban en la soledad, al principio, y luego en el compartir de vida e ideales, una novedosa forma de vida. Surgió así una forma de comprender la vida cristiana que se convirtió en un verdadero modus vivendi, basado en la ascesis como camino para el crecimiento y la maduración personal. La sabiduría de aquellos hombres, avezados luchadores contra las tentaciones del cuerpo y del alma, sigue teniendo hoy gran vigencia. Pero lo cierto es que los tiempos han cambiado en exceso, sobre todo en las últimas décadas, en las que los cambios y transformaciones sociales promovidos por el desarrollo económico, industrial y tecnológico han creado un nuevo orden de cosas en el que el ser humano vive, más que nunca, la paradoja de la vida, sin llegar a alcanzar una síntesis siempre necesaria, un equilibrio sereno entre las verdaderas necesidades y las imposiciones del nuevo modo de ser capitalista.

En el siglo XIII floreció en Europa un nuevo modo de comprender al ser humano. Se trataba de un auténtico humanismo cuyo máximo exponente es san Francisco de Asís, hombre de su tiempo que supo hacer suya la sabiduría de la humildad amoldándola a las situaciones de aquella época. Hoy nos toca a nosotros seguir adaptando esta experiencia de encuentro con lo inefable, de apertura a la trascendencia, aunque para ello haya que ejercitar de nuevo una ascesis y una mística pero, eso sí, acorde con las nuevas sensibilidades.

De este intento surge un lugar y una persona: el convento de San Antonio, y fray Francisco, un joven franciscano de hoy, hijo de su tiempo, que sin embargo ha salido al encuentro de esa vieja sabiduría para adaptarla a las nuevas necesidades de un mundo desbordado por la injusticia y la violencia. Fray Francisco es en cierto modo un humilde representante de la espiritualidad de Occidente, ahora que tienen tanto auge filosofías y concepciones mistéricas provenientes de Oriente. Y es también un hombre de Dios y del mundo, experto en corazones heridos. Fray Francisco es un religioso, es decir, un hombre religado a Dios con el nudo de la humildad, un hermano «hermanado», como el fundador de los franciscanos, con todo lo creado. Su vida es una referencia para otras personas, no por habitar más allá del mundanal ruido, sino sobre todo por ser capaz de sintetizar su ser hombre en sociedad viviendo en un lugar recóndito. Por eso es un experto en vida, porque ejercita constantemente la mansedumbre, la misericordia y la comprensión. Es como un hermano mayor en el que poder depositar penas y angustias, proyectos y esperanzas, sabiendo que él las comparte contigo.

 

El literato Atanasio escribió una biografía de san Antonio, uno de aquellos eremitas egipcios de antaño de quien hoy hemos llegado a conocer el perfil de su vida. El biógrafo le describe así: «El aspecto de su interior era limpio. No se había vuelto huraño ni melancólico, ni inmoderado en su alegría, ni tampoco tuvo que luchar con la risa o la timidez. Como la visión de las grandes cosas no le desconcertó, no se notaba nada su alegría de que tantos vinieran a saludarlo. Antonio era más bien todo equilibrio, ponderadamente guiado por su meditación y seguro en su estilo particular de vida. A muchos que tenían dolencias corporales les curó el Señor por medio de él. A otros los libró de los demonios. Dios concedió también a nuestro Antonio gran amabilidad en su conversación. Así, consoló a muchos tristes, a otros que estaban reñidos los reconcilió, de tal manera que se hicieron amigos».

Y fray Francisco, en esencia, responde también a este perfil. Él solía hacer pequeños milagros curando las heridas que más duelen: las del corazón. Su palabra, pero sobre todo su escucha, se convertirán así en un bálsamo «divino» que logra que el alma herida reciba alivio. Y Dios, siempre jugando al escondite, se hará un hueco a través de su mediación. Necesitamos gente así, y la hay, quizá ya no en un convento sino en tu misma casa. Acaso seas tú persona de paz y misericordia que pueda poner cura a tanta frustración y desesperanza como existe en la vida de muchas personas.

