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David Copperfield

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Después de soltar esta arenga sin tomar aliento y con extraordinaria animación, míster Peggotty puso sus enormes manos a cada lado del rostro de su sobrina y la besó una docena de veces; después, con orgullo y cariño, apoyó la cabecita sobre su fuerte pecho y le acarició los cabellos con dulzura de mujer. Por fin la dejó escapar (ella corrió a la habitacioncita donde yo solía dormir), y mirándonos a todos sofocado en su exagerada alegría:

-Sí, ¡dos caballeros como ustedes, caballeros de nacimiento y semejantes caballeros! -dijo míster Peggotty…

-Eso es, eso es -exclamó Ham-; bien dicho. Eso es, señorito Davy, ¡dos caballeros de nacimiento, eso es!

-Sí; dos caballeros como ustedes, dos verdaderos caballeros -repitió míster Peggotty-, si no pueden excusarme por estar en este estado de ánimo, cuando se enteren de los motivos me perdonarán. Emily, mi querida Emily sabe lo que voy a decir, y por eso se ha escapado. ¿Quiere usted ser tan buena, mistress Gudmige, de ir a buscarla un momento?

Mistress Gudmige asintió con la cabeza y desapareció.

-Si esta no es -dijo míster Peggotty sentándose entre nosotros delante del fuego- la noche más hermosa de mi vida soy un cangrejo, y hasta cocido. Esta pequeña Emily, señorito —dijo a Steerforth bajando la voz-, la que ha visto usted aquí toda confusa hace un momento…

Steerforth solamente hizo un signo con la cabeza, pero con una expresión tan complacida y de interés, participando en los sentimientos de míster Peggotty, que este último le contestó como si hubiera hablado.

-Eso es, así es ella; gracias, señorito.

-Ham hizo gestos en varias ocasiones como si él también quisiera decir lo mismo.

-Esta pequeña Emily nuestra -repitió míster Peggotty- ha sido en esta casa lo que yo supongo (soy un hombre ignorante, pero este es mi parecer), lo que nadie más que una criatura así, de ojos claros, puede ser en una casa. No es mi hija, nunca he tenido hijos; pero no la podría querer más si lo fuera. ¿Me comprende usted? No sería posible.

-Lo comprendo perfectamente —dijo Steerforth.

-Lo sé, señorito -repuso míster Peggotty-, y le doy las gracias de nuevo. El señorito Davy que puede recordar lo que era Emily, y usted puede juzgar por sí mismo lo que es ahora-, pero ninguno de los dos pueden saber por completo lo que ha sido, es y será para un cariño como el mío. Soy rudo, señor -dijo míster Peggotty-, soy rudo como un puercoespín; pero nadie (de no ser una mujer) puede comprender lo que nuestra pequeña Emily es para mí. Y, entre nosotros -dijo bajando todavía más la voz-, el nombre de esa mujer no sería el de mistress Gudmige, aunque tiene un montón de cualidades.

Míster Peggotty se enmarañó de nuevo sus cabellos con las dos manos, como preparándose a lo que todavía tenía que decir, y luego, apoyando cada una en una de sus rodillas, prosiguió:

-Había cierta persona que conocía a nuestra Emily desde el tiempo en que su padre murió ahogado y que la estaba viendo constantemente, de niña, de muchacha, de mujer. No de muy buen ver, algo en mi estilo, rudo, muy marinero, pero un completo y honrado muchacho, que tiene el corazón en su sitio.

Pensé que nunca había visto a Ham enseñar los dientes como lo hacía en aquel momento, sonriendo en silencio frente a nosotros.

