Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) (Active TOC) (AtoZ Classics)

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Bueno, yo me he propuesto en la vida muchas cosas, y en todas ellas logré su realización. Pero pasaron largos años antes que llegase mi hora. Ya les he dicho que había aprendido algo de medicina. En una ocasión, y estando el doctor Somerton en cama con fiebres, una cuadrilla de presidiarios recogió en los bosques a un pequeño indígena de Andamán que, al sentirse mortalmente enfermo, se había encaminado a un lugar solitario para morir. Me hice cargo de él, a pesar de que era tan feroz como una serpiente, y en dos meses logré curarlo y ponerlo en situación de caminar por su pie. En vista de eso, aquel individuo se encariñó conmigo y andaba siempre merodeando alrededor de mi choza, sin querer regresar a sus bosques. Yo aprendí de él un poco de su dialecto, y esto hizo que se aficionase todavía más a mí.

Tonga, que así se llamaba, era un magnífico navegante y tenía una canoa grande y muy espaciosa de propiedad suya. Cuando me convencí de que me era leal y de que sería capaz de hacer cualquier cosa por mí, comprendí que allí se hallaba mi oportunidad de escapar. Hablé con él acerca del asunto. Se encargó de traer su lancha una noche determinada a un viejo embarcadero que no estaba vigilado, donde me recogería a bordo. Le di instrucciones para que cargase varias calabazas de agua y gran cantidad de ñame, cocos y boniatos. ¡Era hombre leal y firme el pequeño Tonga! Nadie tuvo nunca un camarada más fiel.

La noche convenida estuvo con su lancha en el muelle. Sin embargo, dio la casualidad de que se encontraba allí uno de los guardias del presidio, un indígena miserable de las fronteras del Afganistán que jamás había perdido ocasión de ofenderme e injuriarme. Yo le había jurado venganza, y vi llegado el momento de realizarla. Se hubiera dicho que el destino lo había situado en mi camino para que pudiera cobrarle mi deuda antes de abandonar la isla. Se encontraba en el malecón, vuelto de espaldas a mí, y con la carabina al hombro. Busqué a mi alrededor una piedra con la que poder saltarle los sesos, pero no vi ninguna.

De pronto un extraño pensamiento me mostró dónde tenía yo a mano un arma. Me senté en la oscuridad y solté las correas de mi pata de palo. Tres largos saltos sobre un pie me bastaron para llegar hasta él. Se echó el arma a la cara, pero yo le di de lleno, en la mitad de la frente. Vean ustedes la hendidura que señala el sitio en que golpeó la madera. Los dos caímos al mismo tiempo, porque no pude conservar el equilibrio; pero cuando yo me levanté lo vi a él en el suelo, inmóvil. Busqué la lancha y una hora después nos encontrábamos mar adentro. Tonga se había llevado consigo todas las riquezas que tenía en este mundo: sus armas y sus dioses. Traía, entre otras cosas, una larga lanza de bambú, algunas esterillas de cocotero de Andamán, y con ellas hice una especie de vela. Navegamos por espacio de diez días sin rumbo fijo, fiándonos a nuestra suerte, y al undécimo fuimos recogidos por un barco mercante que marchaba de Singapur a Jeddah con un cargamento de peregrinos malayos. Eran estos gente por demás extraña; y pronto Tonga y yo nos las arreglamos para instalarnos entre ellos. Una buena condición tenían: no se metían con uno ni le hacían preguntas.

