Buch lesen: «100 Clásicos de la Literatura», Seite 1031

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Tras hacer una breve pausa para reflexionar, dijo de una manera tal que March no estuvo muy seguro de a qué se refería:

—En un principio resulta difícil creer que a un tipo como Herries, que ha logrado mantenerse en la brecha a pesar de todos sus vicios, aún puedan quedarle escrúpulos. Pero con respecto a eso me he dado cuenta de algo muy curioso. El patriotismo no es el valor más importante. El patriotismo se corrompe hasta convertirse en chauvinismo cuando se pretende hacer de él el valor principal. Pero en realidad el patriotismo es a veces el menos importante de todos los valores. Un hombre que sea capaz de estafar y engañar podría muy bien, por el contrario, no traicionar nunca a su país. Aunque, a fin de cuentas, ¿quién puede estar seguro de algo así?

—Pero, entonces, ¿qué vamos a hacer ahora? —exclamó March indignado.

—Mi tío, que tiene bien a salvo los documentos —contestó Fisher—, se encargará de mandarlos al oeste esta misma noche. Pero mientras tanto alguien está intentando acceder a ellos desde el exterior, y mucho me temo que con la ayuda de alguien que se encuentra aquí dentro. Todo lo que puedo hacer por el momento es intentar cortarle el paso al hombre de fuera. Y para ello tengo que darme prisa y poner manos a la obra cuanto antes. Estaré de vuelta dentro de aproximadamente veinticuatro horas. Mientras yo permanezca fuera, quiero que usted mantenga los ojos bien abiertos, vigile a los que están aquí y descubra todo lo que le sea posible. Au revoir.

Y, tras decir aquello, desapareció escaleras abajo. Desde la ventana, March pudo aún verlo subir a una motocicleta y alejarse en dirección a la ciudad vecina.

A la mañana siguiente, nada más levantarse, March se dirigió al salón, estancia ésta cuyas paredes se hallaban forradas con paneles de roble y que, por lo general, solía hallarse sumida en una profunda penumbra, y se instaló junto a una de las ventanas. Aunque en aquella ocasión casi toda la sala se encontraba inundada por la radiante luz de aquella mañana excepcionalmente clara y casi totalmente desprovista de nubes, March prefirió aprovechar las pocas sombras que persistían en un rincón del cuarto para sentarse en ellas. Fue por ello por lo que, cuando Lord James Herries entró precipitadamente en la estancia por el jardín trasero, pasó completamente inadvertido para el ministro. Nada más entrar, Lord James se aferró al respaldo de una silla como para mantener el equilibrio y, tras sentarse trabajosamente a la mesa, ocupada todavía por los restos de la última comida, se sirvió temblorosamente un vaso de coñac y se lo bebió. A pesar de haberse sentado de espaldas a March, éste pudo contemplar, reflejado en un espejo redondo que colgaba de la pared opuesta, que el rostro amarillento del ministro parecía reflejar los síntomas de una horrible enfermedad. Cuando March se movió, el otro se levantó con un brusco respingo y se volvió para mirar qué era aquello que se había movido detrás de él.

—¡Dios mío! —exclamó al ver a March—. ¿Ha visto usted lo que hay ahí fuera?

—¿Fuera? —repitió el otro atisbando por encima del hombro en dirección al jardín.

—¡Vaya, vaya y véalo usted mismo! —gritó Herries como presa de un acceso de furia—. Han matado a Hewitt y sus papeles han desaparecido. Nada más que eso. ¿Le parece poco?

Se volvió de nuevo hacia la mesa y se dejó caer con un golpe sordo sobre la silla mientras un violento temblor sacudía sus macizos hombros.

Harold March se abalanzó hacia la puerta y, tras cruzar el umbral, se encontró de golpe al pie de la pendiente sembrada de estatuas del jardín trasero.

