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Los ingenieros mecánicos de la sección de microondas eran favorables a este nuevo planteamiento “centrado en el ser humano” que prometía ir más allá del diseño de la apariencia y asentaba sus productos en rigurosos datos ergonómicos. Los ingenieros electrónicos (que siempre formaron la élite de la organización Hewlett-Packard) no veían, sin embargo, ninguna relevancia en esta nueva preocupación por la psicología y la fisiología, por lo que mostraron un total desinterés. Con su iniciativa estratégica Inhelder quería demostrarles que un buen diseño de producto significaba algo más que proteger del polvo y del deterioro su valiosa electrónica.

Para respaldar su argumento, Inhelder seleccionó un generador de señal VHF, en concreto el modelo 608 que debía su éxito a la fiabilidad técnica más que a la facilidad de manejo. Mediante una muestra de diapositivas con una representación del panel de control del modelo 608, explicó en una reunión con ingenieros qué casi todos los aspectos de la interfaz de 1954 eran arbitrarios, inconsistentes y carentes de lógica. Como los diseñadores habían sido llamados cuando ya estaba decidida la configuración básica, no pudieron hacer mucho más que empaquetar el aparato en una caja de chapa con agujeros que permitiera acomodar los controles. Si hubieran participado en el desarrollo del producto desde el inicio, el proceso habría sido más razonable. Comenzarían con un “análisis de funciones” que aclarase la relación entre las uniones constitutivas del instrumento; más tarde, agruparían los controles de frecuencia, modulación y atenuación en particiones formalmente lógicas y secuenciadas, cada una con su propia línea claramente delimitada; y por último, concretarían detalles como el etiquetado, el color, la colocación de las pantallas y la selección de tipos de mando. El resultado sería un instrumento cuyo panel frontal tendría, en consecuencia, un esquema visual de la electrónica que contuviera en el interior. (22) Los ingenieros electrónicos quedaron encantados y, al final de la presentación, la sección de microondas estaba lista para dar la bienvenida a su primer diseñador industrial.

El papel de Inhelder en su departamento terminó de golpe un día en noviembre de 1964, cuando Ralph Lee entró en su oficina, le ordenó que recogiera sus pertenencias y lo ascendió a gerente de diseño industrial corporativo. En su nuevo puesto de dirección, Inhelder supervisó un departamento de nueve personas y otras seis que permanecían vinculadas a diversas áreas. Que su nueva oficina estuviera a poca distancia del despacho del irascible David Packard era un signo del estatus que el diseño había logrado dentro de la compañía. Solo unos años antes Packard había echado un vistazo a las ilustraciones con aerógrafo que Inhelder llevaba en su portfolio del Art Center y había comentado: “todo esto es muy bonito, pero aquí no lo necesitamos”. (23)

Esta nueva sección corporativa sacó adelante cerca de cincuenta proyectos de diseño anuales durante los veintiocho años que Inhelder tuvo como misión preservar un lenguaje de diseño coherente en todas las áreas y categorías de productos de HP. Lo esencial de su trabajo era la idea de que no diseñaban productos individuales sino componentes de un sistema integrado, abierto y escalable. A veces esto limitaba su trabajo a hacer que fueran compatibles un plotter, una calculadora y el escritorio de aluminio extruido en el que ambos se colocaban. En el extremo opuesto, le correspondió rehacer un programa de identidad corporativa mal concebido que la compañía había encargado a Walter Landor Associates, una destacada firma de San Francisco con escasa experiencia en la realidad tecnológica de Silicon Valley. (24)



Figura 1.1

Antes y después: análisis del enlace de control y de las funciones relacionadas. Fuente: colección de Allen Inhelder.

El personal de diseño industrial abordó su trabajo con precisión, rigor y profundidad. Ningún detalle era demasiado pequeño como para no prestarle atención; quitar un tornillo innecesario de un embalaje se convirtió en motivo de orgullo profesional, cuando no en un imperativo moral. A principios de 1964, Inhelder inició un estudio de dos años que justificó explicando la importancia de los detalles aparentemente insignificantes que se derivan del contacto físico entre un complejo dispositivo electrónico y su operador humano. Un comentario de William Hewlett al volver de una convención del Institute of Electrical & Electronics Engineers (“¿Por qué nos resulta tan difícil combinar dos tonos de gris?”), los llevó a poner en marcha un programa de investigación de un mes que incluía la ciencia y la tecnología de color, con la participación de consultores muy bien remunerados. Del mismo modo que un espectrofotómetro reemplazaba las partículas de pintura, y la soldadura ultrasónica hacía lo mismo con el pegamento, trabajaban como si estuvieran inventando el diseño de instrumentos en el invernadero de alta tecnología en que se había convertido aquella región. Algo que, por otro lado, no dejaba de ser cierto.