-Y he aquí que ese bendito marinero va y pierde su corazón por nuestra pequeña Emily —dijo míster Peggotty con el rostro cada vez más resplandeciente- La sigue por todas partes, se hace una especie de criado suyo, pierde exageradamente el apetito y, por último, me explica lo que le pasa. Ahora bien; yo ¡qué más podía desear que ver a nuestra Emily en buen camino de casarse! ¡Qué más podía desear que verla prometida a un hombre honrado que pudiera tener el derecho de defenderla! Yo no sé el tiempo que me queda por vivir, ni si tendré que morir pronto; pero sé que si una de estas noches me cogiera un golpe de viento en los bancos de arena de Yarmouth y viera por última vez las luces del pueblo por encima de las olas, me dejaría ir más tranquilo si podía decirme: «Allí en tierra firme hay un hombre que será fiel a mi pequeña Emily, que Dios bendiga, y con él nada tiene que temer de nadie mientras viva».

Míster Peggotty, con sencilla gravedad, movía su brazo derecho como si dijera adiós a las luces de la ciudad por última vez, y después, cambiando una seña con Ham, cuya mirada había encontrado, prosiguió:

-Bien. Yo le aconsejé que hablara con Emily. Es lo bastante grande, pero tan tímido como un niño, y no se atrevía. Así es que hablé yo. « ¡Cómo! ¿Él? —exclamó Emily-. ¿Él, a quien conozco desde hace tantos años y a quien quiero como a un hermano? ¡Oh, tío, nunca podré casarme con él; es tan buen muchacho!» Yo le di un beso, y nada más le dije: «Querida mía, haces muy bien hablando claro, y puedes elegir por ti misma; eres libre como un pajarillo». Y busqué al chico y le dije: «Yo deseaba haberlo conseguido, pero no ha sido así; sin embargo, podéis seguir viviendo como hasta ahora, y nada más te digo que sigas con ella como siempre y te portes como un hombre». Él me contestó estrechándome la mano: «Lo haré», y ha sido honrado y fuerte desde hace ya dos años, y ha seguido siendo el mismo de siempre para todos.

El rostro de míster Peggotty había variado de expresión según los períodos de su narración; ahora los resumía todos, radiante, dejando caer una mano sobre mi rodilla y otra sobre la de Steerforth (después de haberlas humedecido y restregado para mayor énfasis de la acción); y repartiendo después la siguiente arenga entre los dos, continuó:

-Y de pronto una noche (que muy bien puede ser esta) llega la pequeña Emily de su trabajo y él con ella. No tiene nada de particular me dirán, ¡claro que no!, porque él cuida de ella como un hermano, de noche y también de día, a todas horas. Pero el marinero la coge de la mano al llegar y me grita alegremente: «¡Mira, aquí tienes a la que va a ser mi mujercita!», y ella dice medio atrevida, medio avergonzada y medio riendo y medio llorando: « Sí, tío, si te parece bien». ¿Si me parece bien? -dice míster Peggotty alzando la cabeza en éxtasis ante la idea-. ¡Dios mío, si no deseaba otra cosa! « Si le parece bien, ahora soy ya más razonable y lo he pensado, y seré todo lo mejor que pueda para él, porque es un muchacho bueno y generoso.» Entonces mistress Gudmige se ha puesto a palmotear igual que en el teatro, y ustedes han entrado; y eso es todo, ya lo saben ustedes -dijo míster Peggotty-. Ustedes han entrado, y esto acaba de suceder ahora mismo, y aquí está el hombre con quien se ha de casar en cuanto termine su aprendizaje.

Ham se bamboleó bajo el puñetazo que míster Peggotty le asestó, en su alegría, como signo de confianza y de amistad; pero sintiéndose obligado a decirnos también algo, he aquí lo que se puso a balbucir con mucho trabajo:

-No era ella mucho más grande que usted cuando vino aquí por primera vez, señorito Davy… , cuando ya adivinaba yo lo que llegaría a ser.. La he visto crecer.. como una flor, señores. Daría mi vida por ella… ¡Oh, estoy tan contento, tan contento, señorito Davy! Ella es para mí, caballeros, más que … ; es para mí todo lo que deseo y más que… más que podría decir nunca. Yo… , yo la quiero de verdad. No hay caballero sobre la tierra, ni tampoco en el mar… que pueda querer a su mujer más de lo que yo la quiero. Aunque habrá muchos hombres como yo… que dirían mejor.. lo que desearan decir.

