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David Copperfield

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-Señorito Davy, ¿la ha visto usted?

-Sólo un momento, mientras estaba desvanecida -le respondí suavemente.

Anduvimos un poco más y dijo:

-Señorito Davy, ¿cree usted que la volverá a ver?

-Quizá sea demasiado doloroso para ella -dije.

-Ya lo había pensado -añadió-; es probable, sí, señor; es probable.

-Pero, Ham -le dije dulcemente-, si hay algo que yo pueda escribirle de tu parte, en el caso de que no se lo pueda decir; si hay algo que quieras hacerle saber, lo consideraré como un deber sagrado.

-Lo sé, y se lo agradezco muchísimo. En efecto, hay algo que yo quisiera que le dijeran o le escribieran.

-¿Qué es?

Anduvimos un rato en silencio y continuó:

-No se trata de decirle que la perdono; de eso no hay por qué hablar. Lo que quiero es pedirle que me perdone a mí por haberle impuesto mi cariño. Muchas veces pienso que si no me hubiera prometido su mano hubiese tenido la bastante confianza, por amistad, para contarme lo que luchaba interiormente, y me habría consultado, y quizá hubiese podido salvarla.

Le estreché la mano.

-¿Es eso todo?

-Aún hay algo -añadió-, si es que puedo decirlo.

Seguimos andando un poco antes de que volviera a hablar.

No es que llorase durante las pausas, que expresaré por puntos. Solamente se concentraba en sí mismo para hablar con mayor sencillez.

-La amaba (y amo su memoria) muy profundamente para hacerle creer que soy dichoso… Yo no podría ser dichoso más que olvidándola, y no creo que pueda soportar que le dijeran semejante cosa. Pero si usted que es tan discreto, señorito Davy, pudiera pensar algo para hacerla creer que no estoy enfadado… que la sigo queriendo… y que la compadezco… ; algo para hacerla creer que no estoy hastiado de mi vida… y que, por el contrario, espero verla un día, sin reproches, allí donde los malos dejan descansar a los buenos y se encuentra el reposo… Algo que pudiera tranquilizar su pena sin hacerla creer que yo pueda llegar nunca a casarme, ni que otra pueda ocupar jamás el lugar que ella ocupaba… Yo le pediría… le dijese que no dejo de rogar por ella, que tan querida me era…

Estreché de nuevo su mano de hombre y le dije que me encargaba de hacer lo mejor posible o que él quería.

-Muchas gracias, señorito -respondió-. Ha sido muy amable por su parte al venir a buscarme, como también al acompañar a mi tío hasta aquí. Señorito Davy, sé muy bien que no le volveré a ver, aunque mi tía quiere it a Londres, antes de que partan, para despedirlos. Estoy seguro; no lo decimos, pero así será, y más vale que así sea. Cuando la vea por última vez (la última), ¿querrá darle las gracias del huérfano para el que fue más que un padre?

También le prometí cumplir esto fielmente.

-Muchas gracias una vez más —dijo, dándome cordialmente la mano-; ya sé dónde va usted. ¡Adiós!

Agitando las manos, como para explicarme que no podía entrar en aquel sitio, dio media vuelta.

Al seguirle con la vista, cruzando aquel desierto a la luz de la luna, le vi volver la cara hacia una faja de luz plateada, que brillaba en el mar, y pasar mirándola hasta que no fue más que una sombra en la distancia.

La puerta de la casa-barco estaba abierta cuando me acerqué, y al entrar la encontré vacía de mobiliario, salvo un viejo cofre sobre el que estaba sentada mistress Gudmige, con una cesta en las rodillas y mirando a míster Peggotty. Este apoyaba un codo en la chimenea, mirando algunas brasas mortecinas; pero levantó la cabeza al entrar yo y habló de un modo jovial.

-¡Ah! ¿Viene usted a despedimos, como prometió? -dijo levantando la vela-. Está esto muy desnudo, ¿verdad?

-Efectivamente, han aprovechado ustedes el tiempo -respondí.

