Historia trágico-marítima

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Aus der Reihe: Vida y Memoria
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Cuando caminaban por las playas, se mantenían con mariscos o pescados que el mar lanzaba. Y al cabo de este tiempo, se encontraron con un cafre, señor de dos aldeas, hombre viejo, que les pareció de buena condición; y así lo era, por la protección que en él encontraron; y les dijo que no pasaran de ahí, que estuvieran en su compañía y que él los mantendría lo mejor que pudiera, porque, la verdad, aquella tierra estaba falta de sustento no porque lo dejara de dar, sino porque los cafres son hombres que no siembran sino muy poco, ni comen sino del ganado salvaje que matan.

Así que este rey cafre les insistió mucho a Manuel de Sousa y a su gente que se quedaran con él, diciéndoles que tenía guerra con otro rey por donde ellos tenían que pasar y que quería su ayuda; y que, si pasaban adelante, que supieran que serían robados por este rey que era más poderoso que él, de manera que por el provecho y ayuda que esperaba de esta compañía y también por la noticia que ya tenía de portugueses por Lourenço Marques y António Caldeira, que ahí habían estado, trabajaba cuanto podía para que de ahí no pasaran. Y estos dos hombres le habían puesto el nombre de Garcia de Sá,28 por ser viejo y figurárseles a este, y ser buen hombre, porque no hay duda de que en todas las naciones hay malos y buenos, y por ser tal hacía atenciones y honraba a los portugueses y trabajó cuanto pudo para que no pasaran adelante, diciéndoles que iban a ser robados por aquel rey con el que tenía guerra. Y mientras determinaban, se detuvieron allí seis días. Pero como, al parecer, estaba determinado Manuel de Sousa a acabar en esta jornada con la mayor parte de su compañía, no quisieron seguir el consejo de este rey que los quería sacar del engaño.

Al ver el rey que, a pesar de todo, el capitán determinaba partir de allí, le pidió que antes de que se fuera lo ayudara con algunos hombres de su compañía contra un rey que lo perseguía. Y pareciéndole a Manuel de Sousa y a los portugueses que no se podían excusar de hacer lo que les pedía, así por las buenas obras y resguardo que de él habían recibido, como por razón de no ofenderlo, porque estaban en su poder y en el de su gente, pidió a Pantaleão de Sá, su cuñado, que fuera con veinte hombres portugueses a ayudar a su amigo el rey. Fue Pantaleão de Sá con los veinte hombres y quinientos cafres y sus capitanes, y volvieron atrás seis leguas por donde ellos ya habían pasado, y pelearon con un cafre que andaba levantado y le tomaron todo el ganado, que son sus despojos, y lo trajeron al campamento donde estaba Manuel de Sousa con el rey; y en esto gastaron cinco o seis días.

Después de que Pantaleão de Sá vino de aquella guerra en que fue a ayudar al rey, y la gente que con él fue, y descansó del trabajo que allá habían tenido, volvió el capitán a hacer un consejo sobre la determinación de su partida, y fue tan débil que asentaron que debían caminar y buscar aquel río de Lourenço Marques, y no sabían que estaban en él. Y porque este río es el de la Aguada da Boa Paz, con tres brazos que todos vienen a entrar al mar en una desembocadura, y ellos estaban en el primero, y a pesar de que vieron ahí una gota roja, que era señal de que ya habían venido ahí portugueses, los cegó su suerte, porque no quisieron sino caminar adelante. Y como tenían que pasar el río y no podía ser sino en canoas, por ser este grande, quiso el capitán ver si podía tomar siete u ocho que estaban aseguradas con cadenas, para pasar en ellas el río, que el rey no les quería dar porque a toda costa buscaba que no pasaran, por los deseos que tenía de tenerlos consigo. Para esto mandó a algunos hombres a ver si podían tomar las canoas, dos de los cuales vinieron y dijeron que les era difícil que se pudiera lograr. Y los que se quedaron, ya con malicia, se hicieron con una de las canoas a la mano y se embarcaron en ella, y se fueron río abajo y dejaron a su capitán. Y al ver este que de ninguna manera iba a pasar el río sino por voluntad del rey, le pidió que lo mandara pasar a la otra orilla en sus canoas, y que le pagaría bien a la gente que los llevara; y para contentarlo le dio algunas de sus armas para que lo dejara y lo mandara pasar.

