Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) (Active TOC) (AtoZ Classics)

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—No haga ningún ruido. El fuerte está a salvo. A este lado del río no hay perros rebeldes.

En su voz había un acento de verdad, y comprendí que si alzaba mi voz era yo hombre muerto. Lo pude leer en sus ojos oscuros. Esperé, pues, en silencio para enterarme de lo que de mí querían. El más alto y de aspecto más salvaje de los dos, el que respondía al nombre de Abdullah Khan, dijo:

—Escuche, sahib: es preciso que se ponga de nuestro lado o tendremos que hacerle callar para siempre. El asunto es demasiado importante para que vacilemos. O bien se pone con el alma y el corazón del lado nuestro, jurándolo sobre la cruz de los cristianos, o esta noche su cadáver será arrojado al foso y nosotros nos pasaremos a nuestros hermanos del ejército rebelde. No puede haber término medio. ¿Qué quiere, pues, que sea; la muerte o la vida? Sólo podemos darle tres minutos para que se decida, porque el tiempo pasa y es preciso hacerlo todo antes que vuelva a pasar la ronda.

—¿Cómo puedo yo decidir? —les dije—. No me han dicho lo que quieren de mí. Pero desde ahora les digo que si se trata de algo que vaya contra la seguridad del fuerte, no quiero saber nada: de modo, pues, que pueden clavarme el cuchillo y bienvenido sea.

—No se trata de nada contra el fuerte —me respondió—. Sólo le pedimos que haga usted lo que sus compatriotas vienen a hacer en este país. Le pedimos que consienta en ser rico. Si esta noche es usted uno de nosotros, le juramos sobre este cuchillo desenvainado y por medio del triple juramento, al que ningún sikh se sabe que haya faltado jamás, que tendrá usted su parte justa del botín. Una cuarta parte del tesoro será suya. Creemos que no se puede ser más justo.

—Pero ¿qué tesoro es ése? —le pregunté—. Yo deseo, tanto como ustedes, hacerme rico, a condición de que expliquen cómo puedo conseguirlo.

—¿Jurará usted —me dijo él— por los huesos de su padre, por el honor de su madre y por la cruz de su religión que no levantará su mano ni hablará una sola palabra en contra nuestra, ahora ni nunca?

—Lo juraré con tal que con ello no pongamos en peligro el fuerte —les contesté.

—Pues entonces mi camarada y yo juraremos que usted tendrá una cuarta parte del tesoro, el cual será dividido por partes iguales entre nosotros cuatro.

—No somos más de tres —dije.

—No; Dost Akbar debe tener su parte. Mientras lo esperamos, podemos contarle a usted la historia. Mahomet Singh, quédate en la puerta de la muralla y danos aviso cuando llegue. Mire, sahib: lo que ocurre en esto, y se lo digo porque me consta que un juramento resulta obligatorio para un feringhee (europeo) y que podemos confiar en usted. Si se tratase de un indio embustero, aunque nos lo jurase por todos los falsos dioses de sus templos, su sangre habría corrido por mi cuchillo y su cadáver habría sido arrojado a las aguas. Pero los sikhs conocen a los ingleses, y los ingleses conocen a los sikhs. Escuche, pues, lo que tengo que decirle:

