Historia trágico-marítima

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Aus der Reihe: Vida y Memoria
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No encontramos aquí al gobernador, pero encontramos de él inesperadas nuevas que nos causaron doble contento: había echado a los franceses y les había tomado la fortaleza de Rio de Janeiro, en cuyo socorro había partido de aquí hacía ocho meses y sobre la que había estado muchos días –cosa mucho más fuerte e inexpugnable de lo que el pensamiento humano puede imaginar–, con lo que por cierto no ganó menos gloria para el reino que alabanza para sí y honra, por la mucha inquietud que las fuerzas de este pequeño mal le daban al rey, y que iba ya creando raíces que causaban que no fueran arrancadas sin gran trabajo, peligro y daño para el reino. De ahí a pocos días de nuestra llegada fue la suya, a la que la ciudad y sus habitantes hicieron grandes muestras de alegría. Lo festejaron con momos e invenciones nuevas, toros y otras fiestas hasta entonces entre ellos poco frecuentes.

Nos detuvimos en la ciudad de Salvador, para proveernos y aprestarnos, cuarenta y cuatro días, tiempo en el cual hicimos muchas cuerdas pequeñas de una hierba que hay en el lugar y a la que llaman embira, que es moderadamente rígida y que usan todos los habitantes de esta costa. Y así reparamos el timón y otras cosas muy necesarias. En este tiempo se repusieron todos los enfermos y quedaron muy sanos, firmes y fortalecidos para todo el trabajo, porque esta tierra de Brasil es muy sana, de muy buenos aires toda ella por extremo, tiene muy buenos mantenimientos, muy sabrosos y sanos, así los del mar como los de la tierra. Llueve en ella casi todos los días; en verano y en invierno es siempre templada, verde y alegre, muy apacible a los ojos, de muy gentiles y hermosos árboles, sin criarse allí ningún animal ponzoñoso que la mayoría de las otras partes del mundo crían y tienen. Pero los naturales de esta tierra son por extremo bárbaros, así en el comer carne humana como en toda razón y buenas costumbres, y fuera de toda la vida cortés de la otra gente, todo lo cual creo yo que causa más su mucha rudeza y simplicidad que ninguna maldad, hipocresía, crueldad o engaños que en ellos haya.

Una sola cosa vigilan y le hacen justicia: que a quien mata lo tienen que matar de la manera que mató: si el malhechor se escuda en otros y no lo entregan para hacerle juicio, mucha guerra se han de hacer, aunque se maten y coman unos a otros, hasta que hallen al delincuente y este sea castigado por su error y pecado. Ley establecida entre ellos es que se casen los tíos con las sobrinas y que estas sean sus naturales mujeres; los hermanos tienen poder sobre las hermanas, y hacen trueques con ellas, las venden y cambian por sus necesidades, lo que ni los padres ni las madres pueden hacer sin licencia y consentimiento de los hijos. Sienten mucho a sus muertos y hacen por ellos grandes llantos que duran muchos días.

De sus muchos errores y ridículas costumbres diré uno solo: cuando las mujeres paren, acabando de sacar a los niños, se van con sus dolores, que no son pequeños, a hacer lo que haya necesidad, a encargarse de su casa y lo que sea menester para su sustento. El marido se acuesta en la hamaca –que son sus camas, donde en el aire duermen–, y ahí es visitado muchos días por sus amigos y parientes, que festejan su arte y le vienen a dar los parabienes por sus trabajos, pues juzgan que ellos son los que pusieron todo de su casa, sin que ellas tengan ninguna participación en eso. Esto me pareció digno de escribir de esta gente.

