Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) (Active TOC) (AtoZ Classics)

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8. Primer informe del doctor Watson

A partir de ahora seguiré el curso de los acontecimientos mediante la transcripción de mis cartas a Sherlock Holmes, que tengo delante de mí sobre la mesa. Falta una página, pero, por lo demás, las reproduzco exactamente como fueron escritas y muestran mis sentimientos y sospechas del momento con más precisión de lo que podría hacerlo mi memoria, a pesar de la claridad con que recuerdo aquellos trágicos sucesos.

«Mansión de los Baskerville,13 de octubre

Mi querido Holmes:

Mis cartas y telegramas anteriores le han mantenido al día sobre todo lo que ha ocurrido en este rincón del mundo tan olvidado de Dios. Cuanto más tiempo se pasa aquí, más profundamente se mete en el alma el espíritu del páramo, su inmensidad y también su terrible encanto. Tan pronto como se penetra en él, queda atrás toda huella de la Inglaterra moderna y, en cambio, se advierte por doquier la presencia de los hogares y de las obras del hombre prehistórico. Se vaya por donde se vaya, siempre aparecen las casas de esas gentes olvidadas, con sus tumbas y con los enormes monolitos que, al parecer, señalaban el emplazamiento de sus templos. Cuando se contemplan sus refugios de piedra gris sobre un fondo de laderas agrestes, se deja a la espalda la época actual y si viéramos a un peludo ser humano cubierto con pieles de animales salir a gatas por una puerta que es como la boca de una madriguera y colocar una flecha con punta de pedernal en la cuerda de su arco, pensaríamos que su presencia en este sitio está mucho más justificada que la nuestra. Lo más extraño es que vivieran tantos en lo que siempre ha debido de ser una tierra muy poco fértil. No soy experto en prehistoria, pero imagino que se trataba de una raza nada belicosa y frecuentemente acosada que se vio forzada a aceptar las tierras que nadie más estaba dispuesto a ocupar.

Todo esto, sin embargo, nada tiene que ver con la misión que usted me confió y probablemente carecerá por completo de interés para una mente tan estrictamente práctica como la suya. Todavía recuerdo su completa indiferencia en cuanto a si el sol se movía alrededor de la tierra o la tierra alrededor del sol. Permítame, por lo tanto, que vuelva a los hechos relacionados con Sir Henry Baskerville.

El hecho de que no haya usted recibido ningún informe en los últimos días obedece a que hasta hoy no tenía nada importante que relatarle. Luego ha ocurrido algo muy sorprendente que le contaré a su debido tiempo, pero, antes de nada, debo ponerle al corriente acerca de otros elementos de la situación.

Uno de ellos, al que apenas he aludido hasta este momento, es el preso escapado que rondaba por el páramo. Ahora existen razones poderosas para creer que se ha marchado, lo que supone un considerable alivio para aquellos habitantes del distrito que viven aislados. Han transcurrido dos semanas desde su huida, y en esos quince días no se le ha visto ni se ha oído nada relacionado con él. Es a todas luces inconcebible que haya podido resistir en el páramo durante tanto tiempo. Habría podido esconderse sin ninguna dificultad, desde luego. Cualquiera de los habitáculos de piedra podría haberle servido de refugio. Pero no hay nada que le proporcione alimento, a no ser que capture y sacrifique una de las ovejas del páramo. Creemos, por lo tanto, que se ha marchado, y el resultado es que los granjeros que están más aislados duermen mejor.

En esta casa nos alojamos cuatro varones en buen estado de salud, de manera que podemos cuidarnos sin ayuda de nadie, pero confieso que he tenido momentos de inquietud al pensar en los Stapleton, que se hallan a kilómetros del vecino más próximo. En la casa Merripit sólo viven una criada, un anciano sirviente, la hermana de Stapleton y el mismo Stapleton, que no es una persona de gran fortaleza física. Si el preso lograra entrar en la casa, estarían indefensos en manos de un individuo tan desesperado como este criminal de Notting Hill. Tanto a Sir Henry como a mí nos preocupa mucho su situación, y les sugerimos que Perkins, el mozo de cuadra, fuese a dormir a su casa, pero Stapleton no ha querido ni oír hablar de ello.