Lo primero que vio allí fue al Dr. Prince, el detective, que observaba muy de cerca algo que yacía tumbado sobre la hierba. Lo que descubrió en segundo lugar fue aquello que llamaba tan poderosamente la atención de aquel hombre. A pesar de haber recibido previamente la funesta noticia, la vista que se ofreció a sus ojos le resultó de todas formas verdaderamente sobrecogedora.

La monstruosa imagen de piedra de Britania yacía de bruces sobre el camino del jardín y, asomando por debajo de ella, como si se tratase de las patas de una mosca aplastada, podían verse un brazo envuelto en la manga de una camisa blanca, una pierna enfundada en la pernera de un pantalón de color caqui y una mata de cabellos del inconfundible color entre rojizo y canoso que pertenecían al malogrado tío de Horne Fisher. Había pequeños charcos de sangre alrededor de aquellos miembros humanos, los cuales permanecían completamente inmóviles con la rigidez característica de la muerte.

—¿No ha podido tratarse de un accidente? —dijo March cuando encontró finalmente algo que decir.

—Compruébelo usted mismo —repitió la voz áspera de Herries, quien le había seguido hasta el exterior sin poder dejar de estremecerse—. Como ya le he dicho, los documentos han desaparecido. Al cadáver le arrancaron el abrigo y le quitaron los papeles que guardaba en el bolsillo interior de éste. Allí, en el terraplén, puede usted ver el abrigo y el gran corte que le han dado.

—Un momento, un momento —dijo tranquilamente el detective Prince—. En tal caso parece haber aquí un pequeño misterio. El asesino puede habérselas arreglado para arrojarle la estatua encima a la víctima, lo cual es exactamente lo que parece haber hecho. Pero apuesto cualquier cosa a que no le debió de resultar nada fácil volver a levantarla después. Yo lo he intentado y me ha sido completamente imposible, por lo que estoy seguro de que para lograrlo se hubieran necesitado al menos tres hombres. Sin embargo, según esa teoría, debemos suponer que el asesino derribó primero a su víctima mientras ésta pasaba por delante de la estatua, usando la misma como si fuese una enorme maza. Después levantó la estatua, sacó a la víctima de debajo de ésta y la despojó del abrigo, devolviéndola luego a la posición en que había muerto y colocando limpiamente la estatua sobre ella. Puedo asegurarles que algo así es físicamente imposible. Ahora bien, ¿de qué otra manera pudo haber desvestido el asesino a un hombre que se hallaba atrapado bajo esa mole de piedra? Sin duda, es un misterio más difícil de aclarar que ese maldito truco que realizan los escapistas cuando se quitan el abrigo con las muñecas atadas a la espalda.

—¿Pudo haber tirado la estatua sobre la víctima después de haberle quitado el abrigo? —preguntó March.

—¿Y por qué iba a hacerlo? —se apresuró a preguntar Prince con mordacidad—. Una vez se hubiese deshecho de su víctima y se hubiese apoderado de los documentos, se hubiera escapado sin más. No se hubiera entretenido en el jardín excavando bajo los pedestales de las estatuas. Además… ¡Demonios! ¿Quién es ese de ahí arriba?

En la cresta de la colina que se elevaba justo por encima de sus cabezas, dibujada contra el cielo con finas y negras líneas, se destacaba una figura que parecía tan delgada y de miembros tan alargados que casi parecía un esqueleto. El contorno oscuro de la cabeza se hallaba coronado por lo que parecían dos pequeños cuernos acerca de los cuales todos y cada uno de los presentes hubiera sido capaz de jurar que se movían.

—¡Archer! —gritó Herries con un repentino acceso de cólera.