Yo estaba conmovido al ver a un hombretón como Ham temblando de la fuerza de lo que sentía por la preciosa criaturilla que le había ganado el corazón. Me conmovía la sencillez y la confianza depositada en nosotros por míster Peggotty y por el mismo Ham. Me conmovía todo el relato. Si en mi emoción influían los recuerdos de mi infancia, no lo sé. Si había ido allí con alguna vaga idea de seguir amando a la pequeña Emily, no lo sé. Pero sé que estaba contento por todo aquello. Al principio era como una indescriptible sensación de alegría, que la menor cosa habría podido cambiar en sufrimiento.

Por lo tanto, si hubiera dependido de mí el tocar con acierto la cuerda que vibraba en todos los corazones, lo habría hecho de una manera bien pobre. Pero dependió de Steerforth, y él lo hizo con tal acierto, que en pocos minutos todos estábamos tan tranquilos y todo lo felices que era posible.

-Míster Peggotty -dijo-, es usted un hombre excelente y merece toda la felicidad de esta noche. ¡Venga su mano! Ham, muchacho, te felicito; ¡venga también tu mano! Florecilla, anima el fuego y hazlo brillar como merece el día. Míster Peggotty, si no decide usted a su linda sobrina a que vuelva a su sitio, me voy. No querría causar ni por todo el oro de las Indias un vacío en su reunión de esta noche, y ese vacío menos que ningún otro.

Míster Peggotty fue a mi antigua habitación a buscar a la pequeña Emily. Al principio no quería venir, y Ham desapareció para ayudarle. Por fin la trajeron. Estaba muy confusa y muy retraída; pero se repuso un poco al darse cuenta de los modales dulces y respetuosos de Steerforth hacia ella, del acierto con que evitó todo aquello que podía azorarle, la animación con que hablaba míster Peggotty de barcos, de marejadas, de buques y de pesca. Su manera de referirse a mí en la época en que había visto a míster Peggotty en Salem House; el placer que sentía al ver el barco y su carga; en fin, la gracia y la naturalidad con las cuales nos atrajo a todos por grados en un círculo encantado, donde hablábamos sin confusión y sin reserva.

Verdaderamente Emily dijo poco en toda la noche; pero miraba y escuchaba, y su rostro se había animado, y estaba encantadora. Steerforth contó la historia de un terrible naufragio (que se le vino a la memoria por su conversación con míster Peggotty) como si lo tuviera presente ante sí, y los ojos de la pequeña Emily estaban fijos en él todo el tiempo como si ella también lo viera. Después, como para reponernos de aquello, y con tanta alegría como si la narración fuera tan nueva para él como para nosotros, nos contó una aventura cómica que le había ocurrido; y la pequeña Emily reía, hasta que el barco resonó con aquellos musicales sonidos y todos nosotros reímos (Steerforth también), en irresistible simpatía, con una alegría tan franca y tan ingenua. Míster Peggotty cantó, mejor dicho, rugió, «Cuando el viento de tormenta sopla, sopla, sopla», y Steerforth mismo entonó después también una canción de marineros con tanta emoción, que parecía que el verdadero viento gemía alrededor de la casa y murmuraba a través del silencio que estaba allí escuchando.

 

En cuanto a mistress Gudmige, Steerforth la arrancó de la melancolía con un éxito nunca obtenido por nadie (según me informó míster Peggotty) desde la muerte del « viejo» . Le dejó tan poco tiempo para pensar en sus miserias, que al día siguiente dijo que la debía de haber embrujado.