-Sí; no hemos estado ociosos. Mistress Gudmige ha trabajado como un… no sé como quién ha trabajado mistress Gudmige -dijo míster Peggotty mirándola, sin haber podido encontrar un símil satisfactorio.

Mistress Gudmige, inclinada sobre su cesta, no hizo ninguna observación.

-Ahí tiene usted el mismo cofre sobre el que se sentaba usted al lado de Emily -dijo míster Peggotty en un murmullo-. Lo voy a llevar conmigo a última hora; y ahí está su cuartito, señorito Davy, tan vacío que no puede estar más.

El viento, aunque flojo, sonaba solemnemente, rodeando la casa desierta de un murmullo de tristeza.

Todo había desaparecido, incluso el espejito con marco de conchas. Me acordé de cuando me acosté allí mientras se hizo el primer cambio grande en mi casa. Pensé en la criatura de ojos azules que me había encantado. Pensé en Steerforth, y una loca y deliciosa ilusión me hizo creer que estaba allí mismo y que se le podría encontrar en cuanto quisiera,

-Pasará tiempo -dijo míster Peggotty en voz baja hasta que el barco tenga nuevos inquilinos. Lo miran como cosa maldita.

-¿Pertenece a alguien de la vecindad? -pregunté.

-A un constructor de mástiles del pueblo -dijo míster Peggotty-. Voy a darle la llave esta noche.

Miramos en el otro cuartito y volvimos al lado de mistress Gudmige, que continuaba sentada en el cofre. Míster Peggotty puso la luz en la chimenea y le rogó que se levantara para sacar el cofre antes de que se apagara la vela.

-Daniel —dijo de repente mistress Gudmige, dejando el cesto y colgándose de su brazo-, mi querido Daniel, las palabras de despedida que se me ocurren es que no quiero separarme de vosotros. No me dejéis aquí. ¡Por Dios, no me dejéis!

Míster Peggotty, asustado, miraba a mistress Gudmige, y luego a mí, y después de mí a mistress Gudmige, como si despertase de un sueño.

-No me dejéis, querido Daniel, no me dejéis -repetía mistress Gudmige con fervor-. Llévame contigo, Daniel, llévame con Emily. Seré vuestra criada fiel y leal. Si hay esclavos en la tierra donde vais, seré yo una de vuestras esclavas, y muy dichosa de serlo; pero no me dejéis, Daniel, por favor.

-Amiga mía -dijo míster Peggotty moviendo la cabeza-, no sabe usted lo largo que es el viaje y lo penosa que será allí la vida.

-Sí, ya lo sé, Daniel, me lo figuro -gritaba mistress Gudmige-; pero mis últimas palabras bajo este techo son que me volveré a esta casa y aquí me moriré si no me lleváis con vosotros. Sé labrar, Daniel, puedo trabajar; puedo vivir una vida penosa, y puedo ser cariñosa y paciente más de lo que te figuras, Daniel. Si quisieras probar. No tocaré tu renta aunque me esté muriendo de necesidad, Daniel Peggotty; pero iré contigo y con Emily aunque me llevéis al fin del mundo. Sé muy bien lo que es. Sé que pensáis que soy taciturna y gruñona; pero, querido mío, ya no soy como antes. No en balde he estado aquí pensando y meditando en vuestras desgracias. Señorito Davy, ¡háblele usted por mí! Conozco sus costumbres y las de Emily, y sé sus penas, y podré consolarlos algunas veces y trabajar siempre por ellos. Daniel, querido Daniel, ¡déjame ir contigo!

Y mistress Gudmige cogía su mano y la besaba con una familiaridad cariñosa y afectuosa, en un arrebato de devoción y gratitud que bien se lo merecía.

