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INTRODUCCIÓN

“Hazlo nuevo”

Ezra Pound, 1934

No pasa un mes sin que no reciba a una delegación extranjera deseosa de construir un Silicon Valley en su propio país, ya sea en Irlanda, Polonia, Chile o Taiwán. Mi respuesta suele ser siempre la misma: “ni se puede, ni se debe intentarlo”. Silicon Valley es el resultado de una confluencia única de circunstancias imposibles de reproducir, ni en el tiempo, ni en el espacio. Esa puede parecer una mala noticia. Pero la buena es que cada lugar tiene su propia cultura, y el desafío para los innovadores es identificar esos valores, organizarlos y ponerlos en marcha.

Silicon Valley evolucionó hasta convertirse en una densa red de piezas interconectadas. Aunque las compañías tecnológicas más conocidas ocupan un lugar central, lo hacen dentro de un sistema de interdependencias entre todas ellas. En ese entorno se incluyen los fondos de capital riesgo que invierten en esas compañías, los despachos de abogados que protegen su propiedad intelectual, las publicaciones comerciales que las promueven, y las universidades que proporcionan fuerza de trabajo a esas empresas. Todo ello ha recibido la necesaria atención, (2) pero, sorprendentemente, se ha pasado por alto un componente crítico del ecosistema de Silicon Valley: aparte de algunos libros, ciertos perfiles de celebridades y revisiones efímeras de los últimos gadgets y dispositivos, no se ha puesto apenas atención al papel del diseño en todo ese entramado. Es un imperdonable olvido que no hace justicia a los diseñadores que han tenido tan importante papel en un proceso que ha transformado la región de San Francisco en el motor económico de los Estados Unidos. Nadie ha sido más escéptico en este aspecto que los propios diseñadores: “No creo que pueda hacerse una historia con todo esto”, concluía uno de ellos al final de una larga entrevista. “Solo pensaba que tenía que ir a trabajar”, decía otro, encogiéndose de hombros. (3) El primer objetivo de este libro es mostrar el diseño como el eslabón perdido en ese ecosistema de la innovación que da forma a Silicon Valley.

Que los ordenadores pasaran de la trastienda de las oficinas a la mesas de trabajo supuso un importante impulso, pero la comunidad del diseño de Silicon Valley llevaba ya décadas formándose. En ese sentido, una segunda tarea de este libro es rastrear los orígenes de ese proceso y describir su desarrollo. Tal cosa nos lleva a los primeros años de la última postguerra, cuando un reducido número de empresas dedicadas a la electrónica se establecieron de forma dispersa entre los huertos y viñedos que cubrían el denominado Heart’s Delight Valley (el valle que deleita los corazones). (4) Las más grandes, Hewlett-Packard, Ampex o IBM, empleaban por entonces a un puñado de diseñadores para poco más que empaquetar equipos electrónicos en los embalajes adecuados. Sólo a finales de los años setenta, cuando algunas otras compañías como Commodore, Radio Shack, y la incipiente Apple Computer, comenzaron a prestar atención al mercado de consumo, pidieron a los diseñadores que se ocuparan de ese nuevo usuario que nada sabía de tecnología. La mayoría de las personas no compran tarjetas de circuitos impresos, ni paquetes de baterías de litio, ni paneles LED; lo que compran son ordenadores, tablets, automóviles, televisores y otros productos más o menos agradables y útiles para su vida. Los equipos de diseño de Palantir Technologies, que trabajan para que los Big Data sean accesibles a la comunidad intelectual, o Coursera que se ocupa de mejorar la experiencia educativa de sus MOOCs (sus cursos masivos en línea), tratan de problemas que no existían hace una década. En palabras del director de Google [x], “el diseño desbloquea muchas situaciones y plantea nuevas preguntas”.