Pero no vaya a creerse que guardó el monopolio de la atención general y de la conversación. Cuando la pequeña Emily recobró valor y me habló (todavía algo avergonzada), a través del fuego, de nuestros antiguos paseos por la playa, cogiendo conchas y caracoles; y cuando le pregunté si recordaba cómo la quería yo y, cuando ambos, riendo, enrojecimos recordando los buenos viejos tiempos que tan lejanos nos parecían, Steerforth estaba silencioso y atento y nos observaba pensativo. Emily estuvo sentada toda la noche en nuestro antiguo cajón, en el rinconcito, al lado del fuego, con Ham a su lado, donde yo acostumbraba a estar. No he logrado saber si era un resto de sus caprichos de niña o el efecto de su timidez por nuestra presencia; pero observé que estuvo toda la noche arrimada a la pared, sin acercarse a él ni una sola vez.

Según recuerdo, era más de media noche cuando nos despedimos. Nos habían dado algunos dulces y pescado seco para cenar, y Steerforth había sacado de su bolsillo una botella de ginebra holandesa, que fue vaciada por los hombres (ahora puedo ponerme entre los hombres sin ruborizarme). Nos separamos alegremente, y mientras ellos se amontonaban en la puerta para alumbrar nuestro camino el mayor tiempo posible, vi los dulces ojos azules de la pequeña Emily mirándonos desde detrás de Ham y le oí que nos decía con su dulce voz: «¡Tened cuidado!».

-¡Qué chiquilla tan encantadora!; es una verdadera belleza —dijo Steerforth cogiéndome del brazo-. Es un sitio de lo más original y una gente de lo más curiosa; y las sensaciones que se tienen con ellos son completamente nuevas.

-Y además, qué suerte hemos tenido -respondí- llegando en el momento de su alegría ante la perspectiva de ese matrimonio. ¡Nunca he visto gente más maravillosa! ¡Qué delicia verlos y tomar parte en su honrada alegría, como lo hemos hecho!

-Pero el muchacho es un lerdo al lado de la chiquilla, ¿no te parece? -dijo Steerforth.

Había estado tan cordial con él y con todos ellos, que sentí como un golpe ante aquella inesperada y fría réplica. Pero volviéndome rápidamente hacia él y viendo una sonrisa en sus ojos, contesté tranquilizado:

-¡Ah, Steerforth! Es muy tuyo el bromear a costa de los pobres y pelearte con miss Dartle para ocultar tus verdaderas simpatías. Te conozco muy bien, y cuando veo lo perfectamente que los comprendes, lo exquisitamente que tomas parte en la alegría de un pobre pescador como míster Peggotty, o en el amor por mí de mi antigua niñera, sé que no hay una alegría ni una tristeza ni una sola emoción de esta gente que te deje indiferente, y te quiero y te admiro por ello, Steerforth, veinte veces más.

Él se detuvo, y mirándome a la cara dijo:

-Florecilla, creo que hablas con sinceridad y que eres bueno. ¡Ojalá todos fuéramos así!

Un momento después cantaba alegremente la canción de míster Peggotty, mientras recorríamos a buen paso el camino de Yarmouth.

Capítulo 2 Lugares antiguos y gente nueva

Steerforth y yo permanecimos más de quince días en el campo. Estábamos bastante tiempo reunidos (no necesito decirlo), pero a veces nos separábamos durante algunas horas. Él era muy buen marinero; en cambio yo no lo era, y cuando Steerforth se iba en el barco con míster Peggotty, lo que era su diversión favorita, yo, por lo general, permanecía en tierra. Mi residencia en casa de Peggotty también me ataba algo, pues sabiendo lo asiduamente que atendía a Barkis durante el día, no me gustaba hacerla esperarme por la noche; mientras que Steerforth, como vivía en el hotel, no tenía que consultar más que su propio humor. Así, llegué a saber que después de que yo estuviera en la cama, armaba pequeñas cuchipandas con los pescadores y con míster Peggotty en la taberna que se llamaba «La gustosa afición» y que se vestía de marinero para pasar la noche en el mar a la luz de la luna, volviendo con la marea de la mañana. Ya sabía yo que su naturaleza activa y su carácter impetuoso encontraban mucho placer en la fatiga corporal y en las tormentas, como en todos los demás medios de excitación que podían ofrecérsele; por lo tanto, no me extrañó nada saber aquellos entretenimientos.