Todos ellos le llamaron a voces y le indicaron por señas que bajara. Tras el primer grito, la figura retrocedió con un movimiento tan precipitado que llegó a resultar casi cómico. Un instante más tarde, el hombre pareció recobrarse y comenzó a descender el sinuoso sendero que desembocaba en el jardín con evidente desgana y pasos cada vez más lentos. En la mente de March comenzó a resonar lo que aquel hombre le había dicho en una ocasión acerca de cierto acceso de locura en mitad de la noche y del irrefrenable deseo de despeñar aquella misma estatua de piedra. Se le ocurrió que sólo un tipo tan maníaco como aquél sería capaz, después de hacer algo como aquello, de escalar hasta la cima de la colina para contemplar desde lo alto el desaguisado cometido. Sólo que en aquella ocasión el desaguisado no se hallaba relacionado únicamente con estatuas de piedra.

Cuando, más tarde, el hombre llegó por fin hasta donde ellos se encontraban y la luz le iluminó por completo, March pudo comprobar que, a pesar de caminar despacio, lo hacía con soltura y sin reflejar la menor señal de temor en su rostro.

—Ha sido algo terrible —dijo—. Lo he visto todo desde arriba mientras daba un paseo por las colinas.

—¿Quiere decir que presenció el asesinato o, en su caso, el accidente? —preguntó March—. Quiero decir, ¿vio usted cómo caía la estatua?

—No, no —dijo Archer—. Quiero decir que vi la estatua cuando ya estaba en el suelo.

Prince parecía estar prestándole escasa atención. Su mirada se hallaba clavada en algo que yacía en mitad del sendero, a aproximadamente una o dos yardas del cadáver. Parecía tratarse de una barra de hierro oxidada que estaba doblada por un extremo.

—Aquí hay algo que no logro entender —dijo—. Me refiero a toda esta sangre. El cráneo de la pobre víctima no está aplastado. Más bien parece que se haya roto el cuello. Pero aun así la sangre parece haberse derramado como si todas sus arterias hubiesen sido dañadas. Me estaba preguntando si algún otro instrumento, como ese objeto de hierro, por ejemplo, no tendría algo que ver con el crimen. Aunque, a decir verdad, creo que no está lo suficientemente afilado. A propósito, ¿sabe alguien qué es?

—Yo lo sé —dijo Archer con su voz grave pero ligeramente temblorosa—. Lo he visto en mis pesadillas. Creo que es el puntal de hierro que le pusieron al pedestal para mantener la estatua bien sujeta en su sitio cuando ésta comenzó a dar señales de que podía caerse en cualquier momento. Debió de salirse cuando se derrumbó.

El Dr. Prince asintió pero continuó mirando los charcos de sangre y la barra de hierro.

—Estoy seguro de que hay algo más detrás de todo esto —dijo por fin—. Quizás algo que se esconde precisamente debajo de esta estatua. Tengo la firme sospecha de que así es. Vamos a ver: nosotros somos cuatro, así que creo que entre todos podremos levantar esta mole de piedra.

Mientras todos aunaban sus fuerzas para conseguirlo, el único sonido que se dejó oír en el lugar fue el jadeo de sus pesadas respiraciones. Luego, una vez que aquellos ocho brazos sudorosos hubieron puesto a un lado la enorme masa de roca esculpida, el cuerpo que yacía sobre el suelo en pantalones y camisa quedó por entero al descubierto. Las gafas del Dr. Prince parecieron entonces dilatarse, presas de una emoción contenida, como si fuesen ojos de verdad, pues una vez terminada la maniobra otras cosas quedaron también al descubierto. Una de ellas fue que el malogrado Hewitt había recibido en la yugular una profunda herida que el médico no dudó en atribuir, con una mirada de triunfo, a una hoja muy afilada (como, por ejemplo, la de una navaja). La otra fue que, justo al lado del cadáver, yacían tres relucientes pedazos de metal de casi un pie de largo cada uno, uno de los cuales acababa en punta y otro se hallaba engarzado en una especie de empuñadura magníficamente decorada con joyas. Evidentemente, se trataba de una especie de cuchillo oriental, de longitud suficiente como para ser considerado una espada, y dotado de una hoja curiosamente ondulada. En la punta podían verse una o dos manchas de sangre.