Sacamos el cofre, apagamos la vela, cerrarnos por fuera la puerta y abandonamos el barco, que quedó como un espectro negro en la noche tormentosa. Al día siguiente, cuando volvíamos a Londres en la baca de la diligencia, mistress Gudmige y su cesta estaban instaladas en el asiento trasero, y mistress Gudmige se sentía tan dichosa…

Capítulo 12 Asisto a una explosión

Cuando llegó la víspera del día para el cual míster Micawber nos había dado una cita tan misteriosa, consultamos mi tía y yo la manera de proceder, pues mi tía no tenía ganas de separarse de Dora. ¡Oh con qué facilidad transportaba ya a Dora en mis brazos de un lado a otro!

A pesar del deseo expresado por míster Micawber, estábamos decididos a que mi tía se quedara en casa y que le representara míster Dick. En una palabra, lo teníamos ya decidido así, cuando Dora nos lo trastornó de nuevo, declarando que nunca se perdonaría a sí misma ni a la mala persona de su marido, si mi tía, bajo cualquier pretexto, se quedaba allí.

-No le dirigiré la palabra -dijo Dora a mi tía sacudiendo los rizos-. Estaré insoportable. Haré que Jip le esté ladrando todo el día. Si no va usted, me convenceré de que es una vieja gruñona.

-¡Bah, bah, Capullito! -dijo mi tía riéndose-. ¡Ya sabes que no puedes hacer nada sin mí!..

-Sí que puedo -contestó Dora-. Y no me hace usted ninguna falta. Durante todo el día no sube ni baja una vez por verme. Nunca se sienta a mi lado, ni me cuenta cuentos de Doady, de cómo tenía los zapatos rotos y cómo estaba cubierto de polvo el pobrecito. Nunca hace usted nada por darme gusto, ¿verdad?

Dora se apresuró a besar a mi tía, y dijo:

-Sí, sí que lo hace; lo digo en broma. (Por temor de que mi tía tomara la cosa en serio.)

-Pero, tía -continuó Dora en tono mimoso-, escúcheme usted bien. Tiene usted que ir; le atormentaré hasta que haga lo que yo quiero, y le haré pasar muy malos ratos a ese chico si no la convence. Me pondré insoportable, y Jip lo mismo. Y si no se va, no la dejaré un momento tranquila, para que le pese el no haberse marchado. Además -dijo Dora echándose el pelo hacia atrás y mirándonos con inquietud-, ¿por qué no han de ir ustedes? ¿Es que estoy muy enferma? ¿Verdad?

-¡ Vaya una pregunta! —exclamó mi tía.

-¡Qué idea! —dije yo.

-Sí; ya sé que soy una tontuela -dijo Dora mirándonos fijamente a uno y a otro y ofreciéndonos sus labios para que la besáramos, mientras se tendía en la cama-. Bueno; si es así, tenéis que marcharos los dos, y si no, no les creeré, y eso me hará llorar.

 

Vi en la expresión de mi tía que empezaba a ceder, y Dora también lo vio y se puso muy contenta.

-Volverán con tantas cosas que contarme, que me hará falta lo menos una semana para comprenderlas -dijo Dora-. Porque ya sé que no lo entenderé en mucho tiempo si hay negocios en ello. Y seguramente habrá algún negocio. Y si además hay algo que sumar, no sé cómo me las voy a arreglar; y este malo estará todo el tiempo fastidiando. Así, pues, se marcharán ustedes, ¿verdad? No estarán fuera más que una noche, y entre tanto Jip me cuidará. Doady me subirá antes de que se marchen, y no bajaré hasta que vuelvan. Llevarán a Agnes una carta mía llena de reproches porque no viene a vernos.

Sin más comentarios decidimos que nos marcharíamos los dos y que Dora era una impostora infantil que fingía estar muy mala para que la mimasen. Estaba muy contenta, y mi tía, míster Dick, Traddles y yo nos fuimos aquella noche a Canterbury, en la diligencia de Dover.

En el hotel en que míster Micawber nos rogó que le esperásemos, y al que llegamos a media noche, después de algunas molestias; encontré una carta suya diciéndome que aparecería a la mañana siguiente, a las nueve y media en punto. Después de eso fuimos todos, tiritando, a esa hora intempestiva, a acostarnos en nuestras respectivas camas, pasando a través de estrechos pasillos que olían como si durante años enteros hubieran estado metidos en una disolución de sopa y estiércol.