Había también otra razón que nos separaba algunas veces y es que a mí, como es natural, me interesaba mucho Bloonderstone y me gustaba ir a contemplar los lugares testigos de mi infancia, mientras Steerforth, después de haberme acompañado una vez, no tuvo ya ningún interés en volver; tanto es así, que tres o cuatro veces, en ocasiones que recuerdo perfectamente, nos separamos después de desayunar muy temprano para encontranos por la noche bastante tarde. Yo no tenía idea de cómo empleaba él aquel tiempo; únicamente sabía que era muy popular en el pueblo y que encontraba cien maneras de divertirse donde otro no habría encontrado ninguna.

Por mi parte, durante mis peregrinaciones solitarias sólo me ocupaba en recordar cada paso del camino que había seguido tantas veces y en ir reconociendo los sitios donde había vivido antes, sin cansarme nunca de volver a verlos. Erraba en medio de mis recuerdos, como mi memoria lo había hecho tan a menudo, y detenía el paso (como había detenido tantas veces mi pensamiento cuando estaba lejos de Bloonderstone) bajo el árbol en que descansaban mis padres. Aquella tumba, que yo había mirado con tanta compasión cuando mi padre dormía solo, y al lado de la cual había llorado al ver bajar a ella a mi madre con su nene; aquella tumba, que el corazón fiel de Peggotty había cuidado después con tanto cariño que la había convertido en un pequeño jardín, me atraía en mis paseos durante horas enteras. Estaba en un rincón del cementerio, a unos pasos del pequeño sendero, y yo podía leer los nombres en la piedra mientras escuchaba sonar las horas en el reloj de la iglesia, recordándome una voz que ya había callado. Aquellos días mis reflexiones se unían siempre a cuál sería mi porvenir en el mundo y a las cosas magníficas que no dejaría de ejecutar. Era el estribillo que respondía en mi alma al eco de mis pasos, y permanecía tan constante a estos pensamientos soñadores como si hubiera venido a encontrarme en la casa a mi madre viva, para edificar a su lado mis castillos en el aire.

Nuestra antigua morada había sufrido grandes cambios. Los viejos nidos, abandonados hacía tanto tiempo por los cuervos, habían desaparecido por completo, y los árboles habían sido podados de manera que era imposible reconocer sus formas. El jardín estaba en muy mal estado y la mitad de las ventanas de la casa cerradas. La habitaba un pobre loco y la gente se encargaba de cuidarle. El loco se pasaba la vida en la ventanita de mi habitación, que daba al cementerio, y yo me preguntaba si sus pensamientos, en su extravío, no encontrarían a veces las mismas ilusiones que había ocupado mi espíritu cuando me levantaba de madrugada en verano y vestido únicamente con mi camisón miraba por aquella ventanita para ver los corderos que pacían tranquilamente bajo los primeros rayos del sol alegre.

Nuestros antiguos vecinos míster y mistress Graypper habían partido para Sudamérica, y la lluvia, penetrando por el tejado de su casa desierta, había manchado de humedad los muros exteriores. Míster Chillip se había vuelto a casar; su mujer era alta y delgada, con la nariz aguileña, y tenían un niño muy delicado, con una enorme cabeza, cuyo peso no podía soportar, y con dos ojos opacos y fijos, que parecían siempre preguntar por qué había nacido.

Era con una singular mezcla de placer y de tristeza como vagaba por mi pueblo natal hasta el momento en que el sol de invierno, empezando a bajar, me advertía de que ya era tiempo de emprender el regreso. Pero cuando estaba de vuelta en el hotel y me encontraba en la mesa con Steerforth, al lado de un fuego ardiente, pensaba con delicia en mi paseo del día. Y este mismo sentimiento, aunque más atenuado, sentía cuando entraba por la noche en mi habitación, tan limpia, y me decía, ojeando las páginas del libro de los «cocodrilos» (siempre allí encima de una mesa), que era una felicidad tener un amigo como Steerforth, una amiga como Peggotty y haber encontrado en la persona de mi excelente y generosa tía un ser que sabía reemplazar tan bien a los que había perdido.