Cuando los diseñadores llegaron por primera vez a lo que más tarde sería Silicon Valley llevaron a cabo una especie de guerra de guerrillas para llamar la atención de los ingenieros. Sesenta años más tarde, los diseñadores de Google y Facebook suplican para que los dejen solos y puedan hacer su trabajo. Un tercer asunto, por tanto, se refiere al espectacular avance en la aceptación de estas prácticas: “Tenía que persuadir a los clientes del valor del diseño”, recordaba el director general de una de las consultoras más importantes del valle, pero “se ha ganado esa batalla. Hoy se reconoce al diseño una importancia similar a la de un plan de negocios para la supervivencia de una empresa”. Un síntoma de este cambio de rumbo es que en la actualidad es menos probable que los diseñadores aparezcan hablando con los estudiantes de la Industrial Designers Society of America que con los directores ejecutivos de la lista 100 de Fortune en la Conferencia TED. Tampoco es raro verlos entre Jefes de Estado en el Foro Económico Mundial en Davos, o charlando con la Primera Dama en la Casa Blanca. Tan es así, que algunos observadores se han atrevido a hablar del “ascenso de los DEO, los llamados Design Executive Officers”. (5)

La integración de los diseñadores en el ecosistema de Silicon Valley fue cualquier cosa menos intencionada. Todo lo contrario. Como señalaba uno de mis interlocutores: “Nunca pude entender lo azaroso que era todo”. (6) Si se hubiera pedido a un observador informado a principios de los ochenta, que identificara los principales centros de diseño habría habido un fácil consenso: Milán, Londres, Nueva York y, tal vez, Tokio. La mención a la Bahía de San Francisco hubiera provocado algunas miradas atónitas. Hoy son más los profesionales del diseño que trabajan en Silicon Valley y sus alrededores que en cualquier otro lugar del mundo: allí podemos encontrar grandes consultoras como IDEO y Frog Design, estudios unipersonales como Monkey Wrench y Shibuleru, los departamentos de diseño corporativo de Apple, Amazon y Adobe; y programas académicos para formar a la futura generación de sus empleados. Por otra parte, son muchos los campos del diseño que tienen su origen en Silicon Valley y que han surgido como respuesta de la profesión a nuevos retos: los videojuegos, los ordenadores personales, los sistemas interactivos y otros productos híbridos, ya sean portátiles o instalables, deben mucho a la presencia de los diseñadores. Hacer que funcionen ha sido la tarea de siempre de la ingeniería, hacerlos útiles es el trabajo del diseño.

Quizá sean necesarias alguna valoración y no pocas explicaciones. Aunque pudiera esperarse que este esfuerzo comenzara con alguna definición, he preferido dejar que tanto la geografía de Silicon Valley como el concepto de diseño surjan de la narración misma. Esta decisión se debe en parte al carácter de la profesión: a lo largo de sus sesenta años de historia, a los diseñadores se les ha pedido cosas tan dispares como hacer que un generador de señales VHF entre en una caja de chapa metálica o crear el botón Like en la página principal de Facebook. Han sido a un tiempo estrategas e implementadores, contratados y consultores, empleados y empresarios. La complejidad y heterogeneidad del propio proceso de diseño implica actividades que pueden desarrollarse de forma independiente, ya sea secuencial o simultáneamente. Sus practicantes pueden haberse educado en escuelas de ingeniería, en programas de doctorado de ciencias sociales, en escuelas de arte, pero también pueden carecer por completo de formación. Es posible que trabajen en laboratorios de grandes compañías, en consultoras independientes, en pequeños y sofisticados estudios, o en su propia casa de manera virtual. El interés de un diseñador de experiencia de usuario (UX) en un auricular con tecnología Bluetooth tiene que ver con el estilo de vida del usuario, mientras que el diseñador industrial tiende a una fijación algo enfermiza con la necesidad de adaptarlo físicamente al oído. Algunos diseñadores pueden despreciar una titulación MBA, mientras otros presumen de tenerla. Unos ven las asociaciones profesionales como defensoras de sus intereses, otros como sus enemigas; y para muchos no son más que anfitriones de las convenciones anuales a las que acuden. No parece que sea de mucha ayuda una definición que abarque a todos ellos.