Lo esencial del Silicon Valley de entonces, y que aún perdura, es el ritmo del desarrollo de los productos en un entorno tecnológico sometido a un rápido cambio. Los circuitos complejos requerían una mayor accesibilidad; era necesario mitigar la interferencia eléctrica ya que la frecuencia de las señales digitales se aproximaba al nanosegundo, y la miniaturización de componentes electrónicos (en estricta coherencia a la Ley de Moore) seguía aumentando sin descanso. El diseño quedó en un segundo plano en Hewlett-Packard, y nunca hubo dudas de que la tecnología seguía siendo el motor fundamental de la compañía, pero esto se vio más como un desafío que como un impedimento. En opinión de Inhelder, “el enfoque esencial [en el System II] iba a ser ‘de dentro hacia afuera’, de manera que todas las necesidades de servicio, fabricación, electricidad, mecánica y térmica serían prioritarias, y después de ellas se consideraría la estética”. (25)

Hubo una pequeña excepción a este papel del diseño industrial impulsado por la tecnología, lo suficientemente pequeña para caber en el bolsillo de la camisa de un ingeniero de HP, y que señalaría un cambio de mayor alcance. En 1970, el presidente ejecutivo Bill Hewlett autorizó personalmente un presupuesto de un millón de dólares para desarrollar el dispositivo en miniatura que sucedería a la exitosa calculadora científica de la serie 9100 lanzada cuatro años antes. En ese momento, el catálogo de HP contaba con unos 1600 productos, ninguno de los cuales vendía más de diez unidades al día. A los seis meses de su lanzamiento, en enero de 1972, la nueva HP-35 llegó a vender 1000 unidades diarias y, un año después, representaba un asombroso 41 % de las ganancias totales de la compañía. Mientras los estudiantes las compraban en las librerías de la universidad, los contables lo hacían en Macy’s. A pesar de sus prejuicios, Hewlett-Packard se aventuró a llegar hasta la frontera que separaba a la ingeniería del diseño de bienes de consumo. (26)

A pesar de toda su popularidad, la calculadora científica HP-35 de treinta y cinco teclas seguía siendo un dispositivo ante todo técnico, y lo serían también los tres modelos que la sucedieran. William Hewlett lo veía como un artefacto para “ese ingeniero del futuro que esta a punto de llegar”. Con su precio de 395 dólares parecía un sustituto de la ubicua regla de cálculo, aunque no era un dispositivo práctico en el ámbito doméstico (y menos aún representaba un estilo de vida). Sin embargo, fue el primer producto tecnológico que quiso ir más allá de la comunidad de los ingenieros para buscar un público más amplio. El éxito sin precedentes de la HP-35 tendría importantes implicaciones, no solo para Hewlett-Packard, sino también para Silicon Valley y, en última instancia, para la profesión de diseño en general.

Los diseñadores de la HP-35 tuvieron que apartarse de la ortodoxia “de dentro hacia fuera” que caracterizaba a la compañía, para cumplir con las condiciones impuestas por Hewlett. El requisito del tamaño implicaba que (en contra de la práctica corporativa de HP) la forma se ponía por delante de la función en el desarrollo de un nuevo producto. Edward J. Liljenwall, el graduado del Art Center al que se le asignó la responsabilidad del diseño de la calculadora, lo expresaba de esta manera:

El diseño de la HP-35 fue inusual no solo para Hewlett-Packard, sino también para la industria electrónica en su conjunto. Por lo general, los componentes mecánicos de un producto se determinaban antes de diseñar su forma exterior. En cambio, con la HP-35 sucedió lo contrario. (27)