Entonces el rey en persona con él, estando los portugueses recelosos de alguna traición al pasar el río, le rogó al capitán Manuel de Sousa que se regresara al lugar con su gente, y que lo dejara pasar libremente con la suya, y que se quedaran solamente los negros de las canoas. Y como en el rey negro no había malicia, sino que los ayudaba en lo que podía, fue cosa sencilla lograr que volviera a su lugar, y rápido se fue y dejó pasar libremente. Entonces mandó Manuel de Sousa pasar a treinta hombres a la otra orilla en las canoas, con tres espingardas; y en cuanto los treinta hombres estuvieron en la otra orilla, el capitán, su mujer y sus hijos pasaron hacia allá, y después de ellos la otra gente; y hasta entonces nunca fueron robados y de inmediato se pusieron en orden a caminar.

Haría cinco días que caminaban hacia el segundo río y habrían andado veinte leguas, cuando llegaron al río de en medio, y allí encontraron negros que los encaminaron hacia el mar, y esto era ya al ponerse el sol. Cuando estaban al margen del río, vieron dos canoas grandes y allí asentaron el campamento, en arena donde durmieron aquella noche. Este río era salado y no había ninguna agua dulce alrededor, sino una que les quedaba atrás. Y de noche fue la sed tan grande en el campamento, que se habrían de perder. Manuel de Sousa mandó buscar algo de agua, pero no hubo quien quisiera ir por menos de cien cruzados por cada caldero, y los mandó buscar, y cada uno costaba doscientos, pero si no lo hacía así, no se habría podido valer.

El comer era tan poco, como atrás digo; la sed era de esta manera, porque quería Nuestro Señor que el agua les sirviera de sustento. Estando en aquel campamento, al día siguiente, cerca de la noche, vieron llegar las tres canoas de negros que les dijeron, por medio de una negra del campamento que comenzaba ya a entender alguna cosa, que allí había venido un navío de hombres como ellos y que ya se había ido. Entonces les mandó decir Manuel de Sousa si los querían pasar a la otra orilla y los negros respondieron que ya era noche (porque los cafres no hacen nada de noche), que al día siguiente los pasarían si les pagaban. Como amaneció, vinieron los negros con cuatro canoas y, sobre el precio de unos cuantos clavos, comenzaron a pasar a la gente. Pasó primero el capitán y alguna gente para guardia del paso, embarcándose en una canoa con su mujer y sus hijos, para desde la otra orilla esperar al resto de su compañía; y con él iban las otras tres canoas cargadas de gente.

También se dice que el capitán venía ya para aquel tiempo maltratado del seso, por la mucha vigilancia y el mucho trabajo que cargó en él, siempre más que en todos los demás. Y por venir ya de esta manera y pensar que los negros le querían hacer alguna traición, echó mano de la espada y la desenvainó hacia los negros que iban remando diciéndoles:

—Perros, ¿para dónde me llevan?

Al ver los negros la espada desenvainada, saltaron al mar y allí estuvo en riesgo de perderse. Entonces le dijo su mujer y algunos que con ellos iban que no les hiciera mal a los negros, que se perderían. En verdad, quien conociera a Manuel de Sousa y supiera de su sensatez y afabilidad, y le viera hacer esto, bien podría decir que ya no iba en su sano juicio, porque era sensato y considerado. Y de allí para adelante, quedó de manera que nunca más gobernó a su gente como hasta allí lo había hecho. Y al llegar a la otra orilla, se quejó mucho de la cabeza y en ella le ataron toallas, y allí se volvieron a juntar todos.

