Basta de silencios

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Basta de silencios
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© Carolina Elizabet Benitez

Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 978-84-18468-72-8

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A Dios, mi gran amigo y compañero de ruta. A mis amigas y a mi familia, quienes han sido factores fundamentales en mi resiliencia y mi reciente renacer. Gracias por tanto amor y tanta contención.

Prólogo

Hace poco me di cuenta de la importancia de la vida, y de lo que ahora significa para mí, porque hubo un tiempo en que estuve dormida, perdida, sin rumbo, o como quieran llamarlo.

Deseo compartir con ustedes mi historia, de la cual aprendí una gran lección, gracias a ello, hoy les puedo asegurar que ningún obstáculo o experiencia negativa puede impedir que alcancemos nuestras metas, pues si tenemos la voluntad y la motivación suficientes, nada evitará que lo logremos, solo basta con que estemos dispuestos a vivir y a seguir luchando por nuestra felicidad, y si bien siempre habrá personas o circunstancias que nos acerquen o nos alejen a ella, ser feliz depende principalmente de nosotros mismos.

Hoy les puedo decir que no queda nada de la niña que una vez fui, introvertida, encogida de hombros y de mirada baja. Me he convertido en una luchadora, decidida a vivir la gran aventura de la vida, y sobre todo, determinada a hacer mis sueños realidad.

Dirán que soy una ilusa, y puede que tengan razón, o quizás no, en realidad, eso es algo que no me preocupa demasiado. Por el contrario, en cuanto a lo que puedo transmitir, algo que sí considero muy importante, solo les puedo decir a aquellos que estén dispuestos, que no pierdan las esperanzas, que vale la pena vivir la vida, yo como otras tantas personas que han resurgido de sus propios infiernos, damos fe de ello. Se puede salir adelante y ser feliz.

Esta es mi historia y quiero compartirla con ustedes, porque espero pueda ayudar a quienes, lamentablemente, han atravesado una situación similar.

< I >

LA INOCENCIA ARREBATADA

Una infancia dolorosa

Los recuerdos que tengo de niña comienzan a partir de marzo de 1983, cuando inicié la educación infantil de cuatro años. Cada vez que intento remontarme a los primeros días de mi niñez, siempre vuelvo al mismo punto de partida, el jardín de infancia, tal como si mi vida hubiese comenzado allí.

Cómo olvidar el primer día que fui al jardín con mi madre, nos acompañaba mi abuela, quien se ofreció a llevarnos en su siempre impecable Renault 12 gris. Lo que para un adulto seguramente era un acontecimiento más, para mí representaba un hito trascendental, un viaje hacia lo desconocido. Recuerdo que sentía bastante expectativa, aunque por otro lado, también estaba temerosa y un poco angustiada, pero como yo muy bien sabía, no debía demostrarlo, ni mucho menos hacer ningún tipo de berrinche, pues a la abuela no le agradaba eso, ella era una mujer con un carácter bastante dominante y avasallador, a quien no era fácil decirle que no, y mucho menos llevarle la contraria, pero más allá de lo que dejaba ver, en el fondo, estaba claro que tenía un gran corazón, de hecho, la verdad es que tengo mucho que agradecerle, tanto a ella como a mi madre, en especial, por todo el cariño que me han brindado.

Fue gracias a mi abuela que pude ingresar a aquel exclusivo jardín de infantes, el cual pertenecía a un colegio católico donde solo permitían niñas por aquellos tiempos. Según recuerdo, el primer día de clases no quise que mi madre se marchara y me dejase sola, así que me aferré a su falda como una pelusa difícil de sacar, tenía mucho miedo de quedarme sola. Mi madre trataba de tranquilizarme con palabras dulces, asegurándome que no se iría, que me esperaría fuera hasta que fuese la hora de la salida. Muy callada y en silencio, accedí a su petición, y bastante temerosa, entré en la sala que me asignaron.

Ese día conocí a mi maestra Graciela, una mujer muy agradable con un gran carisma. Gracias a su excelente pedagogía, la mayoría de las niñas accedimos a quedarnos allí, sin nuestros padres, en aquel lugar desconocido. De todos modos, yo aún me sentía incómoda, pues no conocía a nadie y tampoco hablaba con nadie.