El briefing del diseño, en otras palabras, no incluía criterios técnicos para permitir al usuario ejecutar funciones utilizando un algoritmo de pseudomultiplicación expresado en notación polaca inversa. Se definía, más bien, por el criterio físico de construir “una calculadora científica de bolsillo con cuatro horas de autonomía gracias a unas baterías recargables a un precio que pudieran pagar no solo cualquier laboratorio, sino también muchos particulares”. (28) Por primera vez, el diseñador no apareció en el momento de empaquetar los componentes electrónicos. Fueron los ingenieros, más bien, quienes tuvieron la humilde tarea de crear un producto que pudiera acomodarse en un chasis de 250 gramos de peso y unas dimensiones de poco más de 8 centímetros de ancho por 15 de largo. Sería demasiado afirmar que con la HP-35 el diseñador ocupó el asiento del conductor, pero tampoco sería exacto decir que era un pasajero de tercera clase relegado a la parte trasera del autobús.

 

El equipo de diseño responsable del HP-35 tuvo que superar obstáculos técnicos, pero también otros derivados de los distintos intereses de la compañía. Liljenwall había fabricado tres prototipos en cartón y en masilla de carrocería que, con un buen trabajo de pintura, eran suficientes para vender a Hewlett la viabilidad de un dispositivo de bolsillo. Sin embargo, había escépticos (bien situados en los niveles de decisión) que insistían en la necesidad de respetar el espaciado de las teclas estándar de dos centímetros que solo un dispositivo del tamaño de un libro podría cumplir (poner la funda por delante de la almohada, por decirlo de otro modo). Los diseñadores respondieron con un análisis metódico de los condicionantes ergónomicos, en el que mancharon las puntas de los dedos de maquinistas, recepcionistas que se cuidaban las uñas y ejecutivos que se las mordían, y los observaron mientras presionaban varias combinaciones de teclado. Una vez que tabularon esos datos y defendieron su propuesta, Liljenwall pudo centrarse en construir una docena de modelos en yeso de un aspecto más detallado.

La base de la calculadora tenía forma de cuña para poder llevarla en el bolsillo de una camisa (obviamente masculina), una de las directrices principales de Hewlett. Cuando el dispositivo reposaba en la mesa, su forma cónica ocultaba esa base en la sombra, creando la ilusión de una calculadora aún más pequeña y delgada de lo que era en realidad. Para colocar las 35 teclas en un panel superior que medía poco más de 6 x 12 centímetros, Liljenwall dejó de lado el teclado convencional y desarrolló una nueva combinación basada en la ubicación, el color y la nomenclatura. La investigación que le llevó a imprimir símbolos y números en tres superficies, incluso con materiales distintos, no tuvo precedentes en el diseño de la electrónica y representó un nuevo estándar en la profesionalización de esta actividad. Y dado que un producto portátil se ve siempre desde todos los lados, el diseñador no permitió que quedaran expuestos a la vista ni tornillos ni soportes, y eligió también la textura de la caja tanto por la apariencia como por la necesidad de crear una superficie antideslizante. Sorprendentemente, dada la época y el lugar, muchos de estos problemas relacionados con la “ingeniería humana” se abordaron incluso antes de establecer los parámetros del diseño de los componentes electrónicos.


Figura 1.2

Darrell A. Lauer, diseño industrial corporativo: estudio en color de la calculadora científica modelo 35. Fuente: Hewlett-Packard Corporate Archives.

Si alterar el clásico dogma de que “la forma sigue a la función” fue la primera gran contribución a esa particular cultura del diseño, la segunda fue el éxito de la HP-35 en el mercado. Chung C. Tung, miembro del equipo de desarrollo creía que la calculadora sería usada por “un piloto que hace una corrección del vuelo, un topógrafo que trabaja en el campo, un hombre de negocios que calcula el retorno de la inversión durante una conferencia, o por un médico que valora los datos de los pacientes”. (29) Aunque estos ejemplos correspondían aún a prácticas profesionales, suponían ya un cambio significativo con relación a los tradicionales usuarios de HP. Era inevitable que las siguientes generaciones de calculadoras de bolsillo fueran utilizadas por quienes esperaban en la cola de la caja de una tienda de comestibles o por aficionados que comparaban las estadísticas de sus equipos favoritos. La HP-35 representó el primer ejemplo de una tecnología especializada que abandonó el laboratorio de I+D para hacerse un hueco en un mercado más amplio. (30)