Hay en las provincias del norte un rajá riquísimo, aunque sus dominios sean pequeños. Heredó mucho de su padre, y aún es más lo que él ha reunido por sí mismo, porque es hombre ruin y amontona su oro en lugar de gastarlo. Cuando estalló la revuelta, él quiso ser amigo al mismo tiempo del león y del tigre: del cipayo y del gobierno de la Compañía de la India. Sin embargo, pronto creyó que los días de los hombres blancos habían llegado a su término, porque de todas las partes del país no recibía otras noticias que las de la muerte y la expulsión de esos hombres. Pero, como es precavido, planeó las cosas de manera que, fuera cual fuese el final, le quedase al menos la mitad de su tesoro. La parte en oro y plata de éste la guardó consigo en las cámaras de su palacio; pero las piedras más preciosas y las perlas más selectas que poseía las colocó en un cofre de hierro y lo envió a cargo de un servidor leal que, disfrazado de mercader, quedó encargado de traerlo al fuerte de Agra, para que esté guardado aquí hasta que vuelva a reinar la paz en el país. De ese modo, si ganan los rebeldes, él tendrá siempre su dinero; pero si triunfa la Compañía, salvará sus piedras preciosas. Hecha esta división de su tesoro, se entregó a la causa de los cipayos, porque éstos eran fuertes junto a sus fronteras. Al hacer esto, fíjese bien en lo que le digo, sahib, sus bienes pasaron a ser el botín de quienes han permanecido leales a la causa de aquellos con los que compartieron su sal. Este supuesto mercader, que viaja bajo el nombre de Achmet, se encuentra ahora en la ciudad de Agra y desea acceder al fuerte. Trae como compañero de viaje a mi hermano de leche, Dost Akbar, que conoce su secreto. Dost Akbar ha prometido conducirlo esta noche hasta una puerta lateral del fuerte y ésta ha elegido para sus propósitos ésta. Llegará de un momento a otro, y nos encontrará a Mahomet Singh y a mí esperándole. El lugar es solitario y nadie se enterará de su venida. El mundo no volverá a tener noticias del mercader Achmet, pero el gran tesoro del rajá será dividido entre nosotros. ¿Qué dice usted a eso, sahib?

La vida de un hombre se considera algo grande y sagrado en Worcestershire; pero la cosa es muy distinta cuando no hay alrededor de uno más que incendios y muertes y acabamos acostumbrándonos a tropezar con la muerte en cada esquina. El que el mercader Achmet viviese o muriese pesaba para mí tan poco como el aire, pero al oír hablar del tesoro se me fue hacia éste el corazón: pensé en lo que podría hacer con él en mi patria y en los ojos de asombro que abrirían mis parientes cuando viesen regresar, con los bolsillos llenos de monedas de oro, al que ellos consideraban inútil para todo. Estaba, pues, ya resuelto. Sin embargo, Abdullah Khan, creyendo que yo vacilaba, insistió con mayor apremio todavía, y me dijo:

—Piense usted, sahib, que si el mayor del fuerte apresa a este hombre lo ahorcará o fusilará y sus joyas pasarán a poder del Gobierno, de manera que con ello nadie ganará una rupia. Ahora bien: si somos nosotros quienes lo apresamos, ¿por qué no hemos de hacer también lo demás? Las piedras preciosas estarán en nuestras manos tan bien como en los cofres de la Compañía. Hay suficiente para convertirnos los cuatro hombres en ricos y en grandes jefes. Nadie se enterará en absoluto del asunto, porque en este lugar nos hallamos apartados de todos. ¿Qué mejor oportunidad para nuestro designio? Repita, pues, sahib, si está con nosotros o si hemos de considerarle como enemigo.

—Estoy con vosotros con el alma y la vida —le contesté.

—Está bien —me respondió, devolviéndome mi fusil de chispa—. Ya ve que nosotros confiamos en usted, porque su palabra, como la nuestra, no puede ser quebrantada. Y ahora sólo nos queda esperar a que lleguen mi hermano y el mercader.

—¿Sabe su hermano lo que ustedes se disponen a hacer? —le pregunté.

—El plan es suyo. Él lo ha preparado. Acerquémonos a la puerta de la muralla para compartir la vigilancia con Mahomet Singh.

Seguía cayendo la lluvia sin interrupción, porque nos encontrábamos en los comienzos de la estación de las lluvias. Nubes oscuras y pesadas cruzaban por el firmamento, y era difícil ver más allá de un tiro de piedra. Delante de nuestra puerta había un foso profundo, pero el agua se hallaba casi seca en algunos lugares y era fácil cruzarlo. Yo experimentaba una sensación extraña al verme allí con aquellos dos salvajes punyabíes, esperando al hombre que caminaba hacia su muerte.

De pronto, percibí al otro lado del foso el brillo de una lámpara sombreada. Desapareció entre los montones de tierra y volvió a reaparecer, viniendo lentamente en dirección nuestra.

—¡Hay están! —exclamé.