—Me esperaba más sangre y no precisamente en la punta —dijo el Dr. Prince reflexionando—, pero ciertamente ésta es el arma del crimen. La cuchillada fue asestada seguramente con algo que tenía esta misma forma. Y probablemente también se hizo con ella el desgarrón que hay en el bolsillo del abrigo. Supongo que el asesino añadiría después el toque de la estatua para darle un aire de funeral público.

March no contestó. Se hallaba literalmente hipnotizado por las extrañas piedras que resplandecían en la singular empuñadura de la espada, pues el posible significado de aquel objeto se había abierto camino hasta él como un terrible despertar. Era una curiosa arma de origen asiático, y él sabía muy bien qué nombre se hallaba conectado en su memoria con las armas de origen asiático. Aunque Lord James expresó por él lo que quizás ya todo el mundo estuviese pensando, las palabras le sobrecogieron como si fuesen algo completamente inesperado.

—¿Dónde está el Primer Ministro? —había exclamado de repente Herries como un perro que ladrase ante el descubrimiento de un rastro perdido.

El Dr. Prince volvió hacia él sus gafas y su sombrío rostro, más ceñudo ahora que nunca.

—No he podido encontrarlo por ningún lado —dijo—. Lo estuve buscando tan pronto como descubrí que los documentos habían desaparecido. Ese criado suyo, Campbell, también lo estuvo buscando por todas partes pero no encontró ni rastro de él.

Hubo un largo silencio, tras el cual Herries profirió un nuevo grito, si bien esta vez de manera completamente diferente.

—No se preocupe —añadió—. Ya no necesitará buscarle más porque aquí viene él en persona junto con su amigo Fisher. Parece como si los dos hubieran salido a dar un paseo.

Las dos figuras que se acercaban por el sendero eran, en efecto, la de Fisher, que iba cubierto de salpicaduras de barro desde los pies a la cabeza y que mostraba un amplio rasguño en la frente producido seguramente al pasar junto a alguna zarza, y la del gran estadista de cabello gris que tanto se parecía a un bebé y que tanto interés demostraba por la esgrima y las espadas orientales. No obstante, más allá de este reconocimiento puramente físico, March no fue capaz de sacar nada en claro ni de su apariencia ni de su conducta, lo cual parecía aportar un toque definitivamente desconcertante a toda aquella pesadilla. Cuanto más atentamente los estudiaba mientras escuchaban lo que el detective les iba relatando, tanto más perplejo le dejaba la actitud de ambos. Fisher parecía afligido por la muerte de su tío pero no podía decirse que la tragedia le causase demasiado asombro, mientras que el otro parecía estar a todas luces distraído pensando en alguna otra cosa. Y en cuanto a la pérdida de los documentos robados, a pesar de la vital importancia que éstos tenían, ninguno de los dos se dignó sugerir nada que incitase a emprender la búsqueda del espía asesino.

Una vez que el detective se hubo marchado para ocuparse de realizar las llamadas telefónicas oportunas y de redactar su informe, que Herries hubo regresado a su botella de coñac, y que el Primer Ministro se hubo alejado con su aire cansino en dirección a un cómodo sillón situado en un extremo del jardín, Horne Fisher pudo conversar sin tapujos con Harold March.

—Amigo mío —dijo—, necesito que me acompañe usted en una pequeña excursión, pues aquí no hay nadie más en quien pueda confiar. Nuestro viaje nos llevará casi todo el día y, además, deberemos esperar a que caiga la noche para llevar a cabo nuestra misión principal. Así que durante la marcha podremos pasar revista a todo lo ocurrido. Pero deseo fervientemente que permanezca usted a mi lado porque me inclino a pensar que el momento decisivo se acerca.