Lo cierto es que nuestro amigo el baronet empieza a interesarse mucho por su hermosa vecina. No tiene nada de sorprendente, porque para un hombre tan activo como él el tiempo se hace muy largo en este lugar tan solitario, y la señorita Stapleton es una mujer muy hermosa y fascinante. Hay en ella un algo tropical y exótico que crea un contraste singular con su hermano, tan frío e impasible. También él, sin embargo, sugiere la idea de fuegos escondidos. Stapleton tiene sin duda una marcada influencia sobre su hermana, porque he comprobado que cuando habla lo mira continuamente, como si buscara su aprobación para todo lo que dice. Espero que sea afectuoso con ella. El brillo seco de los ojos de Stapleton y la firme expresión de su boca de labios muy finos denuncian un carácter dominante y posiblemente despótico. Sin duda será para usted un interesante objeto de estudio.

Vino a saludar a Baskerville el mismo día en que lo conocí y a la mañana siguiente nos llevó a los dos al sitio donde se supone que tuvo origen la leyenda sobre el malvado Hugo. Fue una excursión de varios kilómetros a través del páramo hasta un lugar que pudo, por sí solo, haber sugerido la historia, dado lo deprimente que resulta. Encontramos un valle de poca longitud entre peñascos escarpados, que desembocaba en un espacio abierto y verde salpicado de juncias. En el centro se alzaban dos grandes piedras, muy gastadas y bien afiladas por la parte superior, de manera que parecían los enormes colmillos, en proceso de descomposición, de un animal monstruoso. El lugar se corresponde en todos los detalles con el escenario de la antigua tragedia que ya conocemos. Sir Henry manifestó gran interés y preguntó más de una vez a Stapleton si creía realmente en la posibilidad de que los poderes sobrenaturales intervengan en los asuntos humanos. Hablaba con desenfado, pero no cabe duda de que sentía mucho interés. Stapleton se mostró cauto en sus respuestas, aunque se comprendía enseguida que decía menos de lo que sabía y opinaba, y que no se sinceraba por completo en consideración a los sentimientos del baronet. Nos contó casos semejantes de familias víctimas de alguna influencia maligna y nos dejó con la impresión de que compartía la opinión popular sobre el asunto.

A la vuelta nos detuvimos en la casa Merripit para almorzar, y fue allí donde Sir Henry conoció a la señorita Stapleton. Desde el primer momento Baskerville pareció sentir una fuerte atracción y, si no estoy muy equivocado, el sentimiento fue mutuo. Nuestro baronet habló de ella una y otra vez mientras volvíamos a casa y desde entonces apenas ha transcurrido un día sin que veamos en algún momento a los dos hermanos. Esta noche cenarán aquí y ya se habla de que iremos a su casa la semana que viene. Cualquiera pensaría que semejante enlace debería llenar de satisfacción a Stapleton y, sin embargo, más de una vez he captado una mirada suya de intensísima desaprobación cuando Sir Henry tenía alguna atención con su hermana. Sin duda está muy unido a ella y llevará una vida muy solitaria si se ve privado de su compañía, pero parecería el colmo del egoísmo que pusiera obstáculos a un matrimonio tan conveniente. Estoy convencido, de todos modos, de que Stapleton no desea que la amistad entre ambos llegue a convertirse en amor, y en varias ocasiones he observado sus esfuerzos para impedir que se queden a solas. Le diré entre paréntesis que sus instrucciones, en cuanto a no permitir que Sir Henry salga solo de la mansión, serán mucho más difíciles de cumplir si una intriga amorosa viniera a añadirse a las otras dificultades. Mis buenas relaciones con el baronet se resentirían muy pronto si insistiera en seguir al pie de la letra las órdenes de usted.

El otro día -el jueves, para ser más precisos- almorzó con nosotros el doctor Mortimer. Ha realizado excavaciones en un túmulo funerario de Long Down y está muy contento por el hallazgo de un cráneo prehistórico. ¡No ha habido nunca un entusiasta tan resuelto como él! Los Stapleton se presentaron después, y el bueno del doctor nos llevó a todos al paseo de los Tejos, a petición de Sir Henry, para mostrarnos exactamente cómo sucedió la tragedia aquella noche aciaga. El paseo de los Tejos es un camino muy largo y sombrío entre dos altas paredes de seto recortado, con una estrecha franja de hierba a ambos lados. En el extremo más distante se halla un pabellón de verano, viejo y ruinoso. A mitad de camino está el portillo que da al páramo, donde el anciano caballero dejó caer la ceniza de su cigarro puro. Se trata de un portillo de madera, pintado de blanco, con un pestillo. Del otro lado se extiende el vasto páramo. Yo me acordaba de su teoría de usted y traté de imaginar todo lo ocurrido. Mientras Sir Charles estaba allí vio algo que se acercaba atravesando el páramo, algo que le aterrorizó hasta el punto de hacerle perder la cabeza, por lo que corrió y corrió hasta morir de puro horror y agotamiento. Teníamos delante el largo y melancólico túnel de césped por el que huyó. Pero, ¿de qué? ¿De un perro pastor del páramo? ¿O de un sabueso espectral, negro, enorme y silencioso? ¿Hubo intervención humana en el asunto? ¿Acaso Barrymore, tan pálido y siempre vigilante, sabe más de lo que contó? Todo resulta muy confuso y vago, pero siempre aparece detrás la oscura sombra del delito.