No hay otra medicina que la de la humildad, consecuencia misma de un vivir en positivo, contentándose con lo que uno es y compartiendo lo que se tiene, lo que se es. Según el diccionario, humildad es la condición de quien no presume de sus logros y reconoce sus fracasos y debilidades. Lo primero es harto más fácil que lo segundo, porque para reconocer fracasos y debilidades hay antes que reencontrarse con la propia verdad («andar en verdad», que diría Teresa de Jesús). Según Anselm Grün, «sólo el humilde, el que está dispuesto a admitir su humus, su condición de tierra, su condición de hombre, sus sombras, es el que experimentará al verdadero Dios», al Dios de la humildad, tan humilde que parece querer ocultarse para no ser protagonista en el gran teatro del mundo.

Humildemente te invito a que te acerques, a través de estas palabras, a un lugar que quizá esté dentro de ti, en tu corazón, en lo más íntimo. Allí podrás vivir nuevas sensaciones hasta ahora apenas experimentadas, redescubriendo esa sabiduría arcana que nos puede hacer alcanzar la mayor de las felicidades: tú, tu vida, y Dios. Esta es la sabiduría de la humildad.

Un lugar en el mundo

Existen lugares en el mundo que están dotados de una significación muy especial. Estos lugares tienen mucho que ver con nuestras propias vidas, y se nos cuelan por los sentidos merced al afecto que sobre ellos desplegamos. Uno de estos lugares es un centenario convento franciscano bajo la advocación de un franciscano singular: san Antonio de Padua y de Lisboa. El convento de San Antonio es uno de esos rincones del mundo en donde casi se puede palpar la eternidad, un ámbito sagrado en el que se hace posible soñar con los ojos muy abiertos, amar en la oración, y sentirse acogido por el marco natural que lo rodea y por los frailes, herederos de la más tierna y sensible espiritualidad franciscana.

El convento al que me refiero es una edificación de corte medieval, como otro cualquiera de su tiempo, con su claustro alcantarino, sus celdas para los religiosos, su comedor y cocina, su huerta, despensa natural de la que recolectar el frugal alimento, y por supuesto, su iglesita modesta con un aún más modesto campanario que a las horas señaladas estremece el cielo con su tañido desgarrado. La voz de la campana evoca la profundidad de la voz silente del Dios al que se busca por los caminos de la vida y que se deja atrapar tan sólo por corazones sensibles abiertos a la vida y la esperanza. Y un convento, más que historia dilatada de luces y sombras, o que un museo de piezas de arte, es un hogar de Dios, una casa de espiritualidad y reencuentro del ser humano con lo mejor de sí mismo, en armonía con el medio natural, e intuyendo el valor de la trascendencia.

Así visto, el convento de San Antonio podría ser uno de tantos, una pequeña joya regalada por la historia, pero sobre todo es, insisto, un espacio sagrado de encuentro con la espiritualidad que descubre el corazón de las personas y las interna en el núcleo del misterio de la existencia humana. Las piedras centenarias son callados testigos del tránsito de las personas y de cómo la naturaleza nace, muere y renace con vigor. Porque las vetustas piedras del convento conocen los secretos de la vida, de las personas que a su amparo se liberan de sus miedos y complejos mientras la naturaleza, siempre desbordante de vida, parece querer contribuir al renacer de quien se siente abatido por la vida, porque uno de los grandes misterios del convento es su romance con las plantas, las flores y los pájaros que pueblan el entorno y que, en cierto modo, son más de casa que los mismos frailes.