Bien, pues. Si yo les contara todas las aventuras que nos ocurrieron a mi pequeño camarada y a mí, ustedes no me lo agradecerían, porque los obligaría a permanecer escuchándome hasta que saliera el sol. Rodamos de aquí para allá por el mundo. Siempre se nos ponía por delante algún obstáculo que nos impedía llegar a Londres. Pero ni un solo instante perdí yo de vista mi propósito. Soñaba todas las noches con Sholto. Lo habré matado en sueños un centenar de veces. Pero, al fin, hará cosa de tres o cuatro años, nos vimos en Inglaterra. No me costó mucho trabajo descubrir el paradero de Sholto, y entonces me dediqué a la tarea de averiguar qué había hecho con el tesoro o si estaba éste todavía en su poder. Me hice amigo de alguien que podía servirme de ayuda, y no doy nombres porque no deseo meter a nadie más en un aprieto, y pronto averigüé que las joyas seguían en sus manos. Intenté entonces llegar hasta él de varias maneras; pero era muy astuto, y tenía siempre dos boxeadores para guardarlo, además de sus hijos y el khirnutgar indio.

Sin embargo, un día recibí aviso de que se estaba muriendo. Escalé la tapia y llegué a su jardín, enloquecido por la idea de que pudiera escapárseme de entre las garras de aquella manera; mirando por la ventana, le vi tendido en la cama y teniendo a cada lado a uno de sus hijos. Yo estaba dispuesto a saltar dentro, enfrentándome con los tres hombres, pero cuando lo miraba vi que su mandíbula caía hacia abajo sin fuerza y comprendí que había muerto. A pesar de todo, me metí aquella misma noche en su cuarto y busqué entre sus papeles, para ver si había dejado en algún sitio constancia del lugar en que había escondido el tesoro. Nada encontré, y me retiré, como es de suponer, tan furioso y amargado como puede estar un hombre. Antes de retirarme, se me ocurrió que, si alguna vez volvía yo a encontrarme con mis amigos los sikhs, les serviría de satisfacción el saber que yo había dejado alguna constancia de nuestro odio; garrapateé, pues, el Signo de los Cuatro, tal como lo habíamos estampado en los mapas, y se lo clavé en el pecho con un alfiler. Me resultaba intolerable que pudiera ser llevado a su tumba sin algún recuerdo de los hombres a quienes había robado y traicionado.

Por aquel entonces nos ganábamos la vida gracias a las exhibiciones del pobre Tonga en ferias y otros sitios por el estilo, donde aparecía como el caníbal negro. Comía carne cruda y bailaba su danza guerrera; y así, nos encontrábamos, después del trabajo del día, con el sombrero lleno de peniques. También recibías noticias de Pondicherry Lodge, aunque durante algunos años sólo supe que buscaban el tesoro. Pero un buen día me llegó la noticia que habíamos esperado tanto tiempo. Había sido descubierto el tesoro. Estaba en la buhardilla de la casa sobre el laboratorio de Bartholomew Sholto. Fui en seguida y examiné bien la situación, pero no vi modo de encaramarme hasta allá arriba con mi pata de palo. Supe, sin embargo, que existía una trampilla en el tejado y averigüé también la hora en que el señor Sholto cenaba habitualmente. Creí que podría arreglármelas sin dificultad, valiéndome de Tonga. Me lo llevé con una larga cuerda arrollada a la cintura. El trepaba como un gato, y no tardó en meterse por el tejado; pero la mala suerte quiso que Bartholomew Sholto estuviese en su cuarto, para su desdicha. Tonga creyó que había hecho algo muy inteligente matándole, porque cuando yo llegué arriba me lo encontré pavoneándose muy orgulloso. Su sorpresa fue grande cuando yo le golpeé con el cabo de la cuerda y le maldije, diciéndole que era un enano sanguinario. Me apoderé del cofre del tesoro y lo descolgué al jardín, y luego me descolgué yo mismo, después de dejar el Signo de los Cuatro sobre la mesa, dando así a entender que las joyas volvían, por fin, a quienes con mayor derecho pertenecían. Entonces Tonga recogió la cuerda, cerró la ventana y salió por el mismo camino que había entrado.