El camino más corto para volver a Yarmouth después de aquellos largos paseos era cruzando el río. Desembarcaba en la arena que se extiende entre la ciudad y el mar y atravesaba un espacio deshabitado, que me ahorraba una larga vuelta por la carretera. En mi camino encontraba la casa de míster Peggotty, y siempre entraba un momento. Steerforth me esperaba, por lo general, allí y nos dirigíamos juntos a través de la niebla hacia las luces que brillaban en la ciudad. Una oscura noche, en que volvía más tarde que de costumbre (aquel día había hecho mi última visita a Bloonderstone, pues nos preparábamos para marchar) le encontré solo en casa de míster Peggotty, sentado pensativo ante el fuego. Estaba tan intensamente sumergido en sus reflexiones que no se dio cuenta de mi llegada. Esto, naturalmente, podía haber ocurrido aunque hubiera estado menos absorto, pues los pasos se oían muy poco en la arena de fuera; pero mi entrada no le distrajo. Me había acercado a él y le miraba; pero seguía sombrío y perdido en sus meditaciones.

Se estremeció de tal modo cuando puse la mano sobre su hombro, que también me hizo estremecer a mí.

-Caes sobre mí como un fantasma -me dijo con cólera.

-De alguna manera tenía que anunciarme -repliqué-. ¿Es que lo he hecho caer de las estrellas?

-No -me contestó—, no.

-¿O subir de no sé dónde entonces? —dije sentándome a su lado.

-Miraba las figuras que hacía el fuego —contestó.

-Pero me las vas a estropear, y yo no podré ver nada -le dije, pues movía vivamente el fuego con un trozo de madera encendida, y las chispas, huyendo por la pequeña chimenea, se perdían en el aire.

-No habrías visto nada -replicó- Este es el momento del día que más detesto; no es de noche ni de día. ¡Qué tarde vuelves hoy! ¿Dónde has estado?

-He ido a despedirme de mi paseo habitual.

-Y yo lo he estado esperando aquí -dijo Steerforth lanzando una mirada alrededor de la habitación y pensando que toda la gente que encontramos tan dichosa la noche de nuestra llegada podia (a juzgar por el presente aspecto desolado de la casa) dispersarse o morir o verse amenazada de no sé qué desgracia- Davy, ¿por qué no ha querido Dios que tuviera yo un padre a mi lado desde hace veinte años?

-Mi querido Steerforth, ¿qué te pasa?

-¡Querría con toda mi alma que me hubieran guiado mejor! ¡Querría con toda mi alma ser capaz de ser más bueno! -exclamó.

Había una apasionada depresión en sus modales que me sorprendió por completo. Se parecía tan poco a él mismo, que nunca hubiera podido imaginármelo.

-Sería mejor ser este pobre Peggotty o el cabezota de su sobrino —dijo levantándose y apoyándose contra la chimenea, todavía mirando el fuego- mejor que ser lo que soy, veinte veces más rico y más instruido, y no estar, en cambio, atormentado como lo estoy desde pace más de media hora en esta barca del demonio…

Me sorprendía tanto aquel cambio, que al principio sólo le raba en silencio, mientras él continuaba con la cabeza apoyada en la mano mirando sombríamente el fuego. Por último le pedí, con toda la ansiedad que sentía, que me contase lo que le había sucedido que le contrariaba tanto y que me dejara compartir con él su pena, si es que no podia aconsejarle. Antes de que hubiera terminado ya estaba riendo, al principio un poco forzado; pero pronto con su franca alegría.