Ambos partieron en sendas motocicletas. Durante la primera etapa de aquel día de viaje siguieron la línea de la costa en dirección este, envueltos por el estrépito de los motores, que impedía todo intento de entablar conversación. No obstante, una vez dejaron atrás Canterbury y salieron a las llanuras de la zona oriental de Kent, Fisher decidió hacer una parada en una pequeña y acogedora taberna situada junto a un perezoso arroyo. Allí se sentaron a comer, beber e incluso hablar prácticamente por primera vez desde que habían salido. La tarde era radiante, los pájaros cantaban en el bosque cercano y el sol daba de lleno sobre el banco y la mesa que ocupaban. No obstante, el rostro de Fisher, a la luz de la tarde, reflejaba una gravedad que March nunca había visto en su amigo.

—Antes de empezar —dijo éste— hay algo que debería usted saber. Tanto usted como yo hemos presenciado hechos verdaderamente misteriosos que, al menos hasta ahora, siempre hemos podido explicar. Y sólo por ello vamos a explicar también lo ocurrido en la casa. No obstante, a la hora de tratar la muerte de mi tío, deberemos comenzar por el extremo opuesto a aquel por el que todas nuestras anteriores historias de detectives han comenzado siempre. Voy a referirle los pasos que he seguido en mis deducciones, si es que usted desea escucharlos. Pero antes debo decirle que esta vez no he descubierto la verdad gracias a la deducción. Lo primero que haré será contarle la pura y simple verdad, pues la supe desde un principio. En los otros casos siempre me he acercado a la verdad desde fuera, pero en éste concretamente yo me hallaba bien dentro de ella. Es más, para serle completamente sincero, yo mismo fui el centro de todo.

Algo en los pesados párpados y en los solemnes ojos grises de su interlocutor hizo que March se estremeciese hasta la médula. Luego, exclamó enloquecido:

—¡No entiendo nada! —pero el tono de su voz contradecía sus palabras.

Sí, sí entendía.

Durante un rato no se oyó el menor ruido excepto el canto feliz de los pájaros. Luego, Horne Fisher dijo tranquilamente:

—Fui yo quien mató a mi tío. Y por si desea también saberlo, fui yo quien le robó los documentos.

—¡Fisher! —gritó su amigo con la voz ahogada.

—Deje que le cuente todo lo que ocurrió antes de que nos separemos —prosiguió el otro—. Y deje que se lo exponga, para que todo resulte lo más claro y conciso posible, de la misma manera que solíamos exponer nuestras viejas aventuras. Ahora mismo dos son los puntos que mantienen a todo el mundo intrigado con respecto a lo sucedido, ¿no es cierto? El primero es cómo se las arregló el asesino para quitarle el abrigo a la víctima cuando ésta se hallaba ya completamente atrapada entre el suelo y la mole de piedra. El otro, mucho menos importante y también menos desconcertante, es el hecho de que la espada que le cortó la garganta a la víctima estuviese manchada de sangre sólo en el extremo en vez de tener todo el borde empapado en ella. Muy bien, veamos. El primer enigma puede explicarse fácilmente. Horne Hewitt se quitó el abrigo antes de que lo mataran. A decir verdad, podría llegar a decirse que se lo quitó para que lo mataran.

—¿Y a eso le llama usted una explicación? —exclamó March—. Las palabras parecen tener aún menos sentido que los hechos.

—De acuerdo. Pasemos entonces a la otra cuestión —continuó Fisher con gran tranquilidad—. Si el borde de aquella espada en particular no estaba manchado con la sangre de Hewitt es porque no se usó para matar a Hewitt.

—Pero el médico —objetó March— declaró con total contundencia que la herida fue producida por dicha espada en particular.

—Le ruego que me perdone —contestó Fisher—. El médico no dijo que hubiese sido producida por aquella espada en particular. Dijo que había sido producida por una espada que tenía aquella forma tan particular.

—Pues tenía una forma de lo más extraña —insistió March—. Y, desde luego, resulta una coincidencia demasiado extraordinaria de imaginar.