Creo que nada más me queda por decir a ustedes. Había oído a un botero ponderar la rapidez de la lancha de Smith, la Aurora, y se me ocurrió que nos sería un medio adecuado para escapar. Comprometí al viejo Smith, que se habría ganado una suma muy importante si nos hubiese llevado sanos y salvos al barco. Debió de comprender que había en todo ello algo sospechoso, pero nunca estuvo en nuestro secreto. Todo esto es la pura verdad, y si se la he contado, caballeros, no ha sido para divertirlos, porque la pasada que me han jugado no ha sido precisamente un favor, sino porque creo que mi mejor defensa consiste en no ocultar nada, dejando que el mundo sepa lo mal que se comportó conmigo el mayor Sholto y lo inocente que soy de la muerte de su hijo.

—Es un relato extraordinario —dijo Sherlock Holmes—. Un apropiado cierre para un caso muy interesante. En la parte última de su relato no ha habido para mí nada nuevo, fuera de que trajo usted la cuerda de que se sirvió. Eso lo ignoraba. A propósito, yo calculé que Tonga había perdido toda su provisión de dardos; sin embargo nos dispararon uno desde la lancha.

—Los había perdido todos señor, menos el que tenía en la cerbatana.

—¡Naturalmente! No había caído en ello —dijo Holmes.

—¿Desean ustedes preguntarme alguna otra cosa? —preguntó el presidiario con afabilidad.

—Creo que no; gracias —contestó mi compañero.

—Bien, Holmes —intervino Athelney Jones—; es usted una persona a quien hay que rendir tributo, y todos sabemos que es un connoisseur del crimen; pero la obligación es la obligación, y ya me he excedido bastante con hacer lo que usted y su amigo me pidieron. Me sentiré más cómodo cuando tenga a nuestro narrador bajo llave y candado. El coche aún sigue esperando, y en la planta baja hay dos inspectores. Les quedo muy reconocido a los dos por la ayuda que me han prestado. Como es natural, tendrán que hacer acto de presencia ante el tribunal. Buenas noches.

—Buenas noches, caballeros —dijo Jonathan Small.

—Usted adelante, Small —dijo el precavido Jones al salir de la habitación—. Sea o no cierto lo que hizo al caballero de las Adamán, yo pondré cuidado especial de que no me aporree usted con su pata de palo.

—Bueno, y con esto acaba nuestro pequeño drama —dije yo, cuando llevábamos un rato sentados y fumando en silencio—. Me temo que sea esta la última investigación en que tendré la ocasión de estudiar sus métodos, Holmes. La señorita Morstan me ha hecho el honor de aceptarme como futuro esposo.

Holmes dejó escapar un melancólico suspiro y rió:

—También yo me lo temía. La verdad, no puedo felicitarle.

Me sentí un poco ofendido y le pregunté:

 

—¿Existe algún motivo para que se sienta usted molesto por mi elección?

—De ninguna manera. Creo que es una de las jóvenes más encantadoras que he conocido, y ha sido más útil en esta tarea de lo que podíamos esperar. Cuenta con verdadero talento, como lo demuestra el que entre todos los papeles que tenía su padre guardase precisamente el plano de Agra. Pero el amor es un estado emotivo, y todo lo emocional resulta opuesto al razonar frío y sereno, que yo coloco por encima de todas las cosas. No me casaré jamás, por temor a perder el juicio.

—Bien —le dije, echándome a reír—; confío en que mi juicio saldrá con bien de la prueba. Pero tiene usted cara de fatiga.

—Sí; la reacción se deja ya sentir en mí. Durante una semana voy a estar tirado como un trapo.

—Es sorprendente —le dije— cómo alternan en usted, con los accesos de magnífica energía y fortaleza, los paréntesis que yo calificaría de pereza en otra persona.