Se corre toda esta costa a la manera de la India, con sus vientos que corren de tierra al mar y del mar a la tierra. Aunque en estas cosas de mar me meta en lo ajeno y vedado, y quiera dar consejos, a pesar de ser poco experimentado y haber prometido lo contrario –por parecerme errar más que acertar no decir lo que oí a hombres muy doctos y expertos en estas cosas de mar en esta nuestra nao–, para aviso de los que por estas partes navegaren, echaré suertes: lo haré y diré lo que oí. Que juzgue cada uno mi intención, pues ella sin corteza (como reza el dicho) me salvará. Así que quien venga a Brasil se ha de venir a poner en más altura de lo que esté el puerto que venga a buscar, esto si viene durante todo agosto, porque hasta ese tiempo reinan los vientos surestes y este-surestes, y es bueno quedarse bien a barlovento para la parte del sur. Llegando el fin de agosto y en adelante, entonces se puede poner a la altura del puerto que venga a buscar, encaminarse hacia allá, y quedarse incluso a sotavento si quiere, porque entonces cursan los norestes y nor-norestes; así se puede quedar en menos altura. Esta fue la causa por la que, con vientos frescos y galernos, gastamos veinte días después de doblar la Línea hasta Brasil; y por ponernos en más altura y estar muy apartados de la costa, avanzamos algunos días para demandar tierra.

Partimos de Brasil el 2 de octubre del mismo año, un miércoles, a las tres horas después del mediodía, con el viento noreste, que nos alejó de la orilla; en mar abierto encontramos el viento noreste fresco y favorable. Así nos hicimos a la mar, gobernando al sudeste, tocando a veces en sureste cuarta del este, haciendo ya nuestro viaje. Se nos quedaron en Brasil ciento y tantos hombres para ir a descubrir Rio do Ouro,78 adonde entonces el gobernador había mandado a un capitán, lo cual, al parecer, quiso su dicha y suerte, de lo que nosotros hacíamos escarnio y menosprecio, pues los dábamos por perdidos y considerábamos necios.

Luego, al otro día, en que íbamos con viento fresco noreste, tan rígido como la nao podía soportar, un cuarto después de la modorra, aumentó de manera que, antes de que la nao pudiera tomar la vela del trinquete grande de la gavia, se lo llevó todo en pedazos, sin servir para nada más lo que quedó. Eran los mares tan grandes y encrespados, que este día la nao tomó por los escobenes infinita agua, porque iban todavía abiertos.79 Así, con este descuido, sin reparar en ello, nos íbamos al fondo, y cuando intervinimos, ya se nos habían metido más de treinta toneles de agua. De esta manera, todo el tiempo que de la noche quedaba se gastó en cerrarlos y en darle a la bomba.80 Cuando amaneció, los llevábamos ya cerrados y bien concertados. Hacíamos nuestro camino por el mismo rumbo, apartándonos de la costa cuanto más podíamos para atravesar esta de Brasil hacia la tierra del Cabo de Buena Esperanza, que es el mayor golfo descubierto, no navegado por ninguna otra nación fuera de la portuguesa –tan curtida y acostumbrada a estas desgracias–, camino desierto en la carta, de tierra a tierra, sin ningún rodeo, de mil y ciento treinta leguas. Íbamos siempre en popa (que es cosa que nunca, como de maravilla, en el mar había ocurrido); a los nueve días del mismo mes, tras siete que habíamos partido de Brasil, pasamos por las Islas de la Ascensión81 y de la Trinidad,82 que están en el mar de esta costa, que nunca pudimos divisar porque andaba este día el sol muy cubierto y con unas lloviznas muy menudas y en calma, sin que hiciéramos más camino que el que la nao gobernaba. Iban y venían muchos pájaros de las mismas islas. Estaríamos a siete o cuanto más a ocho leguas de ellas. Fue este día el viento de muchas partes y acudía a muchos rumbos sin determinarse por ninguno.

A 11 del mes, llevábamos mares muy grandes por proa, causados por el viento sur, con que la nao metía todos los castillos abajo del agua con cada balanceo;83 sobre la noche fue el viento tanto y tan fuerte, que engrosó el mar al doble, con lo que nos dobló un estay84 de los grandes. De este modo toda la noche, y por entero al día siguiente, tuvimos mucho trabajo por ponerle otro de una amarra nueva, con lo que el mástil grande quedó fuerte y seguro, porque sostenían y sustentaban los estayes los dos mástiles grandes; por eso son cosa muy importante. No eran estos vientos repentinos, ni con ráfagas o tormentas, porque aún eran y venían de tierra templada y caliente.

