Buch lesen: «Circe»
© del texto: Eduard All
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Editorial Mirahadas, 2021
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41018, Sevilla
Tlfns: 912.665.684
info@mirahadas.com www.mirahadas.com
Producción del ePub: booqlab
Primera edición: octubre, 2021
ISBN: 9788418996870
«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o scanear algún fragmento de esta obra»
¡A quién!, sino a ti, mi querida hermana, mi orgullo: Yanet.
Índice
Capítulo 1: Una gran sorpresa
Capítulo 2: La profecía
Capítulo 3: La gran institución
Capítulo 4: La carta misteriosa
Capítulo 5: La supervisora
Capítulo 6: Al acecho
Capítulo 7: Revelaciones
Capítulo 8: Una respaldo superior
Capítulo 9: El castigo
Capítulo 10: Detrás del cuadro
Capítulo 11: La advertencia en el espejo
Capítulo 12: La caverna
Capítulo 13: Las dos invitaciones
CAPÍTULO 1
UNA GRAN SORPRESA
—¡Qué extraño! El custodio aún no está en el patio —se dijo Circe al pararse por cuarta vez en la ventana—. No hay brisas, ni zumbidos de insectos, ni siquiera están de recorrido los perros de la guardia. ¡Todo está tan tranquilo!
Circe tenía catorce años, pero era ya una experta en cuanto a conocer cómo transcurrían las madrugadas en el orfanato, y esa noche, sin duda, había una atmósfera diferente. Experimentaba una opresión punzante, como si una cubierta de tinieblas hubiera caído sobre el edificio.
De repente, uno de los arbustos fue víctima de una sacudida. Su corazón se aceleró y sus piernas flaquearon. Aquel zarandeo a esas alturas de la madrugada no podía ser nada bueno.
Ocultó su silueta detrás de la cortina, a la expectativa del más leve movimiento. Estuvo así largos minutos y luego, tras una prolongada quietud, regresó a la cama, pensativa.
Había mucho silencio, demasiado realmente. Todas sus compañeras dormían de un inusual modo profundo. Incluso el gato del viejo Nesopo, que acostumbraba a cazar por allí a aquellas horas, había sucumbido en un largo sueño cerca de las pantuflas de Amelia.
Circe advertía aquellos hechos y mientras más reparaba en ellos, más raros le parecían.
—Ya, ya basta —se dijo, aún con el sobresalto en el pecho—. Piensa en cosas buenas, Circe, en cosas que te gusten.
Ella habitualmente se trazaba esta estrategia. Cuando un asunto la perturbaba, su vía de escape era recurrir a su imaginación, al raudal de sus deseos. ¿Por qué no hacer lo mismo ahora? Olvidarse de aquellas sospechosas circunstancias y dedicar ese tiempo de insomnio a pensar en sus anhelos. En verdad no era posible en cuestión de minutos imaginar sus planes futuros. Eran muchos y, sobre todo, capaces al recordarlos de desarraigar cualquier tipo de preocupación.
Sus primeros recuerdos fueron los paseos al campo con las misioneras que mensualmente visitaban el orfanato. De veras que le gustaban estas excursiones, sobre todo porque las enseñanzas impartidas cambiaban sus convencionales puntos de vista y la llenaban de expectativas. Lo mejor de estas era aquel trasfondo milagroso, que hacía ver las realidades visibles insignificantes, trayéndole a su espíritu consuelo y aliento, porque enseñaban que su encierro y soledad del momento eran pasajeros, y que pronto llegaría un día de cambios.
Entretanto no se completaba el plazo, se esforzaba por cumplir con sus deberes. Lucía nuevos peinados y usaba las mejores ropas para asistir a las filas de encuentro, donde decenas de huérfanos eran contemplados y hasta les revisaban uñas y dientes como parte del procedimiento para ser adoptados. La presencia de Circe en estas filas pocos la notaban. No por falta de brillo ni dulzura, sino por su edad. Rara vez adoptaban juveniles. Procuraban siempre bebés o niños con edades preescolares, aunque de cuando en cuando ciertas parejas cuarentonas preferían adolescentes. En estos casos el patrón era el mismo: buscaban similitud en los rasgos físicos. Ella, por infortunio, nunca encajaba.