El convento fue edificado sobre roca, en el corazón de un bosque frondoso y mirando al océano inmenso, que se extiende a los pies de un extenso arenal que sugiere y evoca imágenes del desierto. El mar es misterio profundo en su aparente quietud que por momentos se vuelve pura fuerza bruta que inquieta y llega a asustar, y de esto saben mucho las gentes del mar. Más arriba de la playa se sitúa una montaña que tiene como vigía centenario el convento de los frailes que, casi con humildad, se asoma al mar en un claro del bosque profundamente verde y arbolado que viene a ser como una madre que custodia y cuida este recinto sagrado en el que la vida se cita consigo misma, con las vidas de todos los que por él pasan, pasaron o pasarán, siempre en camino, como peregrinos de la vida, así los frailes como los huéspedes o visitantes circunstanciales.

Un lugar puede llegar a convertirse en una evocación profunda de la felicidad, o al menos en un espacio para transformar la propia vida, o incluso para renovarla. En cierto modo toda persona tiene un lugar, un humus vital en el que se enraíza y del que se siente parte. Pero, más allá de propiedades privadas, existen lugares que son de nadie y de todos al mismo tiempo, que más allá de pertenencias jurídicas son patrimonio del alma porque su valor no es tanto lo que son o tienen cuanto lo que sugieren o evocan. Y en este sentido, el convento de San Antonio es un lugar para solazar el alma al tiempo que el cuerpo se sosiega en su reencuentro con la historia, el arte, la naturaleza y la espiritualidad.

Y es ahí, en medio de la vida, en donde tienen lugar las historias que siguen. Una vida que se sigue abriendo paso por entre las vicisitudes y adversidades, como resplandor constante de la fe y la esperanza que un día obraron el milagro de edificar un lugar en el mundo, un hogar de paz que anima y sosiega. También tú, si lo deseas, si te dejas llevar, puedes acudir a este lugar mágico. También para ti se ha pensado un rincón entre las piedras del convento de San Antonio, en el bosque frondoso de vida plena, en la montaña espectacular, o sobre la arena junto al mar inmenso: un lugar para el reencuentro con lo mejor de ti, con tu hermosura interior. Si buscas la sabiduría de la vida, ven, siente, saborea, disfruta... y, quizá, halles lo que realmente necesitas para sobrevivir en sociedad a fuerza de humildad.

Cuando la vida amanece

Sonaba melodiosa la campana de la pequeña iglesia conventual. Su voz se colaba por todos los rincones del claustro hasta alcanzar a inundar, con su profundo y monótono sonar, las celdas de los frailes de san Francisco. La campana hace las veces de gallo cantante que alerta de la llegada de la luz de un nuevo día. Fray Francisco amanecía también cuando aún las estrellas juguetonas se resistían a irse a dormir habiendo velado toda la noche. Entre sueños, el fraile balbució una oración apenas perceptible para los oídos humanos. Un breve pero intenso encuentro con la hermana agua fría acariciando el rostro del somnoliento que se resiste aún a despertar fue la siguiente sensación del nacimiento de un nuevo día. Un poco de música gregoriana o moderna, según el CD que estuviese más a mano, insistía y prolongaba el aviso de la campana. Una túnica marrón con su capucha a juego, y un humilde ceñidor –un cordón blando con tres nudos– cubrieron al instante a quien acababa de emerger del calor del lecho. Todo un ritual repetido a diario, cada vez que el hermano sol, a veces tan inoportuno cuando el sueño se hace más delicioso, se decidía a comenzar a despuntar.

En el coro, en penumbra que invita al recogimiento, los frailes más ancianos mascullaban desde hacía tiempo las oraciones de siempre, que son como un eco que sólo se hace perceptible en donde el silencio acampa. Un fraile que se acerca al altar, una lámpara de aceite que se enciende, y el Cristo de San Damián que se ilumina una vez más. El Cristo de San Damián es conocido por ser el icono bizantino que encontró san Francisco en la iglesita ruinosa de San Damián, en las afueras de Asís. Las fuentes franciscanas insisten en que este encuentro maestro-discípulo marcaría profundamente el alma del joven rico que desde entonces decidió dejarlo todo e irse a vivir con los empobrecidos y los leprosos. Por eso es una imagen muy significativa para un franciscano. Allí, en el convento de San Antonio de Galicia, suspendido sobre un muro de la iglesia conventual, el Cristo seguía, sigue hoy, contemplando con sus ojos abiertos y su mirada profunda a las generaciones que se suceden y a las personas que abren el corazón a la trascendencia. A continuación, el guardián de la casa saluda al nuevo día con el rezo del Ángelus en recuerdo de la encarnación del Hijo de Dios:

«Angelus Domini nuntiavit Mariae;

et concepit de Spiritu Sancto.