Cuando estaba ya en la otra orilla para comenzar a caminar, vieron un grupo de cafres, y al verlos se pusieron en son de pelea, pensando que venían a robarlos; y llegando cerca de nuestra gente, comenzaron a hablar unos con los otros, preguntándoles los cafres a los nuestros quiénes eran, qué buscaban. Les respondieron que eran cristianos, que se habían perdido en una nao y que les rogaban que los guiaran a un río grande que estaba más adelante y que, si tenían provisiones, que se las trajeran y las comprarían. Y por una cafre que era de Sofala, les dijeron los negros que si querían provisiones, que fueran con ellos a un lugar donde estaba su rey, que les haría mucho regalo. Para este tiempo, serían aún ciento veinte personas, y ya entonces D. Leonor era una de las que caminaba a pie, y a pesar de ser una mujer hidalga, delicada y moza, venía por aquellos ásperos caminos tan trabajosos como cualquier robusto hombre del campo, y muchas veces consolaba a las de su compañía, y ayudaba a traer a sus hijos. Esto fue después de que no hubo esclavos para las andas en las que venía. Parece verdaderamente que la gracia de Nuestro Señor aquí auxiliaba, porque, sin ella, no podría una mujer tan débil y tan poco acostumbrada a los trabajos andar tan largos y ásperos caminos, y siempre con tantas hambres y sedes, que ya entonces pasaban de trescientas leguas las que habían andado, debido a los grandes rodeos.

Volviendo a la historia: después de que el capitán y su compañía entendieron que el rey estaba cerca de ahí, tomaron a los cafres por sus guías y, con mucha prudencia, caminaron con ellos hacia el lugar que les decían, con tanta hambre y sed como Dios sabe. De allí al lugar donde estaba el rey había una legua. Al llegar, les mandó decir el cafre que no entraran en el lugar, porque es cosa que ellos mucho esconden, pero que se fueran a poner junto a unos árboles que les mostraron y que allí les mandaría dar de comer. Manuel de Sousa lo hizo así, como hombre que estaba en tierra ajena y que no sabía tanto de los cafres como ahora sabemos por esta perdición y por la de la nao S. Bento, que cien hombres de espingarda atravesarían toda la Cafrería,29 porque mayor miedo tienen de estas que del mismo demonio.

 

Después de estar así protegidos a la sombra de los árboles, les comenzó a venir algún sustento por su rescate de los clavos. Y allí estuvieron cinco días, pareciéndoles que podrían estar hasta venir navío para la India, y así se lo decían los negros. Entonces pidió Manuel de Sousa una casa al rey cafre para resguardarse con su mujer y sus hijos. Le respondió el cafre que se la daría, pero que su gente no podía estar allí junta, porque no podría mantenerse ya que había falta de alimento en esa tierra, que se quedara él con su mujer y sus hijos con algunas personas que él quisiera y la otra gente se repartiera por los lugares, que él le mandaría dar alimentos y casas hasta que viniera algún navío. Esto era la perversidad del rey, según parece, por lo que después les hizo; por donde está clara la razón que dije, que los cafres tienen gran miedo de espingardas; porque como los portugueses tenían solo cinco y hasta ciento veinte hombres, el cafre no se atrevió a pelear con ellos, y a fin de robarlos los apartó a unos de los otros por muchos lados, como hombres que estaban tan cercanos a la muerte por hambre; y sin saber cuánto mejor habría sido no apartarse, se entregaron a la fortuna e hicieron la voluntad de aquel rey que trataba su perdición, y nunca quisieron tomar el consejo del rey amigo, que les hablaba con la verdad y les hizo el bien que pudo. Y por aquí verán los hombres cómo nunca han de decir ni hacer cosa en que cuiden que ellos son los que aciertan o pueden, sino poner todo en las manos de Dios Nuestro Señor.

Después de que el rey cafre convino con Manuel de Sousa en que los portugueses se dividieran en diversas aldeas y lugares, para que se pudieran mantener, le dijo también que él tenía allí capitanes suyos que llevarían a su gente, a saber, cada uno los que le entregaran para darles de comer; y esto no podía ser sino cuando él les mandara a los portugueses que dejaran las armas, porque los cafres tenían miedo de ellos cuando las veían, y que él las mandaría meter en una casa para dárselas cuando viniera el navío de los portugueses.