 

-No es nada, Florecilla, nada; te lo aseguro. Ya te dije en el hotel de Londres que a veces era un compañero pesado para mí mismo. He tenido ahora una pesadilla; debe de haber sido eso. Cuando me aburro, los cuentos de mi niñera me vienen a la memoria desfigurados. Y creo que estaba convencido de que era yo el niño malo que nunca obedece y al que se comen los leones. ¿Sabes? son de mayor efecto que los perros. Y lo que las viejas llaman horror se me ha deslizado de la cabeza a los pies y me ha asustado a mí mismo.

-Creo que nadie más podría asustarse -le dije.

-Quizás no; pero también yo tengo motivos para asustarme -contestó-. Bien, ya pasó, y no me dejaré coger de nuevo, Davy; sin embargo, te lo repito, querido mío, hubiera sido un bien para mí (y no sólo para mí) si yo hubiese tenido un padre que me aconsejara.

Su rostro era siempre muy expresivo; pero nunca le había visto exteriorizar un sentimiento tan serio ni tan triste como cuando me dijo estas palabras con la mirada todavía fija en el fuego.

-Pero ¡se acabó! -dijo haciendo como si sacudiera algo en el aire con la mano-. Ya ha pasado todo y soy hombre de nuevo, como Macbeth. Y ahora a comer, si no he turbado el festín con el más admirable desorden, Florecilla, también como Macbeth.

-Pero dime, ¿dónde se han ido todos?

-¡Dios sabrá! -dijo Steerforth-. Después de ir a la playa a esperarte me vine aquí paseando y me encontré la casa desierta. Esto me hundió en pensamientos tristes, y tú me has encontrado sumergido en ellos.

La llegada de mistress Gudmige con una cesta al brazo explicaba el abandono de la casa. Había salido precipitadamente a comprar algo que faltaba antes del regreso de Peggotty, que volvería con la marea, y había dejado la puerta abierta, por si Ham y Emily, que debían volver temprano, llegaban en su ausencia. Steerforth, después de poner de buen humor a mistress Gudmige con un alegre saludo y un abrazo de lo más cómico, se agarró de mi brazo y me arrastró precipitadamente.

Había recobrado su buen humor al mismo tiempo que se lo había hecho recobrar a mistress Gudmige, y de nuevo, con su alegría acostumbrada, estuvo vivo y hablador mientras caminábamos.

-Y así -dijo alegremente-, ¿abandonamos mañana esta vida de filibusteros?

-Así lo convinimos -contesté- y tenemos reservados los asientos en la diligencia, ya lo sabes.

-Sí; no hay más remedio -suspiró Steerforth-. Había olvidado que existiese otra cosa en el mundo que no fuera balancearse sobre el mar en este pueblo. ¡Y es lástima que no sea así!

-Mientras durase la novedad al menos -dije riéndome.

-Es posible -replicó-, aunque es una observación muy sarcástica para un amiguito modelo de inocencia, como mi Florecilla. Bien, no lo niego, soy caprichoso, Davy. Sé que lo soy; pero mientras el hierro está caliente sé aprovecharme y batirle con vigor. Te aseguro que podría soportar un duro examen como piloto en estos mares.

-Míster Peggotty dice que eres asombroso -repliqué.

-Un fenómeno náutico ¿eh? -rió Steerforth.

-Estoy seguro, y tú sabes que es verdad, conociendo lo ardiente que eres cuando persigues un objeto y lo fácilmente que lo haces maestro en cualquier cosa. Pero lo que siempre me sorprende, Steerforth, es que te contentes con emplear de un modo tan caprichoso tus facultades.

-¿Contentarme? -respondió alegremente-. No estoy nunca contento de nada, no siendo de tu ingenuidad, mi querido Florecilla; en cuanto a mis caprichos, todavía no he aprendido el arte de atarme a una de esas ruedas en que los ixionides, modernos dan vueltas y vueltas. No he sabido haceraprendizaje, y me time sin cuidado. ¿Te he dicho que he comprado un barco aquí?

-¡Qué especial eres, Steerforth! -exclamé deteniéndome, pues era la primera vez que me había hablado de ello-. Cuando, a lo mejor, no se te volverá a ocurrir el venir a este pueblo.