Sentada en la alfombra, observaba a la maestra que nos contaba cuentos y nos cantaba canciones, pero yo solo escuchaba, y pese a que me gustaban las canciones, no me atrevía a cantar allí, cosa que sí hacía a gusto cuando estaba en casa.

Con el paso de los días, aún existía en mí cierta desconfianza, y era por eso que yo me limitaba a permanecer sentada en medio de la sala, mirando cómo las demás niñas jugaban y platicaban mientras se iban conociendo. Yo quería hacer lo mismo, quería participar en sus juegos, pero había algo que me paralizaba dejándome con una sensación de ahogo, experimentando en todo momento mucho temor y vergüenza, impidiendo así que me comunicara o me acercara a mis compañeras o a la maestra.

Pese a que había transcurrido más de una semana, continuaba siendo bastante solitaria, y siempre que podía evitaba relacionarme. Aún me sentaba apartada del resto, y solo hablaba con la maestra cuando me hacía alguna pregunta, momento en que respondía en voz baja, con mucha timidez y utilizando frases cortas, o bien, tan solo me limitaba a asentir con la cabeza. Cuando terminaba de hacer mis tareas, si algo me llamaba mucho la atención, solo en ese caso, me apartaba a jugar en el rincón de las muñecas.

En casa, por el contrario, mi carácter y forma de actuar no se parecían a lo que yo mostraba en el jardín, ya que en mi entorno conocido era mucho más desenvuelta, tanto con mi hermano como con mi hermana, con los que no había mucha diferencia de edad. En cuanto a mis padres, la relación que tenía con ellos era diferente en cada caso, pues con mi madre había una comunicación bastante estrecha, no así con mi padre, quien se mostraba generalmente distante conmigo, tal vez por falta de tiempo, o quizás, por no saber cómo demostrar su cariño.

Pero en cuanto a mí, y sobre todo, lo que nadie parecía tener en cuenta, recuerdo que por las noches me costaba conciliar el sueño y tenía muchas pesadillas. Muy a menudo me despertaba de madrugada, y acostada boca arriba, miraba fijamente el techo de madera, donde la luz del pasillo se filtraba hasta mi habitación, lo cual yo aprovechaba para descubrir formas en las caprichosas betas de la madera de pino, esperando así retomar el sueño en algún momento.

Por las mañanas, aunque algo cansada, generalmente me levantaba sin problemas, pero si alguien venía a visitar a mi madre, y si esta persona no se encontraba dentro de mi círculo de conocidos, yo permanecía acostada hasta que se marchara de casa, pues no quería ver, hablar ni saludar a ningún extraño, aquello me producía mucho miedo y vergüenza.

De esa forma, con la misma rutina, fui pasando mi tiempo entre la vida familiar y la escuela, y fue así que pasé a la sala de cinco, sin embargo, a mediados de año sucedió algo muy importante para mí, pues conocí a una nueva amiga muy especial en realidad, ella se llamaba Clara.

Enseguida entablamos una gran amistad que conservamos hasta el día de hoy. Desde el primer momento siempre estuvimos muy unidas, teníamos una gran conexión emocional, pensábamos de la misma manera y nos complementábamos muy bien, como si estuviésemos envueltas por la misma energía.

En el jardín o en cualquier otro lugar, mientras estuviese con Clara, no necesitaba a nadie más para divertirme y pasarla bien. Gracias a ella también pude abandonar mi costumbre de sentarme sola y asilada de todos, pues ya tenía alguien de confianza con quien jugar y con quien hablar, alguien que parecía comprenderme perfectamente. Clara me transmitía mucha seguridad, algo que no podía encontrar en resto de mis compañeras.

Otra situación algo traumática para mí fue el cambio de maestra, recuerdo que me costó mucho adaptarme, pues ya me había encariñado con la maestra Graciela. Por otra parte, los terrores nocturnos persistían, y muy a menudo tenía pesadillas, a eso se sumó que en ocasiones, involuntariamente me orinaba en la cama mientras dormía.

Pero como mencioné al principio, mis recuerdos comienzan a partir de los cuatro años, y en esos primeros recuerdos que marcaron dramáticamente mi existencia, se encuentran lamentablemente algunos que no son para nada buenos. Ojalá nunca me hubiese ocurrido todo aquello.