Sin embargo, las compañías de tecnología orientadas a la investigación evitaron la tentadora llamada de lo que un periodista en Silicon Valley, Michael S. Malone, denominaba “el canto de sirena del negocio del consumo”. La incursión de Intel en el mercado de los relojes de pulsera resultó un absoluto fracaso que la compañía reconoció de inmediato: “Entramos en ese negocio porque lo vimos como un problema técnico y creíamos saber cómo resolverlo”, decía Robert Noyce. “Pero, en cierto sentido, los resolvimos tan bien que dejó de ser un factor importante. Todo aquello era en realidad un negocio que tenía que ver con la joyería, algo de lo que no sabíamos nada”. Gordon Moore continuó usando su Microma, lo que él llamaba “mi reloj de 15 millones de dólares”, como una forma de recordar el abismo que separaba las ecuaciones de la ingeniería de los caprichos del diseño orientado al consumidor. A Hewlett-Packard no le fue mejor con la calculadora de reloj HP-01, un llamativo prodigio de miniaturización cuyos veintiocho botones debían presionarse con un lápiz incorporado en la correa. (31) Incluso vender chips para productos de consumo (como televisores) era desagradable para quienes, como Jerry Sanders de AMD, querían estar a la vanguardia de la tecnología. La recesión de los años 1974 y 1975 solo sirvió para confirmar la locura de esta breve aventura.

Un año antes de que la HP-35 hiciera su espectacular aparición, la publicación semanal Electronics News comenzó a referirse en varios artículos a esa zona del condado de Santa Clara, limitada por la autopista 101 y la recién construida 280, denominándola Silicon Valley en referencia al sustrato material de la floreciente industria de semiconductores de la región. (32) El crecimiento de Fairchild Semiconductor y de sus sucesores (Intel, National Semiconductor y muchos otros) hizo de aquella zona un formidable rival del corredor tecnológico que se extendía a lo largo de la ruta 128 en Massachusetts. Esa transformación impulsó una red formada por proveedores, trabajadores por cuenta propia, fabricantes, abogados de patentes, capitalistas y profesores que convertirían a la península en el equivalente de lo que Manchester había sido para la Revolución Industrial siglo y medio antes. (33) Sin embargo, los productos característicos de Silicon Valley (osciladores de audio, analizadores de gas, unidades de disco), quedaban lejos de la vida diaria de la mayoría de la gente, y en la imaginación popular la expresión California Design recordaba todavía a los muebles artísticos de Sam Maloof o a la modernidad de Charles y Ray Eames. (34) La comunidad profesional seguramente compartía esa percepción. En un número especial dedicado al diseño de la Costa Oeste, la revista Industrial Design predijo imprudentemente que “a pesar del ambiente agradable y la proximidad de los centros de investigación científica, [la Bahía de San Francisco] nunca podría desafiar a Los Ángeles su primacía industrial en la Costa Oeste”. (35) Estas palabras fueron escritas en 1957, y cabe disculpar a los editores por no haberse dado cuenta de que ese año se abrió el Laboratorio de Semiconductores Shockley situado en el anodino límite que separaba Palo Alto de Mountain View.

Pero surgió una práctica profesional que estaba comenzando a tener un papel relevante en esa infraestructura que definía el emergente ecosistema industrial de la región. Casi sin excepción, los diseñadores de aquella primera generación se ocuparon de los encargos que recibieron, que fueron pocos y mediocres: Paul Cook, presidente y director ejecutivo de Raychem Corporation en Menlo Park, retuvo a su amigo Dan Deffenbacher (del cercano California College of Arts & Crafts) como consultor de diseño a tiempo parcial. Henry H. Bluhm fue el fundador, director y único miembro del departamento de diseño industrial de Magna Power Tools en Palo Alto. Fred Robinett dirigió el diseño en FMC, y Beckman Instruments tuvo como “director de diseño” a David J. Malk. El denominado “grupo de diseño” en Memorex (confinado al negocio de cintas de ordenador y discos), sin presencia en los medios de comunicación convencionales, fue responsabilidad de Ron Plescia. Al otro lado de la bahía, Elmer Stolz dirigió un equipo de cinco diseñadores que trabajaban para la Friden Calculating Machine Company en San Leandro, e impulsaron una calculadora automática de cuatro funciones concebida como “la máquina pensante del negocio estadounidense”. Algunos de estos pioneros, Clement de HP, Frank Walsh de Ampex, Jack Stringer de IBM, Ed Jacobson de Hiller Helicopter Company en Menlo Park, o Robert McKim, que aún no había encontrado su lugar en Stanford, se reunían con regularidad en casa de unos y otros en lo que McKim describía como “un grupo de apoyo a los diseñadores”. (36)