Hasta los 18 de este mes –aunque casi todas las veces habíamos tenido los vientos muy rígidos y grandes, con mares muy encrespados y algunas lluvias–, los días fueron siempre sin tormentas. Ni por eso bajábamos las bonetas:85 solo con tomar los trinquetes y bajar un poco las velas, la nao siempre los soportó. Hasta aquí, con sol y lluvia, siempre encontramos el tiempo caliente, y nos parecía siempre verano en estas partes, porque era el día claro, el viento razonable, el mar como río y el día muy alegre, con unos cielos muy hermosos y adamascados, mucho para ver y maravillar, haciendo mil maneras de ondas y aguas, y las noches mucho más sombrías.

De aquí en adelante comenzamos a sentir frío y comenzó a sentar bien la ropa y a apretarse cada uno con ella. De ahí a pocos días, estuvimos a la altura de las islas de Tristán da Cunha,86 porque nos dirigimos algunos días a buscarlas y a avistarlas. En este paraje encontramos una diferencia en el sol y en las agujas, que tenían una variación de una cuarta y más; nos temíamos que corrían aquí las aguas para el Río de la Plata, que sale de la tierra del Perú, en cuya altura andábamos y donde esperábamos que acudieran los vientos noreste,87 nor-noreste y este, singulares para nuestro viaje –como de hecho nos dieron y encontramos–, con lo que siempre hicimos un moderado camino. Íbamos muy contentos: hacíamos escarnios y pasábamos el tiempo burlándonos de nuestros compañeros que iban a descubrir el Rio do Ouro, como si fuera nuestra suerte en el mar más acertada y segura que la suya en la tierra donde se habían quedado –de cristianos, sus naturales– con abundantes mantenimientos, en tierra muy sana; mientras que nosotros metidos88 en madera podrida, tan cerca de la muerte –según la respuesta del Filósofo sobre los que navegan– como el grueso de la tabla de la nao sobre la que van.

 

El 29 de este mes fue el primer viento que tuvimos al que se le puede dar el nombre de tormenta, porque se convirtió, al anochecer, en un muy rígido noreste que duró toda la noche. Cuando ya comenzó a caer, tomamos los trinquetes y disminuimos las velas, pero aumentó de manera que fue necesario amainar del todo y bajar las bonetas, que ya el viento nos había hecho pedazos; parecía que hablaba, con muy grandes mares y con mucha lluvia.

Proseguimos toda la noche, que era muy oscura y de temer, con el trinquete y el papahígo grande, hasta que, al romper el alba, con un chubasco del norte nos pasó al sudoeste, y se quedó en bonanza. Al aclarar el día, nos hallamos a treinta y cinco grados y un cuarto, y estaríamos de las islas de Tristán da Cunha a noventa leguas.

El primero de noviembre, tomada la medida de la distancia del sol, quedaron todos los que lo hicieron en treinta y seis grados, y hasta el día siguiente se hacían con las islas de Tristán da Cunha por sus puntos, como de hecho al otro día –por estar a su altura y estar cerca de ellas– vimos muchas señales de tierra: unas hierbas como las que llaman correhuelas, muchas algas, muchas pequeñas gaviotas y albatros, y el mar cubierto de otros pájaros. No midieron el sol por andar el día cubierto por mucha neblina y por muchos chubascos.

