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CINTIA LORENA DELGADO

21 Gramos


Delgado, Cintia Lorena

21 Gramos / Cintia Lorena Delgado. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-1749-4

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.

CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA

www.autoresdeargentina.com

info@autoresdeargentina.com

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Índice

Portada

Créditos

Índice

Agradecimientos

I. Nocturnal

II. El estanque de los imperfectos

III. El usurero de la oscuridad

IV. Miqui de cristal y acero

V. Ajuste de cuentas

VI. Espejo

VII. Desobediencia y confrontación

VIII. Tres segundos en sus zapatos

IX. Paradoja

Sinopsis

A mi padre, cómo te extraño, mi querido Vichy,

de vos heredé esta alternativa de caminar entre los sueños

y la realidad, de suspirar y de reír por las cosas más simples,

crecí oyendo tu risa y así quiero irme de este mundo,

recordándote siempre feliz.

A mi madre, Olga Nelly, la más fiel compañera de todas,

a mi lado cada día, lejos o cerca, pasara lo bueno o pasara lo malo,

tu apoyo fue un gran sostén en todas las etapas de mi vida,

me entiendas o no, siempre estás ahí, firme.

Agradecimientos

A Cora, mi amiga de la infancia, mi fuente de inspiración, mi heroína, cómplice de esta locura fantástica y parte de mi alma, si miro hacia atrás estamos ahí contando historias horas enteras… Si alguien me entiende, esa sos vos.

A Caro, mi hermana a quien puedo mirar, y sin decir nada, sabemos qué pensamos. Gracias por todo.

A Gera, un gran amigo, gracias por la contención en momentos difíciles, gracias por la comprensión, y por ser auténtico, gracias por la insistencia de decir… “Dale, hacelo, hacé lo que sientas, hacelo por vos y para vos”.

A Vale, por estar a cada momento conmigo y demostrarme el verdadero significado de la amistad.

A Vicky, gracias por tu asesoramiento en este importante paso, que es sin duda el primero de un largo y maravilloso camino.

Gracias, Dios, si es que realmente existís, y si alguna vez te sentí en forma de magia o en forma de letras, sacándome de lo más oscuro a través de conversaciones que solo vos y yo perpetuamos, incontables veces, empujándome a la bondad, borrando el odio y haciéndome fuerte.

Cintia

No hay peor oscuridad que la que llevamos adentro

I.
Nocturnal

Encendí mi duodécimo cigarrillo de la noche y me quité el flequillo de los ojos. Mi fría y tenebrosa sonrisa heló a los tres que estaban sentados a mi alrededor en la mesa redonda de algarrobo. Puse la vista sobre ellos e hice bailar mis huesudos dedos sobre las cartas a la altura de mi rostro. Era mi mano y lo sabían, podían olerlo en mi aura, estaba regocijándome de placer y quería disfrutarlo, tenía que hacer la jugada de una vez, pero lo demoré. El momento tenía un sabor especial, justo como el jugo sangriento del filete mal cocido que trituré con mis afilados colmillos veinte minutos atrás. Los nervios en los ojos de dos de esos tres incrementaron mi placer. Fijar mis profundos ojos negros sobre ellos mientras mis gruesas cejas querían unirse entre sí sobre el nacimiento de mi nariz adicionaba un condimento extra. Como el guacamole al taco, el azufre al alquitrán de este delicioso cigarro, el portaligas a los muslos femeninos.