—Sí —me contestó—; llevo dentro de mí elementos para ser un grandioso vago, y también los que entran en la formación de un hombre de actividad extraordinaria. Muchas veces me acuerdo de estas líneas del viejo Goethe:

"Schade dass die Natur nur einem Mensch aus dir schuf

Denn zum würdigen Mann war und zum Schelmen der Stoff"

A propósito de este asunto de Norwood, dicho sea de paso, ya ha visto usted cómo tenían, según mi suposición, un socio dentro de la casa, y éste no puede ser otro que Lal Rao, el despensero. Jones no tendrá necesidad de compartir con nadie el honor de haber pescado un pez en su gran redada.

—El reparto me parece muy poco justo —dije yo—. Usted lo ha hecho todo en este asunto. Yo me llevo una esposa. Jones se lleva la fama. ¿Quiere decirme con qué se queda usted?

—Para mí —contestó Sherlock Holmes— aún queda el frasco de cocaína.

Y extendió en su busca, su larga y blanca mano.

FIN

El sabueso de los Baskerville

Agradecimientos

La idea para este relato me la proporcionó mi amigo, el señor Fletcher Robinson, que me ha ayudado además en la línea argumental y en los detalles de ambientación.

A.C.D.

1. El señor Sherlock Holmes

El señor Sherlock Holmes, que de ordinario se levantaba muy tarde, excepto en las ocasiones nada infrecuentes en que no se acostaba en toda la noche, estaba desayunando. Yo, que me hallaba de pie junto a la chimenea, me agaché para recoger el bastón olvidado por nuestro visitante de la noche anterior. Sólido, de madera de buena calidad y con un abultamiento a modo de empuñadura, era del tipo que se conoce como «abogado de Penang»31. Inmediatamente debajo de la protuberancia el bastón llevaba una ancha tira de plata, de más de dos centímetros, en la que estaba grabado «A James Mortimer, MRCS32, de sus amigos de CCH», y el año, «1884». Era exactamente la clase de bastón que solían llevar los médicos de cabecera a la antigua usanza: digno, sólido y que inspiraba confianza.

—Veamos, Watson, ¿a qué conclusiones llega?

Holmes me daba la espalda, y yo no le había dicho en qué me ocupaba.

—¿Cómo sabe lo que estoy haciendo? Voy a creer que tiene usted ojos en el cogote.

—Lo que tengo, más bien, es una reluciente cafetera con baño de plata delante de mí —me respondió—. Vamos, Watson, dígame qué opina del bastón de nuestro visitante. Puesto que hemos tenido la desgracia de no coincidir con él e ignoramos qué era lo que quería, este recuerdo fortuito adquiere importancia. Descríbame al propietario con los datos que le haya proporcionado el examen del bastón.

—Me parece —dije, siguiendo hasta donde me era posible los métodos de mi compañero— que el doctor Mortimer es un médico entrado en años y prestigioso que disfruta de general estimación, puesto que quienes lo conocen le han dado esta muestra de su aprecio.

—¡Bien! —dijo Holmes—. ¡Excelente!

—También me parece muy probable que sea médico rural y que haga a pie muchas de sus visitas.

—¿Por qué dice eso?

—Porque este bastón, pese a su excelente calidad, está tan baqueteado que difícilmente imagino a un médico de ciudad llevándolo. El grueso regatón de hierro está muy gastado, por lo que es evidente que su propietario ha caminado mucho con él.

—¡Un razonamiento perfecto! —dijo Holmes.

—Y además no hay que olvidarse de los «amigos de CCH». Imagino que se trata de una asociación local de cazadores33, a cuyos miembros es posible que haya atendido profesionalmente y que le han ofrecido en recompensa este pequeño obsequio.

—A decir verdad se ha superado usted a sí mismo —dijo Holmes, apartando la silla de la mesa del desayuno y encendiendo un cigarrillo—. Me veo obligado a confesar que, de ordinario, en los relatos con los que ha tenido usted a bien recoger mis modestos éxitos, siempre ha subestimado su habilidad personal. Cabe que usted mismo no sea luminoso, pero sin duda es un buen conductor de la luz. Hay personas que sin ser genios poseen un notable poder de estímulo. He de reconocer, mi querido amigo, que estoy muy en deuda con usted.

