Buch lesen: «En blanco y negro», Seite 4

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Nunca quise mucho a mi tío Luciano. Huía de su arrastrar de pies y de su voz silbante. En general, me gustan las voces, me hacen desear guardarme al amparo de ciertas inflexiones graciosas o agradables; las voces son para mí como la respiración de la atmósfera; y cuando hay voces está vivo el ambiente de los humanos; cuando ellas callan comienzan a oírse otras; son las voces de los espíritus, las voces de los que nadie conoce ni comprende, que llegan a mí y me hacen sentirme, a veces, como una extraña entre fantasmas. Las voces me entran y sacan de diferentes reductos y a través de ellas nazco y muero mil veces en un minuto. Las voces, como para otros videntes los rostros, tienen algo de bueno o de perverso. Las voces están divididas en palabras y cada palabra es distinta para mí; palabras que a nadie molestan me hieren, y palabras que a nadie gustan me gustan. Como notas musicales me suenan diferentes. Las palabras eran, entonces, más fuertes que las ideas y, a veces, su significado no coincidía con la forma en que esa palabra había arraigado. Una palabra abstracta no siempre tenía un significado abstracto. Era una combinación de colores que jugaba en mí. Después estudié la combinación de cada color y el color de cada cosa, pero no lo aprendí. No lo creo. Lo acepto como muchas otras cosas he debido aceptar. Los colores y las voces tomaban formas que solo yo conocía. Me gustaban especialmente las palabras difíciles; al no saber su significado me las apropiaba, eran puras de sentido y, por lo tanto, mías; podía formarlas y deformarlas a mi antojo. El aprender no fue siempre una brecha como creyó José Luis (“te abrirá la mente a otras verdades, te abrirá otros caminos”). A veces sentí una gran desilusión: nostalgia de perder ciertas expresiones que al conocerlas mejor debí abandonar, como una jugarreta de infancia. La palabra jazmín era un techo donde no llegaban los hijos de la cocinera, hasta que supe que algunos sugerían Francia, blancura; marrón no era otra cosa que el término de una carrera donde había una piedra que gemía y reía en las noches de un momento de verano, hasta que parrón pasó a ser el llanto de José Luis y la pérdida de su ilusión, para devenir más tarde en un conjunto de parras de lateral agrupamiento. No siempre las palabras eran asociables a su idea. Las más eran islas solitarias. La palabra ilusión era con olor a quemado y la palabra mustia era cuadrada de color ladrillo. Por eso no me gustaba mucho hablar. Me costaba escoger para los demás palabras que sabía no estaban expresando mi pensamiento. Cuando un día decidí hablar como yo pensaba, la gente me creyó loca. “Yo soy impura”, decía, porque la palabra era redonda en forma de beso y todos se reían a gritos, hasta que mi madre me dio un tapaboca. Busqué otras palabras redondas y a nadie le pareció mal que dijera repetidas veces “porompompo”. Cuando descubrí que era más divertido poner la boca en forma de sonrisa, la palabra “chi-chi-chi-chi” me entretuvo durante mucho tiempo.

Mi tío sostenía que yo era tonta, pero la palabra tonta, aunque era dicha en tono que sugería algo insultante, no me disgustaba y yo le gritaba: “tonta, tonta, tonta”, y arrancaba; la “t” era agradable y me daba cosquillas en el paladar. Entonces, él sudaba algo pegajoso y sus manos húmedas me cogían y húmedas llegaban a mí sus palabras de cólera. Cerraba los oídos y pensaba que nada me estaba sucediendo.

Era, sin embargo, importante para mí por ser el padre de José Luis y sus noticias sobre los estudios de su hijo y sus próximas vacaciones eran interesantes. Me acercaba a él y escuchaba, sufriendo su presencia, para saber algo de lo que leían sus manos en la cara.

Ese verano José Luis fue a la playa con su madre y mi tío resoplaba de furia, pero antes de terminar febrero llegó a casa de la abuela, como siempre. Lo noté cambiado. Venía distinto.