Podía comenzar y terminar guerras, mover políticos a mi antojo, como si estuviera en un tablero de ajedrez. En mi tablero de ajedrez. Según qué tan aburrido me encuentre. Pero esta noche me costaba vencer en póker a la inmundicia esa sentada a mi derecha llamada Samuel, quien me miraba sin expresión alguna, algo tan fácil de hacer para él. ¿Qué se había puesto? Un ridículo traje color ladrillo cuyos pantalones pinzados eran algo cortos y al sentarse dejaban ver su talón al final, vistiendo unas igual de ridículas medias beige con rayas blancas, sin mencionar esos zapatos color té con leche que yo y mi buen gusto jamás usaríamos. Pero ya me había acostumbrado a lastimar mis retinas viendo su “extravagante y carente de estilo” modo de vestir. Su pálido rostro no decía nada, estaba tácito y pausado como cuando comenzó la partida y sus ojos verdes brillantes parpadeaban aireados y relajados, unos ojos que cualquier mortal desearía no ver jamás, pero que apreciaría en todo su esplendor al final de su corta existencia. Desde mi primer día en la ciudad a Samuel le gustaba visitarme seguido, era su forma de controlarme y dar un paseo, por eso siempre tenía preparado para él su whisky en las rocas, el de la botella con etiqueta dorada que tenía un toro esquelético postrado en el desierto. A decir verdad, esa botella era de mi autoría. Nadie sobre la faz de la tierra tenía ese nivel de calidad. Ese y solo ese lo hacía yo, un sorbo de él y tocabas las puertas del infierno. Recuerdo cuando Samuel lo probó aquella primerísima vez. Su rostro permaneció rígido y sin expresión como ahora y como ha sido y será siempre, pero yo pude leer en su mirada y percibí el momento exacto cuando el whisky hizo su llegada al paladar y cruzó la garganta activando sus sentidos. Fue como beber un cuarto de litro de lava de las profundidades de la tierra, lo sintió espeso y ardiente y luego comenzó a picar dejando una sensación adormecedora a su paso, como si se comiera la piel de su esófago y todo el resto del trayecto hacia su estómago. Fue un éxito rotundo solo ver que abrazó la botella en ese entonces y se la apropió. Por eso lo llamé “Lava del Infierno Morte” en honor a mi preciado e inmundo visitante.

La mesa redonda tenía a los otros dos viendo hacia mí con mayor expresividad, sus rostros demostraron un poco de incertidumbre y curiosidad. ¿Curiosidad, dije? Ese era el segundo nombre de Can, uno de los gemelos, el que estaba frente a mí comiéndose las uñas, impaciente como los chicos, mientras los tacos de sus zapatos golpeaban las patas de la silla en un ritmo imparable y molesto. Pero si curioso era su segundo nombre, molesto era su apellido. Can había estado conmigo desde que inició todo y se movía junto a mí en perfecta sincronía. En un pozo oscuro donde se arrastraban las serpientes necesitaba tener a un fiel súbdito, alguien que hiciera sin cuestionar, que evitara la racionalidad, que actuara y no tuviera fallas. El precio que debía pagar era soportar su jocosa personalidad. Y lo acepté porque, además, de tanto en tanto contaba chistes que valían la pena.

El otro gemelo era ella, Nadín, la más entrometida e insoportable, pero astuta y precisa. Su aspecto de chica gótica con excesivo maquillaje en los ojos y los labios rojos como la sangre fresca a veces lograban distraerme por un segundo, desprendía una sensualidad como onda expansiva que envolvía en una ardiente pasión a todo ser vivo que se le pusiera enfrente. Su piel, su pelo, su mirada, la forma de sus labios, sus finos rasgos faciales, todo en ella era una invitación al pecado, solo necesitaba aparecer para tener todas las miradas encima. Siempre la consideré una pieza valiosa de la casa. Sin embargo, su encanto no funcionaba conmigo, podría caminar desnuda sobre la mesa ahora mismo y yo seguiría concentrado en mis cartas y mi jugada y eso era lo que me diferenciaba de los hombres, yo podía controlar mis instintos más bajos. Eso la frustraba completamente, pero nunca se rendía y no la culpaba, le encantaba mirarme mordiéndose el labio inferior mientras sus ojos me quitaban la ropa, no le interesaba ganar la partida, solo quería sentarse junto a su hermano y estirar sus largas y perfectas piernas bajo la mesa para tocar mis rodillas. Como dije, ella sabía perfectamente que no tenía permitido ir más allá. De hecho, nadie podía tocarme, pero hacía una excepción con Nadín porque trabajaba para mí y, una vez más, era realmente valiosa, entonces, de vez en cuando, y solo de vez en cuando, la dejaba estirar la punta de sus finas botas negras de cuero para tocar mi rodilla y alimentar deseos que nunca se harían realidad, pero que afianzaban un lazo necesario entre ambos.

 

La pausa en bajar la carta estaba llegando al clímax para mí, había conseguido que Samuel hiciera un movimiento con algo de hartazgo, lo vi en sus ojos fríos, había sujetado sus cartas con ambas manos por un largo rato sin mirarme y de golpe estiró una de sus manos para tomar su vaso de whisky en las rocas, en ese momento golpearon la puerta del salón y esta se abrió sin darme tiempo a responder, a mirar siquiera y mucho menos a hacer mi jugada.