Íbamos con viento norte, que fue como la noche anterior, tanto como la nao sin trinquete apenas podía soportar; si no nos hubiera escaseado –aunque el tiempo estaba revuelto–, habríamos visto las islas, lo que Nuestro Señor no quiso, por no merecerlo nuestros pecados, y para que hiciéramos de inmediato nuestro viaje y ruta sin tocar puerto, porque no bastó que tuviéramos estas señales cinco días seguidos hasta el 6 del mes –de muchas hierbas y algas, pájaros y lobos marinos, que ciertamente son señales de tierra– para que nuestro piloto quisiera encaminarse ahí y, en cambio, avanzara por la altura en Este, hasta ponerse Norte y Sur con Ceilán, como hizo el piloto de esta misma nao la vez anterior. Este, cuando partió del reino, vino a dar, como nosotros, a Bahía, y de aquí partió para ir a invernar en la India. Él ha sido el primero y único, desde que se descubrió la India, que por este camino se aventuró y siguió. Así lo trajo Nuestro Señor a la India en enero –a pesar de no saber leer ni escribir–, y es que en cuanto reconoció las señales de las islas y juzgó que había pasado el Cabo, siguió de inmediato rumbo al Este. Sin embargo, por más que en contra todos habían votado, clamado y dicho, y que lo89 requirieron muchos marineros que este viaje en su propia nao habían hecho ya por aquí la vez anterior –que tomaban la altura del sol y carteaban muy bien–, nada sirvió para que él desistiera de ir a tener vista del Cabo de Buena Esperanza, a quinientas leguas de aquí, y otras tantas que perdió del viaje, que hacían mil. Las perdimos todas, a riesgo de que nos dieran unos levantes,90 que era lo que más temíamos e íbamos muy temerosos de que dieran con nosotros en la costa. Y así, volvió a disminuir el avance hacia el Este, y gobernó hacia el Cabo para divisar tierra; parece que como no vio la de las islas, no se atrevió a tomar el camino, por no ser piloto de esta carrera, y ser muy diferente de la navegación de los viajes que ellos para acá hacen, que navegan siempre a lo largo de la costa, con la plomada en la mano, sin nunca atravesar golfo de más de cien leguas. De esta manera, por acá todo buen soldado, o la mayoría de los que a esto se lanzan, navega y manda mejor que todos aquellos, por donde son tenidos los hombres de mar en estas partes91 en muy poco, valen menos y son muy diferentemente estimados que en Portugal, cosa por cierto muy bien merecida por ellos. Por ser gente muy arrogante, de poco amor y caridad, y de mucho menos verdad, en los mayores peligros y tormentas, no hacen caso de Dios ni de sus santos, por lo que, con mucha razón, son todos los mareantes llamados por Ludovico Vives fex maris.92

Así que volvimos a deshacer el camino, y para atrás como el cangrejo, y no por escasez, en verdad, ni porque a nuestro piloto le faltara traer cartas o astrolabios todos dorados y muy diferentes de los de los otros pilotos, que traen sus cartas rotas y sus astrolabios viejos y oxidados; y así, con su simplicidad, los lleva Nuestro Señor a la India y a Portugal, muchas veces –parece–, porque vigilan con su propio juicio y con lo que saben, sin dar palo de ciego; porque todo el tiempo se le fue al nuestro en la contemplación de los movimientos de los cielos y del curso de los planetas; todo mera filosofía, en que parece que quería exceder a Platón, Aristóteles y a todos los filósofos naturales, a pesar de ser tan rústico y sin haber aprendido ni cursado nada en las escuelas de Atenas, hasta que vino a dar con nosotros a la costa, causa de tantos infortunios, males y muertes. Pero perdone Dios a quien engaña en casos de tanta conciencia a la Persona Real.93 Por aquí fueron todos estos días en nuestro camino y compañía muchas ballenas, entre las que había muchas tan grandes como barcas de Aldeia Galega.94

Estaríamos unas cien leguas atrás del Cabo, a treinta y cinco grados y dos tercios, el 12 de noviembre. Nada más amanecer, nos comenzaron algunos ligeros chubascos y, con ellos, a caer el viento que, en este paraje, cuando viene, es muy diferente que en los otros, por estar tan cerca del Cabo. Y aunque era en la fuerza del verano cuando por aquí pasamos, nos llevamos nuestras borrascas, y no tan pequeñas que no nos dañaran mucho los estómagos ni nos causaran mucho mayor temor y espanto; porque no sé cuál ha podido ser la nao tan bienaventurada que no dejara sentir sus temerosas tormentas y crueles mares, y no temer muchos más al doblar esta punta de tierra, que viene desde la costa de Guinea lanzando al mar, que mete aquí en este Cabo mil leguas al este, por lo que, con razón, fue llamado por los antiguos Cabo Tormentoso.95