Triste de no poder alegrarlo, segura de que tenía algún problema serio, me revolvía en la cama hasta que me sofocaba. Salía entonces a tomar el fresco y despacio caminaba hasta el final del parrón. Me sentaba en las piedras de cara al cielo y recibía la brisa nueva que movía las hojas. Cada noche, la brisa era distinta: sus interferencias de calma y sus ímpetus cambiaban a capricho, según la hora. Cuando trataba de tomar su ritmo para seguirlo, solfeándolo con las manos, me interrumpió un murmullo que no era pájaro ni grillo ni hoja; parecía una risa. La risa siempre produce una segunda risa en mí. Me doblaba la alegría ajena y me llenaba el corazón. Reía ahora un hombre, pero terminaban los murmullos en resoplidos bruscos y bruscos movimientos sobre el suelo. Hice silencio en mí. Continuaban la risa y el trajín, se afanaba la ropa con las hojas, se aplastaban los quebrados ruidos de los demás seres nocturnos. Yo reía también y me refregaba contra el poste para adaptarme al ruido y seguirlo más de cerca. Súbitamente, el murmullo dejó de ser alegre, dejaron de quebrarse las hojas y se revolcaron los pesos en el suelo. Un gemido fue creciendo, se sumó a él otro gemido, angustia, ahogo, respiración cortada y el último grito de un estrangulado. Luego vino el silencio. Resucitaron las voces quedas y se perdieron los pasos. Asustada, volví a mi pieza. Me deslicé, como siempre, sin ruido, y tratando de no tocarme me tapé con las sábanas. Volví al lugar otras veces parecidas y me acostumbré a aquel alegre coloquio nocturno como si me hicieran participar en la vaga tertulia de la noche.

Una tarde que encontré a José Luis y los hijos de la cocinera afanados en el suelo, aquietadas sus risas y apoyando uno en otro sus muslos, tuve una rabia inmensa. No me invitaban a sus juegos. Supe que trataban de hacer fumar a un murciélago; habían clavado sus alas con alfileres y el pobre bicho echaba humo por una paja. Sentía su estertor ahogado y recordé aquel ruido bajo el parrón. Llamé a José Luis, que se acercó intrigado.

—Tengo que decirte un secreto —dije bajito.

—Di luego y no babosees —respondió, alejando la boca de mi mejilla.

—Puedo mostrarte un murciélago que fuma bajo el parrón.

—¿A qué hora?

—Después de que todos se hayan dormido.

—¿Me pasas a buscar?

—No, te espero en el parrón.

—Tú ves mejor en la oscuridad.

Me puse tan contenta que le ofrecí:

—Entonces me voy a tu cama y cuando todos duerman salimos.

Así lo hicimos. Cuando supusieron que me había dormido y los grandes conversaban en el comedor, yo fui a meterme a la cama de José Luis, al otro extremo del pasillo. Me hice un bulto a los pies y esperé allí bien tapada. Me despertaron las piernas de mi primo sobre mi cabeza, que me rasguñaban la cara y olían a tierra y transpiración.

Cuando vio que todas las luces de la casa estaban apagadas, levantó las sábanas y murmuró hacia el fondo de la cama:

—¿Estás viva o ya te ahogaste?

—No, no; corre tus piernas y déjame un huequito a tu lado.

Salí a la superficie y él gentilmente me cedió un espacio donde poner la cabeza sobre la almohada. Su respiración era agitada. Estaba nervioso.

—¿Estás segura de que existe un murciélago grande?

—Sí, es tan grande como una persona.

—¿Cómo lo sabes?

—Por el ruido que hace al arrastrarse.