—Les advertí que no me hicieran salir de mi hueco por una trivialidad, Tony –gruñí entre dientes a mi empleado sin levantar la voz, quizás en un tono pacífico y cortante que lo aterró más que cualquier grito. Mientras me puse el saco negro encima, él sujetó mi cigarrillo, temblando. Lo miré fijo y acomodé el cuello de mi camisa, el lacayo tragó saliva dos veces y su titubeo colmó mi paciencia, así que continué mi paso incrementando un poco mi velocidad y agregué–: Estaba en medio de lo que podría llamarse “la mejor sesión de póker en dos mil setecientos años”, y para mí, que ya doblé esa edad y todo me aburre, digamos que por fin estaba entreteniéndome–.Guardé silencio. No pensaba aguardarlo ni mucho menos voltear a verlo, pero no dudé de que él temblaba, lo hacía por cualquier cosa y su cabeza de prominentes entradas y caída constante del cabello me lo recordaba; daba la impresión de que estaba trabajando en el lugar incorrecto, una persona que temblaba como papel sería más útil manejando la calesita de una plaza y no al personal más bravo que representaba mi club, pero ahí estaba, deambulando por mi antro y lo hacía porque era mi alcahuete más grande, asustadizo, sí, pero el buchón del patrón. Ajusté mi corbata favorita, la de color rojo sangre y cruzamos la puerta hacia el largo pasillo de luces verdes y rojas. Ciertamente no debía perder los estribos con él. Antonio hacía de puente entre mis demás empleados y yo y gracias a él mantenía mi contacto con ellos a lo mínimo e indispensable. Pero cuando dirigís un club de alta gama como lo es Nocturnal, y tenés a cargo una horda de inútiles, pasan estas cosas. ¿Qué cosas? Llegan e-mails y notificaciones, hay que actualizar permisos, pagar allá, pagar acá. Lo usual. Por eso estaba dando pasos lentos y reuniendo toda mi calma antes de pararme frente a ellos para oír la sarta de estupideces que siempre tenían para excusar la naturaleza de su inoperancia e incapacidad para lidiar con la presión.

Bien. Ellos decían que yo era el que estaba a cargo. Y podían apostar sus insípidas vidas de que así era. Era el maldito amo de este lugar y acá se respiraba y se dejaba de respirar cuando yo lo decía.

¿Cómo se lograba una posición como la mía? Haciendo bien las cosas encomendadas. Y esa era mi especialidad. Silencio absoluto. Discreción. Trabajo finalizado en tiempo y forma. Sin espacio para los reclamos. Sin rastros. Y, sobre todo, en un volumen descomunal. Cuando me pedían diez, yo llevaba veinte.

Seamos sinceros, estábamos en momentos críticos. ¡Todo alrededor era un caos! Y yo, cuando reinaba el caos, estaba en mi salsa. ¿Qué mejor oportunidad de obtener lo que quería cuando mis clientes acudían a mí, desesperados? ¿Qué era lo que quería? ¿Cuál era mi trabajo? ¿No era obvio? Todas las personas tenían lo que yo quería, desde el más pequeño hasta el más anciano, el hombre, la mujer. Todos.

En la época antigua los de mi clase debían ir tras ellos a escondidas y cazarlos en las penumbras de la noche cuando la ciudad dormía, los cobardes siempre huían despavoridos de su oscuro destino. Eso fue cambiando con el paso del tiempo. Cuando llegué aquí eran ellos los que venían a nosotros. Venían de rodillas y llorando. Era tan fácil, aunque teníamos mucho trabajo, funcionábamos igual que un banco, pero mejor, éramos puntuales, no hacíamos ningún tipo de discriminación y garantizábamos una satisfacción absoluta. Lisa y llanamente entrabas a mi despacho con las manos vacías y te ibas con lo que venías a buscar, no teníamos límites para conceder deseos. Para los que eran como yo, nada era imposible e inalcanzable de lograr. Nada. Siempre así de organizados desde que fundamos Nocturnal, éramos el queso en la ratonera. Todo acerca de este lugar y, principalmente nosotros, atraíamos a las ratas. La fachada de Nocturnal era como la de cualquier bar de alto nivel. Pero para ser claro el dinero no significaba absolutamente nada para mí y si lo usaba de manera ostentosa era solo para atraer a los impuros hacia mis garras.

Dinero. Repito: lo usaba porque el mundo giraba en torno a él y los sueños de las personas solo se hacían realidad a través de él.