Por la misma razón, Silicon Valley ha dejado de ser una denominación geográfica significativa, en parte porque las actividades que connota se extienden desde Santa Cruz, en el sur, a Skywalker Ranch, a una hora en coche del Golden Gate. Además (como me han recordado más de uno de mis interlocutores) la historia del Silicon Valley no comienza en la Bahía de San Francisco (en el Norte de California), ni se limita a ella: no habría existido el PARC de Xerox sin la presencia de Bolt, Beranek y Newman en Cambridge (Massachusetts). Tampoco hubiera sido posible la creación del Augmentation Research Center sin la generosidad de J.C.R. Licklider, del ARPA en Washington. Ni hubiera existido Shockley Semiconductor sin los Bell Labs de Nueva Jersey, ni los laboratorios de investigación de Atari sin el Architecture Machine Group del MIT. Y no estaríamos enseñando diseño interactivo a los estudiantes de grado en el California College of the Arts, si no se hubiera llegado el movimiento del Arts & Crafts hace más de cien años. Por otra parte, espero que resulte obvio que mi decisión de escribir sobre la excepcional historia de Silicon Valley no implica que no haya fuera de aquí diseñadores innovadores, consultoras influyentes o start-ups de éxito; y que no existan importantes incubadoras de tecnología y excelentes escuelas de diseño en otras partes de Estados Unidos y del mundo. No hay nada, incluido el ecosistema de la innovación de Silicon Valley, que no forme parte de otro sistema más grande.

 

Por último, he de subrayar que aunque los objetos seguramente juegan un papel en esta historia, los lectores no deben esperar un “libro de diseño”, en el sentido tradicional de fotografías bien hechas y productos listos para exhibirse en los museos. Me preocupan tanto las personas y las prácticas como las ideas y las instituciones, y me esfuerzo en rastrear los productos antes de que tomen forma en los laboratorios de investigación. Por ello me ocupo de seguir su pista hasta los clientes que los compran y los usan. A lo largo del camino, hago todo lo posible para evitar palabras a la moda como “contracorriente” y “convencional”.

Cada obra histórica tiene que ver tanto con lo que trata como con lo que no trata, y este libro no es una excepción. Una crónica de la Guerra de Secesión no puede detenerse en una batalla concreta, en una estrategia, ni en la peripecia de cada soldado. La destreza del historiador se mide por su capacidad para hacer selecciones juiciosas, para conseguir que una cosa pueda representar a otras muchas. Su tarea consiste en mostrar temas amplios con suficiente detalle como para dotarles de sustancia y, a la vez, dar a los hechos singulares un contexto suficiente que les proporcione sentido. (7) Esto no siempre es fácil, y nadie es más consciente que yo de que no todas las personas con talento, ni todas las instituciones creativas, ni todos los productos innovadores reciben aquí la merecida atención. Detrás de cada empresa de las que me ocupo hay decenas de compañías; detrás de cada producto, cientos de artículos similares. Dado que mi planteamiento se ha centrado en lo que caracteriza a la región de Silicon Valley, algunas disciplinas, como la arquitectura, por ejemplo, tendrán que esperar mejor ocasión para un tratamiento individualizado. Sólo puedo esperar que viéndolo con distancia, los lectores tengan una imagen global rigurosa y adecuada.

Muchas de mis decisiones derivan del esfuerzo por fundamentar este inventario, en la medida de lo posible, en fuentes primarias originales e inéditas. Esto incluye archivos universitarios, registros de empresas, correspondencia comercial y personal, dibujos y prototipos; pero, sobre todo, decenas de entrevistas a personajes del mundo del diseño de distintas épocas. Cuando trato episodios de los que he tenido una experiencia personal (el desarrollo de la informática de sobremesa en el SRI o en el PARC de Xerox, por ejemplo) lo hago desde la inusual perspectiva del diseño. Por el contrario, fenómenos tan peculiares como esas flores “increíblemente llamativas” que crecen de forma perenne en el jardín encantado de Apple, reciben menos atención de la esperada. Tanto ellas como su creador han estado muy arropados, no solo por el mundo de los negocios, sino también por la prensa especializada y los medios más convencionales. He tenido el privilegio de acceder a un amplio abanico de fuentes restringidas y he dejado a los lectores más interesados las referencias más accesibles para que puedan buscarlas en Internet.