Figura 1.3

La calculadora electromecánica Friden modelo ST-W, desnuda y “desollada”. Cortesía del Old Calculator Museum. http://www.oldcalculatormuseum.com/fridenstw.html

Las compañías que proporcionaban servicios a la defensa militar tuvieron un papel importante, aunque poco reconocido, en el crecimiento de Silicon Valley. Con su aportación contribuyeron, no solo a la seguridad del país, sino también a la de un puñado de diseñadores. El presidente de Watkins-Johnson Co., un fabricante de tubos de microondas, retuvo en su poder la firma Tepper-Steinhilber para garantizar que cada producto manufacturado en su planta del Stanford Industrial Park tuviera un aspecto corporativo consistente. Sin embargo, la naturaleza de sus artículos (tubos de ondas móviles, hornos de deposición de obleas, instrumentación de rejilla) no permitía a los diseñadores mucho margen de maniobra. Una vez que cumplían con las pautas visuales, “seguíamos limitados a trabajar con piezas moldeadas, extrusiones y chapa doblada”. (37) Frank Guyre, que había estudiado escultura en la San José State, y había obtenido un master en diseño industrial, comenzó su carrera en el nuevo campus de Lockheed en Sunnyvale, donde (en la terminología precisa de la ingeniería aeroespacial) sirvió para aprender a “meter tres kilos de porquería en una caja de dos kilos”. (38) Como regla general, la mayoría de las empresas dejaban que la tecnología determinase el carácter de sus productos: “Estos dispositivos electrónicos necesitaban, además de una estructura mecánica, espacio para sus complementos”, recordaba uno de los primeros trabajadores en lo que antaño fue un valle poblado de viñedos; “pero la mayoría de las veces, todo esto era considerado un mal necesario; el verdadero producto eran los componentes electrónicos y la función que desempeñaban; la parte mecánica y estética era, en el mejor de los casos, algo secundario”. (39)

El singular ejemplo de IBM es una muestra de la situación de una región en la que los huertos aún no habían dejado sitio a los parques tecnológicos. En un puesto avanzado en la bucólica ciudad de San José, IBM había formado un amplio grupo para trabajar en una revolucionaria máquina de memoria de acceso aleatorio, el ordenador 305 RAMAC, el primero en usar un disco duro magnético para el almacenamiento de datos. “Desarrollar esta idea en un maquina de cómputo en funcionamiento, requería las habilidades de contables y artistas, de químicos y empleados, de ingenieros y electricistas, de taquígrafos y vendedores”, decía el narrador de un noticiario de 1956. Al parecer, no fueron capaces de encontrar una forma adecuada para expresar la idea “diseñador industrial”, a pesar de la presencia allí de un embrionario equipo de esa disciplina dirigido por Jack Stringer. (40)

 

En febrero de ese año IBM, animada por la declaración de su presidente. Thomas L. Watson, Jr., de que “el buen diseño es un buen negocio”, había lanzado bajo la dirección de Eliot Noyes su programa global de diseño corporativo. Noyes quería que cada posible contacto con el cliente (desde la propia máquina hasta la habitación que ocupaba, o el edificio en el que se instalaba) habría de ser parte de una única interfaz sin fisuras. Dos años después, el equipo de San José trabajaba en un campus ajardinado de casi ochenta hectáreas en Cottle Road concebido por el arquitecto californiano John Savage Bolles. (41)


Figura 1.4

División de productos generales de IBM, Cottle Road, San José (1958). John Savage Bolles, arquitectura; Douglas Baylis, paisaje. “Think” Publicidad, 1962; fotógrafo desconocido.