Hasta entonces Holmes no se había mostrado nunca tan elogioso, y debo reconocer que sus palabras me produjeron una satisfacción muy intensa, porque la indiferencia con que recibía mi admiración y mis intentos de dar publicidad a sus métodos me había herido en muchas ocasiones. También me enorgullecía pensar que había llegado a dominar su sistema lo bastante como para aplicarlo de una forma capaz de merecer su aprobación. Acto seguido Holmes se apoderó del bastón y lo examinó durante unos minutos. Luego, como si algo hubiera despertado especialmente su interés, dejó el cigarrillo y se trasladó con el bastón junto a la ventana, para examinarlo de nuevo con una lente convexa.

—Interesante, aunque elemental —dijo, mientras regresaba a su sitio preferido en el sofá—. Hay sin duda una o dos indicaciones en el bastón que sirven de base para varias deducciones.

—¿Se me ha escapado algo? —pregunté con cierta presunción—. Confío en no haber olvidado nada importante.

—Mucho me temo, mi querido Watson, que casi todas sus conclusiones son falsas. Cuando he dicho que me ha servido usted de estímulo me refería, si he de ser sincero, a que sus equivocaciones me han llevado en ocasiones a la verdad. Aunque tampoco es cierto que se haya equivocado usted por completo en este caso. Se trata sin duda de un médico rural que camina mucho.

—Entonces tenía yo razón.

—Hasta ahí, sí.

—Pero sólo hasta ahí.

—Sólo hasta ahí, mi querido Watson; porque eso no es todo, ni mucho menos. Yo consideraría más probable, por ejemplo, que un regalo a un médico proceda de un hospital y no de una asociación de cazadores, y que cuando las iniciales CC van unidas a la palabra hospital, se nos ocurra enseguida que se trata de Charing Cross.

—Quizá tenga usted razón.

—Las probabilidades se orientan en ese sentido. Y si adoptamos esto como hipótesis de trabajo, disponemos de un nuevo punto de partida desde donde dar forma a nuestro desconocido visitante.

—De acuerdo; supongamos que «CCH» significa «Hospital de Charing Cross»; ¿qué otras conclusiones se pueden sacar de ahí?

—¿No se le ocurre alguna de inmediato? Usted conoce mis métodos. ¡Aplíquelos!

—Sólo se me ocurre la conclusión evidente de que nuestro hombre ha ejercido su profesión en Londres antes de marchar al campo.

—Creo que podemos aventurarnos un poco más. Véalo desde esta perspectiva. ¿En qué ocasión es más probable que se hiciera un regalo de esas características? ¿Cuándo se habrán puesto de acuerdo sus amigos para darle esa prueba de afecto? Evidentemente en el momento en que el doctor Mortimer dejó de trabajar en el hospital para abrir su propia consulta. Sabemos que se le hizo un regalo. Creemos que se ha producido un cambio y que el doctor Mortimer ha pasado del hospital de la ciudad a una consulta en el campo. ¿Piensa que estamos llevando demasiado lejos nuestras deducciones si decimos que el regalo se hizo con motivo de ese cambio?

—Parece probable, desde luego.

—Observará usted, además, que no podía formar parte del personal permanente del hospital, ya que tan sólo se nombra para esos puestos a profesionales experimentados, con una buena clientela en Londres, y un médico de esas características no se marcharía después a un pueblo. ¿Qué era, en ese caso? Si trabajaba en el hospital sin haberse incorporado al personal permanente, sólo podía ser cirujano o médico interno: poco más que estudiante posgraduado. Y se marchó hace cinco años; la fecha está en el bastón. De manera que su médico de cabecera, persona seria y de mediana edad, se esfuma, mi querido Watson, y aparece en su lugar un joven que no ha cumplido aún la treintena, afable, poco ambicioso, distraído, y dueño de un perro por el que siente gran afecto y que describiré aproximadamente como más grande que un terrier pero más pequeño que un mastín.