¿No era una pena que viviéramos en el capitalismo? El 70% de los deseos de los hombres giraban en torno a la riqueza, el 70% de los deseos de las mujeres giraban en torno a conseguir hombres ricos. Muchos de esos hombres ricos se la pasaban metidos en mi club, admitiré que el whisky Lava del Infierno Morte no era solo el favorito de Samuel, algunos mortales tenían las suficientes agallas para beberlo, y no, no era una poción mágica que los tenía a todos flotando en el limbo, era simplemente el maldito alcohol que los ponía en sintonía y los hacía actuar como cerdos, sacando la basura oculta bajo la alfombra. Definitivamente el estado de ebriedad era el que los traía, los mantenía ahí y muchas veces les quitaba la vida. No sean injustos, ni se atrevan a hacernos responsables de toda la lacra de la humanidad, de sus instintos bajos y su ambición. Yo muchas veces solo fui testigo de lo que en verdad eran, esa oscuridad que nacía dentro de ellos y que, claro, me llenaba de orgullo. Por ejemplo, el Dr. Sander, director fundador del área educativa dentro del complejo penitenciario federal de la ciudad, impartía clases para la carrera de medicina y estaba a cargo de las demás carreras como secretario general y responsable, algo así como un rector en una universidad convencional, con la salvedad de que la mayoría de sus “alumnos” eran almas enfermas de la sociedad, todas lacras que apenas habiendo cumplido la mayoría de edad habían cometido delitos y estaban corrigiéndose. Pues bien, el Dr. Sander, este pulcro sujeto de 61 años, era padre y abuelo y tenía un perro que se llamaba Ángel y mordía a todo el vecindario y un pez, Pedro, que se comió a las hembras de la pecera y no era una piraña. Como buen hombre de cultura intachable, el viejo Sander leía mucho, además de educador, a veces ejercía la medicina en la calle asistiendo a quien lo necesite, todo un samaritano y ejemplo de ciudadano; otras veces regaba las plantas del jardín, conversaba con sus vecinos y dejaba buena propina a su barbero. Pero, bajo aquel rostro avejentado y de abundante barba blanca, el sujeto disfrazaba de rectitud ejemplar su odio latente por las personas imperfectas, sufría de algún delirio de superioridad, y sin tener el derecho juzgó y condenó a esos “alumnos de la penitenciaría” a vivir un infierno en la tierra, tomando como propio el poder destructor y corrompiendo aún más sus almas, sometiéndolos a toda clase de abusos físicos y sicológicos. Amparado por algún poder político que lo apadrinaba jamás recibió castigo por sus actos, algunos de los cuales derivaron en muertes y, en el caso de los que salieron, en máquinas de matar.

Aunque a veces se me escapaba de las manos, me refiero al momento; el tiempo solía alargarse más de lo que me gustaba, pues bien, no dependía de mí. Pero llegaba. Tarde o temprano llegaba, a personas como él les esperaba un castigo oscuro y eterno. Y ahí era mi turno. Me acomodaba el saco, ajustaba los botones de la manga de mi camisa blanca, movía hacia los lados el nudo ajustado de mi corbata, no porque quisiera aflojarla o me faltara el aire, todo lo contrario, me ponía de buen humor cada vez que acomodaba el nudo ejerciendo un poco más de presión sobre mi garganta. Y esa mañana me lo pregunté, mientras daba pasos hacia el Dr. Sander viéndolo ver hacia mí, postrado en el sillón de su oficina, me pregunté si la presión que ejercía el nudo de mi corbata sobre mi piel hasta el punto de sangrarla era la misma que sentía él en los últimos veinte segundos de su miserable vida. No era la primera vez que nos veíamos, en agosto la presión le jugó una mala pasada y paralizó parte de su boca, por lo que las inútiles palabras que intentaba balbucear cuando llegué a poner mi sonriente rostro sobre el suyo eran incomprensibles. Mi querido Dr. Rojo Sangre, como Can y yo nos referíamos al excelentísimo Dr. Sander, estaba tratando de pedirme ayuda. Quizás pensó que no era su hora y que yo llamaría a una ambulancia para extender su asquerosa existencia. Aún en sus últimos segundos, cuando tenía la chance de redimirse, pensó en él y no en lo que hizo, y eso me convenció de que sin mi ayuda estaba comprando un ticket directo abajo, el único lugar para él. Él ya era mío, me pertenecía desde el momento en que aceptó darle su alma a la oscuridad y yo largaba amplios suspiros mientras se la arrancaba del cuerpo que se aferraba al sillón, y la arrastraba por todo el piso de su elegante despacho al tiempo que el sol de la mañana que tanto aborrecía nos daba de lado cruzando su ventanal, haciendo que las sombras del piso parecieran caricaturas por mis pasos firmes y sus patadas al aire, lleno de terror. No hacía oídos sordos a sus súplicas, sus llantos pavoridos eran melodías para mí. Ellos siempre se encargaron de hacerse oír claramente, igual que nosotros. Samuel decía que éramos como los susurradores de poemas franceses. Saben de qué hablo. Esos que usaban un tubo de cartón, tomaban un poema y lo recitaban al oído del otro transportándolo a lugares soñados por un instante. Porque los humanos solo necesitaban un instante para cualquier cosa. Un instante de lujuria tomaba el control de sus cuerpos, un instante de furia los hacía perder la cabeza. Todo dependía de ellos y su capacidad de mantener la calma por un instante, pero evidentemente su debilidad hacía que no fuera fácil.