Desde la última vez que escribí he conocido a otro de los habitantes del páramo. Se trata del señor Frankland, de la mansión Lafter, que vive a unos seis kilómetros al sur de nosotros. Es un caballero anciano de cabellos blancos, rubicundo y colérico. Le apasionan las leyes británicas y ha invertido una fortuna en pleitear. Lucha por el simple placer de enfrentarse con alguien, y está siempre dispuesto a defender los dos lados en una discusión, por lo que no es sorprendente que pleitear le haya resultado una diversión costosa. En ocasiones cierra un derecho de paso y desafía al ayuntamiento para que le obligue a abrirlo. En otros casos rompe con sus propias manos el portón de otro propietario y afirma que desde tiempo inmemorial ha existido allí una senda, por lo que reta al propietario a que lo lleve a juicio por entrada ilegal. Es un erudito en el antiguo derecho señorial y comunal, y unas veces aplica sus conocimientos en favor de los habitantes de Fernworthy y otras en contra, de manera que periódicamente lo llevan a hombros en triunfo por la calle mayor del pueblo o lo queman en efigie, de acuerdo con su última hazaña. Se dice que en el momento actual tiene entre manos unos siete pleitos que, probablemente, se tragarán lo que le resta de fortuna, por lo que se quedará sin aguijón y será inofensivo en el futuro. Aparte de las cuestiones jurídicas parece una persona cariñosa y afable y sólo hago mención de él porque usted insistió en que le enviara una descripción de todas las personas que nos rodean. En el momento actual su ocupación es bien curiosa ya que, por su afición a la astronomía, dispone de un excelente telescopio con el que se tumba en el tejado de su casa y escudriña el páramo de la mañana a la noche con la esperanza de ponerle la vista encima al preso escapado. Si consagrara a esto la totalidad de sus energías las cosas irían a pedir de boca, pero se rumorea que tiene intención de pleitear contra el doctor Mortimer por abrir una tumba sin el consentimiento de los parientes más próximos del difunto, dado que extrajo un cráneo neolítico del túmulo funerario de Long Down. Contribuye sin duda a alejar de nuestras vidas la monotonía y nos proporciona pequeños intermedios cómicos de los que estamos muy necesitados.

 

Y ahora, después de haberle puesto al día sobre el preso fugado, sobre los Stapleton, el doctor Mortimer y el señor Frankland de la mansión Lafter, permítame que termine con lo más importante y vuelva a hablarle de los Barrymore y en especial de los sorprendentes acontecimientos de la noche pasada.

Antes de nada he de mencionar el telegrama que envió usted desde Londres para asegurarse de que Barrymore estaba realmente aquí. Ya le expliqué que el testimonio del administrador de correos invalida su estratagema, por lo que carecemos de pruebas en un sentido u otro. Expliqué a Sir Henry cuál era la situación e inmediatamente, con su franqueza característica, hizo llamar a Barrymore y le preguntó si había recibido en persona el telegrama. Barrymore respondió que sí.

—¿Se lo entregó el chico en propia mano? —preguntó Sir Henry.

Barrymore pareció sorprendido y estuvo pensando unos momentos.

—No —dijo—; me hallaba en el ático en aquel momento y me lo trajo mi esposa.

—¿Lo contestó usted mismo?

—No; le dije a mi esposa cuál era la respuesta y ella bajó a escribirla.

Por la noche fue el mismo Barrymore quien sacó el tema.

—No consigo entender el objeto de su pregunta de esta mañana, Sir Henry —dijo—. Espero que no signifique que mi comportamiento le ha llevado a perder su confianza en mí.