—Usted, sahib, les dará el alto, como de costumbre —murmuró Abdullah—. Que no tenga motivos de recelo. Luego lo envía con nosotros, y mientras usted permanece aquí de guardia, nosotros haremos lo demás. Tenga la linterna preparada para proyectar su luz a fin de que nos aseguremos que se trata, en efecto, de nuestro hombre.

La luz fue acercándose vacilante: unas veces se detenía y otras se adelantaba; vi, por fin, dos figuras negras al otro lado del foso. Dejé que se descolgaran por el talud inclinado, que chapoteasen en el barro y que trepasen hasta mitad del camino de la puerta, y entonces les di el alto.

—¿Quién vive? —dije con voz apagada.

—Amigos —me contestaron.

Destapé mi linterna y proyecté sobre ellos un torrente de luz. El primero era un sikh enorme, con una barba negra que le llegaba casi hasta la cintura. Jamás he visto, fuera de las barracas de feria, hombre de tan elevada estatura. El otro era un hombrecillo grueso y barrigudo, con un gran turbante amarillo; llevaba en la mano un bulto cubierto con un chal parecía estar temblando de miedo; sus manos se retorcían como si estuviese atacado de tercianas, y volvía constantemente a derecha e izquierda la cabeza, con sus dos ojillos brillantes y parpadeaba, igual que ratoncito que se arriesga a salir de su agujero. A mi me dio un escalofrío pensando en que íbamos a matarle, pero pensé también en el tesoro y se me volvió el corazón como el pedernal. Cuando el mercader vio mi cara de hombre blanco dejó escapar un pequeño gorjeo de alegría y vino corriendo hacia mí.

—Protegerme sahib. —jadeó—; conceded vuestra protección al desdichado mercader Achmet. He cruzado el Rajputana a fin de buscar el cobijo del fuerte de Agra. Me han robado, me han apaleado, me han insultado, porque he sido amigo de la Compañía. ¡Bendita noche esta en que nos vemos una vez más en salvo..., yo y mi pobreza!

—¿Que trae en ese fardo? —le pregunté.

—Un cofre de hierro —me contestó— que contiene dos o tres recuerdos de familia sin valor para los demás, pero que a mí me dolería mucho perder. Sin embargo, no soy un mendigo; yo le recompensaré a usted, joven sahib, y también al gobernador del fuerte si me otorgan el cobijo que solicito.

 

Yo no podía seguir hablando más con aquel hombre sin traicionarme. Cuanto más contemplaba su rostro gordinflón y asustado, más duro me parecía el que tuviéramos que matarle a sangre fría. Lo mejor era acabar ya.

—Conducidle al cuerpo de guardia principal —dije.

Los dos sikhs se le colocaron a ambos lados y el gigante camino detrás, cruzando de ese modo la oscura puerta. Jamás un hombre marchó tan bien escoltado hacia la muerte. Yo me quedé, con la linterna, en el umbral de la puerta. Llegaban a mis oídos los pasos acompasados de aquellos hombres a medida que avanzaban por los solitarios corredores. De pronto, cesaron, y oí voces y ruido de golpes. Un instante después, y con horror mío, resonó, viniendo en mi dirección, el ruido de pasos a la carrera, acompañado del ruidoso jadear de un hombre que corría. Enfoqué la linterna hacia el pasillo largo y recto; allí venía el hombre gordinflón corriendo como el viento; un manchón de sangre le cruzaba la cara, y detrás de él, con saltos de tigre, el enorme sikh grandullón y de barba negra, con el cuchillo relampagueante en la mano. Jamás vi correr con tal velocidad a ningún hombre como al pequeño mercader. Le iba sacando ventaja al sikh.

Calculé que si cruzaba por delante de mí y llegaba a campo libre podía salvarse aún. Mi corazón sintió piedad, pero otra vez la idea del tesoro me volvió duro y frío. Cuando iba a cruzar por delante de mí, le metí entre las piernas mi fusil de chispa, y aquel hombre dio un par de volteretas sobre sí mismo, igual que un conejo alcanzado por un disparo. Antes que pudiera ponerse en pie, tambaleante, el sikh se le echó encima y hundió dos veces el cuchillo en su costado. El hombre no dejó escapar ni siquiera un gemido, ni movió un solo músculo, quedándose donde había caído. Quizá se desnucó al caer.