Mi esperanza no es solo que este libro llene ese vacío que solo ha tenido su causa en el desinterés, sino que sirva también de estímulo a otros investigadores. Los historiadores de Silicon Valley pueden sentirse interesados al ver que el diseño es tan importante como cualquiera de los otros factores que han definido la región. Los historiadores del diseño, por otra parte, encontrarán esa motivación al comprobar que el diseño actual es algo diferente a crear objetos y darles forma. Más aún, espero que resulte informativo e incluso estimulante para la comunidad de diseñadores cuya historia narra y a quien respetuosamente está dedicado.

1

SANTA CLARA, EL VALLE QUE “DELEITA LOS CORAZONES”

En el verano de 1951, pocas semanas después de graduarse en la Universidad de Washington, Carl Clement se hallaba en Sacramento, cumpliendo un período de dos semanas como reservista del ejército. Un amigo suyo acababa de encontrar un trabajo de ingeniero en Hewlett-Packard, una compañía de instrumentos electrónicos que tenía por entonces 250 trabajadores en el condado de Santa Clara. Clement se subió a su viejo Chevrolet de 1938 y recorrió el trayecto de tres horas que le separaba de Palo Alto donde pudo concertar una entrevista con Ralph Lee, responsable del departamento de ingeniería de producción de HP. Cuando Clement explicó que acababa de terminar su licenciatura en “diseño industrial”, Lee le pregunto si no podía haber llegado a graduarse como ingeniero. A pesar de ello, le ofreció un trabajo como dibujante e hizo lo posible para proporcionarle un taburete, una mesa de dibujo y una caja de lápices. El 1 de agosto de 1951, Carl Clement se convirtió en el primer diseñador profesional en el Valle de Santa Clara, en lo que las guías turísticas todavía denominaban el valle que “deleita los corazones”.

Cada detalle de esta encantadora anécdota tiene su peso. Ralph Lee, que había pasado los años de la guerra en un laboratorio secreto de radiación del MIT antes de mudarse al oeste, compartía la idea imperante por entonces del diseño industrial. En su opinión, no dejaba de ser una variante artística del dibujo técnico y un refugio para aquellos que “no podían triunfar” en el mundo de la ingeniería electrónica. Clement, cuyos estudios se habían visto interrumpidos por tres años de guerra (en los que sirvió como técnico de radar en el Army Signal Corps), preveía un futuro que iba más allá de la armoniosa convivencia de la forma y la función que caracterizaba a los productos de consumo. Y aunque el condado de Santa Clara era ya el hogar de una creciente industria electrónica (a pesar de los incansables esfuerzos de Frederick Terman, decano de ingeniería e la Universidad de Stanford), era todavía más conocido por sus huertos de albaricoques, sus nogales y sus campos de habas.

Durante la primera década de la postguerra Hewlett-Packard suministraba instrumentos a las industrias de la radio y la televisión, por entonces en clara expansión. Clement se propuso demostrar a quienes lo acababan de contratar que el diseño podía aplicarse a los dispositivos técnicos y no sólo a los artículos de cocina y al mobiliario de oficina. Tardó casi tres años, pero finalmente recibió un encargo de diseño cuando le pidieron que recomendara mejoras en el tamaño, el color y los gráficos de los embalajes de cartón de HP. Fue un comienzo importante, aunque bien modesto.

El verdadero interés de Clement, sin embargo, estaba en los productos electrónicos y no simplemente en las cajas de cartón en las que se enviaban. En aquel momento, el catálogo de la empresa mostraba una lista de artículos que incluía osciladores, analizadores de onda y voltímetros de tubo de vacío, algunos de ellos en cajas de madera. La mayoría eran componentes manufacturados alojados en embalajes de chapa metálica con remaches. Aunque la literatura promocional aseguraba a los clientes “las características tradicionales ya conocidas”, tal cosa hacía referencia a consideraciones técnicas como “protección de sobrecarga” y “comportamiento sin problemas” que no tenían nada que ver con ningún lenguaje coherente de diseño. A medida que aprendía a resolver el trabajo rutinario, Clement empezó a dedicar horas extras a reparar las carcasas en el taller. Estos experimentos le llevaron a proponer un conjunto de conceptos nuevos destinados a mejorar el acceso a los controles y a aportar cierta consistencia a la línea de HP.