Se miraba en el espejo preguntándose el porqué de su mala suerte. Tenía ojos azules como el cielo mañanero y una cabellera larga que se veía hermosa de cualquier modo. Sus dientes esmaltados daban vida a sus escasas sonrisas y su porte franqueaba a la más alta nobleza. Su mayor deslumbre era en sí ese contraste de belleza y humildad.
Intentando creer a su reflejo y a aquellos que la animaban con tales comentarios, paró de hacerse las mismas preguntas de siempre frente al espejo. Entonces volvió el pensamiento a los momentos divertidos de aquellas excursiones. Después de todo en sus intenciones no enumeraba el quedar aún más contrariada. Buscaba en sí aplacar aquel repentino nerviosismo.
En su vuelta al pasado tuvo un recuerdo simpatiquísimo con una de las visionarias. Realmente, ahora que lo pensaba, se había excedido con algunas preguntas íntimas en los minutos de consejería. ¡Pero qué hacer! Esas cuestiones vergonzosas que por fuerza de saber se les hacen a los padres; en su caso, o no las hacía, o las preguntaba a alguien en afecto similar.
Del grupo de misioneras, Solange resultaba ser su madre guardiana. Ella se emocionaba contándole sus anhelos sobre conocer el mundo, bañarse bajo una cascada, explorar una cueva, oler el aire salobre cerca del mar, mirar al horizonte sintiéndose libre y deseando no volver atrás.
Bien sabía que esto se hacía imposible por el momento, mas lo grandioso surgía en que nadie le podía impedir soñar, así que soñaba y soñaba, viajaba lejos en su sartal de maravillas.
A pesar de estar envuelta en el despiste, no le fue difícil escuchar el sonido como de un crujido. Miró hacia la puerta. Esta parecía estar bien cerrada. Se apresuró entonces en ir otra vez a la ventana. Tenía miedo, nunca antes la perturbó un sonido así.
No veía nadie afuera. Se esforzó, pero la oscuridad no permitía ver más allá del espacio donde alcanzaba la luz de la bombilla. De repente, sintió a alguien tirando de sus ropas. Giró maquinalmente la cabeza y, entre las sombras, vislumbró a un hombrecito que le llegaba apenas a su cintura. Su rostro anguloso emergido en la luz, la impulsó a dar un brinco hacia atrás; se adhirió a la ventana. La saliva le resultó insípida dentro de la boca y ambas piernas flaquearon.
—No te asustes, pequeña. Si he venido hasta aquí es para salvarte —dijo el intruso.
—¡Salvarme!
—Ahora no hay tiempo para explicaciones —habló atropelladamente—. Ven conmigo, no te pasará nada.
La agarró de la mano y la condujo a la puerta de la habitación.
—Espera, ¿cómo sé si puedo fiarme de ti?
—Mírame bien. ¿Te parezco una mala persona?
Ella lo observó directo a los ojos. Su mirar parecía transparente. Respiró hondo. Cierta suspicacia la asfixiaba, provocaba que su corazón palpitara rápidamente. Tal vez debía arriesgarse y seguir al hombrecito. Tenía el impulso de hacerlo. Presentía que el escenario de su vida pronto cambiaría y todo iniciaba ahora con esta decisión.
Escudriñó aquel semblante una última vez.
—No, no me pareces una mala persona. Además, algo en mi interior me dice que debo confiar en ti.
El hombrecito, sin decir palabra, la llevó fuera de la habitación. Caminaron aprisa por un largo pasillo flanqueado de puertas opacas. Luego giraron a la izquierda y descendieron por unas escaleras hasta llegar al vestíbulo del hospicio.
