Buch lesen: «Dónde vivir»
CAROLE ZALBERG
Dónde vivir
Traducción de Antonio Roales
www.armaeniaeditorial.com
Título original: Où vivre (Editións Grasset, Paris, 2018)
Primera edición: Marzo 2019
Primera edición ebook: agosto 2021
Esta obra se benefició del apoyo de los Programas de Ayuda a la Publicación García Lorca del Institut français de España
Copyright © Carole Zalberg, 2018 © Editions Grasset et Fasquelle, 2018
Copyright de la ilustración de cubierta © Carole Zalberg (D.R.)
Copyright de la traducción © Antonio Roales, 2019
Copyright de la edición en español © Armaenia Editorial, S.L., 2019, 2021
Armaenia Editorial, S.L.
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ISBN: 978-84-18994-16-6
A mi familia de allí, con amor y gratitud
Contar tus huesos en silencio, con el cuerpo crucificado en una cama dura. Desgranar el rosario de lo que duele, de lo que está inmovilizado. ¡¿Todo?! ¿Cuántos dientes faltan en la mandíbula llena de clavos? La lengua, no, ahí está, el metal me la está desollando. ¿Tengo en la cara a punto de estallar —que tira y palpita— alguna herida? ¿Me falta algo? ¿Me han arrancado los dedos de los pies o de las manos? Nada obedece, ¿cómo voy a saberlo?
Al despertar, un poco antes, esa atroz impresión de estar emparedado, apenas vivo en la carne herida, sepultado profundamente y sin embargo justo detrás de los párpados abultados por la sangre o el pus, no sabes nada. Y a tu cerebro aún lento (que se arrastra, por así decir, como si se hubiera quedado en el asfalto, y que no logra reunirse contigo salvo a costa de un inmenso esfuerzo), sube un agua sucia, que se infiltra por todos sitios: insensato, frenético, ruidoso recuerdo del accidente, caos de imágenes y de movimientos que de pronto enloquecen tu corazón y los aparatos a los que te han conectado para tratar de mantenerte con vida. Al menos no te has quedado sordo, oyes los bip bip irregulares. Más adelante me lo contarás, durante tu primera estancia en nuestra casa, en París. Nos comunicamos en una lengua intermedia, el inglés, que nos priva a ambos de matices, pero a través de tu mirada, algunas crispaciones de tu cuerpo y tus expresiones, me llega todo tu calvario. Hasta tal punto, que tengo la impresión, tantos años después, de haber estado en esa habitación de hospital contigo. Porque no eres tú, Noam, mi primo de Israel, sino yo, Marie, la francesa tan alejada de todos vosotros en aquel entonces, quien percibe los pasos vivos y los comentarios. Se despierta. Id a avisar a su familia, están tomando un café, todos, los jóvenes y los viejos, en la sala de espera. Ahí están desde hace horas, los pobres. Pero eres tú quien los oye, entre los ¿Noam? ¿Noam? aterrados y ahogados de tu madre, aún no puede abrir los ojos por las contusiones, pero pueden hablarle, está consciente y sin duda muy, muy inquieto. ¿Verdad que sí, jovencito? ¿Verdad que está con nosotros? Venga, venga, tranquilo, no tire de las correas. Está usted en mil pedazos, ya lo sabe. Pero vamos a repararlo, aquí sabemos cómo, estamos acostumbrados, ¿eh?, con las bombas y todo eso. Me dirás que adivinas el guiño un tanto pesado para apoyar sus palabras, pero es por una buena causa, piensas entonces. Tratas de ser comprensivo. Por disparatado que parezca, te pones en el lugar del fanfarrón, tú que yaces en el intrincado laberinto de tus heridas.
Los reconoces, esa brutalidad jovial, ese pragmatismo asumido que dejaste al abandonar/huir de ese país, tu país, hace diez años. Bien sabe Dios lo que eso te irritaba, a ti, al cariñoso, a ti, a quien le chocaban las malas maneras, por insignificantes que fueran. No obstante, percibes en el humor torpe del médico tal voluntad de apaciguar el ambiente, de deshacer todos los nudos de angustia a la vez, el tuyo, los de tu madre y hermanos, y los de todos los presentes en esa habitación de hospital, que lo recibes con gratitud y con el sentimiento —valiosísimo en ese momento de absoluto desconcierto y oscuridad— de encontrar una vestimenta fea, pero familiar y cómoda. No estás aliviado, no sonríes interiormente, pero algo en ti, muy brevemente, se relaja.