Y volviendo a mi propósito: tomamos los trinquetes y arriamos las velas grandes y un poco las del trinquete, con lo que pasamos el día con muy grandes mares por la cuadra,96 con mucho mayor viento, desesperados y, más llegada la noche, con mucha oscuridad, lluvia y tormenta. Fue el viento de tal manera y de tantas partes, acudía a tantos lugares y a tantos rumbos, que con mucho trabajo y tribulación pasamos esta noche con chubascos y un viento que aullaba; solo con los papahígos, sin boneta en el mástil.97 Al amanecer, saliendo el sol, abonanzó el viento y se ablandó el mar de su furia y de su braveza, y nos quedamos en bonanza con viento galerno, oeste-sudoeste. Gobernábamos al este cuarta del sudeste, el día muy claro y con buenas sombras, muy diferente a los pasados.

El 15 de este mes –en que estábamos a catorce grados y medio, largos, gracias al tiempo tan claro y al buen sol, al viento fresco y a la bonanza–, por la tarde avistamos tierra, que era la de la punta del Cabo de Buena Esperanza. Estaríamos de ella a diez o doce leguas, pero ninguno de los que carteaban se hacía todavía con ella, porque les habían hurtado los de la nao y el piloto setenta u ochenta leguas, y porque nunca vimos señales de tierra. Por lo que, quien en este tiempo venga a buscar el Cabo, traiga el sol muy bien medido, y mucho tiento en las agujas y no baje de treinta y cinco grados, pues le puede escasear el viento y hallarse muy engañado, y con mucho peligro y enfado.

Vinieron siempre con nosotros, desde las islas de Tristán da Cunha hasta aquí, muchos alcatraces, pero estos eran muy diferentes a los otros que habíamos encontrado atrás: pardos y de otro color y forma, tan grandes que de punta a punta de las alas abiertas tenían más de doce palmos. En esta travesía desde Brasil, tuvimos los días y las noches muy diferentes, hasta el Cabo, de los que tienen las naos que vienen del reino por aquí en junio y en julio: tuvimos siempre los días de quince y de dieciséis horas; las noches de ocho y de nueve. Parece que era entonces aquí verano, pero no para que los vientos ni los mares fueran menos furiosos. Así que esto fue para nosotros una gran fuerza y ayuda para tan largo y afanoso viaje; de manera que íbamos corriendo la costa con viento oeste a placer, sin nunca –¡Bendito Nuestro Señor!– encontrarnos con levantes, que tanto temíamos, pues, además de ser contrarios a nuestro viaje, podían ser de manera que muy fácilmente dieran con nosotros en la costa y nos destruyeran totalmente.

Al día siguiente tuvimos vista del Cabo Falso, que entra más al mar, y del de las Agujas;98 el 17 del mes, por la noche, dimos la vuelta del sur, para emplearnos y ponernos a cuarenta y dos grados, para seguir por ellos y hacer nuestro camino y viaje, por los cuales seguimos tantos días muy metidos en el golfo, como adelante diré. Con cuánta razón podríamos haber dicho Mare undique & undique cœlum,99 lo que Virgilio dice y su Eneas canta, navegando por el Mar Tirreno, tan diferente de este Océano, sin fin en su anchura y grandeza, cuyas olas nosotros íbamos cortando, segando y corriendo.