Doce bombillas de una lámpara gigantesca alumbraban con excelencia el ámbito. Había cuadros en las paredes cuya amalgama de colores vivificaba el recinto en aquella noche de silencio amenazante. Un tapiz casi cubría de extremo a extremo la pared a su derecha, y delante una puerta de roble, de varios pestillos, permanecía abierta de una hoja. Junto a esta aguardaba inquieta una anciana vestida con un elegante atuendo de brocado.
—No tengas miedo, pequeña. La profesora Nélida está de nuestro lado.
Circe escuchó al hombrecito, pero mantuvo su vista al frente.
—¿Por qué tardaste tanto, Gudy? ¡Pensé que eras un enano sensato! Tú sabes lo que puede pasar si él la encuentra aquí, ¿no? —vociferó la anciana, dejando ver las arrugas escondidas alrededor de su boca.
El hombrecito agachó la cabeza:
—No fue culp…
Pero la reluciente señora no parecía esperar respuesta.
—¡Vamos ya, ahora mismo! Casi puedo sentir su presencia, debe estar por aquí.
—¿Quién? —preguntó Circe que había estado dudando sin decidirse a hablar o a estar en silencio como lo había hecho hasta el momento.
—Un hombre vil que ansía más que nada asesinarte —dijo secamente la señora.
Circe sintió un vacío en su estómago. Se halló confundida, con gran peso en todo su cuerpo. La respuesta fue fulminante:
—¡A mí! Pero ¿por qué?
—En su debido momento sabrás las cosas, por ahora centrémonos en abandonar este sitio urgentemente. ¡Vámonos!
—¿PERO SE VAN TAN PRONTO?
En el vestíbulo se propagó una voz resonante. Los tres volvieron la mirada hacia las escaleras y allí estaba un hombre alto con una capa oscura que se arrastraba por el suelo, calzado con toscas botas de cuero negro. La tez de nieve cuarteada y el cabello blanco evidenciaban su avanzada edad. Tenía ojos verdes y brillantes, y un talante miserable.
Circe experimentó vibraciones interiores antes de estremecerse de pies a cabeza. Aquel malhechor venía en busca de su muerte. El sudor principió a brotarle por los poros. No atinaba qué hacer. Debía correr, huir, sin embargo, los pies no respondían a su orden de reversa. Nerviosa, descubrió que su adversario portaba un báculo culminante en una calavera.
—¡Qué pena! Recién comienza la diversión. ¿No crees, Nélida?
—No, no creo, Corvus. Lo que tú llamas diversión significa muerte, tragedia, sufrimiento ajeno.
—¡Y qué es la vida si no hay quien ría y quien sufra! Tú sabes que el dolor de unos es el goce de otros.
—Pues no te voy a permitir que le hagas daño a ella —se interpuso.
—Será mejor que me la entregues, hermana...
—¡Eso nunca!
Nélida arrojó al suelo una esfera metálica y luego de un parpadeo de luz roja, unas cuerdas saltaron sobre el señor de negro en un intento fallido por apresarlo. Ella fue persistente. Arrojó otra, y otra, y otra más, pero Corvus era en verdad hábil: se escabullía entre las redes.
El hombrecito sacó, no supo bien Circe de dónde, un arco y un puñado de flechas. Pareció comprender que Nélida necesitaba apoyo en este duelo.
—¡Detente, Corvus! ¡Ni un paso más!
—Porque si no, ¿qué? ¿Qué harás, enano? ¿Acaso creen poder más que mi Amo? ¡Entiéndanlo de una vez! Ella fue sentenciada. No hay nada que puedan hacer.
Corvus caminó hacia ellos. La chica tiritó en silencio, más aún cuando destellaron los rubíes por ojos de la calavera.
La primera flecha voló, y así unas cuantas. Todas inútiles; se desviaban a diestra y a siniestra.
—Entréguenmela, no tienen salida.
—¡Te he dicho que no! —Nélida lanzó una última esfera.