En poco tiempo, ese departamento de diseño industrial de Hewlett-Packard (formado por una sola persona) había creado embalajes y accesorios para una docena de los productos más destacados de la compañía. En comparación con los utilitarios envases de los modelos antiguos, los nuevos diseños eran reconocibles por sus cajas de aluminio redondeadas, su aspecto vertical (que reducía su presencia en el banco de trabajo), su menor peso y su mayor portabilidad. (8) Fue un primer esfuerzo bien recibido y Clement llegaría a ser conocido en la empresa como el “Raymond Loewy de HP”, una etiqueta que no le gustaba demasiado. En su opinión había un enorme abismo entre los dispensadores de Coca Cola que diseñaba Loewy y los generadores de señales y las unidades de suministro de energía klystron que ocupaban su trabajo.

El momento decisivo llegó en 1956, cuando la compañía aceptó enviarlo al MIT para que siguiera un curso de verano de dos semanas sobre “ingeniería creativa y diseño de producto” impartido por John Arnold, psicólogo de formación, pero con una segunda titulación en ingeniería mecánica. Con su actitud iconoclasta y su perseverancia, Arnold quería hacer ver al conservador departamento de ingeniería del MIT que los estudiantes no necesitaban tanta formación analítica, sino un planteamiento integral que les ayudara a superar los bloqueos mentales que amenazaban su creatividad latente. En su opinión, lo mismo podría decirse de los profesionales en activo que asistían a sus talleres. (9)

Para muchos de los 250 profesionales de la industria que formaban su audiencia aquel verano (ingenieros y gestores de empresas como General Motors, IBM, DuPont y GE) las conferencias del dibujante Al Capp, del “diseñador integral” Buckminster Fuller, o del psicólogo humanista Abraham Maslow no eran fáciles de aceptar como parte de una formación adecuada a su disciplina. (10) Sin embargo, para Carl Clement, los ingenieros definían los problemas de tal manera que ahogaban su pensamiento dentro de parámetros autoimpuestos, por lo que decidió hacer ver las cosas de otro modo a sus colegas de Hewlett-Packard. A su regreso a California, escribió: “Supongamos que nos encargan, por ejemplo, diseñar un nuevo tostador”. El punto de partida más habitual es definir el problema de una forma que ese “nuevo tostador” termine siendo el de siempre con algunos retoques estéticos.

Pero, supongamos que planteáramos el problema de otra forma bien distinta: queremos encontrar una manera de calentar, deshidratar y dorar la superficie del pan. Al expresar el problema en términos genéricos se abren nuevas posibilidades. Podemos empezar considerando los diversos tipos de energía que podrían usarse para ello: eléctrica, mecánica o química. Tal vez pudiera añadirse algunas sustancia al pan para provocar una reacción exotérmica cuando se corten las rebanadas y, de esa forma, las superficies recién expuestas se tuesten por si solas con la exposición al aire. (11)

Clement concluyó su informe con una invitación a que contactasen con él quienes pudieran estar interesados en un curso sobre ingeniería creativa en HP, pero parece que no hubo muchas respuestas. Eso no quiere decir que sus esfuerzos fueran baldíos. Al contrario, el diseño industrial en Hewlett-Packard creció de manera constante y el personal se triplicó, primero con la contratación de su compañero de clase, Tom Lauhan, de la Universidad de Washington, y más tarde con Allen Inhelder, el primero de una nueva generación de talentos de la Art Center School de Los Ángeles. Con el tiempo, los productos de la compañía comenzaron a ser reconocidos por la industria gracias a la “claridad visual de su función”, su “fácil y seguro manejo” y su “adecuada apariencia”. (12) La estética siguió siendo algo más o menos fortuito, producto de las consideraciones técnicas. Clement reconocía que a diferencia de los artículos de consumo de las industrias de electrodomésticos o del automóvil, “el aspecto moral y económico de la obsolescencia planificada (ya fuera por razones de apariencia o rendimiento) nunca fue un problema que nos concerniese”. No solo una eminencia como el voluble William Hewlett reconoció la creciente importancia del diseño, incluso en el difícil campo de los equipos electrónicos: “En muchos casos, el diseño se está volviendo tan importante como los circuitos internos del propio dispositivo”. (13)

En menos de una década, Clement había pasado de ser el único diseñador en un mar inundado de ingenieros, a supervisar una sección de diseño industrial con nueve personas que se presentaban en el trabajo todas las mañanas con camisas blancas y corbatas negras. (14) Sin embargo, era una sección solo en el nombre. Sus miembros ni siquiera se sentaban juntos, estaban desperdigados en una larga estancia dedicada a la investigación y al desarrollo, repleta de bancos de trabajo y mesas de dibujo.