Por supuesto, no dura. Tu madre sigue repitiendo ¿Noam? ¿Noam? y ya no es una llamada, sino una imprecación a las divinidades, a las que sin embargo abandonó en las ruinas de su infancia oculta. Qué más da, pronuncia tu nombre una y otra vez con la fuerza de una fe animal.
Otro nombre estalla de pronto en ti y descompone de nuevo los aparatos: el de tu reciente esposa, porque de golpe recuerdas su presencia a tu lado en el momento del accidente; pero en ninguna parte de esa película infernal que tu cerebro proyecta sin cesar, en la violencia del impacto, en el paisaje patas arriba, en aquel desorden de chatarra, hay rastro de tu princesa Lara.
¿Lara? ¿Lara? Quieres llamarla. La jaula de hierro que ahora es tu boca no deja pasar, claro está, nada más que un estertor ronco y desgarrador. En la habitación, en todo caso, están contentos de esa señal y todos se inclinan hacia tu cama, te tocan, te cogen de las manos, te hablan riendo y llorando. ¿Lara?, insistes, ¿qué le ha pasado a Lara? El caparazón que forma tu familia, loca de alegría, no basta para protegerte de ese trozo de metal hundido en tus entrañas. ¿Será posible que Lara, esa bella Lara tuya, a la que ves reír, luminosa y sutil con su vestido de novia, esté muerta? Y si está viva, ¿en qué estado se hallará? También querrías contar sus huesos, palpar sus miembros uno a uno, acariciar su piel de seda tibia. Pero ¿cómo saber si no está tumbada en un sótano con el lote diario de cadáveres que esos lugares producen o reciben?
Lara está en la habitación de al lado, está bien, no te preocupes, tiene el bazo aplastado, pero mira, la han operado y parece que no hay problema, los médicos dicen que tu amada es dura de pelar, que pronto se recuperará. La idea genial de tranquilizarte se le acaba de ocurrir a Dov. Lo disimula con cuidado bajo esos aires de fortachón un tanto rudo, muy al estilo local, pero siempre ha compartido contigo esa extrema sensibilidad. No te resulta extraño que el bálsamo de esas palabras venga de él antes que de vuestro hermano mayor o incluso de tu madre, demasiado atenazada por la inquietud que siente por ti como para construir el menor pensamiento. Sientes sus lágrimas recorrer tu mano, que besa y aprieta y vuelve a besar, repitiendo una sucesión incoherente de palabras de amor y desolación, una queja, un cántico agradecido para saludar el regreso al mundo de su hijo.
Te apostarías tu ropa de hospital y hasta la de tu boda a que se siente culpable. Porque ella siempre encuentra el modo de sentirse culpable y también porque la catástrofe ocurrió cuando os marchabais del kibutz. La habíais dejado un poco triste por la idea de que no iba a verte durante mucho tiempo. Mientras os hacía un último gesto con la mano —un gesto impregnado de melancolía y tal vez de reproches, habías pensado—, la habías observado de verdad por primera vez desde tu regreso y te había parecido cansada. Estaba más frágil de lo que la recordabas, más encorvada. Pero ¿no sería simplemente el contraste entre su silueta y la majestuosidad del Golán a sus espaldas lo que daba esa impresión de fragilidad? Te acuerdas de que estábais hablando precisamente de ella y de la alegría que le supondría vuestro establecimiento definitivo —porque sí, esa estancia os había despertado las ganas—, estabais barajando todos los escenarios posibles en el coche, dónde y de qué vivir, cerca de tu madre o de tu hermano, a buena distancia de ambos, en el momento en que aquel cretino había adelantado al camión que venía de frente.
Tu madre os había dado los consejos habituales. La gente conduce como loca en este país, sed muy prudentes, hijos míos. Como si a fuerza de inquietud, hubiera acabado por traeros el gafe o, al menos, por colocar al universo en sintonía con su pesimismo ancestral. Y llamadme cuando lleguéis a Tel Aviv. No os olvidéis. Aunque sea tarde. De todos modos, hasta que no sepa de vosotros no voy a dormir. Habías pensado que sin duda respirabas mejor lejos de su inquietud.