Sir Henry le aseguró que no era ése el caso y lo aplacó regalándole buena parte de su antiguo vestuario, dado que había llegado ya el nuevo equipo encargado en Londres.

La señora Barrymore me interesa mucho. Es una mujer corpulenta, no demasiado brillante, muy respetuosa y con inclinación al puritanismo. Es difícil imaginar una persona menos propensa, en apariencia, a excesos emotivos. Y, sin embargo, tal como ya le he contado a usted, la oí sollozar amargamente durante nuestra primera noche aquí y desde entonces he observado en más de una ocasión huellas de lágrimas en su rostro. Alguna honda aflicción le desgarra sin tregua el corazón. A veces me pregunto si la obsesiona el recuerdo de alguna culpa y en otras ocasiones sospecho que Barrymore puede ser un tirano en el seno de su familia. Siempre he tenido la impresión de que había algo singular y dudoso en el carácter de este hombre, pero la aventura de la noche pasada ha servido para dar cuerpo a mis sospechas.

Y, sin embargo, podría parecer una cuestión de poca importancia. Usted sabe que nunca he dormido a pierna suelta, pero desde que vivo en guardia en esta casa tengo el sueño más ligero que nunca. Anoche, a eso de las dos de la madrugada, me despertaron los pasos sigilosos de alguien que cruzaba por delante de mi habitación. Me levanté, abrí la puerta y miré. Una larga sombra negra se deslizaba por el corredor, producida por un hombre que avanzaba en silencio con una vela en la mano. Se cubría tan sólo con la camisa y los pantalones e iba descalzo. No pude ver más que su silueta, pero su estatura me indicó que se trataba de Barrymore. Caminaba muy despacio y tomando muchas precauciones, y había un algo indescriptiblemente culpable y furtivo en todo su aspecto.

Ya le he explicado que el corredor queda interrumpido por la galería que rodea la gran sala, pero que continúa por el otro lado. Esperé a que Barrymore se perdiera de vista y luego lo seguí. Cuando llegué a la galería ya estaba al final del otro corredor y, gracias al resplandor de la vela a través de una puerta abierta, vi que había entrado en una de las habitaciones. Ahora bien, todas esas habitaciones carecen de muebles y están desocupadas, de manera que aquella expedición resultaba todavía más misteriosa. La luz brillaba con fijeza, como si Barrymore se hubiera inmovilizado. Me deslicé por el corredor lo más silenciosamente que pude hasta asomarme apenas por la puerta abierta.

Barrymore, agachado junto a la ventana, mantenía la vela pegada al cristal. Su rostro estaba vuelto a medias hacia mí y sus facciones manifestaban la tensión de la espera mientras escudriñaba la negrura del páramo. Por espacio de varios minutos mantuvo la intensa vigilancia. Luego dejó escapar un hondo gemido y con un gesto de impaciencia apagó la vela. Yo regresé inmediatamente a mi habitación y muy poco después volví a oír los pasos sigilosos en su viaje de regreso. Mucho más tarde, cuando estaba hundiéndome ya en un sueño ligero, oí cómo una llave giraba en una cerradura, pero me fue imposible precisar de dónde procedía el ruido. No soy capaz de adivinar el significado de lo sucedido, pero sin duda en esta casa tan melancólica está en marcha algún asunto secreto que, más pronto o más tarde, terminaremos por descubrir. No quiero molestarle con mis teorías porque usted me pidió que sólo le proporcionara hechos. Esta mañana he tenido una larga conversación con Sir Henry y hemos elaborado un plan de campaña, basado en mis observaciones de la noche pasada, que no tengo intención de explicarle a usted ahora mismo, pero que sin duda contribuirá a que mi próximo informe resulte muy interesante.»

9. La luz en el páramo

[Segundo informe del doctor Watson]

«Mansión de los Baskerville, 15 de octubre

Mi querido Holmes:

Aunque durante los primeros días de mi misión no prodigara demasiado las noticias, ahora reconocerá usted que estoy recuperando el tiempo perdido y que los acontecimientos se suceden sin interrupción. En mi último informe di el do de pecho con el hallazgo de Barrymore en la ventana y ahora tengo ya una excelente segunda parte que, si no estoy muy equivocado, le sorprenderá bastante. Los acontecimientos han tomado un sesgo que yo no podía prever. En ciertos aspectos las cosas se han aclarado mucho durante las últimas cuarenta y ocho horas y en otros se han complicado todavía más. Pero voy a contárselo todo, y así podrá juzgar por sí mismo.