-No oo sé; me he encaprichado con el lugar. Además -continuó apresurando el paso-, he comprado un barco que estaba a la venta: un clíper, según dice míster Peggotty, y míster Peggotty lo capitaneará en mi ausencia.

-Ahora lo comprendo, Steerforth -dije radiante-. Afirmas que has comprado ese barco para ti, cuando en realidad es en beneficio de míster Peggotty; habría debido adivinarlo, conociéndote como te conozco. Mi querido Steerforth, ¿cómo decirte todo lo que pienso de tu generosidad?

-¡Chsss! -contestó enrojeciendo-; cuanto menos digas, mejor.

-¡Cuando te decía que no hay ni una alegría ni una pena ni una sola emoción de estas buenas gentes que te pueda ser indiferente!

-Sí, sí -respondió él-; ya me has dicho todo eso. No hablemos más de ello, ¡basta!

Temiendo enfadarle si insistía sobre un asunto que él trataba tan a la ligera, me contenté con continuar pensándolo mientras andábamos cada vez más deprisa.

-Es necesario que pongan el barco en buen estado -dijo Steerforth-. Encargaré a Littimer que cuide de ello para que lo hagan bien. ¿Te he dicho que ha llegado Littimer?

-No.

-Pues sí; ha llegado esta mañana con una carta de mi madre.

Nuestros ojos se encontraron y observé que estaba pálido hasta los labios; pero miraba tranquilamente a los míos. Temí que algún altercado con su madre fuera la causa de la disposición de ánimo en que le había encontrado en el hogar solitario de míster Peggotty y le hice una ligera alusión.

-¡Oh no! -dijo moviendo la cabeza y riendo-. ¡Nada de eso! Como te decía, ha llegado ese hombre.

-¿Está como siempre?

-Siempre el mismo-contestó Steerforth-, sereno, frío como el polo Norte. Se ocupará del nuevo nombre que quiero hacer inscribir en el barco. Ahora se llama El petrel de la tormenta; pero ¿qué le importa eso a míster Peggotty? Le he bautizado de nuevo.

-¿Con qué nombre?

—La pequeña Emily.

Continuaba mirándome de frente, y creí que era para recordarme que no le gustaba que me extasiara ante sus delicadezas con aquellas pobres gentes. No pude por menos que dejar ver la alegría que sentía; pero sólo dije algunas palabras; la sonrisa reapareció en sus labios; parecía que le habían quitado un peso de encima.

-Pero mira -dijo mirando hacia adelante-, aquí está la pequeña Emily en persona. Y el muchacho ese con ella. Por mi alma que es un fiel caballero; no la abandona ni un instante.

Ham era en aquella época constructor de barcos. Había cultivado su gusto natural por aquel oficio y había llegado a ser un obrero muy hábil. Llevaba su traje de trabajo y, a pesar de cierta rudeza, su aire de honradez y de viril franqueza hacían de él un protector muy bien proporcionado para la preciosa criatura que llevaba a su lado. La lealtad de su rostro, el orgullo y el cariño que le inspiraba Emily realzaban su buen aspecto, y yo me decía, al verlos acercarse, que se compenetraban perfectamente en todos los sentidos.

Cuando los detuvimos para hablarles, ella soltó suavemente el brazo de su novio y enrojeció tendiendo la mano a Steerforth y después a mí. Cuando volvieron a ponerse en marcha después de haber cambiado algunas palabras con nosotros, Emily no cogió de nuevo el brazo de Ham, y andaba sola, todavía tímida y confusa. Yo admiraba la gracia y la delicadeza de sus movimientos y Steerforth parecía de la misma opinión mientras les mirábamos alejarse en la claridad de la luna nueva.

De pronto una mujer joven pasó a nuestro lado: era evidente que los seguía. No la habíamos oído acercarse; pero vi un momento su rostro delgado, y me pareció recordarla.