Pensé por primera vez en cómo sería un hombre, me pregunté por qué todo el mundo no se llamaría igual y por qué a unos al nacer los catalogaban hombre y a otros mujer. ¿Quién determinaba la diferencia? ¿Era la mamá del niño quien escogía, o el doctor? Por otro lado, muchas veces había oído decir a la abuela “menos mal que no es hombre”, refiriéndose a mí, y acepté el hecho como alguna equivocación de alguien, quizá mi padre más propenso a equivocaciones y más difícil de analizar. Pocas veces me había tocado un hombre. Solo conocía las facciones de la abuela, de mi tía y de mi madre, que pacientes habían permitido que pasara mis dedos sobre sus ojos, sus mejillas y su pelo. También sabía que las personas grandes tenían un pecho blando y mayor que el mío, que esgrimía una cadena de huesos. A mi tío lo había rozado y comprendí por algunos besos de despedida o saludo que tenía el pelo corto y la garganta áspera. Cuando el jardinero me tomaba en sus brazos y trataba de estrecharme junto a sus pantalones, comprendí que estos cubrían sus piernas y que su cara tenía vellos duros. Como José Luis tenía las mejillas tan suaves como las de Angélica, yo no podía saber por qué él era un hombre. Estiré la mano y sentí su respiración, su pecho era como el mío, limpio y huesudo, y cuando quise tocar sus mejillas me dio tal manotón que por poco caigo de la cama. Alcancé a sujetarme de la almohada.

—No pensaba pegarte —dije.

—Es que me… ya, no importa. ¿Vamos?

—Cuando no haya ningún ruido.

—Yo no oigo nada.

—En la cocina están terminando de lavar las ollas.

Volvimos a quedarnos en silencio, él resoplando y yo bien quieta para no provocarlo. Su respiración fue haciéndose tranquila. Dejó de mover el codo como si deseara a cada instante estirar el brazo y el codo lo estuviese reteniendo. Al poco rato volvió a hablar, muy despacio, para no oírse tal vez a sí mismo, seguro como estaba de que yo oía las más insignificantes voces:

—¿Para qué tienes que tocarme la cara?

—Para saber cómo eres.

—Bueno, yo no soy una mujercita para andar aguantando… —Pensé que recordaba la reacción de Angélica.

—Ya sé. Los hombres son distintos.

—Bah…

—Tienen un olor. Tú no tienes ese olor —pensaba en que José Luis era distinto de mi tío.

—¡Qué idiota eres!

—Soy ciega —dije con orgullo porque esa explicación me liberaba de muchas otras y me hacía única.

José Luis guardaba silencio; trataba sin duda de decidirse a vencer una interna repulsión que yo provocaba en quienes tenían que tocarme o besarme o vestirme (esa repulsión que hizo tan difícil a mi padre la convivencia conmigo, que debió dejarnos), tomó mi mano y la pasó por su rostro. Primero sobre el pelo, fue dejándola caer sobre sus ojos, quedó unos instantes sobre su boca y de allí bajó por la nariz hasta tocar la oreja. Al lado izquierdo noté una cosa áspera, pero no era pelo hirsuto de hombre sino una pequeña protuberancia.

—¿Qué tienes aquí?

—Que yo sepa… nada —se tocó él mismo y exclamó—: Bah, nunca me había fijado, parece que es un lunar. Ya, es hora de salir.

Mientras bajaba de la cama a tientas, se estrelló contra el velador y trató de encontrar una caja de fósforos; yo sabía, ya que siempre que la gente se estrellaba con algo en la casa de campo era seguro que buscaba un fósforo y una vela y me preguntaba para qué deseaba calor una persona que acababa de toparse con un mueble.

—Yo te guío —dije, tomándole la mano, y por una vez no me evitó sino que se apretó a ella al traspasar la puerta y llegar hasta la primera grada del corredor. Ya a la intemperie, se soltó de mí, asegurando que la noche no estaba muy oscura y que las estrellas eran bastante útiles después de todo.