Lo que leerán a continuación, es algo que guardé con inexplicable dolor y tormento durante muchos años, algo que tuve el valor de manifestar abiertamente solo después de atravesar una increíble y caótica transformación, pues para todo aquel que ha padecido lo mismo que yo, le resulta casi imposible revelar un secreto tan traumático, algo que marca definitivamente a quien ha tenido la desgracia de vivirlo. Sin más rodeos, quiero contarles que fui abusada por un amigo de la familia durante mucho tiempo. Según recuerdo, aquel calvario empezó desde muy pequeña, y continuó hasta los once años.

 

Aquel hombre —si acaso puede ser calificado de esa manera— con sus sistemáticos y aberrantes ultrajes, me despojó de mi alma y de mi espíritu. Casi vacía por dentro, me sentía como una urna que solo albergaba terribles sentimientos.

No sé exactamente cuándo comenzó todo, a veces creo que estos abusos se iniciaron mucho antes de los cuatro años, y que cruelmente, aquello pasó a formar parte de mi primera conciencia, entremezclándose con lo cotidiano, haciendo que yo, una pequeña niña, asimilara como primeros recuerdos algo tan terrible y desolador.

Aquel hombre tuvo la osadía, o más bien el descaro, de aprovechar su situación de «amigo» de la familia, y como todo depredador, tras haber observado una evidente falta de apego entre mi padre y yo, el muy canalla frecuentaba mi casa buscando cualquier excusa para estar cerca de mí, y así, algunas veces por ejemplo llevarme al jardín o a dar un paseo. Por otro lado, también buscaba conquistar mi simpatía con golosinas, regalos y palabras halagadoras, pero sobre todo, a toda costa siempre hacía lo posible para estar cerca de mí, y aunque nadie lo notara, él siempre estaba observándome, al acecho.

Como era un cuarentón casado y sin hijos, convencía a mis padres para que le permitieran llevarme a su casa, a la vez que siempre se mostraba ante todos como alguien interesado por los niños y las niñas, de hecho, nunca olvidaba traer unas golosinas en los bolsillos para mis hermanos o para mí. A la vista de los demás, él se presentaba como un hombre gracioso, sin ninguna maldad, pero aquello no era más que un disfraz que ocultaba una terrible realidad: él era un completo degenerado, quien manipulaba a su antojo a las personas para que pudieran confiar en él.

Así logró que mis padres le permitiesen llevarme a almorzar a su casa casi todos los domingos, y el muy astuto, siempre le pedía a su mujer que preparara mi platillo favorito para intentar conquistarme aún más. Mis padres, incautos, como la mayoría en una situación similar, confiaban ciegamente en este hombre de mente siniestra, quien planeaba su cometido sistemáticamente y con minuciosidad, ellos no imaginaban que después de almorzar, la esposa de este depravado se marchaba a trabajar, situación que él aprovechaba para que estuviésemos a solas, completamente bajo su control.

Hasta aquel momento, yo creía con inocencia que él me quería, que me cuidaba, y lejos de imaginar cuáles serían sus viles y próximas acciones, yo me sentía feliz de estar a su lado. Una vez se dio cuenta de que había logrado su cometido —obtener toda mi confianza—, prosiguió con sus desalmadas intenciones. Después de almorzar, y tras asegurarse de que su mujer ya no se encontraba en la casa, este individuo me llevaba a su habitación, supuestamente para ver dibujos animados en la televisión que a mí me gustaban. Al principio todo pareció normal para mí, pero de pronto, me di cuenta de que se acercaba cada vez más, a la vez que su manera de hablar se volvía muy extraña.

Yo no entendía por qué él hablaba así, pues no había nadie más allí, solo estábamos nosotros dos. En un momento pensé que estaría jugando, a la vez que algo muy raro e inexplicable para mí parecía acompañar aquella situación. Luego empezó a acariciarme la cara y el cabello, y a decirme que me quería mucho, le sonreí, pues pese a lo inusual, hasta allí estaba dentro de lo normal, a continuación él me preguntó si yo lo quería, le respondí que sí, que lo quería, y tras mi respuesta, él comenzó a tocarme de un modo muy extraño, completamente desconocido para mí hasta ese momento. De repente, mi sonrisa se esfumó; ya no me sentía contenta, sino más bien incómoda, y con cada cosa que sucedía, todo parecía empeorar.