—¡¡¡BASTA!!! —Las cuerdas reptaron como serpientes. Gudy no pudo escapar del enlace. Un viento huracanado sopló, abrió de un tirón las ventanas y la otra hoja de la gran puerta de roble. Los cuadros a una cayeron—. ¿Tú crees que estoy solo en esto, hermana? No, no lo estoy. El Amo no me mandó solo a esta encomienda…
Corvus hablaba, pero la mirada de Circe ya no se detenía en él, volaba por los contornos del vestíbulo. En las paredes se deslizaban confusamente ciertas sombras, como de personas, o quizás no, no podría asegurarlo. Se manifestaban alarmantemente rápidas. Sin embargo, lo más inquietante estaba en ese hedor sepulcral, como de muertos, y otra vez aquella opresión, aunque en ese instante triplicada.
—Haz conmigo cuanto quieras, pero deja ir a Circe.
—Nélida, Nélida, nunca pensé verte de rodillas enfrente de mí. ¿Tan bajo has caído?
La jovencita ya anticipaba la derrota. Debía hacer algo, pero ¿qué?, no se le ocurría nada.
—Piensa rápido, Circe, piensa —detalló su alrededor—. ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer? —Sus ojos no hallaron más que cuadros rotos en el suelo—. ¡Ya sé! —Tomó uno de los trozos de vidrio. Creyó que el primer paso para poder huir era desatar a Gudy. La puerta se encontraba abierta de par en par y, si andaban ligeros y con suerte, alcanzarían el carretón de caballos negros en las afueras del pórtico.
El hombrecito forcejeaba.
—Quédate quieto, Gudy. Te puedo cortar.
Las sogas cayeron.
—¡¡¡Nélida!!!
La anciana permanecía suspendida en el aire. Las manos de su propio hermano la alzaban en un evidente acto de estrangulamiento.
—¿Matarías a tu hermana, Corvus, a tu única hermana? —le inquirió Nélida con voz entrecortada.
—Sabes que lo haría, bien que lo haría.
Gudy tensó una flecha.
—No, espera. Lo haremos a mi modo.
La chica avistó una cuerda anudada a un gancho en la pared.
—¡Eso es!... Espere, espere. Por favor, espere —le gritó Circe—. No le haga daño, es a mí a quien usted quiere. Yo me entrego si promete no hacerles nada.
—¿Qué estás diciendo, pequeña? —dijo Gudy asustado—. Si te entregas te va a matar.
—¡Déjala! Circe es una jovencita muy sabia… Ven, querida, ven aquí.
Corvus había soltado a Nélida. La anciana jadeaba tumbada en el suelo.
—Está bien, pero antes aléjese de ella.
El señor de negro sonrió.
—Tú sí sabes negociar. —Se alejó lentamente.
Ella tenía en su mente un plan. Debía coordinarlo todo a la perfección. No podía darse el lujo de fallar.
Gudy socorrió a la anciana. Estaba pálida, palidísima, acentuada de arrugas y con una tos realmente incómoda.
—¿Qué esperas? Ven conmigo y la vida de ellos les será perdonada.
Circe experimentó en sus adentros una voz como de trueno: ¡AHORA!
Caminó con el triángulo de vidrio fuera de la vista de su enemigo.
—Tomaste la decisión correcta.
—De eso no tengo la menor duda.
Con la rapidez de un lince saltó, cortó la cuerda y ¡zas!, la lámpara se le vino encima a Corvus. Ante la sorpresa, él no consiguió apartarse.
Esto produjo un estruendo de tal grado, que no se ocultó para ningún oído en los pisos superiores.
El enano la miró perplejo, boquiabierto.
Por otro lado, Nélida lucía petrificada ante aquel cuerpo inerte.
—¡Pudiste… detener a… Corvus! Eres la primera persona que lo logra.
Circe no sabía qué decir, ella misma estaba asombrada por la precisión de sus cálculos. Nunca antes peleó por su vida, ni había tenido motivo de hacer tal destrozo y mucho menos de herir a una persona.
—Parece que Teodoro estaba en lo cierto.
—Sí, realmente ella es la Elegida —concluyó Nélida—. Ahora será mejor irnos. Esto para nada ha terminado.