Llegamos hasta el parrón y noté que allí estaba aún más oscuro; caminamos por el costado donde las ramas proyectaban, además, la sombra de sus propios troncos y llegamos a la piedra sin contratiempo. Guardamos silencio. Al cabo de un rato, cuando José Luis comenzaba a impacientarse, toqué su brazo. Se oía un ruido. Se acercó más a mí para hacer de ambos una sola sombra. Ahora fue una voz que salía de las matas, bajo el alero donde se guardaba paja, barriles y leña. De la voz alcanzó a brotar una risa que se interrumpió medrosa. José Luis, tenso, se acercó hacia el lugar; se oían el peso de un cuerpo al arrastrarse y un jadeo mimoso. Traté de imaginar al enorme murciélago que había prometido a José Luis, temiendo que me echara en cara la equivocación. Comprendí de pronto que le había mentido, que sabía muy bien que no existía el bicho y que alguien jugaba bajo el alero. Cuando dejaron de oírse las quejas y el silencio volvió al lugar, mi primo no estaba por ninguna parte. Corrí hasta su pieza, salí al patio, subí a la tapia del fondo y no logré encontrarlo. Dando vueltas por el jardín, intuí su presencia bajo el sauce. Lloraba. Comencé a subir a una rama y me recosté sobre su cabeza sin que él me sintiera. Lloraba junto al canal.

—Cochinos, todos son unos chanchos —murmuró y redoblaba el llanto de rabia—. Unos chanchos inmundos.

No deseaba contener la voz ni los sollozos; lo arrastraban, lo fascinaban. ¨Chanchos inmundos…, todos los grandes son malos…, todos cochinos…, quieren que les creamos, pero no pueden negarlo. Son chanchos, inmundos, malos…”. Parecía alegrarse de haber encontrado la palabra precisa, la repetía con fruición. “Chanchos, inmundos, malos. Los grandes…”. Cierto dolor profundo que distinguí en su garganta me hizo creer que iba a echarse al agua de puro furioso y no me atreví a decir nada. Intuía que en el asco que a José Luis le producían su padre, su madre y toda la familia, estaba incluida yo y que su repulsión rechazaba la noche, las estrellas, el correr del agua. Pensé que sus gritos estaban convirtiéndose en gritos de chancho, porque eran roncos, feroces, como no he vuelto a oír en la garganta de un hombre.

—Pst —hice desde la rama, para que me ayudara a bajar, no fuera a echarse al agua así, vestido, con la noche fresca encima, ya que esas cosas, más que ese raro llanto de chancho, eran malas para él y algo terrible estaba sucediendo—. Oye, bájame de aquí.

Además, yo tan diestra en subir a todas partes, tenía terror a los descensos. Nunca sabía qué iba a encontrar bajo mi pie.

—Ándate, imbécil —gritó con tal odio que perdí la esperanza—. Ándate tú también, bruta, degenerada, ciega, inmunda, chancha…, chancha, que si vuelvo a verte, te mato. Asquerosa. Todo el mundo es asqueroso. Yo que pensaba que solo las mujeres lo eran, no, los hombres también, todos son malos, hombres y mujeres, todos son malos, todos son inmundos. ¿Qué hacer, Dios mío, qué hacer?

Comencé a llorar yo también, de miedo, en ese tronco, de pena y desilusión. Fue un concierto aquel dúo nuestro, más cierta risa de los sapos. Yo sobre las ramas de un árbol, apretada al tronco; él abajo, descargando la furia contra el suelo. Esa noche comprendí cuántas cosas yo no podía ver de la existencia. Me supe, por primera vez, distinta a los demás. Supe que ser ciega era malo, que ser distinta es ofensivo y que para vivir es preciso ver.

Temblando contra el tronco me quedé dormida. Soñaba con frío y con dolor de pesadilla, sin distinguir el frío del agua del dolor de mi brazo. Para despertar, grité, grité, grité y no lograron despertarme del todo ni mis gritos. Gritaba más que nada porque iba en brazos de mi tío, cuyo olor era ácido y su rostro duro como de cadáver.

No recuerdo si desperté ese día o al siguiente. Me llegaban los comentarios de la abuela, que lamentaba la locura del mundo y la decadencia de la juventud. “Nadie obedece, no saben de disciplina”. ¿Quiénes? Los jóvenes, sin duda.