A la mañana siguiente, antes de bajar a desayunar, examiné la habitación que Barrymore había visitado la noche anterior. La ventana orientada al oeste por la que miraba con tanto interés, tiene, según he podido advertir, una peculiaridad que la distingue de todas las demás ventanas de la casa: es la que permite ver el páramo desde más cerca, gracias a una abertura entre los árboles, mientras que desde todas las otras se vislumbra con dificultad. De ahí se sigue que Barrymore, dado que sólo esa ventana se ajusta a sus necesidades, buscaba algo o a alguien que se encontraba en el páramo. La noche era muy oscura, por lo que es difícil comprender cómo esperaba ver a nadie. A mí se me ocurrió la posibilidad de que se tratara de alguna intriga amorosa. Ello explicaría el sigilo de sus movimientos y también el desasosiego de su esposa. Barrymore es un individuo con mucho atractivo, perfectamente capacitado para robarle el corazón a una campesina, de manera que esta teoría parecía tener algunos elementos a su favor. La apertura de la puerta que yo había oído después de regresar a mi dormitorio podía querer decir que Barrymore abandonaba la casa para dirigirse a una cita clandestina. Así razonaba yo conmigo mismo por la mañana y le cuento la dirección que tomaron mis sospechas, pese a que nuestras posteriores averiguaciones han demostrado que carecían por completo de fundamento.

Pero, fuera cual fuese la verdadera explicación de los movimientos de Barrymore, consideré superior a mis fuerzas la responsabilidad de guardar el secreto sobre sus actividades hasta que pudiera explicarlas de manera satisfactoria, por lo que después del desayuno me entrevisté con el baronet en su estudio y le conté todo lo que había visto. Sir Henry se sorprendió menos de lo que yo esperaba.

—Sabía que Barrymore andaba de noche por la casa y había pensado hablar con él sobre ello —me dijo—. He oído dos o tres veces sus pasos en el corredor, yendo y viniendo, más o menos a la hora que usted menciona.

—En ese caso quizá visite precisamente esa ventana todas las noches —sugerí.

—Tal vez lo haga. Si es así, estaremos en condiciones de seguirlo y de ver qué es lo que se trae entre manos. Me pregunto qué haría su amigo Holmes si estuviera aquí.

—Creo que haría exactamente lo que acaba usted de sugerir —le respondí—. Seguiría a Barrymore y vería qué es lo que hace.

—Entonces lo haremos juntos.

—Pero sin duda nos oirá.

—Es bastante sordo y de todos modos hemos de correr el riesgo. Aguardaremos en mi habitación a que pase—. Sir Henry se frotó las manos encantado, y era evidente que acogía aquella aventura como un agradable descanso de la vida excesivamente tranquila que llevaba en el páramo.

El baronet ha estado en contacto con el arquitecto que preparó los planos para Sir Charles y también con el contratista londinense que se encargó de las obras, de manera que quizá muy pronto empiecen a producirse aquí grandes cambios. También han venido de Plymouth decoradores y ebanistas: sin duda nuestro amigo tiene grandes ideas y no quiere escatimar esfuerzos ni gastos para restaurar el antiguo esplendor de su familia. Con la casa arreglada y amueblada de nuevo, sólo necesitará una esposa para que todo esté en orden. Le diré, entre nosotros, que hay signos muy evidentes de que eso no tardará en producirse si la dama consiente, porque raras veces he visto a un hombre más prendado de una mujer de lo que lo está Sir Henry de nuestra hermosa vecina, la señorita Stapleton. Sin embargo, el progreso del amor verdadero no siempre se produce con toda la suavidad que cabría esperar dadas las circunstancias. Hoy, por ejemplo, la buena marcha del idilio se ha visto perturbada por un obstáculo inesperado que ha causado considerable perplejidad y enojo a nuestro amigo.

Después de la conversación acerca de Barrymore que ya he citado, Sir Henry se caló el sombrero y se dispuso a salir. Como la cosa más natural, yo hice lo mismo.

—Cómo, ¿viene usted conmigo, Watson? —me preguntó, mirándome de una forma muy peculiar.

—Eso depende de que se dirija usted al páramo —le respondí.

—Sí, eso es lo que voy a hacer.