A la mañana siguiente, muy temprano, vagaba yo por aquellas viejas calles tranquilas, confundido otra vez con las sombras de los claustros venerables y de las iglesias. Los cuervos seguían planeando sobre las torres de la catedral, y las torres mismas, que dominaban toda la rica región de los contornos, con sus graciosos arroyos, parecían hendir el aire matinal como si nada hubiera cambiado en la tierra. Sin embargo, las campanas al sonar me decían tristemente el cambio de todas las vacas de este mundo, y me recordaban su propia vejez y la juventud de mi querida Dora; me contaban la vida de todos los que habían pasado cerca de ellas, que jamás envejecieron, que vivieron, amaron, murieron mientras que el sonido plañidero resonaba en la armadura enmohecida del Príncipe Negro, para perderse después en el espacio, como un círculo que se forma y desaparece en la superficie de las aguas.

Miré la vieja casa desde la esquina de la calle sin atreverme a acercarme, por no perjudicar involuntariamente, si acaso era observado, el motivo por el que había venido. El sol de la mañana doraba con sus rayos el tejado y las ventanas, y sus resplandores conmovían mi corazón.

Me paseé por los contornos durante una hora o dos, y regresé por la calle principal, que en el intervalo había sacudido su último sueño. Entre los que abrían las tiendas vi a mi antiguo enemigo, el carnicero, que ahora parecía un personaje importante, meciendo a un niño.

Al sentarnos a desayunar estábamos todos muy inquietos e impacientes. A medida que se acercaban las nueve y media, nuestra agitación esperando a míster Micawber iba creciendo. Al fin, sin hacer caso del desayuno, el cual, excepto para míster Dick, había sido desde el primer momento una pura fórmula, mi tía empezó a pasearse de un lado a otro de la habitación. Traddles se sentó en un sofá, haciendo como que leía el periódico, pero con los ojos fijos en el techo; y yo miraba por la ventana para avisar la llegada de míster Micawber. No tuve que esperar mucho, pues a la primera campanada de la media apareció en la calle.

-¡Aquí está! —dije- ¡Y no trae su traje negro!

Mi tía se ató las cintas de su cofia (había bajado a desayunar con ella) y se puso su chal, como preparándose para cualquier asunto que requiriese toda su energía. Traddles se abrochó con resolución la chaqueta. Míster Dick, aturdido con aquellos formidables preparativos, pero juzgando necesario imitarlos, se encasquetó el sombrero hasta las orejas, con las dos manos, con toda la energía que pudo, a instantáneamente se lo volvió a quitar para saludar a míster Micawber.

-Señores y señora -dijo míster Micawber-, ¡buenos días! Mi querido señor -dijo a míster Dick, que le estrechaba la mano violentamente-, es usted extraordinariamente amable.

-¿,Ha desayunado usted? -dijo míster Dick-. Tome usted algo.

-Por nada del mundo, amigo mío —exclamó míster Micawber impidiéndole que tocara el timbre-; el apetito y yo, míster Dixon, hace tiempo que somos extraños el uno al otro.

Míster Dixon estaba tan contento con su nuevo nombre, y le parecía tan amable que míster Micawber se lo hubiera dado, que volvió a estrecharle la mano y a reírse como un chiquillo.

-Dick -dijo mi tía-, ten cuidado.

Dick se recobró enrojeciendo.

-Ahora, caballero -dijo mi tía a míster Micawber, mientras se ponía los guantes-, estamos dispuestos para ir al Vesubio o a cualquier otro sitio en cuanto usted guste.

-Señora —contestó míster Micawber-, creo que efectivamente asistirá usted pronto a una explosión. Míster Traddles, creo que tengo su permiso para mencionar aquí que usted y yo hemos tenido algunas confidencias.

-Es indudablemente un hecho, Copperfield -dijo Traddles, al cual yo miraba sorprendido- Míster Micawber me ha consultado sobre lo que pensaba hacer, y yo le he dado mi opinión lo mejor que he podido.