Ninguno de los tres se había percatado de que el personal del orfanato los observaba al pie de la escalera. Atisbaron atónitos cómo corrieron, salieron y emprendieron la marcha a rumbos desconocidos.
Los presentes contemplaron incrédulos aquel panorama de destrucción. El vestíbulo estaba en penumbras. Los retratos, hechos trizas, los empujaban con sus zapatos al caminar.
Al pararse frente a la lámpara notaron que debajo yacía alguien. De inmediato el grupo acordó levantarla. Les costó trabajo, hasta que al fin pudieron quitarla de encima de aquel intruso.
—¿Está muerto? —Quiso saber una educadora.
—¡Por supuesto! ¡Quién sobreviviría a tal accidente! —concordaron otros dos.
Uno de los custodios se arrodilló, colocó la mano en el cuello y luego puso ambas manos en el pecho del supuesto difunto. Parecía no existir ninguna probabilidad de vida: su corazón no latía ni tampoco respiraba.
—Parece muerto.
El grupo entero entrelazó miradas. Sus semblantes decaían de pensativos a preocupados.
—Esta escena me resulta extraña —confesó la educadora—. Es inconcebible lo ocurrido aquí. ¿Quiénes son estas personas que secuestraron a la señorita Grimell? ¿Y quién es este hombre? ¿Cómo entraron? O, mejor dicho, ¿quién les dejó entrar? Es evidente que se trata de un complot. No hay nada forzado… Además, es cosa de niños creer que esa lámpara se haya caído por sí sola. Es obvio que esto apunta a ser un homicidio…
—Espera, Adela, no saquemos conclusiones precipitadas. Primero que todo, la señorita Grimell no parecía irse forzada. No debemos caer en especulaciones.
—¡Cómo que especulaciones! Está clarísimo…
—¡¡¡Miren!!! ¡El anciano no está!
Todos enfocaron el lugar del occiso. Había desaparecido.
Se quedaron pasmados. ¿Cómo era posible? Debía estar muerto. Ninguna persona resistiría semejante impacto. Pero de no estarlo, se encontraría él inconsciente o muy malherido, sin duda escaso de fuerzas para ponerse en pie y huir. ¡Qué hechos aquellos! La lógica se evaporaba ante tales circunstancias.
—¿Qué piensa usted sobre esto, Nesopo? —le preguntaron al más viejo del grupo.
—No quisiera parecer senil… Me temo que estos sucesos implican lo sobrenatural...
—¡Qué está diciendo!
—Sí, es cierto que a la ligera parece ser cosa de locos, pero mucho antes de que esto pasara, ya la noche se respiraba cargada, como si una influencia maligna hubiera invadido el orfanato.
—¡Es broma! ¡No estará hablando en serio! —Se escandalizó la educadora.
—Yo siempre hablo en serio, Adela… Al menos démonos por dichosos de que algo peor no haya acontecido. Les digo con toda franqueza, mi presentimiento era que sucedería una tragedia.
—¿Y acaso no ha sucedido? Al parecer, usted se ha olvidado de alguien. ¿Qué pasará con la señorita Grimell? Su desaparición será un verdadero problema.
—Ella siguió su camino, Adela. Un día lo hacemos. Simplemente diremos que fue adoptada.
—¡Usted todo lo resuelve tan fácil!
—Únicamente lo que está al alcance de mi mano… —Tornó los ojos al resto de los presentes—. Ya saben, si alguien pregunta, digan que ya entrada la noche la adoptó una familia rica. No inventen nombres, ni supuestos paraderos. Así vendrían las contradicciones. Ya yo me encargaré de falsificar el papeleo.
Hubo intercambios de miradas.
—¿Pero si…?
—¡Pero nada, profesora McDowell! ¡Es lo único sensato que podemos hacer! ¿O prefiere decir que se la llevaron sin más y que un hombre muerto se esfumó frente a sus narices? —Nesopo elevó la voz y sus palabras no eran ya tan pausadas—. Háganme caso. No tenemos opción. Mañana si es necesario hablaremos otra vez del asunto, se los aseguro. Pero hasta ese instante, este es nuestro acuerdo.