El 19 de este mes estaríamos a treinta y siete grados, adelante del Cabo unas cien leguas. Había este día viento oeste-noroeste suave, a manera de brisa marina, que nos duró todo ese día, y vimos muchos alcatraces y pedazos de vegetales sobre la noche; íbamos muy despreocupados, porque en la puesta del sol y al anochecer estaba todo muy bien. A la una de la madrugada nos comenzó a dar un viento con el que nos vimos en mucho peligro, porque la nao metió un bordo grande debajo del agua que llegó a meterle parte del cabrestante que va en el combés, y no hubo persona que se mantuviera de pie. La causa de este daño fue que nos había sorprendido con todas las velas encima y que a la nao le habíamos cortado el cabo a la vela grande de la gavia, con lo que se vino todo abajo, además de haber amainado juntas todas las velas.

Y sin duda ni remedio nos perdíamos, al irse por los aires en muy pequeños pedazos la vela grande de la gavia y todas las bonetas del papahígo grande. Así proseguimos con la boneta de proa, con un viento asombroso, que nos cercó toda la noche, que fue oscurísima y muy de temer. Al amanecer, saliendo el sol, con un día de mucha claridad y que prometía mucha serenidad y bonanza –para reposo de una noche tan temida y pasada con tantos miedos–, comenzó a crecer el viento, aumentó de manera que, al ir con los papahígos muy bajos y la cebadera,100 se llevó el papahígo del trinquete y la cebadera en miles de pedazos, quedándose las vergas tan limpias y rasas, como si a mano le hubieran quitado las velas –cosa, por cierto, de admiración.

Así avanzamos al son del mar y del viento todo ese día y la noche siguiente, solo con una parte del papahígo grande muy mesurada, sin que tuviéramos otras velas puestas, ni la mucha furia del viento ni la gran bravura de las hinchadas ondas que nos habían dado lugar a esto; hasta que al día siguiente, 21 del mes, al cuarto para el alba, el viento se nos debilitó; al entrar más el día, se nos calmó y se quedó en un débil sur-sudoeste, con el que gobernábamos en este cuarta de sudeste, que nos separaba de la costa. Continuábamos por esa altura lo más que podíamos, sin que nunca el piloto dejara de orzar.101 Y así fue siempre: los vientos anchos escaseando y navegando junto a la línea del viento, hasta que nos trajo102 a las extremas partes del mundo, de las que parece que se quería poner a barlovento, y de toda la tierra de lo descubierto. Así seguimos y circundamos el mar y toda su redondez.

 

Vinimos hasta el 24 de este mes con vientos anchos y tan rígidos cuanto la nao sin trinquetes103 algunas veces podía apenas soportar. Este día hizo un sol bien claro hasta las doce, cuando, una vez medido, nos encontramos en treinta y nueve grados y un tercio, pero no duró tanto como para que no cambiara y se revolviera el tiempo, con nubes y chubascos por sol, con lo que el sudoeste y sur-sudeste tan fuertes con que gobernábamos en este-sudeste aumentaron su fuerza; fue de tal manera que bajamos las bonetas y disminuimos las velas; íbamos con mares tan encrespados que nos metían mucha agua y que entraban por un borde y salían por el otro. Así fuimos corriendo fortuna con tan gran temporal todo ese día y noche, con muy grande trabajo y ningún reposo en todo él.

Al día siguiente, que era día de la bienaventurada Santa Catarina, creció tanto el viento y de manera tan diferente de los días pasados, con una lluviecilla fina, que, como iba casi sin velas, muy mal soportaba la nao, con mucho riesgo y trabajo. Los mares eran tan grandes, tan altos como altísimas torres, tan furiosos y soberbios, que parece chanza querer pintar y escribir lo que no se puede creer sino por quien lo vio y pasó, pues es como de lo vivo a lo pintado. ¿Cómo podrá cualquier ingenio, por más sutil, fino y agudo que sea, dibujar o pintar una tempestad de estas en que acontecen mil desastres y mil invenciones de trabajos? Pues los que andan muy metidos y se encuentran muy revueltos en ellos, por mucho que tengan entendimiento, no están en sus cinco sentidos: unos, se encomiendan a Dios y a sus santos, se encargan de sus almas y lloran sus pecados; otros, de más corazón y esfuerzo, acuden a los aparejos y cosas necesarias. Así, andan todos ocupados y embebidos y con los temores de la muerte –tan frente a sus ojos–, que no hay quien esté en sí ni se acuerde de cosa viva ni del mundo. Esto harán peor y darán menos cuenta otros que se dan completamente por muertos y que dicen que no se quieren ver morir, y así, como hombres sin valor, se esconden y se ocultan, profiriendo palabras y dichos que después les cuestan muchos disgustos e injurias, causas de innumerables chanzas, con las que los otros se divierten si después pasa el mal tiempo, las tribulaciones del mar y del largo viaje. Desgraciado, muy miserable y desdichado el que en este tiempo diga alguna palabra que no deba ser, pues si vive después de tal conflicto, es divertimento de todo otro género de hombres de su compañía.