Seguro que había estado preocupadísima mientras esperaba esa llamada que no llegaba. Te la imaginas telefoneando diez veces a Dov —Elie volvió de Estados Unidos nada más que para el tiempo que duraba tu visita y a él ya no tiene el reflejo de llamarlo a todas horas como sí hace con tu hermano que se quedó aquí— y comprobando mil veces más si el teléfono está bien colgado. Entre dos ataques de un dolor tan agudo como difuso, durante la calma casi eufórica que regala la morfina, logras poner algo de orden en el torbellino de tus pensamientos y fragmentos de recuerdos. Te preguntas a quién avisaron en primer lugar y desde cuándo estás aquí. La angustia, una vez más, te embarga con la idea de que hayan transcurrido meses, años, siglos, y que tu vida reinventada en otro lugar con tanto ardor se haya convertido en un montoncito fosilizado que tus parientes han terminado por evocar sin rebeldía, con más nostalgia que pena.
Te han mantenido en coma durante veinticuatro horas después de la operación. Dov, de nuevo, que, piensas, parece leerte el pensamiento. Para que tuvieses tiempo de recuperarte y evitar que sufrieras demasiado. Emites un sonido que, esperas, entienda como que lo has oído y comprendido, que le agradeces esas aclaraciones. En el barullo de voces, aún no has distinguido la de Elie. Y sin embargo, ahí está. Lo sabes. Cuando están juntos tus hermanos y tu madre, sobre todo desde que murió tu padre, el aire se carga de electricidad. Jamás has visto a nadie que se quiera y se pelee tanto. Sientes esa electricidad en la habitación, pero vuestro hermano mayor debe de haber enmudecido o temer no estar a la altura de las circunstancias, porque no ha abierto la boca desde que entraron. Está conmocionado, piensas. Eres el pequeño, a fin de cuentas. Y aunque hayas llevado tu nombre a otro lugar, como ordenaba el poeta1, desde hace mucho tiempo, aunque hayas aprendido el oficio que en parte ya te había enseñado vuestro padre, y cómo vivir lejos de aquí, es decir, teniendo en cuenta códigos, formas de ser que a ti, pequeño kibutznik, te resultaban completamente ajenos, aunque tengas unos suegros amables y adinerados que probablemente tengan ganas de matarte ahora mismo —le has hecho daño a quien era su princesa antes de ser la tuya, su pequeño tesoro—, sigues siendo a ojos de tu gente ese chiquillo soñador y vulnerable por el que todo el mundo aquí siempre se ha preocupado. Elie, el primero, porque en cierto modo sustituyó a vuestro padre, poco presente para verte crecer, y al que después se llevó la enfermedad en un abrir y cerrar de ojos, a él, que parecía invencible. ¿Cómo se reacciona cuando a un casi hijo lo sacan hecho jirones de un amasijo de chatarra arrugada? Con los pies en la tierra. Con estupefacción. Callado. Y si ese casi hijo regresa al mundo de los vivos, se da gracias a no se sabe quién y uno vuelve a callarse un poco.
Sin embargo, necesitarías oír la voz cálida de Elie. Es la trama de tu infancia y volver a escucharla sería tan suave como acurrucarse bajo una manta aromática y mullida. Para que se manifieste por fin, piensas en hacer una broma, como es habitual entre vosotros, incluso, y sobre todo, cuando la situación es grave. Quizá sea así, en esencia, como se manifiesta vuestra herencia judía, bajo esa forma de pudor y de resiliencia que los perseguidos, los amenazados, los supervivientes tienen de reírse de uno mismo. Vuestro padre os lo inoculó con obstinación y una buena dosis de locura. Buscas algo que decir a modo de ofrenda, una fórmula contundente sobre tu talento como piloto de carreras, o sobre tu fabulosa capacidad para encontrar la forma de holgazanear en una cómoda cama alrededor de la cual se afana tanta gente. Piensas frases, pero tu boca seca, magullada y aprisionada por un yugo metálico se niega a obedecer, no pronuncia ni una palabra, ni siquiera un balbuceo, con el que sabrías conformarte. En vez de eso, permaneces en una impotencia pastosa, envuelta en las palabras y en los sonidos que llenan la habitación, y aprovechas los ratos de embriaguez indolora para descansar. En esa oscilación el tiempo se nota más.
Luego, logras, a costa de un inmenso esfuerzo, entreabrir los ojos.
Me has descrito la escena con precisión. La veo como tú la ves, por una tronera horizontal: tu madre, mi tía, con pinta de aturdida, sentada, o más bien derrumbada, junto a tu cama, con un clínex húmedo en una mano y con la otra apretando la tuya. Detrás de ella, al fondo de la habitación, Elie, mudo, inmóvil y concentrado como un monje. Es el primero en darse cuenta de que estás mirándolos a través de los párpados hinchados. Al otro lado de la cama, Dov, de pie pero lo más cerca posible de ti, un tanto inclinado, como si estuviera a punto de verter de nuevo en tu oído la información que estás esperando. Y a su lado, Adriel, su bella sonrisa y sus ojos burlones.