En 1960, Donald Moore sucedió a Stringer como gerente. Durante su mandato de catorce años, el centro de diseño de IBM pasó de tener cuatro o cinco miembros a una docena, mientras que la tecnología dejó los discos magnéticos por los microchips. Moore, graduado en el Art Center en diseño de transporte, había trabajado como estilista para la compañía Ford en Dearborn hasta que la dureza del invierno de Michigan finalmente lo devolvió a su California natal. En IBM, la marcha de Stringer había dejado libre uno de los pocos puestos de diseñador industrial en una región decididamente poco dada a ello. Es bien conocido que Watson obligó a la empresa a “apostar” por la gama de ordenadores compatibles System 360. Los diseñadores industriales se ocuparon primero de las cajas que alojaban este sistema, y más tarde de los controles y de la pantalla de la consola 1130 lanzada al año siguiente. Su misión era preservar el lenguaje visual dictado por Elliot Noyes sin comprometer las funciones internas de las máquinas de las que, en la modesta estimación de Moore, no entendían “absolutamente nada”. (42)

Los diseñadores de San José, como los de cada uno de los centros de diseño de IBM, estaban sujetos a los dictámenes emitidos por Noyes (desde su oficina en New Canaan) y a las directrices de la División de Desarrollo de Sistemas Avanzados sita en Poughkeepsie. El supervisor de este departamento que ejercía el control sobre los productos de procesamiento de datos, Walter Kraus, estaba convencido de que “no [podían] tener el típico estilo de la Costa Oeste”. (43) Encontrar un terreno común entre los criterios de diseño corporativo y los requisitos de los equipos de ingeniería fue posible gracias a negociaciones no siempre cordiales: “Era algo parecido a establecer líneas de batalla dentro de una zona en guerra”, recordaba Moore, “pero si tenías una buena relación con la ingeniería y el marketing, podrías hacer muchas cosas”. De todas formas, no había ningún peligro de que el grupo de San José se atreviera a alejarse de la nave nodriza.

Aunque fue un comienzo esperanzador, en comparación con el crecimiento de la industria de los semiconductores durante los años sesenta y setenta, este puñado de profesionales no supuso más que una nota a pie de página en la historia de Silicon Valley. Los referentes del diseño en los Estados Unidos estaban vinculados a los centros de fabricación de Nueva York, Chicago y Ohio; y como descubrió Budd Steinhilber, después de haber tomado la decisión impulsiva de reubicarse en la Bahía de San Francisco en 1964, “cualquier persona sensata podría decir que, geográficamente, este era un lugar absurdo para abrir algo que tuviera que ver con la práctica del diseño industrial”. (44) Decir que las oportunidades eran limitadas sería un eufemismo, y la mayoría de las personas hubieran estado de acuerdo en que alguien que buscara trabajo en la Bahía de San Francisco, solo podía encontrarlo en Hewlett-Packard o en Ampex. (45)

Desde sus modestos inicios como proveedor de motores eléctricos de precisión para la Marina de Estados Unidos, la compañía Ampex Electric & Manufacturing se había hecho con una reputación mundial a partir de dos máquinas: el magnetófono Telefunken y cincuenta bobinas de cinta BASF traídas de la derrotada Alemania en 1946 y modificadas (de acuerdo a la mejor tradición de Silicon Valley) en un garaje convertido en taller instalado en San Carlos. Dos años más tarde, en abril de 1948, Ampex entregó a la American Broadcasting Company (46) siete grabadoras magnéticas modelo 200A. Las industrias de la radiodifusión y de la grabación aceptaron este nuevo estándar casi de inmediato (en un claro ejemplo de lo que una generación posterior llamaría “innovación disruptiva”) y, en una década, Ampex dominó por completo el mercado de equipos profesionales de grabación de audio y video de alta fidelidad. (47)

Quien estuvo detrás de estos primeros esfuerzos fue Harold Lindsay, el empleado número 8 en Ampex, y uno de los pioneros en la grabación moderna de sonido. Venerado por sus compañeros de trabajo como un ingeniero ejemplar, Lindsay aportó a su trabajo un conocimiento enciclopédico sobre cierres, extrusiones, materiales y técnicas de fabricación, así como una refinada sensibilidad estética y un sentido casi moralista de su obligación hacia quienes habrían de usar sus creaciones. Sin embargo, podía no tener esa misma consideración con los colegas que tuvieran que construirlos: “Harold nos hacía enfadar muchas veces”, recordaba Myron Stolaroff, quien superaba a Lindsay por su condición de empleado número 0. “Era un perfeccionista. No consentía nada que no pudiera verse bonito, nada que no estuviera concebido estéticamente, que no tuviera una apariencia maravillosa y un excelente acabado”. (48)