Yo me eché a reír con incredulidad mientras Sherlock Holmes se recostaba en el sofá y enviaba hacia el techo temblorosos anillos de humo.

—En cuanto a sus últimas afirmaciones, carezco de medios para rebatirlas —dije—, pero al menos no nos será difícil encontrar algunos datos sobre la edad y trayectoria profesional de nuestro hombre.

Del modesto estante donde guardaba los libros relacionados con la medicina saqué el directorio médico y, al buscar por el apellido, encontré varios Mortimer, pero tan sólo uno que coincidiera con nuestro visitante, por lo que procedí a leer en voz alta la nota biográfica.

«Mortimer, James, MRCS, 1882, Grimpen, Dartmoor, Devonshire. De 1882 a 1884 cirujano interno en el hospital de Charing Cross. En posesión del premio Jackson de patología comparada, gracias al trabajo titulado "¿Es la enfermedad una regresión?". Miembro correspondiente de la Sociedad Sueca de Patología. Autor de "Algunos fenómenos de atavismo" (Lancet, 1882), "¿Estamos progresando?" (Journal of Psychology, marzo de 1883). Médico de los municipios de Grimpen, Thorsley y High Barrow».

—No se menciona ninguna asociación de cazadores —comentó Holmes con una sonrisa maliciosa—; pero sí que nuestro visitante es médico rural, como usted dedujo atinadamente. Creo que mis deducciones están justificadas. Por lo que se refiere a los adjetivos, dije, si no recuerdo mal, afable, poco ambicioso y distraído. Según mi experiencia, sólo un hombre afable recibe regalos de sus colegas, sólo un hombre sin ambiciones abandona una carrera en Londres para irse a un pueblo y sólo una persona distraída deja el bastón en lugar de la tarjeta de visita después de esperar una hora.

—¿Y el perro?

—Está acostumbrado a llevarle el bastón a su amo. Como es un objeto pesado, tiene que sujetarlo con fuerza por el centro, y las señales de sus dientes son perfectamente visibles. La mandíbula del animal, como pone de manifiesto la distancia entre las marcas, es, en mi opinión, demasiado ancha para un terrier y no lo bastante para un mastín. Podría ser..., sí, claro que sí: se trata de un spaniel de pelo rizado.

Holmes se había puesto en pie y paseaba por la habitación mientras hablaba. Finalmente se detuvo junto al hueco de la ventana. Había un tono tal de convicción en su voz que levanté la vista sorprendido.

—¿Cómo puede estar tan seguro de eso?

—Por la sencilla razón de que estoy viendo al perro delante de nuestra casa, y acabamos de oír cómo su dueño ha llamado a la puerta. No se mueva, se lo ruego. Se trata de uno de sus hermanos de profesión, y la presencia de usted puede serme de ayuda. Éste es el momento dramático del destino, Watson: se oyen en la escalera los pasos de alguien que se dispone a entrar en nuestra vida y no sabemos si será para bien o para mal. ¿Qué es lo que el doctor James Mortimer, el científico, desea de Sherlock Holmes, el detective? ¡Adelante!

El aspecto de nuestro visitante fue una sorpresa para mí, dado que esperaba al típico médico rural y me encontré a un hombre muy alto y delgado, de nariz larga y ganchuda, disparada hacia adelante entre unos ojos grises y penetrantes, muy juntos, que centelleaban desde detrás de unos lentes de montura dorada. Vestía de acuerdo con su profesión, pero de manera un tanto descuidada, porque su levita estaba sucia y los pantalones, raídos. Cargado de espaldas, aunque todavía joven, caminaba echando la cabeza hacia adelante y ofrecía un aire general de benevolencia corta de vista. Al entrar, sus ojos tropezaron con el bastón que Holmes tenía entre las manos, por lo que se precipitó hacia él lanzando una exclamación de alegría.