Sin personal médico a la vista. Tu hazaña no tardará en traerlos a la habitación no bañada, como tú te esperabas, con una luz cruda de hospital, sino con un sol poniente, rosado y suave. Contemplas el cuadro de un maestro en vez de una escena agresiva. Se te hincha el corazón de tanta belleza. Te viene a la memoria entonces otra composición sublime cuya armonía recrearás sin descanso en el diseño de los jardines nacidos de tu imaginación, que más tarde tratarás de pintar con formas geométricas y coloreadas: tendrías cuatro o cinco años. Vuestro padre os ha llevado al pueblo árabe de al lado. No es la primera vez. Allí pasa mucho tiempo. Te has dado cuenta de que está más sonriente, más tranquilo, cuando comparte un té con el viejo Yusef, en el frescor de su minúscula casa. Ese día, los rojos y los ocres del ocaso bañan a los dos hombres apacibles, que se callan juntos con evidente complicidad, bañan a tus hermanos, ocupados en jugar a la pelota con algunos niños del pueblo, bañan a los burros, que aguardan, tranquilos, entre dos faenas. Por primera vez en tu jovencísima vida, la belleza del mundo te emociona.
Con Mayid, un habitante de ese mismo pueblo, antes apenas una aldea y hoy casi una ciudad que domina el kibutz, Elie hará una película en los inicios de su carrera. Me lo cuenta tomando un té, en un café árabe, cuando por fin volví a poner el pie en Israel después de treinta años de ausencia. Justo antes, me explicó cómo aprendió en el ejército a distinguir las diferentes etnias que pueblan su país y los estados fronterizos. Una habilidad imprescindible, me dijo, para identificar aliados y probables enemigos. Me hizo una demostración con cada una de las mesas cercanas, y me quedé impresionada, aunque una vocecita interior me dijera que, al fin y al cabo, podría tratarse de una fanfarronada para dejarme boquiabierta o, incluso, para burlarse un poco de mi ignorancia, de mi credulidad. No tengo modo de saberlo. Escogí creerlo y aplaudir sin reservas su perspicacia.
Esa película, en la que toman distancia de sus respectivos lugares, se la reprocharán tanto al uno como al otro, y esas reacciones hostiles acabarán con su amistad.
Se conocieron cuando el joven beduino servía en el ejército israelí, mientras que Elie era oficial. Más adelante, Elie, con su trabajo ya obsesionado por la guerra, quiso que Mayid fuera testigo principal en un documental sobre la utilización de rastreadores árabes en el ejército israelí. Mayid le vendió otro argumento: su amor prohibido con una chica del pueblo a la que tenía intención de secuestrar. Según la tradición beduina, en caso de un secuestro exitoso, la familia debía aceptar el matrimonio. El plan fracasó, pero la película tuvo una estupenda acogida.
Ni hablar ya, en la tensa realidad de las últimas décadas, de simplemente confraternizar como lo hacían vuestro padre y Yusef, ni hablar ya, salvo en contadas ocasiones, de olvidarse de las tensiones, ni siquiera para compartir un té o alguna reflexión sobre la tierra avara, a la que hay que cortejar mucho antes de que dé poco, y de lo radical del clima. O es entonces tomar partido, con el riesgo que conlleva. Se hace a sabiendas, en el marco de una actividad profesional, de una acción militante, de una obra comprometida o de redes claramente identificadas.
Sin embargo, cuando regresas a Israel, en 1994, para ese viaje de bodas y de reencuentros, la paz nunca ha parecido tan cercana. Por eso vuelves en compañía de tu joven esposa. Sientes que puedes asumir ese país que está en mutación, que tal vez pronto ya no enviará sistemáticamente a su juventud al frente. Tu propia deserción perdería al mismo tiempo su poder de culpabilización. Hace un cuarto de siglo llevas a tu pareja a un lugar que podrías volver a considerar como tuyo. Pero nada sucede como estaba previsto.