—No me digan nada más…, es demasiado tremendo…, los niños están locos. Una se acuesta a dormir en la rama de un sauce como si no tuviera cama, y el otro desaparece… No se puede estar tranquila ni en este confín del mundo.

—Diantre de niño —exclamaba mi tío—, ¿dónde diablos puede estar? Es claro… qué le importa a él el problema que me crea. Ahora su madre se aprovechará de esto. Qué le importan al muy ingrato el enredo y la indignidad en que nos mete. Haber tenido yo que llamar a su madre y preguntarle por él y oírla recriminarme y saber que tampoco está allá. No tiene adónde ir, no tiene dinero, y yo tengo que responder por sus actos…

Hablaba solo porque la abuela seguía su propio hilo mientras sujetaba mi brazo para que no se me aflojara la venda. “Una vez que esté enyesado, podrás levantarte”, me decía a intervalos. Luego continuaba tejiendo. Oía un brusco movimiento cada cierto tiempo y un pequeño golpe matemático al término de cada hilera. Mi tío me acompañaba también, porque estaba nervioso y andaba tras la abuela para distraerse. Lo mismo que yo. Siempre había novedades cerca de ella, aun cuando no lo deseaba, noticias que en algún momento tenían que llegarle. Si el asunto era de carácter transitorio, por no molestarla quedaba postergado. Era una forma de evasión cooperativa. Aquello que la abuela no sabía, podía darse por no sucedido. A la abuela no debía llevársele malas noticias y con ello lo malo no acontecía, pero en el hecho solo se postergaba todo, pues algún día ella llegaba a saberlo. Se quejaba mil veces, se dolía en trance y luego se olvidaba. Al fin y al cabo se había refugiado en el campo, cansada de problemas familiares, esperando que allí no llegasen las malas noticias.

—Ya no se pueden leer ni los diarios. Tragedias por todos lados, batallas, bombardeos, incendios, hambrunas, homicidios. Un día dejaré de leer los diarios y seré feliz. Pero estoy segura de que entonces llamarán para contarme que este bandido de nieto ha robado plata y partido a Dios sabe dónde. Nadie me tiene piedad.

—Solo la Compañía de Teléfonos. No es fácil darle malas nuevas por ese simpático aparato.

—Para peor. La gente no me cuenta lo bueno, lo agradable, pero se las arregla para hacerme saber lo terrible, aunque esté en el fin del mundo.

Como respuesta a sus lamentaciones, sonó la campanilla del teléfono. Mi tío corrió a atenderlo. En esta ocasión se oyeron mitad de palabras, frases inconexas. La madre de José Luis había avisado a los carabineros para que siguieran una pista.

—Y lloraba la muy… —contó mi tío al volver a la pieza—. Es denigrante tener que estar en manos de los carabineros. Niño sin compasión, sin respeto por la casa y la familia, sin amor por su abuela —trataba de halagar a su madre para tenerla de su lado.

—Los niños de hoy no saben lo que es el amor de un padre. Otros tiempos… —pero la abuela no se atrevió a continuar, su instinto alerta delante del hijo que no estaba en absoluto convencido de que, en alguna época, el amor de los padres haya sido un detente.

—Con los años uno comienza a idealizar el pasado. Yo, a veces, me pongo a pensar en lo felices que éramos y que los problemas presentes no deben hacernos olvidar esa felicidad pasada, ya que cada ser trae al mundo su dosis de padecimiento bajo el brazo y cuestión de tenerlos antes o después. La felicidad o la tristeza dependen de cómo se reparte la dosis, de si se usan todos los dolores antes o después, o se reparten sabiamente a través de toda la vida.

—Ojalá se pudiera —dijo mi tío con desagrado—. A veces uno trata de conservar su propia dosis en su propia caja, bajo su propio brazo, y viene otro que se la quita; otro más fuerte que escarba en la caja de uno y saca lo que le conviene. Si cada ser tuviese lo propio, si reconociera su parte en cada acontecer, no se quejaría. Lo que da rabia, lo que frustra, es cuando uno empieza a sacar de su caja, de debajo de sus brazos, padecimientos ajenos, y ve que alguien, en algún momento, le robó el bien que venía en ella mezclado.