-A menos de equivocarme, míster Traddles -siguió diciendo míster Micawber-, lo que tengo intención de descubrir es muy importante.

-Extremadamente -dijo Traddles.

-Quizá en esas circunstancias, señora y señores -dijo míster Micawber-, me harán ustedes el favor de someterse por un momento a la dirección de un hombre que, aunque indigno de considerarse de otra manera que como una frágil barca naufragada sobre la playa de la vida humana, es todavía un hombre como ustedes, aunque aplastado por errores individuales y por una total combinación de circunstancias que le han obligado a cambiar su forma primitiva.

-Tenemos plena confianza en usted, míster Micawber -dije yo-, y haremos lo que usted quiera.

-Míster Copperfield -contestó míster Micawber-, no está, por ahora, mal colocada su confianza. Les ruego me permitan adelantarme cinco minutos, y luego recibiré a todos los presentes, que deben preguntar por miss Wickfield, en la oficina de Wickfield-Heep, de la cual soy empleado.

Mi tía y yo miramos a Traddles, que hacía una señal de asentimiento.

-No tengo nada más que decir por ahora -añadió míster Micawber.

Y, con gran sorpresa mía, nos saludó a todos ceremoniosamente y desapareció. Sus modales eran muy extraños y su cara estaba extraordinariamente pálida. Traddles fue el único que sonrió, moviendo la cabeza, con su pelo más tieso que nunca, al mirarle yo pidiéndole una explicación; como último recurso saqué mi reloj y estuve contando cinco minutos. Mi tía, con su reloj en mano, hizo lo propio. Cuando transcurrió el tiempo fijado, Traddles le dio el brazo, y nos dirigimos todos juntos a la vieja mansión, sin decir una sola palabra por el camino.

Encontramos a míster Micawber en el pupitre de su despacho, en la planta baja de la torre, escribiendo, o haciendo como que escribía, con la mayor actividad. La larga regla de oficinista atravesaba su chaleco, y no muy bien disimulada, pues un palmo o más del instrumento se dejaba ver como una nueva especie de chorrera.

Como me pareció que yo era el que debía hablar, dije en voz alta:

-¿Cómo está usted, míster Micawber?

-Míster Copperfield -dijo míster Micawber gravemente-, ¿supongo que se encuentra usted bien?

-¿Está miss Wickfield en casa? —dije yo.

-Míster Wickfield está en la cama, algo indispuesto, con una fiebre reumática -contestó él-; pero estoy seguro de que miss Wickfield se alegrará mucho de ver a sus antiguos amigos. ¿Quieren ustedes pasar, señores?

Nos precedió al comedor (la primera habitación que había pisado cuando entré por primera vez en aquella casa), y empujando la puerta de lo que antes era el despacho de míster Wickfield, dijo con voz sonora:

-¡Miss Trotwood, míster David Copperfield, míster Thomas Traddles y míster Dixon!

No había visto a Uriah Heep desde el día en que le pegué. Evidentemente nuestra visita le chocaba casi tanto como nos extrañaba a nosotros mismos. No frunció el entrecejo, porque no tenía cejas; pero nos miró con tal ceño, que parecía que tenía los ojos cerrados, mientras la precipitación con que llevaba su mano cartilaginosa a la barbilla mostraba miedo y sorpresa. Esto fue cosa de un segundo, en el momento de entrar en su cuarto, cuando le vislumbré por encima del hombro de mi tía. Inmediatamente después se puso tan humilde y servil como siempre.

-¡Realmente -dijo- es un placer inesperado, una suerte, tener tantos amigos a un tiempo alrededor de uno!.. Míster Copperfield, espero que esté usted bien… Y, si humildemente puedo expresarme así, ¿seguirá siendo tan amable con sus amigos? mistress Copperfield, espero que siga mejorando… Le aseguro que hemos estado muy inquietos por las malas noticias que hemos tenido de su salud.

Me sentía avergonzado dejándole estrechar mi mano; pero no sabía qué hacer.