A continuación él me dijo que no tuviese miedo, que aquello era normal, y que lo hacía porque me quería mucho, argumentaba el muy canalla mientras continuaba tocando mi cuerpo. En un momento determinado, como observó que yo no oponía resistencia, me bajó por completo mi ropa interior y metió sus dedos en mi vagina.

Podría utilizar muchas palabras para describir aquel terrible instante: miedo, terror, parálisis, espanto, total desolación y desamparo, pero resumiendo, solo diré que aquello fue devastador, solo aquel que lo ha sufrido puede dimensionar algo semejante.

No es de mi interés ahondar en lo explícita y aberrante que fue aquella situación —pero quiero dejar muy en claro que así lo fue—, aun así intentaré explicarlo de forma sencilla, haciendo hincapié más bien en el daño psicológico y emocional que esto me ha causado.

No recuerdo que fuera invierno cuando sucedió, pero sí recuerdo muy bien sentir frío, un frío aterrador y mucho dolor, pero más que nada, recuerdo claramente el miedo y la incertidumbre que sentía, una sensación definitivamente horrible y desagradable, tan intensa que lograba paralizarme. Mi mente parecía bloqueada, solo podía pensar que me dolía mucho y que no quería que me hiciese aquello. Resignada y emocionalmente quebrada, mi mirada buscaba un punto inespecífico donde perderme, intentando así olvidar aquella horrible experiencia, la cual por desgracia me marcaría de forma indeleble.

Pero lo desafortunado de esto —y una de las cosas que me motivaron a escribir este libro, y con ello me refiero a la «advertencia»—, fue que nunca nadie me previno de algo semejante, nunca nadie me alertó que debía detener —de inmediato y como fuera— tal aberración, pues de haberlo hecho, todo hubiese sido diferente.

Volviendo a aquel fatídico día, cuando por fin terminó, y cumpliendo con otro de los típicos patrones del abusador, él me pidió que no se lo contara a mi madre ni a nadie; me dijo que aquel sería nuestro secreto, insistiendo en que él lo hacía porque sentía un gran cariño por mí. —Esto es lo que hacen las personas que se quieren mucho—, aseguró vilmente, e hizo hincapié en que si yo se lo contaba a mis padres o a cualquiera, no me iban a creer y solo dirían que soy una mentirosa. —Y si hablas… también se terminarán los paseos, las golosinas y los regalos—, agregó intentando aprovecharse de mi inocencia, y como si esto último tuviese alguna importancia para mí, de hecho, la realidad era que a este punto, ya no me interesaba nada más de lo que a una pequeña niña podría interesarle, en mi caso, y en ese momento, yo solo quería salir corriendo, solo quería escapar. Muy asustada y confundida, lejos de comprender nada, solo asentí con la cabeza.

Es curioso cómo funciona la mente en ciertas situaciones; por ejemplo, casi no recuerdo lo que sucedió inmediatamente después —y tal vez a causa de semejante trauma—, solo recuerdo que me llevó de regreso a casa, como si nada hubiese pasado, y luego de platicar un rato con mi madre —quien ni remotamente imaginó lo que me acababa de suceder—, se despidió sin el menor remordimiento.

Yo ni siquiera pude levantar la mirada, estaba muda, conmocionada, amedrentada, y había alcanzado tal nivel de estrés, que sentía todo mi cuerpo como si lo hubiesen apaleado durante horas. En silencio caminé lentamente hasta mi cama, en donde permanecí inmóvil durante horas, tal como si estuviese fracturada de pies a cabeza.

A partir de aquel día y durante muchos años, aparecía en mi cabeza la misma imagen —casi cada vez que cerraba los ojos o estaba en silencio—, ese recuerdo tan desagradable: aquel hombre tocándome. Una y otra vez recordaba esos episodios buscando una explicación, pero mi mente no la encontraba. Así fue como todo comenzó, o por lo menos es lo que puedo recordar.

Después de aquel primer episodio tan confuso y traumático, yo no quería volver más a la casa de aquel sujeto, me daba mucho miedo, pero en aquellos tiempos los niños y las niñas no podían opinar, y solo se limitaban a obedecer a sus padres. Pese a mis berrinches o a las malas caras que al principio me atreví a hacer, siempre terminaba yendo con aquel malintencionado que abusaba de mí una y otra vez.