Volviendo a mi propósito y a lo que nos toca: este día nos dio un mar –además de otros muchos– que, a pesar de que nos metió infinita agua adentro, se llevó por los aires siete u ocho cajas –que estaban encima del borde por donde llegó, mismas que fueron a caer por la escotilla104 grande, que por casualidad estaba abierta– rotas en pedazos y que hirieron a muchos en la primera cubierta, y de igual manera arrumbó las otras cámaras de la otra banda con la mucha furia con la que entró y dio abajo. Llegada la noche, y creciendo con la humedad de esta el viento, fue la tempestad tan grande y el temporal tan desmedido que amainamos del todo y continuamos avanzando –al son del mar, con un poco de paño alrededor de los castillos– cuanto la nao podía gobernar esa noche, que era muy oscura y espantosa.

Andaba nuestro guardián trabajando con otros soldados y marineros cuando, antes de amainar las velas, se lo llevó una escota105 del trinquete del papahígo por los aires hasta fuera de la nao, pero fue tan afortunado y dichoso que fue a dar encima de una escota de la cebadera, en la cual quedó montado, a la que con mucho esfuerzo y control de sí se aferró, gritando que lo socorrieran y le dieran un cabo. Antes de que lo pudieran hacer, una sacudida que dio la escota lo arrojó aparte, muy a su pesar; por más que se asió y se aferró a ella, se lo llevó por los aires hasta caer en medio del combés de la nao, desde donde antes había sido arrebatado. De tal manera que, si una escota le dio la muerte tan infelizmente, otra le tornó a dar vida mucho más alegremente. Fue esta por cierto muy grande cosa en que Nuestro Señor hizo un señalado milagro; porque, de otra manera, Actum erat.106

Otro caso semejante a este ocurrió esa misma noche, muy poco tiempo después: otro marinero, al enrollar la vela, después de amainarla, cuando estaba en lo más alto de la verga, resbaló y cayó. Antes de llegar al mar, se agarró a un cabo en la parte del extremo y lo aprovechó con mucho ánimo, palpándolo, por ser grande la oscuridad de la noche, y así se libró de la muerte. Acudieron a sus gritos y lo llevaron dentro. De esta manera andan los hombres en el mar, echados como dados y ofrecidos a tantos peligros.

Al día siguiente, 26 del mes, íbamos con las velas un poco más izadas, pero con el mismo viento muy fuerte y con mucho frío, pero apareció el sol; lo medimos y nos hallábamos a cuarenta grados y un tercio. Después de haberlo tomado, se revolvió el tiempo y nos comenzó a llover mucha nieve e hizo mucho frío.

Ya al día siguiente, se nos abonanzó el tiempo y vino una mañana muy hermosa y alegre, que causó un feliz y plácido día, en compensación de otros bruscos y lluviosos que antes tuvimos. El viento era oeste-noroeste, como los pasados, a la popa y con todas las velas. Era el mar tan llano, que por mucho viento que hubiera no se agitaba ni se erguía, sino que parecía que estaba encima de alguna tierra. También en este paraje vimos muchas ballenas y el mar todo lleno de manchas de sus huevas.