Ya ven ustedes, caballeros, que estoy cumpliendo mi promesa. Les cuento, palabra por palabra, todo, tal y cual sucedió, me sea o no favorable.

Small se calló, y alargó sus manos esposadas hacia el whisky con agua que Holmes le había preparado. Por mi parte, confieso que aquel hombre me inspiraba ya el máximo horror, no sólo por aquel crimen a sangre fría, en el que había intervenido, sino todavía más por la forma, algo jactanciosa y despreocupada, con que lo había narrado. Cualquiera que fuese el castigo que le esperaba, me dije que no sería objeto de mis simpatías. Sherlock Holmes y Jones permanecían sentados, con las manos sobre las rodillas, profundamente interesados por el relato, pero en sus rostros también se leía la repugnancia. Quizá Small lo observó, porque al proseguir su narración, su voz y sus maneras adquirieron un toque de desafío.

—Sin duda alguna que aquello estuvo muy mal hecho —dijo—. Yo quisiera saber cuántos hombres, en mi pellejo, habrían rehusado una participación en aquel botín si les hubiesen puesto en la alternativa de cogerlo o dejarse cortar el cuello. Además, una vez aquel hombre dentro del fuerte, se trataba de su vida o de la mía. Si hubiera escapado, se habría puesto en claro todo el asunto, me habrían formado consejo de guerra y, probablemente, fusilado; porque en tiempos como aquellos, la gente es muy poco compasiva.

—Siga usted con su relato —dijo Holmes con brusquedad.

—Bueno, entre Abdullah, Akbar y yo lo metimos adentro. Pesaba mucho, no obstante su corta estatura. Mahomet Sing quedó de vigilante en la puerta. Lo llevamos a un lugar que los sikhs habían preparado ya. Quedaba a bastante distancia, en un sitio donde un tortuoso pasillo desemboca en un enorme salón, vacío, cuyos muros de ladrillo estaban desmoronándose. El suelo de tierra se había hundido en una parte, formando un sepulcro natural; depositamos, pues, allí al mercader Achmet, después de cubrir su cadáver con ladrillos sueltos. Hecho eso, volvimos todos a donde se hallaba el tesoro.

Estaba éste donde Achmet lo dejó caer al verse atacado. El cofre era ese mismo que está abierto ahí, sobre la mesa. En el asa tallada que tiene encima colgaba una llave atada con un cordel de seda. Abrimos el cofre, y la luz de la linterna centelleó en una colección de piedras preciosas como aquellas de que hablaban los libros que leí y que me hicieron ensoñar, cuando era yo un muchachito, en Pershore. Deslumbraban al mirarlas. Después de dar un banquete a nuestros ojos, las sacamos e hicimos una lista de ellas. Había ciento cuarenta y tres diamantes de primera agua, incluyendo uno al que, según creo, llamaban el "Gran Mogol", del que se dice que es, por su tamaño, el segundo de todos los que existen. Había además noventa y siete esmeraldas finísimas y ciento setenta rubíes, algunos de los cuales eran, sin embargo, pequeños. Había también cuarenta carbunclos, doscientos diez zafiros, sesenta y una ágatas, y una gran cantidad de berilos, ónices, ojos de gato, turquesas y otras piedras cuyos nombres ni siquiera conocía entonces, aunque con posterioridad me he familiarizado con algunos de ellos. Además de todo esto, había cerca de trescientas perlas muy finas, doce de las cuales se hallaban engarzadas en una diadema de oro. Dicho sea de paso, estas últimas habían sido sacadas del cofre y no las encontré en él cuando lo recuperé.