Nunca era fácil, sentían la presión del mundo sobre ellos, sentían el nudo presionar sus gargantas hasta sangrar, sentían la falta de aire y que ya no podían más, que era momento de quitar el zapato que pisaba sus cabezas para tomar la ventaja. Según los registros, eso fue lo que le pasó a una clienta inquieta en 1830. Eran tiempos difíciles para una de las regiones más australes del continente americano, una especie de carambola golpeaba desde el norte como efecto dominó que tocó todos los rincones del mundo, y el sur no fue la excepción. Samuel caminaba por las calles desbordado de trabajo como inodoro de baño público, la mierda del plano intermedio salía a la luz haciendo a los de abajo sentir envidia, la oscuridad había jodido a la gente en grande y eso hizo una reacción en cadena que duró décadas y que marcó a generaciones para siempre. Sin entrar en detalles políticos ni bélicos solo diré que esos años de muertes y desapariciones dividieron a las sociedades y alimentaron un creciente odio en lo más profundo de sus corazones. Ahora vayamos de lleno a la breve historia de la susodicha clienta, nuestra famosa enfermera Ruso, a quien poco le interesaba la política, solo veía, con sus ingenuos y jóvenes ojos negros, a través de las hojas grises de diarios antiguos, un mundo devastado por una falsa promesa de progreso y guerras verbales sin sentido entre las partes, que se repetía a lo largo del globo, las diferencias de pensamiento nunca llegarían a buen puerto o a un bien común, porque generalmente al de la vereda de enfrente jamás le importaban los motivos del otro, se apropiaban de la verdad y hacían ley de eso, era su bandera y en nombre de eso hacían lo que hacían, sumergiendo al mundo en el hambre, el miedo, la muerte.

La enfermera Ruso era una joven muchachita que trabajaba en el hospital militar como ayudante, en donde le pagaban con monedas abusando de su corta edad y con eso tenía que alimentar a sus dos pequeños hijos, mellizos, cuando llegaban tarde del colegio luego de ser castigados por conducta impropia, los hijos de la enfermera eran el calco de su madre, cínicos, problemáticos, sicóticos. Quizás era debido a la carne humana que comían. Ella pasó demasiada hambre en su niñez y adolescencia. Después de casarse, a los diecisiete años, con ese hombre que le llevaba veinte, la crisis golpeó a todos aún más duro y su familia se vio obligada a luchar, se estaba repitiendo su karma de infancia, sus dolores de estómago por ir a la cama sin comer ahora atacaban a sus hijos. La comida era necesaria para que funcionara bien el cerebro, para proteger el organismo de enfermedades, la falta de eso había elevado los niveles de locura de la enfermera por las nubes. Pero ¿qué iba a hacer? ¿Quejarse? No podía quejarse. Sí. Sí podía. Pero eso no traería comida a su mesa. Y fue cuando los ojos oscuros de aquel sombrío esposo trajeron la respuesta. Ella sin dudarlo lo siguió. Había llorado y suplicado por un hombre que cambiara su vida, que le diera el valor. Y esas palabras de su propia voz interna aparecieron flotando ante ella como una revelación:

 

“Ya no seré carnada en este mundo absurdo, seré alguien que tome la iniciativa y no se deje pisotear nunca más. Daría mi alma sin dudarlo por tener un poco de valor en lo que queda de este camino de mierda para comer y dejar de ser comida de alguien más”.