Las miradas se entrelazaron una vez más. Nadie se atrevió a insistir. Nesopo fue bien preciso con sus palabras.
Cada uno de ellos regresó a su dormitorio, excepto los custodios, quienes aseguraban las puertas y ventanas. El anciano fue el último en subir. Oteó el vestíbulo con expresión híbrida: entre cansada y perturbada. Finalmente se decidió a ascender con mucha calma por las escaleras.
CAPÍTULO 2
LA PROFECÍA
Nélida, Gudy y Circe andaban sobre un carretón de ruedas tambaleantes en medio del bosque. Los pájaros principiaban a anunciar la alborada ocultos en el follaje. Amanecía. La tierra estaba vegosa, llena de ardillas zigzagueantes.
La brisa ondeó el cabello de la chica mientras ella observaba su contorno con ojos pensativos. No comprendía nada. ¿Quiénes eran realmente ese enano y esa señora de blanco? ¿Por qué la ayudaron a escapar? Además, tampoco entendía quién era Corvus. ¿Por qué quería matarla? Todas esas preguntas perturbaban su mente. ¿Y ahora qué ocurrirá? ¿Qué pensarán las personas del orfanato? ¿La creerían secuestrada? ¿Y Corvus? ¿Estaría muerto? ¿Era ella una asesina? Mientras más cavilaba más nerviosa se ponía. Ya no podía contener tantas interrogantes.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
—Cerca de tu nuevo hogar —contestó Nélida—. No te impacientes. Espera.
Recorrían un sendero pedregoso flanqueado de árboles; algunos floridos, otros marchitos, unos altos y espinosos, con frutos, sin ellos, de hojas pardas, otros de corteza escamosa, e incluso, conoció una variedad que, según el ángulo de su mirada, sus hojas cambiaban de tonalidad. No existía semejanza alguna en relación con el bosque visitado en sus excursiones.
—En este minuto estás confundida, es comprensible. Cuando lleguemos a la Casa de las Patentes podrás aclarar tus dudas con el director.
—Discúlpeme, señora, ni siquiera le he preguntado cómo se siente después del encuentro con su hermano.
Nélida bajó la mirada.
—¡Cómo podría sentirme! Corvus es mi hermano menor. Siempre fuimos muy unidos…
—Entonces, ¿qué pasó? ¿Por qué la odia tanto?
—El poder, mi niña. El poder lo transformó en ese ser despreciable que es hoy… Yo recuerdo que desde su adolescencia procuraba ser líder entre sus amigos. Ansiaba sentirse poderoso, ocupar un trono y ser servido por muchos súbditos. Intenté que desistiera de esa locura y le propuse que se uniera a mis investigaciones científicas, pero nunca logré persuadirlo... Un día misteriosamente desapareció…
—¿Así, sin más?
—Así, sin más... Al cabo de largos años de incesable búsqueda oí unos rumores de un hombre que había hecho un pacto con una criatura espantosa y que esta alianza solo se quebraría con su muerte. Al instante supe que se trataba de mi hermano… —hizo una pausa—. Estuve indagando sobre esta criatura, pero hasta el día de hoy no tengo una noción clara de su identidad. Lo único que sé es que dotó a Corvus de habilidades increíbles, aunque al mismo tiempo volvió su corazón de piedra. Mi hermano nunca me hubiera lastimado, ¡créelo! Él no lo hubiera hecho. —Sus ojos estaban llorosos. Se esforzaba por mantener controladas sus emociones.
—No se ponga así, señora. Debe haber algo que usted pueda hacer.
—Precisamente ese «algo» no consigo descubrirlo. He buscado sin encontrar al causante de este cambio en mi hermano.
—Pues si realmente lo ama, continúe buscando, porque el que busca, halla; al que llama le es abierto y al que pida, se le dará. —Nélida se sorprendió.