Con este viento fuimos hasta el siguiente día por la mañana, cuando se nos calmó del todo, por lo que hasta la tarde anduvimos en calma. Cerca de la noche refrescó el viento noreste firme, con el que fuimos al sureste, tocando la cuarta del este lo más que podíamos. Así fuimos toda esta noche hasta que, al romper el alba, se volvió el viento del todo norte, muy fresco y rígido, con el que gobernamos al este-sureste. Este día fue de tanto frío y de tanta nieve que, a pesar del mucho trabajo, cubiertos bien por la ropa, apenas se podía soportar. Hizo sol. Calculada su altura, quedamos en cuarenta y un grados y medio. El mar era aún tan llano que, por más que hubiera viento, había en él poca o ninguna aspereza o bravura. Las aguas eran muy claras y como del fondo, parecían cercanas a tierra; lo mismo creímos de los vientos estos tres o cuatro días pasados, pues mostraban todos venir de encima de alguna tierra. Esta tarde nos rodeó el viento y saltó al sudoeste, tan terrible y embravecido, que tuvimos mucho trabajo y corrimos mucho peligro.

Al otro día, que fue el del glorioso apóstol San Andrés y último del mes, estaríamos a cuarenta grados amplios; el tiempo107 cubierto y el viento de manera que, solo con el trinquete de proa a medio mástil, sin bonetas –como siempre lo traíamos–, iba la nao a brincos y a saltos, protegiéndose y huyendo de los mares, que eran altísimos y de miedo, tanto, que la nao no sabía por dónde meterse. Fue este uno de los más ásperos días que en todo este viaje tuvimos, así de mucho frío y mucha nieve –que llegaba a los huesos y por la que toda la nao, los aparejos y las jarcias estaban muy blancos y cubiertos–, como de muy impetuosos vientos y de soberbios mares que entraban por una borda y salían por la otra, que lavaban toda la nao, porque la mayor parte se quedaba adentro. La verdad trabajó toda la gente en este tiempo, así de día (comiendo siempre de pie, con las manos y fuera de horas) como de noche, sin dormir nunca, vigilando siempre, lo que, por cierto, el más triste soldado hacía e intervenía mejor que los buenos marineros. Parece que –perdido ya el miedo, acostumbrados a las continuas tormentas y vientos tan fuertes, endurecidos ya y habituados– no se preocupaban por nada, ni por vientos, aguas, fríos o nieves, fuera de día o de noche; todas las horas y momentos, todo lo que antes les atemorizaba ya les parecía natural.

Así que no hubo día que no fuera muy trabajoso, porque había muchos en que amainábamos tres o cuatro veces; volvíamos a erguir las vergas otras tantas, y cosíamos las velas todos los días, de las que no teníamos más que pedazos remendados, en lo que nadie, por noble que fuera, recusaba el trabajo: del que se creía que sería el último en acudir, se hallaba el primero con todos los demás a un tiempo. Así, cada uno pretendía no ser el último, lo que cada quien tenía por mucha injuria e infamia.

Ya a casi todos faltaba de comer, 108 por no haber ahí sino vino del rey –y no lo habían bebido los soldados desde la salida de Brasil–. Se tomaba a expensas del rey de lo que iba en la nao y de los particulares para la gente del mar, que se quejaba y no quería trabajar porque se le había quitado una ración de las tres que tiene por regla y se le daba dos. Con todo esto, a los pobres soldados se les quedaban los trabajos multiplicados al doble, acostumbrados ya a ellos de día y de noche; comían el bizcocho de la ración todo podrido por las cucarachas y con un hedor muy nauseabundo, sin que hubiera otro ni quién lo tuviera para sí mismo –sino muy pocos–, ni carne, ni vino, ni pescado ni con qué pudieran sustentar y alimentar cuerpos tan debilitados; algunos, con muy poca ropa con qué pudiesen reparar y cubrir sus carnes, y defenderse de los fríos y grandes nieves que todos sus miembros y huesos penetraban. Así pasaban sus miserias.

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