—Bien; sabe usted cuáles son mis instrucciones. Siento entrometerme, pero sin duda recuerda usted lo mucho que Holmes insistió en que no lo dejase solo y sobre todo en que no se internara por el páramo sin compañía.

Sir Henry me puso la mano en el hombro acompañando el gesto de una cordial sonrisa.

—Mi querido amigo —dijo—; pese a toda su sabiduría, Holmes no previó algunas de las cosas que han sucedido desde que llegué al páramo. ¿Me entiende? Estoy seguro de que no desea usted convertirse en aguafiestas. He de salir solo.

Sus palabras me colocaron en una situación muy incómoda. No sabía qué hacer ni qué decir, y antes de que tomara una decisión Sir Henry cogió el bastón y se marchó.

 

Pero cuando empecé a reflexionar sobre el asunto, mi conciencia me reprochó amargamente que lo perdiera de vista, cualquiera que fuese el pretexto. Imaginé cómo me sentiría si tuviera que presentarme ante usted y confesarle que había sucedido una desgracia por no seguir sus instrucciones al pie de la letra. Le aseguro que se me encendieron las mejillas ante semejante idea. Quizá no fuera aún demasiado tarde para alcanzarlo, de manera que me puse al instante en camino hacia la casa Merripit.

Me apresuré todo lo que pude carretera adelante sin encontrar rastro alguno de Sir Henry hasta llegar al punto en que nace el sendero del páramo. Una vez allí, temiendo que quizá, después de todo, había seguido una dirección equivocada, trepé por una colina -utilizada en otro tiempo como cantera de granito negro-, desde donde se divisa un panorama bastante amplio. Una vez en la cima vi de inmediato a Sir Henry. Se hallaba en el sendero del páramo, a unos cuatrocientos o quinientos metros de distancia, y le acompañaba una dama que sólo podía ser la señorita Stapleton. Estaba claro que existía un entendimiento entre ellos y que se habían dado cita. Caminaban despacio, absortos en la conversación que mantenían, y vi que ella hacía rápidos movimientos con las manos como si pusiera mucha vehemencia en sus palabras mientras él escuchaba con atención, y una o dos veces movía la cabeza en un gesto enérgico de desacuerdo. Permanecí entre las rocas contemplándolos, sin saber en absoluto lo que debía hacer a continuación. Acercarme e interrumpir una conversación tan íntima parecía inconcebible; mi deber, sin embargo, era muy claro: no perder de vista a Sir Henry. Actuar como espía tratándose de un amigo era una tarea odiosa. No fui capaz de encontrar mejor línea de acción que seguir observándolos desde la colina y luego descargarme la conciencia confesando a Sir Henry lo que había hecho. Es cierto que si le hubiera amenazado algún peligro repentino, habría estado demasiado lejos para serle de utilidad, pero sin duda convendrá usted conmigo en que mi situación era muy difícil y no estaba en mi mano hacer otra cosa.

Nuestro amigo el baronet y la dama se habían detenido en la senda y seguían hablando absortos, cuando observé de repente que no era yo el único testigo de su entrevista. Una mancha verde que flotaba en el aire atrajo mi atención y, al mirarla con más detenimiento, vi que iba sujeta a un mango y que la llevaba un hombre que avanzaba por terreno accidentado. Era Stapleton, con su cazamariposas. Estaba mucho más cerca de la pareja que yo, y daba la impresión de moverse hacia ellos. En aquel instante Sir Henry atrajo de repente a la señorita Stapleton hacia sí y le pasó la mano por la cintura, pero a mí me pareció que ella se esforzaba por separarse y que apartaba el rostro. Nuestro amigo inclinó la cabeza y ella alzó una mano como para protestar. Un instante después vi que se separaban y se volvían bruscamente. Stapleton, que corría velozmente hacia ellos con el absurdo cazamariposas a la espalda, era la causa de la interrupción. Al llegar a su lado empezó a gesticular y casi a bailar de excitación delante de los enamorados. No entendí bien el sentido de la escena, pero me pareció que Stapleton insultaba a Sir Henry a pesar de sus explicaciones, y que este último se enfadaba cada vez más al comprobar que el otro se negaba a aceptarlas. La dama se mantenía a un lado en altivo silencio. Finalmente Stapleton se dio la vuelta y llamó de manera perentoria a su hermana, quien, después de mirar indecisa a Sir Henry, se alejó en su compañía. Los gestos coléricos del naturalista ponían de manifiesto que también la señorita Stapleton había incurrido en su desagrado. El baronet los siguió unos momentos con la vista y luego regresó lentamente por donde había venido con la cabeza baja, convertido en la imagen misma del desaliento.