—Pues fue precisamente una extraordinaria coincidencia lo que ocurrió —reflexionó Horne Fisher—. Resulta increíble que coincidencias como ésa puedan llegar a ocurrir, pero por la más extraña de las suertes, por una probabilidad entre un millón, sucedió que, en efecto, otra espada con exactamente la misma forma se encontraba en el mismo jardín al mismo tiempo. Eso es algo que puede explicarse en parte por el hecho de que yo mismo las llevé a ambas allí… Oh, vamos, mi querido amigo. Seguro que es usted capaz de adivinar lo que eso significa. Ponga ambas cosas la una al lado de la otra. Había dos espadas exactamente iguales y la víctima se quitó el abrigo por su propia voluntad. Puede que le ayude en sus reflexiones el hecho de saber que yo no soy exactamente un asesino.

—¡Un duelo! —exclamó March reaccionando súbitamente—. ¡Claro! ¡Naturalmente! Tenía que habérseme ocurrido antes. Pero, entonces, ¿quién fue el espía que robó los documentos?

—Mi tío era el espía que robó los documentos —respondió Fisher—. O, mejor dicho, el que intentaba robarlos cuando yo lo detuve de la única manera que me fue posible. Los documentos, que deberían haber partido ya hacia el oeste para alentar y apoyar a nuestros aliados y darles las directrices necesarias para rechazar la invasión, hubieran tardado tan sólo unas pocas horas en caer en manos del invasor. ¿Qué podía hacer yo? Tal y como están las cosas, acusar públicamente a uno de los nuestros hubiera supuesto ponérselo en bandeja a su amigo Attwood, con lo que se desatarían el escándalo y el pánico generalizados. Además, está la cuestión de que todo hombre que ha rebasado los cuarenta posee el deseo, aunque sea de manera subconsciente, de morir tal y como ha vivido, y eso es exactamente lo que yo quería, aunque con el único fin práctico de llevarme a la tumba todos los secretos que conozco. Quizás ello se deba a que guardar silencio, que ha sido siempre mi afición favorita, haya ido cobrando una consistencia definitiva con la edad, como suele ocurrir con la mayoría de las aficiones. O quizás sea simplemente que me siento como un hombre que ha matado al hermano de su madre pero que también ha librado del escándalo al apellido de su familia materna.