-Las cosas han variado mucho, miss Trotwood, desde que yo no era más que un humilde empleado y cuidaba de su poney, ¿no le parece? —dijo Uriah con su sonrisa enfermiza-. Pero yo no he cambiado, miss Trotwood.

-A decir verdad, caballero —contestó mi tía-, y si puede ser una satisfacción para usted, encuentro que ha cumplido usted todo lo que prometía en su juventud.

-Gracias por su buena opinión, miss Trotwood -dijo Uriah con sus artificiosas y burdas maneras de costumbre-. Micawber, avise usted a miss Agnes y a mi madre. Mi madre estará encantada de verlos a todos ustedes -dijo Uriah ofreciéndonos sillas.

-¿No está usted ocupado, míster Heep? —dijo Traddles, cuyos ojos encontraron su mirada astuta, que nos examinaba.

-No, míster Traddles -replicó Uriah volviendo a ocupar su asiento oficial, apretando la una contra la otra sus huesudas manos entre sus huesudas rodillas-. No tanto corno yo quisiera, pues jueces tiburones y sanguijuelas no se conforman fácilmente, ¿sabe usted? Esto no quiere decir que míster Micawber y yo no tengamos que hacer suficiente, pues míster Wickfield apenas si puede ocuparse ya de ningún trabajo. Pero es para nosotros un gusto, así como un deber, el trabajar para él. ¿No ha tratado usted a míster Wickfield, creo, míster Traddles? Me parece que yo mismo sólo he tenido el honor de verle a usted una vez.

-No; no he tratado íntimamente a míster Wickfield-contestó Traddles-; de ser así quizá hubiese tenido ocasión de visitarle a usted hace ya tiempo, míster Heep.

Había algo en el tono de esta contestación que hizo a Uriah mirar al que hablaba con una expresión siniestra y suspicaz; pero viendo la cara bonachona de Traddles, sus modales sencillos, y sus cabellos erizados, siguió hablando con una sacudida en todo su cuerpo, pero especialmente en su garganta.

-Lo siento mucho, míster Traddles. Le hubiese usted admirado tanto como le admiramos todos; sus pequeños defectos habrían servido para que le apreciara más. Pero si quiere usted oír el elogio de mi asociado, diríjase a Copperfield. Está muy enterado de todo lo concerniente a esta familia, si es que todavía no le ha oído nunca.

No tuve tiempo de declinar el elogio (aun cuando hubiera estado dispuesto a hacerlo) porque Agnes entraba en aquel momento, escudada por míster Micawber. Me pareció que no estaba tan tranquila como de costumbre; era evidente que había pasado mucha ansiedad y fatiga; pero esto hacía resaltar más su serena belleza y su brillante amabilidad.

Vi que Uriah la observaba mientras nos saludaba, y me pareció un espíritu maligno acechando a un hada buena. Entre tanto, míster Micawber hizo una seña discreta a Traddles, al cual no le observaba nadie más que yo, y salió.

-No tiene usted necesidad de esperar -dijo Uriah.

Míster Micawber, con la mano puesta sobre la regla, seguía de pie delante de la puerta, contemplando a uno de los que estábamos allí; y ese individuo era, sin duda alguna, su patrón.

-¿Qué aguarda usted? -dijo Uriah-. Micawber, ¿no me ha oído usted decirle que se marche?

-Sí —dijo míster Micawber sin moverse.

-Entonces, ¿por qué espera usted? —dijo Uriah.

-Porque… me da la gana -contestó en un estallido míster Micawber.

Las mejillas de Uriah perdieron el color, sólo sus párpados estaban enrojecidos. Miró atentamente a míster Micawber, con la respiración entrecortada.

 

-No es usted más que un hombre intratable, como todo el mundo sabe -dijo con una sonrisa forzada-, y me temo que me obligue a que le despache. Salga usted. Luego hablaremos.