Cada vez que quedaba a solas con él me paralizaba, y pese a que deseara salir corriendo con todas mis fuerzas, no podía moverme, entonces él se acercaba, me tomaba del brazo y me llevaba a la habitación.

En el preciso momento en el que este individuo cometía semejante barbarie conmigo, mi mente, al asumir que yo no tenía escapatoria, —y a modo de protección, cosa que aprendí muchos años después tras estudiar sobre el tema—, se abstraía casi por completo, obligándome a pensar en cosas buenas y agradables para evitar tanto dolor, algo muy inteligente y conveniente al parecer, y al escucharlo, alguien que no haya pasado por ello podría decir que esto evitaría sufrir en gran modo aquel padecimiento, lamentablemente, permítanme decirles que no es así, pues según mi experiencia, es como querer apagar el incendio de una casa con una botella de agua, solo te queda la posibilidad de echarte el agua encima y esperar que alguien te rescate, por tanto, te quemarás gravemente, y las cicatrices de ello te acompañarán toda tu vida.

Doy fe de ello, pues cuando llegaba la noche y me acostaba en mi cama intentando dormir, cerraba los ojos se me aparecían aquellas perturbadoras imágenes, tan incómodas como desagradables, con las cuales tuve que convivir durante años, y les aseguro que durante mucho tiempo, me era muy difícil conciliar el sueño, de hecho, creo que me dormía por agotamiento.

Los meses pasaban a montones sin que nada cambiara, yo permanecía en el mismo infierno, cada día más encogida de hombros, más tímida, temerosa de todo hombre que se acercara. Lentamente me iba apagando como persona, poco a poco iba alienando sin que nadie lo notase.

Pero con el paso del tiempo, semejante martirio no pasaría del todo desapercibido, y fue así que algunos días amanecía con la vagina irritada, algunas veces considerablemente, a lo que mi madre respondía —inocentemente— aplicando una crema para la picazón y el ardor, y suponiendo que yo me tocaba o me rascaba, no tenía la menor idea de lo que estaba sucediendo.

De todas formas, y no mucho tiempo después de aquellos episodios, mi madre decidió hablar conmigo sobre educación sexual por primera vez.

—Caro, hija… nadie puede tocar tus partes íntimas, eso está muy mal, no debes permitirlo —explicó mi madre con tono suave y gentil—. Si alguien lo intenta alguna vez… debes contármelo inmediatamente —insistió haciendo hincapié en esto último.

Mi cabeza hizo un leve y tímido movimiento hacia abajo, y mi rostro esbozó un semblante serio e incómodo, y mi madre, empeñada en que yo entendiera el mensaje, y tal vez asumiendo que solo me encontraba avergonzada por el tema que planteaba, solo atinó a validar si yo había comprendido.

— ¿Lo entiendes hija?

—Sí mamá —respondí entre dientes, al tiempo que una lanza parecía atravesar mi corazón.

A mis cinco años, la advertencia de mi madre había llegado demasiado tarde, y si bien con ella despejó toda duda, supe al fin que lo que ese hombre hacía conmigo estaba tremendamente mal. Esa charla dejo en mí un dolor inconmensurable, porque solo yo sabía que aquello me estaba ocurriendo, y ahora, con el agravante de que no se lo había contado a mi madre, me sentía sumamente culpable por permitir que eso sucediera. Nunca olvidaré la vergüenza que sentí en aquel momento, y como a causa de ello, no encontré el valor para contarle lo que me había ocurrido, equivocadamente —y gracias al trabajo psicológico de mi abusador— pensé que ella se enfadaría por haber permitido que tocara mis partes íntimas.

Aquel evento fue tan devastador como el abuso mismo, y con ello, mi espíritu se quebraba nuevamente. Muy agobiada, y suponiendo que no tendría comprensión alguna, decidí no contar nada. Pero el silencio de mi voz producía un murmullo constante en mi cabeza, y era en mi mente donde no podía haber silencio, no existía el silencio, de hecho, yo parecía no tener ni un momento de paz.

«¿Qué quiere de mí? ¿Por qué hace esto? ¿Por qué me toca así? ¿Algún día se detendrá?», me pregunté angustiada cientos de veces.