—¿Qué insinúas, monstruo? —gritó mi madre, tan fuera de sí que tuve miedo y agarré su mano—. ¿Qué tratas de decirme? ¿No te parece que Dios es quien llena cada caja y no va a permitir que otros escarben sus designios?

—A mí no me importa nada todo eso —murmuró mi tío con sorna—. Nada, nada, es problema de ustedes, hermanitas —supe entonces que mi tía Clara había entrado a la pieza durante la conversación y comencé a oír su respirar ansioso—, problemas de mujeres. A mí no me importa nada, pero me parece muy fácil echarle la culpa a Dios del mal que realizamos y apropiarnos de nuestros méritos. Me voy. Creo que esta espera me está poniendo idiota y para la idiotez no hay nada mejor que un trago.

Desde una silla cerca de la puerta comenzó el delirio de mi tía. Hablaba en voz baja y parecía declamar:

—Dejen a Dios en el cielo, que este mundo está en manos de los habilidosos. Los hábiles lo tienen todo porque hay imbéciles que se los dan. Es decir, los habilidosos se quedan con la mejor parte siempre que estén cerca de un imbécil que se la extienda en bandeja. Se quedan con lo que ellos, ¡habilidosos!, estiman que es bueno; con cosas que posiblemente los tontos no han tomado en consideración. Los tontos, más sagaces en materia de tonterías, están muy a tono en este mundo de tontos y se quedan felices al ser despojados. Como la mayoría es tonta, ellos están bien ambientados y sus tontos deseos los llenan de felicidad. Se miran unos a otros admirados, han descubierto algo fantástico que no es más que otra tontería. La verdadera tragedia se desata cuando un habilidoso desea tonterías o un tonto se empeña por algo inteligente y, no se sabe por qué motivo, eso que desean se realiza; se arma la confusión, la frustración, el caos. Hay que obtener en la medida de uno, en su nivel, para que haya orden. Cuando se cambia ese orden es porque Dios ha metido su mano. No olvides el proverbio hebreo: “No pidas demasiado una cosa, que puedes obtenerla”. Yo te diría, hermana, no pidas una cosa que no te corresponde, que puedes obtenerla—. Mi madre jadeaba silenciosamente, como al límite de una carrera. Yo no sabía qué pasaba en la pieza, por qué el aire y las voces eran espesos—. Yo ya he tenido mi castigo: soy inteligente y solo he deseado tonterías —sonrió, tomando ahora un tono más liviano—. Soy un desorden; solo que el castigo no es tan terrible, porque me gusta el desorden. Tú —se dirigió otra vez a mi madre— deseaste y obtuviste. Dios te arregló el pastel. Yo, a veces, cometí la imprudencia de desear algo inmortal, un amor inmortal, un entendimiento pleno, una comunicación absoluta; lo obtuve y lo perdí; deseé el abismo y también lo obtuve y lo perdí. Una tontería más, ya que no tengo apetitos inmortales.

Se paseaba ahora tía Clara y agitaba los brazos como poseída; pensé si estaría loca, pero no, todo lo que hablaba era lógico, cuerdo, comprensible. Dejando tranquila a mi madre, quería hacer volver a mi tío, que se paseaba curioso cerca de la puerta. A gritos, para que él no perdiese su sermón, dijo:

—Macaco, hombre de paja, ven acá, ¿qué has deseado tú?, puras cosas simples y tontas, a pesar de que si mal no recuerdo fuiste bastante mejor tiempo atrás. Otro desorden. Deseas idioteces y las obtienes, amores con las chinas, refregones con las cocineras, pellizcos al traste de cuanta rota encuentras. ¿Qué más? Mejor así. Nunca supe hasta hoy que quisieras a tu hijo.

La escena colmaba la paciencia de la abuela. Comenzó a implorar y al fin, descorazonada, soltó los palillos para taparse los oídos.