*
El accidente me había estremecido. Hasta entonces había seguido de lejos y, para ser sincera, sin sentir que tuviera algo que ver conmigo, la difícil trayectoria del menor de mis primos israelíes. En una época, cuando yo misma estaba en el umbral de la adolescencia y, por tanto, sumida en mis propios vuelcos y transformaciones, su malestar de hijo pequeño ultrasensible, regordete y torpe, mientras que sus hermanos brillaban en todas las disciplinas deportivas, se había colado en algunas conversaciones de por la noche, en casa, en París, durante la cena. Luego supimos que había adelgazado mucho, crecido, adquirido un encanto algo melancólico, como demostraban las fotos que mi tía Léna nos enviaba para ilustrar sus largas y frecuentes cartas, a las que sospecho que mi madre solo respondió de vez en cuando. Yo misma me lo había cruzado brevemente cuando pasaba una temporada en el kibutz, en el verano del 83, y había podido comprobar su espectacular cambio. Me había alegrado por él.
Más adelante habían llegado sus sinsabores con el ejército, su dolorosa partida, su matrimonio de cuento de hadas en los Estados Unidos, y todo ello en lo que me había parecido una sucesión de acontecimientos bastante rápida. Pensábamos que había hecho bien expatriándose de ese país que para mí seguía siendo el lugar de nuestras vacaciones de verano, vacaciones apenas placenteras por lo mucho que me pesaba la imposibilidad de comunicarme con mis primos y el resto de niños del kibutz, que solo hablaban hebreo o inglés. Recuerdo el sentimiento de molestia y extrañeza permanente, como el de una prenda mal entallada de un tejido demasiado recio, pero que hay que ponerse sin más remedio. Así que uno adopta un perfil bajo, busca la invisibilidad. Y se queda pegado a las faldas de sus padres.
Era eso o los pocos días que pasábamos en casa de nuestros abuelos, en Tel Aviv, muertos de calor y de aburrimiento en esa ciudad que me parecía feísima, en la que no veía más que una modernidad un tanto leprosa, con edificios desfigurados por los depósitos de agua en los tejados, y las tiendas vetustas, con su sistema de aire acondicionado en la fachada que se asemejaba a viejos frigoríficos. Por la noche, no me gustaba estar en aquella angosta casa, en la cama, entre las sábanas que daban un calor insoportable, inmersa en los fragmentos de la lengua incomprensible que se escapaban por las ventanas abiertas en la noche húmeda.
Mi visión había cambiado un poco cuando había vuelto sola, con dieciocho años, al kibutz y a la ciudad en dos o tres ocasiones, pero seguía sin ser un lugar en el que me sintiera cómoda. Me chocaban demasiadas cosas, empezando por la brusquedad de los israelíes y la omnipresencia de los uniformes y las armas.
Así que me alegraba mucho por Noam. No solo había escapado, sino que parecía haber bajado la luna con ese matrimonio —una vez más ampliamente documentado con magníficas fotos—. Yo no comprendía ninguna de las implicaciones de su exilio, ni imaginaba los tormentos por los que había pasado.
Cuando me enteré de su espantoso accidente, recuerdo que pensé que era exagerado en cierta medida, demasiado irónico, demasiado novelesco. Noam y su joven y bella esposa rebosaban felicidad, él volvía al país tras diez años de ausencia, el triunfo de su matrimonio y su éxito casi borraban su culpabilidad, su antigua vergüenza (yo había crecido y poco a poco adquirido conciencia de lo que había supuesto su deserción), y de pronto se encontraba roto y fracasado en la cama de un hospital, en el mismo lugar del que había huido. Era como estar en El mundo según Garp, en esa famosa escena de la palanca de cambios que ha traumatizado a más de uno. Eso es lo que pensé entonces. De ahí en adelante, Noam me fue pareciendo poco a poco un héroe arruinado, un mártir. En mi alma, estaba indisolublemente asociado al Accidente. Desde ese momento, cuando hablábamos de él era para recordar sus heridas, las operaciones sufridas, sus avances y lo que, así parecía entonces, tendría vetado para siempre: un trabajo físico, él que se había convertido en su país de adopción en un reputado paisajista.
El cuerpo destrozado de Noam y lo que vino después regresaban a mi mente con frecuencia. Desconozco lo que me empujaba a ello, pero me imaginaba en ese coche con él —como se juega a sentir, a asustarse a uno mismo— y las imágenes, las emociones, las consecuencias iban llegando en tropel. A través de él, me encontraba atrapada en una bola de nieve en la que estaban mi familia de aquí y de allí, y toda nuestra complicada historia. Todos tenían cosas que decir, que yo oía más o menos, pero que no siempre entendía. Ocurría allí, o más bien yo estaba allí, con ellos, en ese torbellino.