-Si hay en el mundo algún bribón -dijo míster Micawber estallando con la mayor vehemencia- con el cual he hablado ya demasiado, ese bribón es… Heep…

Uriah se echó hacia atrás como si le hubieran dado un golpe. Mirándonos lentamente, con la expresión más sombría y malvada que su cara podía expresar, dijo en voz baja:

-¡Oh! ¡Esto es una conspiración! Se han citado ustedes aquí. Se entienden ustedes con mi empleado, ¿no es cierto, Copperfield? Pero tengan ustedes cuidado, porque no les ha de salir bien. Ya nos conocemos ustedes y yo. No existe cariño entre nosotros. Desde que vino usted aquí no ha sido más que un intrigante, y ahora envidia usted mi posición; pero les advierto que no conspiren contra mí, porque yo sabré defenderme. Micawber, salga usted. Le hablaré en seguida.

-Míster Micawber -dije yo-, se ha efectuado un cambio rápido en este individuo en algunos aspectos; entre otros el muy extraordinario de decir la verdad sobre un punto, lo cual me demuestra que se halla rodeado de enemigos. ¡Trátele como se merece!

-Son ustedes gente muy amable -dijo Uriah, siempre en el mismo tono, secándose con su mano flaca y larga unas gotas de sudor que resbalaban por su frente- que viene a comprar a un empleado, la verdadera escoria de la sociedad (como usted mismo lo era, Copperfield, antes de que nadie tuviera compasión de usted) y a pagarle para que me calumnie. Miss Trotwood, mejor haría usted interrumpiendo esto antes de que haga yo detener a su marido, que sería en menos tiempo del que usted desea. ¡Para algo me he enterado de su historia privada, mi buena señora! Y usted, miss Wickfield, si tiene algún cariño a su padre, mejor haría no uniéndose con esta gentuza, si no quiere usted que lo arruine. Y ahora venga. Le tengo a usted bajo mis garras, Micawber; piénselo usted bien antes de obrar, si no quiere que le aplaste. Le recomiendo que se aleje mientras pueda. Pero, ¿dónde está mi madre? -dijo de repente, notando con alarma la ausencia de Traddles y tirando con fuerza de la campanilla-. ¡Bonito modo de comportarse en casa extraña!

-Míster Heep, está aquí —dijo Traddles volviendo con la digna madre de tan digno hijo- Me he tomado la libertad de presentarme a ella yo mismo.

-¿Y quién es usted para presentarse? -preguntó Uriah-. ¿Qué es lo que quiere usted aquí?

-Soy el agente y amigo de míster Wickfield, caballero -dijo Traddles con tono tranquilo, como de hombre de negocios-, y tengo en mi bolsillo plenos poderes para actuar como procurador en su nombre en cualquier circunstancia.

-Ese viejo asno habrá bebido hasta perder el sentido -dijo Uriah, que cada vez iba poniéndose más feo-, y le habrán sonsacado ese acta por medios fraudulentos.

-Ya sabemos que le han sonsacado bastantes cosas por medios fraudulentos -contestó Traddles tranquilamente-. Y usted también lo sabe, míster Heep. Pero si usted quiere vamos a dejar este asunto para que lo trate míster Micawber.

-¡Ury! -empezó mistress Heep con inquietud.

-Detén tu lengua, madre; contestó él: «cuanto menos se habla, menos se yerra».

-¡Pero Ury!

-¿Quieres callarte, madre? ¡Déjame hablar!

A pesar de que sabía desde hace mucho que su servilismo era falso y que todo en él era mentira y simulación, no tenía ni idea de su hipocresía hasta que vi cómo se quitaba la careta. La rapidez con que se desprendió de ella cuando vio que era inútil; la malicia, la insolencia y el rencor que demostró; el placer que experimentaba aún en aquel momento por el daño cometido, me llenó de sorpresa a pesar de que por intuición creía ya detestarlo. No digo nada de la mirada que me lanzó mientras estaba de pie, mirándonos a unos después de otros, pues hacía tiempo que sabía que me odiaba y me acordaba de las marcas que mi mano le dejaron en la cara. Pero cuando sus ojos se fijaron en Agnes tenían una expresión de rabia que me hizo temblar; se veía que sentía cómo se le escapaba: ya no podía satisfacer su odiosa pasión, que le había hecho esperar el poseer una mujer cuyas virtudes era incapaz de apreciar. ¿Cómo podía ser posible que ella hubiera vivido ni una hora en compañía de semejante hombre?