Después de contar nuestros tesoros, volvimos a ponerlos en el cofre y los llevamos hasta la puerta de la muralla para mostrárselos a Mahomet Singh. Allí renovamos solemnemente nuestro juramento de mantenernos leales los unos a los otros y a nuestro secreto. Decidimos esconder nuestro botín en lugar seguro hasta que el país estuviese de nuevo en paz, y luego dividirlo entre nosotros en partes iguales. Nada se adelantaba dividiéndolo en aquel momento, porque si encontraban en nuestro poder piedras de tanto valor, ello daría lugar a sospechas, y en el fuerte no había manera de vivir aislados ni había tampoco lugar en que pudiéramos guardarlas. En vista de ello, llevamos el cofre a la misma sala en que habíamos sepultado el cadáver, y allí, debajo de determinados ladrillos del muro mejor conservado, hicimos un agujero y ocultamos en él el cofre. Anotamos con gran cuidado el lugar, y yo tracé, al día siguiente, cuatro planos, uno para cada uno de nosotros; al pie de ellos coloqué el Signo de los Cuatro, porque habíamos jurado que cada uno actuaría en interés de todos, de forma que nadie resultase beneficiado. Con la mano en el corazón, puedo asegurar que yo no he quebrantado nunca aquel juramento.

Bueno; no hace falta que yo les diga a ustedes, caballeros, cómo terminó la sublevación de la India. Cuando Wilson tomó Delhi y sir Colin hizo levantar el asedio de Lucknow se quebró el espinazo del asunto. Iban llegando tropas de refresco, y Nana Sahib huyó al otro lado de la frontera. Una columna móvil, al mando del coronel Greathed, avanzó hasta Agra y ahuyentó de allí a los pandis. Parecía que iba volviendo la paz al país, y nosotros cuatro empezamos a creer que iba acercándose el momento en que podríamos largarnos tranquilamente con nuestra parte del botín. Sin embargo, nuestras esperanzas quedaron en un instante destruidas al vernos apresados como asesinos de Achmet.

La cosa ocurrió de esta manera. Cuando el rajá entregó sus piedras preciosas a Achmet, lo hizo porque lo juzgaba hombre digno de confianza. Sin embargo, los orientales son gente recelosa; ¿qué hizo, pues, el rajá? Llamó a un segundo criado, de mayor confianza todavía, y le encargó el papel de espía del primero. A este segundo personaje se le ordenó que no perdiera nunca de vista a Achmet y que lo siguiese como a su sombra. Aquella noche fue siguiendo a Achmet, y le vio entrar por la puerta de la muralla. Naturalmente, pensó que Achmet había encontrado refugio en el fuerte, y él mismo lo solicitó al día siguiente, pero no pudo encontrar rastro alguno de aquél. Esto le pareció tan sorprendente que se lo comunicó a un sargento de rastreadores, quien lo pasó a oídos del mayor. Se llevó a cabo, rápidamente, una investigación y se descubrió el cadáver. De esa manera, en el momento mismo en que pensábamos que estábamos a salvo, nos vimos presos y tuvimos que comparecer ante un tribunal bajo la acusación de asesinato, tres de nosotros, porque aquella noche estábamos de guardia en la puerta, y el cuarto, por saberse que había acompañado al muerto. En el proceso no se habló para nada de las joyas, porque el rajá había sido depuesto y había huido de la India; por ello, nadie tenía un interés particular en ellas. Sin embargo, quedó claramente establecido el asesinato, y se tuvo la certeza de que todos estábamos complicados en el mismo. Los tres sikhs fueron condenados a cadena perpetua, y yo a muerte, aunque más tarde se conmutó mi sentencia por la misma pena de los demás.

La situación en que nos encontramos entonces era bastante extraña. Los cuatro nos vimos con una cadena en la pierna y con muy pocas probabilidades de salir jamás en libertad, siendo así que cada uno de nosotros era poseedor de un secreto que, de haber podido servirnos del mismo, nos habría permitido vivir en un palacio. Era como para roerle el corazón: tenían que aguantar los puntapiés y bofetadas de cualquier funcionario subalterno y vivir comiendo arroz y bebiendo agua, siendo así que aquella fortuna espléndida se hallaba siempre disponible, fuera de los muros de la cárcel, para cada uno de los cuatro, esperando, simplemente, que la recogiésemos. Quizás aquello me hubiese arrastrado a la locura, de no haber sido siempre un hombre muy tenaz. Me sostuve, pues, y dejé tiempo al tiempo.