»Sea como fuere, decidí actuar cuando sabía que todos ustedes estarían durmiendo y él merodeaba a solas por el jardín. Cuando salí al exterior y me encontré con todas aquellas estatuas de piedra que permanecían en pie a la luz de la luna, me sentí como si yo mismo fuese una de ellas que, de repente, hubiese echado a andar. Allí, con una voz que no parecía la mía, le eché en cara a mi tío su traición y le exigí que me entregase los documentos, pero cuando él se negó tuve que obligarlo a que empuñara una de las dos espadas. Éstas, que formaban parte de un grupo de ejemplares que le habían enviado al Primer Ministro para que las examinase (pues él, como usted ya sabe, es un experto coleccionista), fueron las únicas armas que pude encontrar que hubieran permitido una contienda equilibrada. Para evitarle a usted los detalles más desagradables, me limitaré a contarle que combatimos allí mismo, en mitad del camino, frente a la estatua de Britania. Él era un hombre muy fuerte, pero como yo le aventajaba en destreza, casi en el mismo momento en que me hería en la frente con su espada yo aproveché para hundirle la mía en la base del cuello. Cayó contra la estatua, al igual que le ocurriera a César con Pompeyo, y se quedó aferrado al pasamanos de hierro mientras su espada se rompía en tres pedazos al caer. Cuando vi manar la sangre por aquella herida mortal, todo lo demás perdió su importancia para mí. Dejé caer mi espada y corrí a su lado para sostenerlo en pie. Mientras me inclinaba sobre él, algo tuvo que ocurrir con demasiada rapidez para que yo pudiera advertirlo. No sé si es que aquella barra de hierro se encontraba podrida por la herrumbre y se le quedó en la mano cuando se apoyó en ella, o si la arrancó de la roca con su fuerza descomunal. El caso es que, de repente, vi que tenía aquel pedazo de hierro en la mano y que, con sus últimas energías, lo blandía sobre mi cabeza mientras yo me arrodillaba allí, junto a él, completamente desarmado. Mientras me agachaba bruscamente para esquivar el golpe, miré hacia arriba y pude ver cómo, por encima de nosotros, la gran masa de Britania se inclinaba peligrosamente hacia adelante como si fuese el mascarón de proa de un barco. Un instante después la vi inclinarse unos centímetros más de lo normal. Al hacerlo, el cielo entero con todas sus estrellas pareció descender con ella. Lo que siguió fue como si el mismísimo cielo se nos cayera encima. Un segundo más tarde, sin apenas darme cuenta de lo que había pasado, me encontré de pie en el jardín, completamente ileso, mirando aquella ruina de piedra y huesos que todos ustedes se han encontrado hoy tendida sobre el suelo. Mi tío había arrancado el último puntal que mantenía en pie la estatua de la diosa británica, con lo cual ésta había caído y aplastado al traidor al estrellarse contra el suelo. Me volví y me abalancé sobre el abrigo, en uno de cuyos bolsillos sabía de antemano que encontraría el paquete, lo desgarré con la espada y eché a correr por el sendero del jardín hasta llegar a la carretera, donde me esperaba mi motocicleta. Tenía todas las razones del mundo para darme prisa, por lo que escapé de allí sin la menor demora. No obstante, no tuve el valor suficiente para mirar ni una sola vez hacia donde se hallaban la estatua y el cadáver porque tenía la impresión de que de lo que realmente huía era de la visión de aquella especie de espantosa alegoría.

»Después terminé todo lo que aún me quedaba por hacer. Pasé toda la noche y el día siguiente atravesando pueblos y mercados del sur de Inglaterra tan velozmente como me permitía mi vehículo, hasta que por fin llegué al cuartel general del oeste, en cuyo interior había tenido lugar la revuelta. Llegué justo a tiempo. Difundí a los cuatro vientos la noticia de que el Gobierno no les había traicionado y que encontrarían refuerzos si conseguían desplazar al enemigo hacia el oeste. No dispongo ahora de tiempo suficiente para contarle todo lo que sucedió entonces, pero lo que sí puedo asegurarle es que fue el día más glorioso de toda mi vida; una victoria que fue un verdadero desfile triunfal. La sublevación se acalló. Los hombres de Somerset y los demás condados del oeste tomaron la población. Los regimientos irlandeses se unieron a ellos en mitad de un enorme tumulto y todos juntos salieron de la ciudad marchando y cantando canciones irlandesas de corte feniano. Algo que escapa a toda descripción vibró en las sombrías carcajadas que todas aquellas gargantas profirieron cuando, a pesar de marchar al lado de los ingleses y en defensa de Inglaterra, se pusieron a gritar a pleno pulmón “¡Dios salve a Irlanda!”. Incluso nosotros, en uno u otro sentido, hubiéramos gritado lo mismo de buena gana.

»No obstante, aún me queda por cumplir la última parte de mi misión. Afortunadamente, además de llevar conmigo los planes de la defensa, poseo también, en gran medida, los de la invasión. Pero como no quiero aburrirle con estrategias militares, le resumiré la situación. Hemos averiguado adonde ha trasladado el enemigo el grueso de su artillería, que es la encargada de cubrir todos sus movimientos. Y aunque nuestras fuerzas del oeste difícilmente podrán llegar ya a tiempo para interceptar su maniobra principal, aún cabe la posibilidad de que los tengan dentro del radio de acción de su artillería de largo alcance y puedan bombardearles en caso de saber con exactitud dónde se encuentran. Pero eso es algo que les resultará imposible descubrir a menos que alguien que esté por aquí pueda enviarles algún tipo de señal. Y cuando me enteré de que así era como estaban las cosas, averigüé en seguida quién se encargaría de ponerle remedio a tal detalle.