 

—¡Cuánto me alegro! —dijo—. No sabía si lo había dejado aquí o en la agencia marítima. Sentiría mucho perder ese bastón.

—Un regalo, por lo que veo —dijo Holmes.

—Así es.

—¿Del hospital de Charing Cross?

—De uno o dos amigos que tenía allí, con ocasión de mi matrimonio.

—¡Vaya, vaya! ¡Qué contrariedad! —dijo Holmes, agitando la cabeza.

—¿Cuál es la contrariedad?

—Tan sólo que ha echado usted por tierra nuestras modestas deducciones. ¿Su matrimonio, ha dicho?

—Sí, señor. Al casarme dejé el hospital, y con ello toda esperanza de abrir una consulta. Necesitaba un hogar.

—Bien, bien; no estábamos tan equivocados, después de todo —dijo Holmes—. Y ahora, doctor James Mortimer...

—No soy doctor; tan sólo un modesto MRCS.

—Y persona amante de la exactitud, por lo que se ve.

—Un simple aficionado a la ciencia, señor Holmes, coleccionista de conchas en las playas del gran océano de lo desconocido. Imagino que estoy hablando con el señor Sherlock Holmes y no...

—No se equivoca; yo soy Sherlock Holmes y éste es mi amigo, el doctor Watson.

—Encantado de conocerlo, doctor Watson. He oído mencionar su nombre junto con el de su amigo. Me interesa usted mucho, señor Holmes. No esperaba encontrarme con un cráneo tan dolicocéfalo ni con un arco supraorbital tan pronunciado. ¿Le importaría que recorriera con el dedo su fisura parietal? Un molde de su cráneo, señor mío, hasta que pueda disponerse del original, sería el orgullo de cualquier museo antropológico. No es mi intención parecer obsequioso, pero confieso que codicio su cráneo.

Sherlock Holmes hizo un gesto con la mano para invitar a nuestro extraño visitante a que tomara asiento.

—Veo que se entusiasma usted tanto con sus ideas como yo con las mías —dijo—. Y observo por su dedo índice que se hace usted mismo los cigarrillos. No dude en encender uno si así lo desea.

El doctor Mortimer sacó papel y tabaco y lió un pitillo con sorprendente destreza. Sus dedos, largos y temblorosos, eran tan ágiles e inquietos como las antenas de un insecto.

Holmes guardó silencio, pero la intensidad de su atención me demostraba el interés que despertaba en él nuestro curioso visitante.

—Supongo —dijo finalmente—, que no debemos el honor de su visita de anoche y ésta de hoy exclusivamente a su deseo de examinar mi cráneo.

—No, claro está; aunque también me alegro de haber tenido la oportunidad de hacerlo, he acudido a usted, señor Holmes, porque no se me oculta que soy una persona poco práctica y porque me enfrento de repente con un problema tan grave como singular. Y reconociendo, como yo lo reconozco, que es usted el segundo experto europeo mejor cualificado...

—Ah. ¿Puedo preguntarle a quién corresponde el honor de ser el primero? —le interrumpió Holmes con alguna aspereza.

—Para una persona amante de la exactitud y de la ciencia, el trabajo de Monsieur Bertillon tendrá siempre un poderoso atractivo.

—¿No sería mejor consultarle a él en ese caso?

—He hablado de personas amantes de la exactitud y de la ciencia. Pero en cuanto a sentido práctico todo el mundo reconoce que carece usted de rival. Espero, señor mío, no haber...

—Tan sólo un poco —dijo Holmes—. No estará de más, doctor Mortimer, que, sin más preámbulo, tenga la amabilidad de contarme en pocas palabras cuál es exactamente el problema para cuya resolución solicita mi ayuda.