Por último, juzgué que había llegado la ocasión. Me trasladaron desde Agra a Madrás, y de Madrás a la isla de Blair, en las Andamán. En este presidio son pocos los convictos blancos, y como yo me porté bien desde el principio, pronto llegué a ser una especie de privilegiado. Me dieron una choza en Hope Town, que es un lugar enfermizo plagado de fiebres situado en las laderas del monte Harriet, y me dejaron vivir casi independientemente. Es aquel un lugar melancólico y atacado por las fiebres. Más allá de nuestros pequeños calveros, la región se hallaba infestada de indígenas salvajes y caníbales, dispuestos a lanzar sobre nosotros un dardo emponzoñado a la primera oportunidad. Se trabajaba en cavar, en abrir acequias, en plantar ñame y en otra docena de cosas más, de modo que andábamos muy atareados todo el día, aunque llegada la noche disponíamos de algún tiempo libre para dedicarlo a nuestras cosas. Entre otras, aprendí del médico a administrar medicinas y adquirí conocimientos superficiales de su ciencia. Yo permanecí siempre al acecho de una oportunidad para huir; pero aquella isla se encuentra a centenares de millas de distancia de la tierra más próxima, y en aquellos mares soplan poco o nada los vientos; de modo, pues, que el huir es tarea terriblemente difícil.

El médico, doctor Somerton, era un hombre gastador y amigo del juego, y los demás oficiales jóvenes se reunían en sus habitaciones y se pasaban las noches jugando a las cartas. La enfermería, donde yo solía preparar las recetas, se hallaba contigua al cuarto de estar del doctor y había una ventanita de comunicación entre ambos. Muchas veces, al sentirme aislado, apagaba la lámpara de la enfermería, y desde allí escuchaba la conversación de los jugadores y seguía su juego. A mí también me gusta jugar a las cartas, y el ver a los demás jugando era casi tan agradable como jugar uno mismo. Concurrían allí el mayor Sholto, el capitán Morstan, y el teniente Bromley Brown, que estaba al mando de las tropas indígenas, y el médico mismo, con dos o tres oficiales de prisiones; estos eran perros viejos y astutos, que desarrollaban un juego fino, hábil y seguro. En conjunto, formaban una reunión muy apañada.

Había algo que me llamaba siempre la atención, y era el que los militares solían perder siempre, mientras que los funcionarios civiles ganaban. No digo yo que hiciesen trampa, pero el hecho es que ganaban. Aquellos funcionarios de prisiones apenas habían hecho otra cosa que jugar a las cartas desde que llegaron a las islas Andamán; conocía cada uno al dedillo el juego de los demás, mientras que los militares jugaban sólo para pasar el rato y no se preocupaban mucho por el desarrollo del juego. Noche tras noche, los militares se iban empobreciendo, y cuanto más pobres se veían, más anhelo tenían por jugar. El mayor Sholto era quien más perdía. Al principio pagaba con billetes y monedas de oro, pero pronto empezó a pagar con letras firmadas y por sumas importantes. Tenía pequeñas rachas favorables, lo suficiente para que cobrase ánimos, y de pronto la suerte le volvía la espalda peor que nunca. Durante el día, iba y venía de un lado para otro, tan sombrío como el trueno, y acabó por dedicarse a la bebida más de lo que resultaba conveniente. Una noche perdió aún más que otras veces. Yo estaba sentado en mi choza cuando él y el capitán Morstan pasaron camino de sus habitaciones. Eran amigos íntimos, y nunca se alejaban mucho el uno del otro. El mayor iba como loco por sus fuertes pérdidas. Cuando cruzaban por delante de mi choza, iba diciendo:

 

—Morstan, esto se acabó. Tendré que pedir la baja. Estoy arruinado.

—No me diga tonterías, viejo amigo —le contestó el otro dándole una palmada en la espalda—. También yo me las he visto negras, pero...

Eso fue todo lo que oí, más que suficiente para hacerme pensar. Un par de días más tarde, el mayor Sholto paseaba por la playa. Yo aproveché la oportunidad para hablarle.