No podíamos decir que la enfermera estaba en todos sus cabales. Le brillaban demasiado los ojos, estaban totalmente cristalizados y salidos de su órbita, puestos sobre el hombre de mirada profunda y oscura que estaba frente a ella. El gesto en el rostro de la chica fue aterrador y fascinante, las comisuras de su boca les llegaban casi a los oídos en la ambición de lograr una amplia sonrisa a pesar de que esta estaba cubierta de lágrimas que fueron imposibles de contener. Y un lugar cercano a la mayor profundidad de su alma se abrió escuchando su pedido, y la voluntad solicitada la envolvió por completo trayendo consigo la misma oscuridad. El hambre fue imperativo, porque la crisis se agudizaba y la situación difícil iba de mal en peor para todos, eso nunca cambió, los que habían cambiado fueron ellos, no iban a pasar hambre nunca más, ni iban a ser comidos por la crisis y cuando no quedaron animales en el barrio por comer siguieron los enfermos del hospital.

Él fue el primero en irse, el padre de familia dejó el mundo alcanzado por una afilada cuchilla de venganza. Pero la esposa estaba demasiado compenetrada en salvarse ella y a sus hijos que en derramar lágrimas, se había vaciado mucho tiempo atrás, arrojando sus emociones a ese agujero oscuro que se abrió en su interior. Cuando su hora llegó estaba demasiado perdida como para redimirse de algo, había perdido la vista por comer tantos gatos y había perdido la razón por descuartizar y comer tantas personas, debía trozarlos para que entraran en la gran cacerola de aluminio donde preparaba la sopa para todos, alentada por su marido que le recordaba a su joven esposa enfermera sus dotes con el bisturí.

¿Cómo olvidar a la familia caníbal del sur?

Durante mucho tiempo y aun cuando pasaron tantos otros nombres, los de arriba insistían en recordarme a la enfermera Ruso y a sus hijitos, decían que habíamos hecho trampa con ella por presentarle a quien la desposaría y contaminaría su vida, pero mi respuesta fue siempre la misma, ella siempre pudo decir que no, pero eso estaba dentro de ella. Todos tenían la oportunidad de negarse. La lista era infinita, los ejemplos millones y nuestras confrontaciones con los de arriba por estos temas nunca se hacían esperar.

Sí. Cada día era una nueva batalla con ellos, pero hacían interesante el juego. Parecía una guerra entre el bien y el mal, entre la luz y la oscuridad y bla, bla. Y lo era. Siempre se trataba de eso, de los buenos y los malos, y dije claramente buenos y malos, no buenos contra malos. Nosotros éramos los de abajo y ellos los de arriba, así nos catalogábamos, ya que aquí los buenos y los malos eran las personas del plano intermedio, los mortales, las almas errantes dando los pasos correctos o incorrectos. Desde el principio de los tiempos existieron las sombras, seres oscuros nacidos en el corazón de cada ser vivo y desde entonces los detectábamos y los recolectábamos, las arrancábamos del ser, separábamos el contenido del envase.

¿Sonó raro? Eso eran las personas al fin y al cabo, eran almas.

Debería hablar de esto un poco más. De lo que había detrás de los ojos de la gente, eso que llevaban por dentro y que los diferenciaba de las máquinas. Y que claro, los diferenciaba a uno de los otros. La esencia, el verdadero ser y lo que duraba para siempre.

Siempre encontré errónea la frase “No tenés alma” para señalar actos terribles, porque los mismos humanos romantizaron la existencia del alma como algo bueno y su ausencia como algo malo. Pero no era así, el alma existía en cada ser vivo, era el motor de todas las acciones y forjador del carácter de las personas, hasta de las más oscuras. Sin un alma, la gente solo sería un cuerpo andante, reaccionando a sus instintos de existencia con actitudes solo destinadas a dicha supervivencia y continuidad, solo movida por tal instinto en una imitación sin fin del otro, utilizando el raciocinio como motor. Entonces, si existe el raciocinio y es lo que colocó al hombre en la punta de la pirámide como mayor depredador, ¿qué diferenciaba a unos de otros? ¿Por qué unos razonaban de una manera diferente si el fin seguía siendo la supervivencia de la especie? Había algo dentro de cada uno que hablaba constantemente, tomaba las decisiones más importantes, formaba al ser y a su raciocinio. Ese algo era lo que mandaba y lo que hacía diferentes a unos de los otros, una voz que ponía límites o los quitaba, dependiendo de qué tan fuerte fuera el control que ejercía o que le fuera permitido ejercer.