—Un padre siempre quiere a sus hijos —dijo mi madre, ejemplarizadora y amable—, es natural —las ideas en mi mente volvieron a confundirse, porque por primera vez ese día recordé a mi padre y esa presencia casi borrada comenzó a mostrarse—. Una madre, de eso tú, Clara, no sabes nada. Una madre siempre vela por el bien de sus hijos. En ello encuentra su única alegría.

—Callémonos mejor. Estamos diciendo puras leseras —terminó mi tía con fatigado acento y se acercó a la cama para tocar mi frente.

—Dios sabe por qué da hijos —continuó mi madre, ausente—. Dios tiene que saberlo.

—Puede que Dios no lo sepa en el caso tuyo, pero tú sí —replicó mi tía—. No seas hipócrita, mujer; te vas a envenenar con todo lo que tragas.

Mi madre comenzó a temblar. Mi tío, contento de presenciar otra tormenta en la que él no estaba amenazado, entró de nuevo. Mi pieza se hacía estrecha para tanta gente.

—¿Qué deseas tú para esta chiquilla? —dijo con una perfidia que yo conocía.

—Bueno…, un día deseé muchas cosas, pero la vo…

—¡La voluntad de Dios! No jodas más con el pobre Dios, tan usado y requeteusado.

—Deseo —continuó mi pobre madre valientemente— desarrollar sus buenos sentimientos. Tiene alma, ¿o no?

Trataba desde debajo de la almohada, donde poco a poco me había ido refugiando, de compartir su pena, de excusarla de deberes hacia mí y liberarla, pero era difícil decir aquello y mientras pensaba en dónde tendría un caramelo para dárselo y recordaba que seguramente el único de que disponía estaba lleno de legajos en el fondo de mil bolsillo y, gracias a Dios, el bolsillo de mi delantal no se había caído conmigo del árbol, ya que andaba en camisa de dormir esa noche; y que posiblemente la empleada habría querido lavarlo y para ello vaciaba todo el fondo de mis bolsillos en el basurero y seguro no encontraría caramelo alguno ni limpio ni adobado en restos de miga y de tierra, de esa que siempre tengo en mis bolsillos y…, pero mi madre había salido llorando de la pieza y no podía oírme. Sentí dolor en el brazo y comprobé que no podía moverlo. Traté de levantar la mano para tapar mi cara con la sábana y alejarme de todos ellos…

—Deja, hijita —gritó mi abuela—, que te quedarás para siempre con el brazo chueco.

Mi tío ensayó diferentes gruñidos para parecer chistoso, ladridos de perros chicos y de perros grandes, maullidos de gatos y ciertos ruidos de chancho hozando en el suelo, que lo enorgullecían porque con ellos engañaba a la gente y asustaba a las empleadas en la noche. A veces me engañaba hasta a mí lanzando graznidos de cuervo en la oscuridad. Salía al parrón y empezaba a gritar como pájaro de mal agüero y volvía a su cama, gozoso de la noche, de la fresca brisa y de su talento imitador.

—Conocí a una niña tan mala, tan mala, que le salió una mano de rana —croaba para dar entonación a su verso y yo comencé a reír—. Érase una niña tan zonza que se meó sobre una mosca— reímos las dos a carcajadas, pero mi tío no podía dominar su perfidia largo rato, lo ahogaba—. Érase una niña tan bizca, tan bizca, que no veía ni una pizca.

—No pongas nerviosa a la niña —dijo fríamente la abuela, pero él continuó:

—Érase una madre tan buena, tan buena, que su marido dijo corre que te vuela —pero mi madre no oía y su ingenio perdió efecto.

—Borracho, miserable… pájaro de cuenta —espetó tía Clara, tomándolo de la chaqueta para echarlo afuera—. Los tontos que solo desean cosas tontas y no las obtienen, son unos desgraciados. Eres un desgraciado, hermanito.

Mi tío, sin dejarse vencer, reía como un loco. Mi abuela gritaba y ante la algazara entró otra vez mi madre.