—Mayor, desearía consultar una cosa con usted —le dije.

—¿De qué se trata, Small? —preguntó, retirando el cigarro puro de la boca.

—Señor, querría preguntarle quién es la persona más indicada para hacerle entrega de un tesoro escondido. Yo sé dónde hay oculto medio millón de libras, y como yo no puedo aprovecharlo, pensé que quizá lo mejor que podría hacer es ponerlo en manos de las autoridades correspondientes, porque quizá de ese modo me rebajarían el tiempo de condena.

—¿Medio millón, Small? —dijo, casi sin aliento, mirándome fijamente para ver si yo hablaba en serio.

—Medio millón, señor. En piedras preciosas y perlas. Está escondido en un lugar donde no es útil para nadie. Y lo más extraño del caso es que su verdadero propietario ha sido puesto fuera de la ley y desposeído de toda propiedad, de modo que en realidad pertenece al primero que llegue.

—Pertenece al gobierno, Small; al gobierno —tartamudeó. Pero lo dijo como a trompicones, y yo comprendí, allá en mi corazón, que tenía al mayor en mis manos.

—¿De modo, señor, que yo debería poner el hecho en conocimiento del gobernador general? —le pregunté con mucha tranquilidad.

—Bueno, bueno; no haga usted nada con precipitación de que luego pueda arrepentirse. Dígame a mí lo que hay del caso, Small. Póngame al corriente de los hechos.

Le relaté la historia completa, introduciendo pequeñas variantes con objeto de que él no pudiera identificar los lugares. Cuando terminé mi relato, vi que se había quedado como de piedra y absorto en meditaciones. Por la contorsión de sus labios adiviné la fuerte lucha que se libraba en su interior.

—Este es un asunto de mucha importancia, Small —dijo por último—. No debe usted decir una palabra acerca del mismo a nadie, y muy pronto volveremos a hablar.

Dos noches después, él y su amigo el capitán Morstan vinieron a mi choza alumbrándose con una linterna a altas horas de la noche.

—Small, deseo que el capitán Morstan pueda oír de sus propios labios ese relato —me dijo.

Se lo repetí tal como a él se lo había contado.

—¿Verdad que suena a cosa verdadera? ¿Te parece que tiene base suficiente para actuar? —dijo el mayor.

El capitán Morstan asintió con la cabeza, y el mayor agregó—: Mire, Small: hemos tratado del asunto mi amigo aquí presente y yo, llegando a la conclusión de que esto no es ni mucho menos algo en que deba intervenir el gobierno, sino que atañe exclusivamente a usted, y del que puede disponer como bien le parezca. El problema que ahora se plantea es saber cuál sería el precio que usted pediría. Si nos pusiésemos de acuerdo en las condiciones, quizá nos sintiésemos inclinados a aceptarlo, o por lo menos a estudiarlo.

El mayor procuraba expresarse en forma fría y sin darle importancia, pero en sus ojos brillaban la excitación y la avaricia. Yo le contesté procurando también simular frialdad, pero sintiéndome tan excitado como lo estaba él mismo:

—En cuanto a eso, caballeros, sólo puede hacer un trato quien se encuentra en la situación en que yo me encuentro. Lo que exijo es que me ayuden a recobrar la libertad, y que ayuden también a mis tres compañeros. Conseguida ésta, los aceptaremos en nuestra sociedad y les daremos una quinta parte para que se la repartan entre ustedes.

—¡Hum! ¡Una quinta parte! ¡No es cosa muy tentadora! —dijo él.

—Son unas cincuenta mil libras para cada uno —dije yo.

—Pero ¿cómo vamos a lograr su libertad? Usted sabe muy bien que lo que pide es imposible.

—Nada de eso —le contesté—. Lo tengo todo bien pensado, hasta en el más mínimo detalle. El único obstáculo para nuestra fuga es que carecemos de barco apropiado para el viaje y de provisiones suficientes para su mucha duración. En Calcuta y en Madrás hay muchos yates y balandros pequeños que servirán perfectamente para el caso nuestro. Traiga usted uno. Nosotros nos comprometemos a subir a bordo durante la noche, y si nos desembarca en un punto cualquiera de las costas de la India, habrá cumplido con su parte de compromiso.