Eso era el alma.

Las culturas a lo largo de las diferentes épocas trataron de encontrar explicaciones sobre la existencia del alma, por ejemplo, en la religión, prometiendo la salvación y la vida eterna junto al creador o la condena a un infierno según correspondiera. Y en la misma ciencia; que afirmaba su peso en 21 gramos, detectando como tal el peso que el cuerpo perdía, inexplicablemente, al morir. Un peso interesante y bastante cercano a la realidad, ya que cuando los arrastraba me resultaban livianos, aun aquellos que presentaban resistencia. Así lo veía yo, estábamos limpiando la humanidad, pero para los seres de luz nuestro trabajo no era claro, no era sensato y no seguía las reglas, nos tildaron de contaminadores, de traicioneros, de usurpadores de almas. Ellos decían que estaban para proteger a todas las almas de la humanidad.

Sí, “a todas”. Creían en el arrepentimiento y la redención y aquellos seres que no lograban sentir eso ni ser dignos del perdón, no eran humanos normales a sus ojos, eran “cosas demoníacas” que ni llegaban a tener una calificación, seres oscuros, bestias, lobos bajo piel de cordero.

Por esos tiempos antiguos se determinó un Acta de acuerdo, confeccionada y firmada por los 14 Máximos, que representaban todos los estados del hombre. los Siete de la Luz y los Siete Oscuros. ¿Pueden imaginar semejante protocolo y papeleo a ese nivel? No es que llegaron una tarde soleada a sentarse en una larga mesa de mármol a discutir quién tenía más almas capturadas o quién cautivaba mejor a los mortales mientras el ocaso se escondía entre las nubes grises que avecinaban una tormenta de las más grandes y extensas. Pues algo así fue, pero no tan elegante ni pacífico. Hubo un tiempo en que se compartió el plano superior y los 14 Máximos velaban por los humanos, pero la guerra no tardó en llegar entre ellos, los siete que representaban la peor faceta del hombre estaban fuera de control y comenzaron a cuestionar a los Siete de la Luz y estos a cuestionarlos a ellos y a la constante manipulación. La guerra duró siglos contabilizada en tiempo humano y finalmente los Siete de la Luz vencieron y desterraron del plano superior a sus pares, apodándolos desde entonces como los Siete Oscuros. Así fueron denominados en El Pacto Infrangible que los 14 firmaron de puño y letra. Estos quedarían confinados para toda la eternidad al plano inferior y se ocuparían de las almas de los condenados, los que no eran dignos de la luz, como ellos.

Pero el pacto era más extenso y tenía un sinfín de artículos que iba para ambos lados: nosotros, los oscuros, no podíamos tocar a los mortales sin su consentimiento y no podíamos quitarles la vida, entre otros puntos importantes. Y para que no nos instaláramos en el mundo humano, los de la luz intervinieron con algún poder divido para que nos enfermáramos si comíamos de su comida o bebíamos cualquier líquido desde alcohol hasta simplemente agua, eso hacía que luego de un breve período de estadía se debiera cambiar el administrador de Nocturnal. Y era mi maldito turno. Punto aparte era el tema que los de arriba también enfermaban si mentían, pero eso era parte de su dogma, no nos pasaba a nosotros.

¿Que si nos preocupaba el pacto infrangible? No. Debíamos cumplirlo y ya. Eso no iba a detenernos. Nosotros éramos sombras y cazábamos sombras, ningún castigo podía venírsenos encima si aplicábamos el pacto a la perfección.

Cuando los Siete Oscuros me llamaron para darme la encomienda de subir al intermedio y tomar el poder en Nocturnal me sorprendí, me sentí orgulloso de mí mismo porque creía en mis capacidades y porque detestaba ver a las lacras arrastrarse por la tierra y vivir de los otros como parásitos succionadores. Los mortales me producían repulsión, todos ellos sin distinción, así que accedí inmediatamente a la orden a pesar de que no tenía experiencia y era joven al lado de los otros seres oscuros que iban y venían como si nada. Los Siete Oscuros siempre habían enviado a sus consentidos al plano intermedio para recordarles a los de arriba que no se habían rendido ni mucho menos y que su expulsión del plano superior era válida, pero que se quedarían con las personas del intermedio, porque todos llevaban oscuridad por dentro.