Dicho aquello, abandonaron la mesa y volvieron a montar en sus vehículos, partiendo inmediatamente hacia el este a través del incipiente atardecer. Las zonas más llanas del terreno se veían repetidas en jirones de nubes que flotaban en las alturas como si se reflejasen en un espejo mientras los últimos colores del día se iban condensando alrededor del círculo brillante del horizonte. A sus espaldas, alejándose cada vez más, quedaba el semicírculo formado por las últimas colinas.

Pronto pudieron ver a lo lejos, como si se tratase de una súbita aparición, la línea aún difusa del mar. Ésta, no obstante, no era ya una brillante franja de color azul como la que ambos habían visto desde aquella soleada terraza, sino más bien una banda de un lúgubre y apagado color violeta, un tono que hacía pensar en algo ominoso y siniestro. Al ver aquello, Horne Fisher se apeó nuevamente de su vehículo.

—Tendremos que hacer a pie el resto del camino —dijo—. Y llegado el momento emprenderé yo solo el último tramo.

Se agachó y comenzó a desatar algo que había llevado consigo en la moto. Se trataba de algo que había intrigado a su compañero durante todo el camino a pesar de tener la cabeza ocupada con cuestiones más interesantes. Parecía tratarse de unas cuantas varas atadas juntas con correas y envueltas en papel. Fisher se encajó aquel paquete bajo el brazo y echó a caminar con enorme sigilo. El terreno se fue tornando cada vez más escabroso e irregular conforme se internaban en la espesa vegetación. La noche se hacía más oscura por momentos.

—A partir de aquí ya no podremos hablar —dijo Fisher—. Cuando tenga que decirle que se detenga, se lo indicaré con un susurro. Cuando eso ocurra, no intente seguirme. Si lo hace, echará a perder todo el plan. Un hombre solo a duras penas podría avanzar a rastras sin ser descubierto, pero dos serían una presa fácil de atrapar.

—Le seguiría a donde fuese necesario —respondió March—, pero si usted cree que lo mejor es que lo deje ir solo, así será.

—Sé que lo haría —dijo su amigo en voz baja—. Quizás sea usted el único hombre en el que he confiado plenamente en este mundo.

Unos cuantos pasos más allá llegaron al extremo de lo que parecía una gran colina que se destacaba con aspecto amenazador contra un cielo débilmente iluminado. Allí, Fisher ordenó parar haciendo una señal. Luego agarró la mano de su compañero, la estrechó con una súbita ternura y se puso nuevamente en marcha hasta que fue engullido por la oscuridad. March pudo aún ver fugazmente cómo se arrastraba siguiendo las sombras más oscuras hasta perderse de vista. Volvió a verlo al cabo de un rato, unos doscientos metros más allá, de pie sobre otra colina. Junto a él se levantaba una extraña estructura construida al parecer sobre dos grandes varas. Cuando Fisher se inclinó sobre ella, March pudo ver el destello de una luz. Al instante, ciertos recuerdos se despertaron en la mente de March, quien de repente supo qué era aquello. Se trataba de la plataforma de un cohete. Tales recuerdos, inciertos y confusos, todavía lo mantuvieron momentáneamente aturdido hasta que se dejó oír aquel ligero rugido que tan familiar le resultó. Un instante más tarde, el cohete salió disparado de su plataforma y se elevó hacia el cielo como si fuese una flecha lanzada contra las estrellas. March no pudo evitar pensar fugazmente en las señales que tantos siglos llevaban predichas anunciando los últimos días y, por un momento, creyó estar presenciando alguna apocalíptica escena propia del Juicio Final.