—Si se tratara de una persona sola... —dijo él.

—O todos o ninguno —le contesté—. Lo hemos jurado. Siempre actuamos los cuatro juntos.

—Ya ve usted, Morstan, que Small es hombre de palabra —dijo el mayor—. No traiciona a sus amigos. Creo que muy bien podemos fiarnos de él.

—Es un asunto sucio —dijo el otro—. Sin embargo, y como usted dice, ese dinero nos permitiría muy bien salvar nuestros cargos.

—Bien, Small —dijo el mayor—. Creo que no vamos a tener más remedio que intentarlo y aceptar sus condiciones. Pero habrá que comprobar antes la autenticidad de su relato. Dígame dónde está escondido el tesoro, y yo pediré permiso y regresaré a la India en el barco que trae mensualmente los suministros. Una vez allí haré las investigaciones necesarias.

—No tan de prisa —le contesté, enfriándome a medida que él se entusiasmaba—. Necesito el consentimiento de mis tres camaradas. Ya le he dicho que hay que entenderse con los cuatro o con ninguno.

—¡Tonterías! ¿A santo de qué tienen que intervenir en nuestro convenio tres negros?

—Negros o azules —le dije—, ellos están en esto conmigo, y todos actuamos como un solo hombre.

En fin, que el asunto se cerró en una segunda entrevista, en la que se hallaron presentes Mahomet Singh, Abdullah Khan y Dost Akbar. Volvimos a plantear el asunto desde el principio, y llegamos, por último, a un arreglo. Nosotros suministraríamos a los oficiales sendos mapas de la parte del fuerte de Agra en cuestión y señalaríamos en ellos el sitio donde el tesoro estaba escondido. El mayor Sholto se trasladaría a la India para comprobar la verdad de nuestra historia. Si encontraba el cofre, debía dejarlo donde estaba, y proceder a enviarnos un pequeño yate aprovisionado para el viaje. La embarcación fondearía aguas afuera de la isla Rutland y nosotros nos las arreglaríamos para ir hasta ella. Después, el mayor volvería a su puesto. Acto continuo, el capitán Morstan solicitaría permiso, y vendría a reunirse con nosotros en Agra, donde se realizaría el reparto final, haciéndose cargo Morstan de su parte y de la del mayor. Todo aquello lo sellamos con los juramentos más solemnes que pueden la imaginación inventar y pronunciar los labios. Yo trabajé durante toda la noche con papel y tinta, y cuando llegó la mañana tuve preparados los dos mapas, firmados con el Signo de los Cuatro, es decir, el signo de Abdullah, Akbar, Mahomet y mío.

Bien, caballeros; observo que les estoy aburriendo con mi largo relato y comprendo que mi amigo el señor Jones está impaciente por tenerme a salvo en un calabozo. Abreviaré cuanto pueda. El canalla de Sholto marchó a la India, pero ya no regresó. Poco tiempo después, el capitán Morstan me mostró su nombre en una lista de pasajeros de barco correo. Había muerto un tío suyo dejándole una gran fortuna y había abandonado el ejército; sin embargo, fue muy capaz de rebajarse hasta el punto de conducirse de aquella manera con cinco hombres como nosotros. Morstan se trasladó poco después a Agra y se encontró, como esperábamos, con que el tesoro había desaparecido. El muy canalla lo robó íntegro, sin cumplir ninguna de las condiciones bajo las cuales le habíamos vendido el secreto. Desde esa fecha no viví sino para la venganza. Durante el día pensaba en ella y durante la noche la acariciaba amorosamente. Se convirtió para mí en una pasión avasalladora, absorbente. Me importaba poco la justicia, me importaba poco la hora. Fugarme, perseguir a Sholto hasta encontrarlo, apretarle con las manos el cuello ése era mi único pensamiento. Hasta el tesoro de Agra había pasado a ser cosa subalterna junto al ansia de matar a Sholto.