Recuerdo que miraba jugar a las demás niñas, parecían tan felices, mientras que yo me sentía vacía, triste, perdida, siempre observando de lejos, como una insignificante espectadora.

Muchas veces me pregunté si a ellas les ocurría lo mismo, que las tocaran de la misma manera que a mí, e intrigada, y si ellas sufrirían lo mismo que yo, pero como no me atrevía a preguntarlo a nadie más que mí misma, pues sentía demasiada vergüenza, aquella duda quedaba sin respuesta.

 

Un día en casa, fui al cuarto de baño, me bajé las bragas y me puse a observar mi vagina para ver qué tenía de interesante, quería saber qué llamaba tanto la atención de este hombre, pero luego de un rato, no alcancé a comprender por qué le atraía tanto.

El tiempo transcurrió y comencé la educación primaria, un gran cambio para mí, pues no me resultaba fácil concentrarme en las letras y los números, y me costaba comprender lo que enseñaba la maestra, por otro lado, seguía siendo muy tímida. Mi única amiga y compañera de banco era Clara, con quien pasé momentos inolvidables de juegos, y cómplice de muchas inocentes travesuras, con ella nos reíamos mucho y nos divertíamos a diario, y generalmente, a la salida del colegio, yo iba a su casa donde merendábamos y luego hacíamos las tareas juntas.

Cuando estaba con Clara volvía a sentir que estaba viva, podía sonreír, jugaba, e incluso hasta llegaba a olvidar por un momento lo que tanto me preocupaba cuando estaba en casa, en donde siempre estaba alerta, temiendo que aquel hombre apareciese para llevarme a mi inevitable tormento.

Durante la semana, por las mañanas, mi madre me llevaba a practicar deportes, algunos días hacía danza, y otros días hacía natación. Me gustaban aquellas actividades, aunque no plenamente, pues me sentía avergonzada e intimidada en las clases de natación, donde tenía como instructor a un profesor, y dado que solo llevaba el bañador, me sentía bastante expuesta. Recuerdo que le tenía bastante miedo, no quería que me mirase, ¿pero cómo no hacerlo? si era él quien me enseñaba a nadar —instintivamente yo siempre temía que me hiciese daño—. Recién lograba relajarme un poco cuando terminaba la clase de natación y estaba junto a mi madre, y solo cuando llegaba a casa lograba tranquilizarme del todo.

Mi vida proseguía de la misma manera, durante la semana realizaba mis actividades diarias, y algunos domingos pasaba con esta siniestra persona que disponía de mí contra mi voluntad. Resignada, desamparada y con resignación, me entregaba en silencio y sin decir una palabra, aunque en mi interior, allí era imposible acallar mi voz, y siempre retumbaban las mismas preguntas: «¿Qué quiere de mí? ¿Por qué me hace esto?», pero yo no tenía respuesta, no lo comprendía, a la vez que aquello, sistemáticamente me deterioraba más y más. Llena de desesperación, solo quería que todo terminara de una vez por todas.

No sabía a quién pedir ayuda ni cómo hacerlo, y aunque tenía a mi madre, que siempre me repetía que no dejara que nadie me tocase, el estigma de lo que ya había sucedido, sumado a la culpa que esto me acarreaba, tenían un poderoso efecto inhibidor, y literalmente, era como tener la boca cosida, y pese a que tenía muchas ganas de contarle todo, de que me salvara de aquel hombre, al final no lograba hacerlo, ni siquiera me atrevía a pedir ayuda, era nada más que una niña indefensa, atacada y agobiada por un ser totalmente despreciable y sin escrúpulos.

Cada vez más desesperada, me di cuenta de que solo me quedaba rezar —y aunque muy pequeña, ya contaba con nociones religiosas—, y así, casi todas las noches, me arrodillaba delante de la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, que estaba en la pared de mi habitación, le pedía ayuda para que me librara de aquel hombre que tanto daño me causaba; solo esos momentos parecía hallar algo de consuelo.

Pero otras veces, en los momentos de mayor desesperación, fantaseaba con ponerle veneno para ratas en la comida cuando iba a almorzar a su casa, y con ello también empezaba a experimentar lo que era el odio, pero… ¿qué podría hacer una niña asustada e indefensa? ¿Y si era descubierta? Aquello parecía mucho peor, por lo que finalmente terminaba desistiendo, recayendo así en la misma resignación.