Como Manuel de Sousa ya entonces andaba muy enfermo y fuera de su perfecto juicio, no respondió como habría hecho estando en su entendimiento; respondió que él hablaría con los suyos. Pero como fuera llegada la hora en que había de ser robado, habló con ellos y les dijo que no pasaría de allí, de una u otra manera buscaría remedio para el navío, u otro cualquiera que Nuestro Señor de él ordenara, porque aquel río en el que estaban era de Lourenço Marques, y su piloto André Vaz así se lo decía; que quien quisiera pasar de allí que lo podría hacer si bien le pareciera, pero que él no podía, por amor a su mujer y a sus hijos, que venía ya muy debilitado de los grandes trabajos, que no podía ya caminar ni tenía esclavos que lo ayudaran. Y, por lo tanto, su determinación era terminar con su familia cuando Dios de eso fuera servido; y que les pedía que, los que de allí pasaran y encontraran alguna embarcación de portugueses, que le trajeran o mandaran las nuevas; y los que allí se quisieran quedar con él lo podrían hacer, y por donde él pasara pasarían ellos. Y, sin embargo, para que los negros se fiaran de ellos y no fueran a pensar que eran ladrones que andaban robando, que era necesario que entregaran las armas para remediar tanta desventura como el hambre que tenían hacía tanto tiempo. Y ya entonces el parecer de Manuel de Sousa y de los que con él lo consintieron no era de personas que estaban en sí, porque si bien hubieran mirado, mientras tuvieron las armas consigo nunca los negros se les acercaron. Entonces mandó el capitán que depusieran las armas en que, después de Dios, estaba su salvación; y contra la voluntad de algunos, y mucho más contra la de D. Leonor, las entregaron; pero no hubo quien lo contradijera sino ella, aunque poco le aprovechó. Entonces dijo:

—Vos entregáis las armas; ahora me doy por perdida con toda esta gente.

Los negros tomaron las armas y las llevaron a casa del rey cafre.

En cuanto los cafres vieron a los portugueses sin armas, como ya habían concertado la traición, los comenzaron de inmediato a apartar y a robar, y los llevaron por esos campos a cada uno como le caía la suerte. Y acabando de llegar a los lugares, los llevaban, ya desvestidos, sin dejarles sobre sí cosa alguna, y con muchos golpes los lanzaban fuera de las aldeas. En esta compañía no iba Manuel de Sousa, que con su mujer y sus hijos y con el piloto André Vaz y obra de veinte personas, se habían quedado con el rey, porque traían muchas joyas, rica pedrería y dinero; y afirman que lo que esta compañía trajo hasta allí valía más de cien mil cruzados. Cuando Manuel de Sousa, con su mujer y con aquellas veinte personas, fue apartado de la gente, de inmediato les robaron todo lo que traían, solo no los desvistieron; y el rey le dijo que se fueran en busca de los de su compañía, que no quería hacerles más mal ni tocar su persona ni la de su mujer. Cuando Manuel de Sousa esto vio, bien que se habría acordado de cuán gran error había cometido en dar las armas; y era fuerza hacer lo que le mandaban, pues no estaba más en su mano.

Los otros compañeros, que eran noventa, en los que entraba Pantaleão de Sá y otros tres hidalgos, aunque todos fueron apartados unos de otros, pocos y pocos, según se acertaran, después de que fueron robados y desvestidos por los cafres a quienes fueron entregados por el rey, se volvieron a juntar porque estaban cerca unos de otros, y juntos, muy maltratados y muy tristes, faltándoles las armas, los vestidos y dinero para el rescate de su sustento, y sin su capitán, comenzaron a caminar.

Y como ya no llevaban figura de hombres ni quien los gobernara, iban sin orden, por caminos desiguales: unos por los campos, otros por las sierras se acabaron de esparcir, y ya entonces cada uno se ocupaba de aquello con lo que le parecía que podía salvar la vida, fuera entre cafres, fuera entre moros, porque ya entonces no tenían consejo ni quien los juntase para eso. Y como hombres que andaban ya del todo perdidos, dejaré de hablar de ellos y volveré a Manuel de Sousa y a la desdichada de su mujer y sus hijos.