Ave Maria, gratia plena, Dominus tecum,

benedicta tu in mulieribus,

et benedictus fructus ventris tui, Iesus.

Sancta Maria, Mater Dei,

ora pro nobis peccatoribus,

nunc et in hora mortis nostrae. Amen.

Ecce ancilla Domini;

fiat mihi secundum verbum tuum.

Ave Maria...

Et verbum caro factum est,

et habitavit in nobis.

Ave Maria...

Ora pro nobis, Sancta Dei Genitrix

ut digni efficiamur promissionibus Christi.

Oremus:

Gratiam tuam, quaesumus Domine, mentibus nostris infunde: ut qui, angelo nuntiante, Christi filii tui incarnationem cognovimus, per passionem eius et crucem ad resurrectionis gloriam perducamur. Per eundem Christum Dominum nostrum. Amen.

Gloria Patri, et Filio, et Spiritui Sancto.

sicut erat in principio, et nunc et semper,

et in saecula saeculorum. Amen».

Tras la invocación a la Madre, patrona de la Orden Franciscana, los frailes se disponían a cantar y recitar el oficio divino de la mano de la palabra de Dios: «Señor, ábreme los labios; y mi boca proclamará tu alabanza». El canto se hace evocación de la esperanza cuando los frailes, a una sola voz, vacían la copa del silencio para servir la palabra musicalizada con el acompañamiento del órgano:

«Alegre la mañana

que nos habla de ti,

alegre la mañana.

En nombre de Dios Padre,

del Hijo y del Espíritu,

salimos de la noche

y estrenamos la aurora;

saludamos el gozo

de la luz que nos llega

resucitada y resucitadora.

Tu mano acerca el fuego

a la sombría tierra,

y el rostro de las cosas

se alegra en tu presencia;

silabeas el alba

igual que una palabra;

Tú pronuncias el mar

como sentencia.

Regresa desde el sueño

 

el hombre a su memoria,

acude a su trabajo,

madruga a sus dolores;

le confías la tierra,

y a la tarde la encuentras

rica de pan

y amarga de sudores.

Y Tú te regocijas,

oh Dios, y Tú prolongas

en sus pequeñas manos

tus manos poderosas;

y estáis de cuerpo entero

los dos así creando,

los dos así

velando por las cosas.

¡Bendita la mañana

que trae la gran noticia

de tu presencia joven,

en gloria y poderío,

la serena certeza

con que el día proclama

que el sepulcro de Cristo

está vacío!

Alegre la mañana

que nos habla de ti,

alegre la mañana».

(De la Liturgia de las Horas, Laudes)

Y entre espacios de silencio y meditación, la Fraternidad va desgranando su oración como respiración del alma que se sabe huérfana en los trabajos de la vida. Tras la voz compartida, unos instantes de silencio parecen querer de nuevo dejar hablar a la voz de Dios en lo íntimo del corazón. Tras lo cual, poco a poco, los Hermanos se van dispersando para, después de un frugal desayuno, retomar los trabajos dejados ayer o iniciar otros nuevos: la limpieza de las estancias conventuales, la huerta con sus frutos y flores (a san Francisco le gustaba que el hermano hortelano dejase siempre un espacio de tierra para sembrar flores), la atención a grupos y visitantes, la labor pastoral en la iglesita y en pueblos cercanos, el estudio y la meditación..., el trabajo que nos hace conquistar palmo a palmo la humildad.