Los fundadores de Ampex creían estar iniciando una industria completamente nueva. “No había nada disponible en la literatura técnica que dijera cómo funcionaban las grabadoras magnéticas”, decía Harold Lindsay a una sala llena de nuevos empleados. “No teníamos referencias a las que acudir”. (49) Tampoco se hizo una distinción clara entre ingeniería y diseño, y no puede sobrestimarse la ausencia de precedentes. Robbie Smits, que se unió a este equipo de Ampex en 1948, recuerda que le dijeron: “Aquí tienes un cabezal, un amplificador, y aquí, un plato superior; hay que hacer con todo esto una grabadora”. (50)

En este inexplorado entorno, fueron los valores estéticos de Lindsay (combinados con su anterior contacto con el trabajo de abocetado, mecanizado y diseño industrial) los que determinaron las cualidades formales de las primeras máquinas de Ampex. Había, por supuesto, limitaciones externas. El modelo 200A se desarrolló gracias a Jack Mullin, un ex comandante del ejército que había descubierto las máquinas magnetofónicas alemanas originales en un castillo en las afueras de Fráncfort; el fue quien las desmanteló, las empaquetó y las envió a Estados Unidos como “souvenirs” en diecinueve sacos de correo. Mullin puso ese material a disposición de los ingenieros de Ampex para que pudieran probar los cabezales de reproducción que Lindsay había construido, pero ello requería que fueran diseñados con las mismas especificaciones que las máquinas alemanas. En cuanto a las dimensiones generales (e incluso el acabado y el color), se resolvieron atendiendo al requisito de que pudieran alojarse en un bastidor previamente ocupado por los tornos de corte Scully, el estándar industrial al que intentaban reemplazar. (51)

Guiado por su creencia en lo “rugoso y fiable”, Lindsay creó un lenguaje de diseño intuitivo que caracterizaría a la primera generación de máquinas de Ampex. Al no haber recibido formación en diseño, permitió que sus decisiones se fundaran en consideraciones de ingeniería y en los usos que se darían a las máquinas. Sin embargo, la elegancia de los primeras grabadoras magnéticas, sobre todo si se tiene en cuenta su función y la ausencia casi total de cualquier precedente, es sorprendente y atestigua la atenta atención al detalle de Lindsay. Dos aberturas redondas en la caja del modelo 200A servían como tiradores para acceder a los componentes electrónicos y a los ajustes mecánicos; pronto comenzó a circular el mito de que sus dimensiones se correspondían con cálculos muy precisos determinados por los requisitos de ventilación de los motores que se alojaban en el interior.

Durante su primera década, Ampex lanzó un nuevo producto casi todos los años, y comenzó a surgir un “aspecto Ampex”, aunque en palabras del ingeniero Larry Miller, “ese parecido familiar habría de cambiar si sigue queriéndose poner un par de carretes de cinta de dos pulgadas en cada máquina”. (52) El modelo 200A de 4000 dólares fue el primero, al que siguió su sucesor más compacto, el modelo 300; llegaron luego el 400, de menos éxito; el 500, militarizado; y el 600, portátil, pero con unos altavoces muy caros de madera africana. En abril de 1956, Ampex lanzó el primer grabador de vídeo, un dispositivo que revolucionó la industria televisiva en todo el planeta. El VR-1000 fue desarrollado por un equipo de ingenieros de los que era responsable Charles Ginsburg, incorporado a Ampex en 1952. Los años heroicos llegaron quizá a su cumbre en 1964 con la grabadora de audio MR-70, diseñada para mezclar los masters de los Beatles para Capitol Records en Estados Unidos. Con su marco de aluminio fundido a presión, sus tolerancias (más propias de las especificaciones militares) y sus alineamientos de precisión, el MR-70 fue reconocido como una obra maestra, no solo de ingeniería de audio, sino también de diseño industrial. En aquel momento, las máquinas Ampex podían encontrarse en casi todos los principales estudios de grabación, en las emisoras de radio y televisión de Estados Unidos, así como en un número cada vez mayor de laboratorios, universidades, campos de pruebas militares y centros de datos de las grandes empresas.