Después de rascarse la barbilla y de miramos, con los ojos llenos de odio, a través de sus flacos dedos, se volvió hacia mí y me dijo en tono medio burlón, medio insolente:

-¿Le parece a usted bonito, míster Copperfield, usted, que siempre ha estado orgulloso de su honor y de todo lo demás, el venir a espiarme y sobornar a mi empleado? Si hubiera sido yo, no tendría nada de extraño, porque no me tildo de caballero (aunque nunca he vagado por las calles, como usted lo hacía, según cuenta Micawber); pero siendo usted, ¿no le da vergüenza hacerlo? ¿No supone usted lo que yo puedo hacer a cambio? Hacerle perseguir por complot, etcétera, etcétera. Muy bien. Ya veremos. Y usted, caballero, no sé cómo iba usted a hacer unas preguntas a Micawber. Aquí tiene a su interlocutor. ¿Por qué no le hace usted hablar? Por lo que veo, se sabe la lección de memoria.

Viendo que lo que decía no me causaba ningún efecto, ni a ninguno de nosotros, se sentó en el borde de la mesa, con las manos en los bolsillos y las piernas cruzadas, y esperó con expresión resuelta los acontecimientos.

Míster Micawber, cuyo ímpetu me costó trabajo dominar, y que ya había varias veces pronunciado la primera sílaba de la palabra « bribón» , sin que yo se la dejase terminar, estalló al fin, sacó del chaleco la larga regla (probablemente destinada a servirle de arma defensiva) y del bolsillo un documento voluminoso, plegado en forma de carta. Abrió aquel paquete con expresión dramática, lo contempló con admiración, como si estuviese encantado de su talento de autor, y empezó a leer lo que sigue:

«Querida miss Trotwood y señores: »

-¡Válgame Dios! —exclamó mi tía en voz baja- Si se tratara de un recurso en gracia por un crimen capital gastaría toda una resma de papel en su petición.

Míster Micawber, sin oírla, continuó:

«Aparezco ante ustedes para denunciar al mayor sinvergüenza que ha existido -míster Micawber, sin levantar la vista de la carta, apuntó con la regla, como si fuese la cachiporra de un aparecido, a Uriah Heep-, y les pido consideraciones para mí. Víctima desde mi cuna de deficiencias pecuniarias, a las cuales me ha sido imposible responder siempre, he sido el juguete de las más tristes circunstancias. Ignominia, desesperación y locura han sido, juntas o por separado, las compañeras de mi triste vida.»

La satisfacción con que míster Micawber se describía a sí mismo como una presa de aquellas viles calumnias se podrá únicamente igualar con el énfasis con que leía su carta y la clase de homenaje que le rendía con un movimiento de cabeza cuando creía llegar a una frase enérgica.

« En una acumulación de ignominia, miseria, desesperación y locura, entré en esta oficina (o, como dirían nuestros vecinos los galos, en este bureau), cuya firma nominal es Wickfield y Heep; pero, en realidad, dirigida por Heep únicamente. Heep y solamente Heep es el gran resorte de esta máquina. Heep y solamente Heep es el falsificador y el chantajista.»

Uriah, más azul que blanco a estas palabras, se abalanzó sobre la carta como para hacerla pedazos. Míster Micawber, por un milagro de destreza o de suerte, cogió al vuelo sus dedos con la regla y le inutilizó la mano derecha. Él se agarró el puño como si se lo hubieran roto. El golpe sonó como si hubiera caído sobre madera.

-¡Que el diablo lo lleve! —dijo Uriah retorciéndose de dolor-. ¡Ya me las pagarás!

-Intente usted acercarse otra vez… infame Heep -exclamó míster Micawber-, y si su cabeza es humana, la hago astillas. ¡Acérquese! ¡Acérquese!