—Érase una hermanita tan bruta, tan bruta, que no llegó ni a prostituta —seguía riendo.

—¡Cállate, cobarde! ¿Quieres que diga aquí lo que declaró en juicio contra ti tu mujer?

Mi tía lo vencía y arrastrándolo fuera dejaron más limpia de gritos y olores la estancia. Levanté las sábanas con el otro brazo. Así, apartada por ese pedazo de género, me sentía igual a Jesús abandonado de sus amigos, caminando solo entre desconocidos. Como Él, yo había sido escupida. Porque siempre que un grupo de personas adultas discute, en su afán de aplastar más rápidamente con su odio, siente uno que la bañan diferentes salivas. Esa humedad comenzaba a molestarme y tenía ganas de echarme agua en la cara y lavarme.

Moverme sin las manos es para mí lo que para un vidente es andar sin pies; por ello, mi brazo malo me llevó a una necesaria inmovilidad que me tuvo cerca de la abuela mientras ella registraba papeles antiguos, ordenaba cartas y leía los diarios entre lamentos. Con la excusa de tenerme quieta, me hacía sentarme a su lado en el extremo más asoleado de la galería, cerca de la puerta del dormitorio. Yo me entretenía con el ruido periódico de sus palillos, que era como un acompañamiento agradable a mis juegos mentales. A veces llegaban a la casa niños vecinos y trataban de arrastrarme a sus diversiones. Eran, en su forma, afables y me entretenía seguirlos, pero temía no poder defenderme de sus empujones, no recorrer fácilmente sus presencias con una sola mano. En general, para incorporarme a los juegos de mis primos o vecinos y estar en todo momento atenta, forzaba en tal forma mis nervios que sentía un fuerte dolor de cabeza, que no confesaba para que no me despidieran de su compañía. Ahora aprovechaba este intermedio de paz y me quedaba junto a la abuela quien, para mantenerme quieta, me enseñó a rezar el rosario y a decir yo misma los misterios gloriosos, gozosos y dolorosos.

Generalmente me parecía que esas luces y sombras que yo veía eran la única realidad, y yo me sentía bien en ese tono mientras no vinieran seres que desordenaban con sus comentarios la imagen de ese mundo mío. Cuando mis tíos con sus familiares llegaban me ponían nerviosa, y cuando la casa volvía a su normalidad, tornaba yo a mis lugares predilectos cerca del suelo, echada contra un árbol o cubierta por el toldo de algún mantel.

Mi abuela no me daba sorpresas, conocía sus movimientos y la veía cuando estábamos solas, pero si llegaba alguien se me oscurecía de repente.

—¿Era bonita usted, abuelita?

—Como ¿era? Soy bonita…, tan bonita como tú me ves.

Por esas respuestas me gustaba mi abuela, y porque no me preguntaba nunca qué veía ni me explicaba la forma de una tetera, ni su color, ni trataba de que amara el bello rostro de mi madre. Nunca hacía interrogatorios largos para saber si reconocía a una persona por la voz, por su olor o por sus pasos, preguntas bastante tontas ya que uno conoce o no conoce a la gente porque sí, ya que una ve el rostro de alguien y lo distingue cuando lo siente toser o respirar.

—Las caras son respiros y las voces ojos —dije un día a mi tía y ella empezó a tratar de componer de esa tontería una rima.

Mi conocimiento de las invocaciones del rosario y ciertas clases de catecismo que mi madre me daba cuando comprendía que alguna vez debía hacer la primera comunión, dejaban en mí una confusa mezcla de creencias y repeticiones vocales entremedio de uno que otro misterio. Me fascinaban los misterios. Bastaba que se me definiera tal idea de misterio, explicándome que solo la fe hace del misterio una creencia básica, para que la comprendiese y la adoptase contenta. Mi mente maduraba la idea religiosa.

—Cuéntame, abuelita, cómo pudieron hacer un ataúd tan grande para que cupiera Dios.

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