Viéndose Manuel de Sousa robado y echado por el rey, y que fuera a buscar a los de su compañía, y que ya entonces no tenía dinero ni armas ni gente para tomarlas, y dado que hacía días que ya venía enfermo de la cabeza, sintió sin embargo mucho esta afrenta. ¿Pues qué se puede imaginar de una mujer muy delicada, viéndose en tantos trabajos y con tantas necesidades, y, sobre todas, ver a su marido delante de sí tan maltratado y que no podía ya gobernar ni mirar por sus hijos? Pero, como mujer de buen juicio, con el parecer de esos hombres que aún tenía consigo, comenzaron a caminar por esos campos, sin ningún remedio, ni fundamento, solamente en el de Dios. En este tiempo aún estaba André Vaz, el piloto, en su compañía, y el contramaestre, que nunca la dejó, y una mujer o dos, portuguesas, y algunas esclavas. Yendo así caminando, les pareció buen consejo seguir a los noventa hombres que iban adelante, robados, y hacía dos días que caminaban siguiendo sus pisadas. Y D. Leonor ya iba tan débil, tan triste y desconsolada por ver a su marido en la manera en la que iba y por verse apartada de la otra gente, y tener por imposible poder juntarse con ellos, ¡que imaginar bien esto es cosa para quebrar los corazones! Yendo así caminando, volvieron otra vez los cafres a atacarlo y a su mujer y a esos pocos que iban en su compañía, y allí los desvistieron sin dejarles sobre sí cosa alguna. Viéndose ambos de esta manera, con dos niños muy tiernos delante de ellos, dieron gracias a Nuestro Señor.

Aquí dicen que D. Leonor no se dejaba desvestir y que con puñetazos y bofetadas se defendía, porque estaba de tal manera que antes quería que la mataran los cafres que verse desnuda frente a los demás; y no hay duda que ahí pronto acabara su vida, si no fuera por Manuel de Sousa, que le rogó que se dejara desvestir, que le recordaba que habían nacido desnudos y que pues Dios de aquello era servido, que lo fuera ella. Uno de los grandes trabajos que sentían era ver dos niños pequeños, sus hijos, llorando frente a ellos, pidiendo de comer, sin poderlos amparar. Y viéndose D. Leonor desvestida, se lanzó de inmediato al suelo y se cubrió toda con sus cabellos, que eran muy largos, e hizo un hoyo en la arena, donde se metió hasta la cintura sin más levantarse de ahí. Manuel de Sousa se aproximó entonces a una vieja, su aya, a la que aún le había quedado una mantilla rota y se la pidió para cubrir a D. Leonor, y se la dio; sin embargo, nunca más se quiso levantar de aquel lugar, donde se dejó caer cuando se vio desnuda.

En verdad que no sé quién por esto pase sin gran lástima y tristeza. ¡Ver a una mujer tan noble, hija y mujer de hidalgos tan honrados, tan maltratada y con tan poca cortesía! Los hombres que estaban en su compañía, cuando vieron a Manuel de Sousa y a su mujer desvestidos, se apartaron de ellos un trecho por la vergüenza que tenían de ver así a su capitán y a D. Leonor. Entonces le dijo ella a André Vaz, el piloto:

—Bien ven cómo estamos y que ya no podemos pasar de aquí y que acabaremos por nuestros pecados; váyanse, hagan por salvarse y encomiéndennos a Dios; y si van a la India o a Portugal en algún momento, digan cómo nos dejaron a Manuel de Sousa y a mí con mis hijos.

Ellos, al ver que por su parte no podían remediar la fatiga de su capitán, ni la pobreza y miseria de su mujer e hijos, se fueron por esos campos, buscando remedio para la vida.

Después de que André Vaz se apartó de Manuel de Sousa y su mujer, se quedaron con él Duarte Fernandes, contramaestre del galeón, y algunas esclavas, de las cuales se salvaron tres, que vinieron a Goa, que contaron cómo vieron morir a D. Leonor. Y Manuel de Sousa, a pesar de que estaba maltratado del juicio, no se olvidaba de la necesidad que su mujer y sus hijos pasaban de comer. Y aunque aún estaba tullido por una herida que los cafres le habían hecho en la pierna, así maltratado se fue al campo a buscar frutas para darles de comer; cuando volvió, encontró a D. Leonor muy débil, así del hambre como de llorar, porque después de que los cafres la desvistieran, nunca más de allí se paró ni dejó de llorar; y encontró a uno de los niños muerto, y con sus propias manos lo enterró en la arena. Al otro día volvió Manuel de Sousa al campo a buscar alguna fruta y, cuando volvió, encontró a D. Leonor muerta, y al otro niño, y sobre ella estaban llorando cinco esclavas con grandísimos gritos.