La mañana concluye con el nuevo repicar de la campana, que anuncia próxima la oración, la hora intermedia (sexta), hacia el mediodía solar, tras lo cual el almuerzo da un respiro a los frailes, que al tiempo que se alimentan comparten experiencias en animado diálogo. A partir de ahí –lo exige la más loable tradición–, tiempo de siesta, o si se quiere de descanso, que cada cual aprovecha a su gusto. Hay quien pasea, quien dormita en el coro, quien lee, y quien, directamente, se deja llevar por el sueño, que guía hacia un lecho.

La tarde es tiempo de trabajo y también de ocio santo en el que los frailes pueden disponer, según las necesidades del convento, de un tiempo libre a discreción, hasta que de nuevo la campana anuncia que atardece el día y que es hora de dar gracias a Dios por las bendiciones recibidas, así como para hacer presentes todas las lacras de la Humanidad (las guerras, la miseria, la injusticia, el desempleo, la drogadicción y el alcoholismo, la enfermedad... suelen ser motivo de oración): «Dios mío, ven en mi auxilio; date prisa, Señor, en socorrerme. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo». Y el himno invita a reflexionar sobre el misterio mismo de la vida:

«Quédate con nosotros;

la noche está cayendo.

¿Cómo te encontraremos

al declinar el día,

si tu camino no es nuestro camino?

Detente con nosotros;

la mesa está servida,

caliente el pan y envejecido el vino.

¿Cómo sabremos que eres

un hombre entre los hombres,

si no compartes nuestra mesa humilde?

Repártenos tu cuerpo,

y el gozo irá alejando

la oscuridad que pesa sobre el hombre.

Vimos romper el día

sobre tu hermoso rostro,

y al sol abrirse paso por tu frente.

Que el viento de la noche

no apague el fuego vivo

que nos dejó tu paso en la mañana.

Arroja en nuestras manos,

tendidas en tu busca,

las ascuas encendidas del Espíritu;

y limpia, en lo más hondo

del corazón del hombre,

tu imagen empañada por la culpa».

(De la Liturgia de las Horas, Vísperas)

Anocheciendo es tiempo de alimentar el cuerpo y serenar los ánimos, a veces turbados por la lucha diurna y por la sacudida de las pasiones, porque los frailes son, antes que nada, hombres frágiles, buscadores de la luz, caminantes de la vida que creen haber encontrado una flecha que indica la dirección cierta hacia la meta ansiada. La oración de la noche completa la jornada de desvelos, de zozobras y de esperanzas:

«Como el niño que no sabe dormirse

sin cogerse a la mano de su madre,

así mi corazón viene a ponerse

sobre tus manos al caer la tarde.

Como el niño que sabe que alguien vela

su sueño de inocencia y esperanza,

así descansará mi alma segura,

sabiendo que eres Tú quien nos aguarda.

Tú endulzarás mi última amargura,

Tú aliviarás el último cansancio,

Tú cuidarás los sueños de la noche,

Tú borrarás las huellas de mi llanto.

Tú nos darás mañana nuevamente

la antorcha de la luz y la alegría,

y, por las horas que te traigo muertas,

Tú me darás una mañana viva. Amén».

Y en el misterioso silencio de la noche, cuando el sueño invita al recogimiento más profundo, cuando el bosque se acalla y el mar parece sosegar su furia, el fraile deposita su última oración en los brazos de la Madre, a la que invocó a primera hora del día, mientras un fraile enciende un cirio verde junto a un icono de Santa María, María de Nazaret:

«Salve, Regina, mater misericordiae,

vita, dulcedo et spes nostra, salve.

Ad te clamamus, exsules filii Evae.

Ad te suspiramus, gementes et flentes

in hac lacrimarum valle.

Eia ergo, advocata nostra,

illos tuos misericordes oculos

ad nos converte.

Et Iesum, benedictum fructum ventris tui,

nobis post hoc exsilium ostende.

O clemens, o pia, o dulcis Virgo Maria».