 

Hacia 1959 la línea de productos de HP llegó a incluir hasta 373 dispositivos, empaquetados en embalajes de sesenta y cinco formas y tamaños diferentes, la mayoría fabricados tanto para una unidad de montaje de cincuenta centímetros, como para una versión de sobremesa más estrecha. A fines de ese año, como medida de ahorro, la gerencia encargó al grupo de diseño industrial que desarrollase un sistema más eficiente para el embalaje de sus artículos. Muchos de estos dispositivos se habían concebido y desarrollado de forma separada, lo que hacía difícil su utilización combinada. Los clientes se quejaban de que los cerramientos impedían el acceso al mantenimiento. Por otra parte, el implacable avance de la miniaturización había acortado su vida útil y había dejado a muchos de ellos obsoletos. Y no tenía ningún sentido, desde el punto de vista económico, la duplicación de recursos fabriles que suponía un programa concebido para dos usos.

El planteamiento tradicional habría consistido en hacer mejoras en un aparato que ya existía. En realidad, esa fue la estrategia de los ingenieros de producción de HP, que proponían recortar los biseles e instalar trampillas con bisagras para facilitar el acceso. (15) En su lugar, Clement, infludo por la filosofía de ingeniería creativa de John Arnold, animó a su grupo a definir el problema en la forma más genérica posible. En lugar de “rediseñar el osciloscopio”, el problema había de plantearse de otro modo: “encontrar la estructura más simple y compacta que pudiera satisfacer los requisitos del instrumento, del espacio que ocupa y de las personas que lo utilizan”. Desde ese punto de partida tan genérico, dio instrucciones a sus diseñadores para que afrontaran el problema utilizando toda la gama de metodologías para la solución de problemas de Arnold: brainstorming (tormenta de ideas), listado de atributos, o mediante observaciones del usuario (por torpes e imprecisas que pudieran ser). El resultado de esa actividad que duró dieciocho meses no fue solo la mejora de algo ya existente, sino la creación de un sistema modular totalmente integrado alrededor de tan solo un par de marcos de aluminio intercambiables fundidos a presión. Los ahorros en el tiempo de fabricación, el espacio para el almacenaje, los costes de envío y la funcionalidad compensaron de sobra la inversión de 250 000 dólares que había hecho la compañía; y también trajo consigo el beneficio intangible de una identidad corporativa coherente. (16)

El concepto de caja integrada System I (apilable, modular y portátil) fue presentado en marzo de 1961 en la reunión anual del Institute of Radio Engineers (el Instituto de Ingenieros de Radio), donde, en opinión del presidente de HP, David Packard, fue inmediatamente reconocido como “la contribución más impresionante al empaquetado de instrumentos electrónicos que se haya hecho”. (17) Tanto la industria de la electrónica como la profesión del diseño industrial compartieron esta favorable valoración. En el Western Electronics Show de aquel verano HP recibió un Premio a la Excelencia por su destacado diseño industrial; Alcoa lo seleccionó en 1962 para su premio anual de diseño industrial, “por su excelente diseño en aluminio”, y “la caja Clement” apareció a finales de ese año en un suplemento especial de cuatro páginas en la revista Fortune.