Dicen que él no hizo nada más, cuando la vio muerta, que apartar a las esclavas de ahí y sentarse cerca de ella, con el rostro puesto sobre una mano, por espacio de media hora, sin llorar ni decir cosa alguna; estando así con los ojos puestos en ella, y del niño casi no hizo caso. Y acabando este lapso, se levantó y comenzó a hacer un hoyo en la arena con ayuda de las esclavas; y siempre sin pronunciar palabra, la enterró, y a su hijo con ella. Acabando esto, volvió a tomar el camino que hacía cuando iba a buscar las frutas, sin decirles nada a las esclavas, y se metió por el campo y nunca más lo vieron. Parece que, andando por esos campos, no hay duda sino de que se lo habrían comido tigres y leones. Así acabaron su vida mujer y marido; hacía seis meses que caminaban por tierras de cafres con tantos trabajos.

Los hombres de toda esta compañía que escaparon, tanto de los que se quedaron con Manuel de Sousa cuando fue robado, como de los noventa que iban delante de él caminando, serían hasta ocho portugueses y catorce esclavos, y tres esclavas de las que estaban con D. Leonor cuando falleció. Entre ellos estaban Pantaleão de Sá y Tristão de Sousa, y el piloto André Vaz y Baltasar de Sequeira y Manuel de Castro y este Álvaro Fernandes. Y andando estos ya en la tierra sin esperanza de poder venir a tierra de cristianos, llegó a aquel río un navío en que iba un pariente de Diogo Mesquita a tomar marfil, donde hallando nuevas de que había portugueses perdidos en esa tierra, los mandó buscar y los rescató a cambio de cuentas; y cada persona costaría dos vintenas de cuentas, que entre los negros es cosa que ellos más estiman; y si en este tiempo hubiera estado vivo Manuel de Sousa, también lo habrían rescatado. Pero parece que fue así mejor para su alma, pues Nuestro Señor fue servido. Y estos llegaron a Mozambique el 25 de mayo de 1553.30

Pantaleão de Sá, andando errante mucho tiempo por las tierras de los cafres, llegó al palacio casi consumido, con hambre, desnudez y trabajo de tan dilatado camino; y llegándose a la puerta del palacio, les pidió a los cortesanos le alcanzaran del rey algún subsidio. Se rehusaron ellos a pedirle tal cosa, disculpándose con una gran enfermedad que el rey hacía tiempos padecía; y preguntándoles el ilustre portugués qué enfermedad era, le respondieron que una llaga en una pierna, tan pertinaz y corrupta que todos los instantes le esperaba la muerte. Oyó él con atención y pidió que le hicieran sabedor al rey de su venida, afirmando que era médico y que podría tal vez restituirle la salud. Entran de inmediato muy alegres, le dan noticias del caso; pide vehementemente el rey que lo lleven dentro; y después de que Pantaleão de Sá vio la llaga, dijo: “Tenga mucha confianza que fácilmente recibirá salud”. Y saliendo, se puso a considerar la empresa en que se había metido, de donde no podría escapar con vida, pues no conocía cosa alguna que pudiera aplicarle, como quien había aprendido más a quitar vidas que a curar achaques para conservarlas. En esta consideración, como quien ya no hacía más caso de la suya, y apeteciendo antes morir una sola vez que muchas, orina en la tierra y, hecho un poco de lodo, entró a ponérselo en la casi incurable llaga. Pasó, pues, aquel día; y al siguiente, cuando el ilustre Sá esperaba más la sentencia de su muerte que remedio alguno para la vida, tanto suya como del rey, salen los palacianos con notable alborozo y, como lo querían llevar en brazos, les preguntó la causa de tan súbita alegría. Le respondieron que la llaga, con el medicamento que se le había aplicado, había consumido todo lo podrido, y aparecía solo la carne, que era sana y buena. Entró el fingido médico y, viendo que era como ellos afirmaban, mandó continuar con el remedio, con lo cual en pocos días cobró entera salud; lo que visto, además de otras honras, pusieron a Pantaleão de Sá en un altar y, venerándolo como divinidad, le pidió el rey que se quedara en su palacio, ofreciéndole la mitad de su reino, y si no, le haría todo lo que pidiera. Rehusó Pantaleão de Sá el ofrecimiento, afirmando que le era preciso volver con los suyos. Y mandando el rey traer gran cuantía de oro y pedrería, lo premió grandemente, mandando juntamente a los suyos que lo acompañaran hasta Mozambique.