Algunos días creía reunir el coraje suficiente para contárselo a mi madre, pero cuando caminaba hacia ella, y pensaba en las primeras palabras que saldrían de mi boca, directamente me bloqueaba y no sabía cómo hacerlo. Temía que no me creyeran, o que me castigasen por decir aquellas cosas tan terribles, así que simplemente lo seguí ocultando, tal como lo venía haciendo hacía ya mucho, reprimiendo mi angustia y mi dolor.

De esa manera, el tiempo fue pasando y continué creciendo, mayormente en medio de un gran sufrimiento, ya que cualquier momento agradable que pudiese tener mi vida, siempre era diluido u opacado por mi continuo tormento, así que no me quedó más remedio que padecer aquello, lo cual me iba alienando cada vez más.

Conformándome con los pocos momentos felices que tenía, y a mi manera —rota y atormentada, con mi inocencia robada—, durante mucho tiempo me esforcé por simular una vida normal, algo común para cualquier otro, y por aquellos días, solo un sueño imposible para mí.

Habiendo cumplido once años, por fin mis ruegos fueron escuchados, pues inesperadamente aquel hombre dejó de abusar de mí; ya no iba más de visita a casa ni me buscaba para ir a la suya. Al principio me resultó extraño que no apareciera, pero luego, de inmediato me alegraba por no tenerlo cerca, aunque de todos modos, yo no me sentía muy tranquila, pues temía que en cualquier momento se presentara, arruinándome la vida nuevamente, pero con el paso del tiempo, me di cuenta de que aquel hombre finalmente había decidido apartarse de mí. Siempre me pregunto qué fue lo que lo llevó a alejarse tan repentinamente, quizá yo ya era demasiado grande para él, para sus gustos depravados, aunque es casi seguro que al ser mayorcita, le sería muy difícil seguir manipulándome para hacer sus fechorías.

Un año después, mi madre nos reúne a mis hermanos y a mí para darnos la buena noticia de que estaba embarazada, asegurando que tendríamos un hermanito o una hermanita que llegaría para el mes de enero; estábamos realmente muy contentos con la llegada de un nuevo integrante a la familia.

Yo estaba terminando la escuela primaria, ya había cumplido los doce años y poco después fui con Clara a Villa Carlos Paz, de viaje de egresados. Fue mi primer viaje sin mis padres y me sentí libre y muy feliz de hacerlo.

Enseguida llegaron las fiestas navideñas y de año nuevo, donde pasamos todos juntos y en familia como de costumbre. A mi madre le faltaba menos de un mes para dar a luz y nosotros teníamos muchas ansias por ese acontecimiento.

Los días transcurrieron rápidamente y el esperado momento por fin había llegado. Recuerdo que esa mañana mi madre nos levantó muy temprano para avisarnos que marchaba hacia la clínica acompañada de mi padre, pues ella ya había comenzado con los dolores previos al parto. Mis hermanos y yo nos quedamos en casa toda la mañana, esperando la noticia, hasta que alrededor de las cinco de la tarde nos avisaron que había nacido nuestra hermana. La noticia nos produjo mucha alegría y enseguida nos preparamos para ir a conocerla. Al llegar y ver a mi madre junto a esa adorable pequeña nos produjo muchísima ternura, y de inmediato nos enamoramos de Valeria, que para nosotros era la bebé más linda del mundo.

Después de tanta emoción, de regreso en casa, una vez estuve a solas en mi habitación, imaginaba cómo sería mi hermanita cuando creciera, y al razonar sobre ello, de repente empezaron a surgir terribles suposiciones en mi cabeza. «¿Y si ese hombre quiere hacer algo a Valeria? ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Acaso voy a tener que cuidar de ella?», me pregunté con desasosiego. De inmediato comencé a ponerme muy nerviosa, a la vez que mis pensamientos no me daban respiro. Fue entonces que me obligué a evitar aquellos temores y poner freno a tanto nerviosismo. «¡No voy a permitir que nadie le haga daño a Valeria! ¡Nadie! Ni siquiera ese hombre», pensé muy resuelta.