—Claro —añadió Circe—, si sabe buscar correctamente, tocar en la puerta precisa y pedir a la única persona en quien a ojos cerrados se puede confiar.
—Tus palabras me son difíciles de entender.
Ella asintió.
Continuaron avanzando en silencio hasta que Circe otra vez habló:
—Quiero darles las gracias a ambos, por haberme rescatado. Tú, hombrecito, me defendiste como todo un gigante.
—Siempre que lo necesites podrás contar conmigo. —Gudy la miró con los inconfundibles destellos de la curiosidad—. Ahora solo dime una cosa. ¿Cómo es posible que prevalecieras ante Corvus?
La pregunta turbó a Circe.
—En mi mente surgió una voz… —recordó— y en un abrir y cerrar de ojos ya había trazado un plan. Tenía que hacer algo, Corvus iba a matarnos. ¡Créanme! ¡Yo no quería hacerlo! ¡No quería convertirme en una asesina!
—No te angusties, mi niña. —Gudy sacó un pañuelo—. Corvus no está muerto. Su derrota no será tan simple.
—¡No está muerto! ¡Pero esa lámpara…!
—¡Esa lámpara no es suficiente para acabar con el líder del Ejército Oscuro! Corvus, no sabemos cómo, dejó de ser una persona común y corriente.
—Lo que sí sabemos —puntualizó Nélida— es que no descansará hasta tenerte. Por eso te llevaremos a un lugar seguro.
Las palabras de Gudy tranquilizaron su alma. No era una asesina. Sin embargo, el comentario de Nélida perpetró una preocupación mayor. Si Corvus vivía no estaba a salvo. Aún corría peligro de muerte.
Pensando en esto arribaron a las fronteras de un poblado. Un cartel gigantesco rezaba: «Bienvenidos a Rimbaut, la ciudad de la ciencia». La carreta prosiguió por una superficie de adoquines.
Muy pronto comenzaron a ver las casas, diferentes en absoluto a las de cualquier comunidad. Una parecía un melón, en derredor tapiada; otra una bota; las siguientes eran cúbicas y esféricas; unas encimas de árboles; otras subterráneas; unas pocas como dulces; otras como panes. Todas celosamente adornadas. El césped de los jardines crecía como alfombra verde retoño y las flores germinaban de cuantos colores y tamaños existen.
—Te noto observadora —le dijo Gudy—. ¿Te gusta la ciudad?
—Sí, me gusta. —Miró a su alrededor con entusiasmo—. Un lugar hermoso para vivir.
—Sí, pequeña. Tú te mereces una vida mejor. ¡Eres tan joven! Debe haber sido difícil para ti haber vivido tantos años en un orfanato.
—Teodoro piensa lo mismo —intervino Nélida—. Lamento mucho la pérdida de tus padres.
—Cuando conozcas al director Teodoro verás que es una estupenda persona.
—Sí, de hecho, él nos está esperando —recalcó Nélida—. Apresura el paso, Gudy. ¡Parece que nos llevan hormigas en vez de caballos!
Circe detuvo el pensamiento en aquella anciana. Ciertamente era presumida. Traía atuendos finos y llevaba el cabello peinado con esmero. A cada tramo se empolvaba el rostro y sacaba un espejo de bolsillo para contemplarse. También bruñía sus prendas como quien se rehúsa a tener parte con la mugre ni afinidad con la vejez.
Luego tornó los ojos hacia las personas en las calles. Había quienes vestían traje y corbata, otros jeans y camisa; turbantes, velos y sombreros anticuados. Le maravillaba ver cómo los niños corrían de aquí para allá y de allá para acá libremente. No había autos, ni trenes, ni siquiera un bus de recorrido. Su carreta los hacía el centro de atención. Destacaban por ser el tono discordante. Finalmente se detuvo la carreta. Unas escaleras se desplegaban hasta lo alto de la Casa de las Patentes.
—Cuando hables con Teodoro pregúntale todo lo que necesites saber. No existe alguien mejor para aclarar tus dudas —aseguró Gudy.