Tal vez por eso pasaron treinta años antes de que yo volviera a Israel: para discernir la verdad frágil y compleja de esas vidas había que evitar el ruido de la realidad y de su actualidad permanentemente atormentada.
Había que escuchar las voces de todos ellos.
A veces lejanas, fantasmales, a veces vivas y exigentes, ya nunca me abandonaron.
El invento
Léna, 1949
Me gusta y no me gusta la transformación que en mí se está produciendo.
Me gusta no plantearme más la cuestión de qué camino tomar —uno toma el del trabajo duro, sea cual sea—, ni la de la ropa apropiada —un día tras otro, pantalón corto o pantalón entallado de tejido resistente y fácil de lavar, de vez en cuando vestidos rústicos, sin elegancia real—. Me gusta ser la parte eficaz y moldeada de un todo, la pequeña porción de energía al servicio de un gran proyecto. Me gusta que mi cuerpo se entregue únicamente a la voluntad de actuar para lograr nuestro apogeo. Descansa así mi espíritu después de todos esos años removiendo miedos y pérdidas. Soy gestos y movimientos. Soy impregnación pura.
Venimos de países exhaustos en los que nuestra juventud debía escapar de las ruinas a diario. Los fantasmas nos acompañaban a todos sitios, se nos aferraban a los tobillos, eran una carga, ni siquiera nos dejaban soñar. Sin mencionar a los vivos muertos, que nos rodeaban por todas partes, vivos pero muertos allí, sin saber ni revivir de verdad ni desaparecer, callándose o hablando demasiado, y solo de eso, de ese allí donde una parte de ellos mismos seguía estando aterrorizada, tenía miedo y frío y dolor, para siempre. Algunos de nosotros se libran. De allí. La mayoría, sin embargo, enviados pronto al extranjero, ocultos el tiempo necesario, obligados durante la guerra a llevar otro nombre, nos hemos zafado de lo peor e intentaremos que no pueda atraparnos. Me gusta sentirme movida por esta evidencia: aquí seremos indestructibles, porque será nuestro aquí —¡por fin!—, nuestro invento, y habremos estado preparados.
Hablamos diez lenguas diferentes, pero aquí solo nos permitimos el hebreo resucitado y el pragmático inglés. Así se expresa nuestra unidad. Cuando, a nuestro pesar, bromeamos en yidis, se inmiscuye de pronto la nostalgia, y ya conocemos el peligro. Hemos leído libros, estudiado, imaginado, en el pasado, convertirnos en violinistas, médicos o joyeros. Aquí aprendemos la tierra ingrata, la obra polvorienta, la educación revolucionaria de nuestros primeros recién nacidos, nosotros que en gran parte éramos aún criaturas conminadas a envejecer al llegar aquí, a abandonar definitivamente nuestra piel de niños. Sabíamos, al venir, a lo que renunciábamos: a todo lo que no sirve a la comunidad. Y somos bellos y orgullosos, nosotros que, juntos, hemos roto con una especie de maldición: no desapareceremos. No esperaremos a la próxima masacre. Ahora nos negamos a que nos señalen. Somos bellos trabajando, bellos en los campos, bellos con los pies metidos en el estanque de peces, bellos en los hornos, en la guardería, bellos por la noche cuando cantamos. Nos arrogamos el derecho de ser identificables y resplandecientes.
No me gusta recordar mis manos finas y cuidadas en el piano de la abuela. No me gusta no permitirme decir que echo de menos las novelas, la pintura, cierto refinamiento. Y también la ligereza. Tampoco estoy segura de que me guste ser esa chica fuerte y entregada a la causa. Quiero a Yaacov y él me quiere o me ha querido un segundo, pero también a tantas otras antes y después de mí. Lo quiero y no lo quiero. En mi próxima carta, les anunciaré a mis padres nuestra boda al mismo tiempo que las de una decena de otras jóvenes parejas del kibutz, y nuestro divorcio hoy, solo dos meses después de aquella emocionante ceremonia. Se sentirán hundidos y avergonzados, me reprocharán tanto el silencio como el fracaso. En su espíritu repleto de convenciones, hay que reflexionar largamente antes de comprometerse y, a continuación, controlarse, so pena de pasarlo muy mal. Ya he visto el resultado que han producido en ellos estos grandes principios. Muchas gracias, pero aquí, al menos, no se juzgan esos errores.
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