A pesar de la atención que se les prestaba, el número de diseñadores en HP seguía siendo escaso, y sus carreras individuales eran desproporcionadamente largas. Los incidentes que en su momento se vieron como rivalidades personales o políticas, propias de cualquier oficina, pueden considerarse como escaramuzas que formaban parte de una tensión intergeneracional que se cocía a fuego lento. Clement, con un título universitario en diseño industrial y una fuerte inclinación por la ingeniería, no aprendió nunca a dibujar, aunque sus primeros encargos vinieron de instituciones de arte cuyo plan de estudios se fundamentaba en la ejecución visual de ideas. En el Art Center, por ejemplo, los alumnos recibían cursos semestrales en muchas materias ligadas a la visualización: abocetado, dibujo, perspectiva cónica, representación gráfica, color, ilustración de productos, diseño y presentación, tipografía y construcción de maquetas. Todo ello antes de elegir sus respectivas especialidades en diseño de producto, embalajes, exposiciones o transportes. Los últimos seis meses se dedicaban a dar forma a un portfolio con sus trabajos. (18) Habitualmente eran veteranos recién licenciados, con familias jóvenes que mantener, que se tomaban muy en serio a si mismos y a su trabajo, y que llevaron consigo ese espíritu de escuela de arte que consiste en estar día y noche hasta terminar lo que se ha comenzado. Si las herramientas que necesitaban no eran las más adecuadas, se daban una vuelta por el taller y las modificaban a su gusto, o las fabricaban desde la nada. También mostraban gran pasión por los automóviles, eran muy aficionados a los muebles “modernos” y creían en la necesidad, no solo de hacer diseño, sino de vivir el diseño, aunque fuera cobrando salarios de 450 dólares mensuales.

Aunque el esfuerzo de Clement se centró en ganar la aceptación de los de arriba, incluso cuando desafiaban su autoridad desde abajo, en última instancia, se vio afectado por las tensiones con ambos extremos. En 1957, Hewlett-Packard, que había crecido de manera constante y había duplicado su tamaño en ese año, reorganizó el departamento de investigación y desarrollo en cuatro nuevas secciones de productos: osciloscopios, contadores electrónicos, microondas y generadores de señal, y equipos de audio y video. Era llamativa la ausencia de algo que pudiera acercarse remotamente a un “departamento de diseño industrial”, y quedaba cada vez más claro que no sería más que un servicio auxiliar. Clement no era más que un soldado en esa estructura en la que perdía el control de los recién llegados; la ausencia de perspectivas para alcanzar un puesto en la dirección de compañía le llevó a anunciar su renuncia que sería efectiva a partir del primer día de enero de 1964. David Packard lo felicitó por un trabajo que mostraba “imaginación e innovación” sin dejar de ser “práctico y efectivo”, le agradeció los servicios prestados y se despidió de él. (19)

Carl Clement estaba destinado a tener un papel más relevante en el diseño de Silicon Valley pero el efecto inmediato de su partida de Hewlett-Packard fue la transición a un estilo de gestión que reflejara con mayor acierto las demandas de los propios productos. Algunos de los diseñadores más jóvenes de HP (que creían que la única alternativa era integrarse con los ingenieros), ya habían desertado de un régimen que consideraban demasiado autárquico y autocrático: Andi Aré se trasladó a la sección de osciloscopios; Jerry Priestly lo hizo al departamento de ordenadores; Allen Inhelder presionó todo lo que pudo para ser transferido a la nueva división de microondas, a pesar de la contundente advertencia de V.P. Bruce Wholey: “si irritas a mis ingenieros, te irás de aquí”. (20)

Para ganar credibilidad entre los técnicos, los diseñadores tuvieron que demostrar que su trabajo era capaz de agregar un valor mensurable, no solo a la apariencia de los productos, sino también a su funcionamiento. Allen Inhelder, que acababa de integrarse en la sección de microondas, la más grande y rentable de HP, se esforzó en hacerlo con el máximo cuidado. Antes de regresar a California, Inhelder había pasado dos años diseñando interiores de automóviles en Ford, donde profundizó en la importancia de los factores humanos, conocimiento que sumó a las habilidades formales que le habían enseñado en el Art Center: de los ingenieros de automóviles aprendió que una llave de encendido que sobresalga en exceso puede provocar una lesión en la rodilla, incluso en una colisión menor; y de su Biblia, la Guía de Ingeniería Humana de Woodson y Conover, supo que debía evitar “idiosincrasias estilísticas” y la distracción que provocan todos aquellos “conceptos artísticos” que destruyen las buenas prácticas de la ingeniería humana. (21)