—Por supuesto que lo haré
Se apeó. En el portal de la Casa de las Patentes dos estatuas custodiaban la puerta de entrada. Después de estas iniciaba un salón, donde sus figuras quedaban reflejadas en lo pulido del piso. En los flancos se erguían diminutas estatuas incandescentes y había puertas de oficinas y salones.
—¿No hay nadie aquí? El edificio está desolado —dijo Circe, quien esperaba ver a muchas personas de un lado para el otro.
—Hoy es domingo. El personal está de descanso. Solo el director está aquí, justo detrás de esa puerta. —Los tres se detuvieron frente a una puerta acristalada—. Es hora de que conozcas a Teodoro… Adelante, entra. —Nélida la condujo por el brazo.
Antes de que pudiera reaccionar ya la puerta se había abierto y ella estaba dentro. Volvió los ojos cuando esta nuevamente se cerraba.
Se trataba de una oficina humilde y pequeña el despacho del director, llena de estantes y libros; solo dos sillas y una mesa sobre la que garabateaba su firma un señor de espejuelos y sombrero redondos. A pesar del sonido del llavín al trancarse, el anfitrión proseguía en sus quehaceres como si no hubiera notado su presencia.
—Buenos días, señor. —El director dejó a un costado el bolígrafo y calmadamente se irguió a su estatura completa.
—No me llames señor. Soy Teodoro Rabintoon. Si te parece bien puedes llamarme profesor Rabintoon, después de todo quizás aprendas algunas cosas de mí.
—Estoy convencida de eso, profesor: Ahora si me permite, quisiera hacerle varias preguntas.
—Como desees, toma asiento.
—Está bien. —Se sentó—. Ahora dígame, ¿por qué quieren matarme? —El director se ciñó el sombrero y la miró fijo.
—Verás, Circe, tú eres la chica de la que habla la profecía.
—¡La profecía! ¿Qué profecía?
—Sí, señorita Grimell. —Colocó un pisapapeles sobre los documentos donde antes estuvo trabajando—. La profecía más conocida en Rimbaut fue proclamada por un viajero que al parecer vino de muy muy lejos. Este hombre era un estudioso consagrado y asombraba a los más grandes sabios de la región con sus enseñanzas. Pero la gente no simpatizó con su doctrina y lo expulsaron de la ciudad. Antes de marcharse, él aseguró que vendría en pos de Rimbaut un ejército poderosísimo al cual no podríamos vencer jamás con armas y tecnología, mas la Palabra que él portaba era viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos… Entonces presagió el advenimiento de una joven que derrotaría a este ejército con la eficacia de esta misma Palabra…
—No entiendo, profesor.
—Sí, es complicado de entender. Trataré de explicarte… Sabemos que Corvus está al mando de este ejército, pero no conocemos quién es su máximo líder. También tenemos constancia de que tú eres dicha joven, pero no comprendemos a ciencia cierta el significado de: «Una palabra viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos». Especulamos que es la antítesis del vacío y la oscuridad. Pensamos que tiene un sentido metafórico, evidentemente es improbable considerar que la Elegida, en este caso tú, pueda disuadirlos con palabras. «Una Palabra» alude a la esencia de esta arma o antídoto, por llamar de algún modo a la contrapartida de Corvus y «viva y eficaz» significa que es real y que se conoce su efectividad.
—Volviendo atrás —dijo Circe, retomando lo que más le preocupaba—. ¿Cómo de seguros están de que yo soy esa chica? Podría ser cualquier otra.
—Lo podría, es cierto. —Volvió a ajustarse el sombrero—. El profeta dio algunas referencias sobre la Elegida, y todas coinciden contigo. A pesar de ello, nuestra mayor certeza surgió cuando un infiltrado nos dijo que Corvus te tenía en la mira. Debes saber que él conoce todo cuanto acontece en esta ciudad, como quien posee una fuente misteriosa de información de esas cuya exactitud desconcierta…