Yo no lograba entender lo que significaba todo aquello, pero estaba muy avergonzado por haber presenciado una escena tan íntima sin que mi amigo lo supiera. De manera que corrí colina abajo hasta reunirme con él. Sir Henry tenía el rostro encendido por la cólera y fruncía el ceño como alguien que no sabe en absoluto qué hacer.

—¡Vaya, Watson! ¿De dónde sale usted? —me preguntó—. ¿No irá a decirme que me ha seguido a pesar de todo?

Le expliqué lo sucedido: cómo me había parecido imperdonable quedarme atrás, cómo le había seguido y cómo había presenciado todo lo ocurrido. Por un instante los ojos le echaron llamas, pero mi franqueza lo desarmó y al final se echó a reír de una manera bastante triste.

—Cualquiera hubiera creído que el centro de esa llanura era un sitio suficientemente apartado —dijo—, pero, voto a bríos, se diría que todos los habitantes de la zona habían salido a verme cortejar..., ¡y además con muy poco acierto! ¿Dónde tenía usted reservado el asiento?

—Estaba en esa colina.

—Una de las últimas filas, ¿no es cierto? Pero Stapleton estaba mucho más cerca. ¿Lo vio acercarse a nosotros?

—Efectivamente.

—¿Ha tenido alguna vez la sensación de que esté loco?

—No; nunca lo he pensado.

—Yo tampoco. Siempre me había parecido que estaba en su sano juicio hasta hoy, pero me puede usted creer si le digo que a él o a mí deberían ponernos una camisa de fuerza. ¿Qué es lo que me pasa, de todos modos? Usted lleva varias semanas viviendo conmigo, Watson. Dígamelo con sinceridad ahora mismo. ¿Hay algo que me impida ser un buen esposo para la mujer que ame?

—Yo diría que no.

—Sin duda Stapleton no desaprueba mi posición social, de manera que se trata de mi persona. Pero, ¿qué tiene contra mí? Que yo sepa nunca he hecho daño a nadie. Sin embargo, no está dispuesto siquiera a permitir que roce la mano de su hermana.

—¿Es eso lo que ha dicho?

—Eso y mucho más. Pero le aseguro, Watson, que a pesar de las pocas semanas transcurridas, desde el primer momento comprendí que estaba hecha para mí y que yo, también..., que la señorita Stapleton era feliz cuando estaba conmigo, y eso puedo jurarlo. Hay un brillo en los ojos de una mujer que habla con más claridad que las palabras. Pero Stapleton nunca nos ha dejado a solas y hoy tenía por fin la primera oportunidad de decirle unas palabras sin testigos. Ella se ha alegrado de verme, pero no quería hablar de amor, y me habría impedido mencionarlo si hubiera estado en su mano. No ha hecho más que repetirme que este sitio es muy peligroso y que sólo será feliz cuando me haya marchado. Entonces le dije que desde que la vi no tengo ninguna prisa por marcharme y que si realmente quiere que me vaya, la única manera de lograrlo es arreglar las cosas para acompañarme. A continuación le pedí sin más rodeos que se casara conmigo, pero antes de que pudiera responder apareció ese hermano suyo, corriendo hacia nosotros con cara de loco. Se le veía lívido de rabia y hasta esos ojos suyos tan claros echaban fuego. ¿Qué estaba haciendo con Beryl? ¿Cómo me atrevía a ofrecerle unas atenciones que ella encontraba sumamente desagradables? ¿Acaso creía que por ser baronet podía hacer lo que me viniera en gana? De no tratarse de su hermano habría sabido mejor cómo responderle. Pero dada la situación le dije que mis sentimientos hacia su hermana eran tales que no tenía por qué avergonzarme de ellos y que esperaba que me hiciera el honor de casarse conmigo. Aquello no pareció contribuir a mejorar la situación, de manera que también yo perdí la paciencia y le respondí quizá con más acaloramiento del debido, si se piensa que estaba ella delante. Y la cosa ha terminado con Stapleton marchándose con su hermana, como usted ha visto, y quedándome yo tan desconcertado como el que más. Haga el favor de explicarme qué significa todo esto, Watson, y quedaré tan en deuda con usted que nunca podré terminar de pagársela.