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La sabiduría del sufísmo

Agradecimientos

A mi querido hijo Jesús, que a sus ocho años de edad de mayor quiere ser granjero, restaurador de libros antiguos, soldado en las fuerzas especiales y muchas cosas más, y que será, como su hermano, un futuro capitán de la guerra del tiempo.

"Qué capitán es este, qué soldado / de la guerra del tiempo..."

Lope de Vega

Sobre el autor


Andrés Guijarro nació en Madrid en 1972. Es licenciado en Filología Árabe por el Departamento de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Complutense de Madrid. Es especialista en sufismo y tradiciones esotéricas del islam. Ha residido en varios países del mundo árabe-islámico y desde hace años compagina su labor de traductor con la de profesor de lengua árabe. Colabora con el músico y musicólogo Eduardo Paniagua, especialista en música arábigo-andaluza, en la traducción de los poemas que aparecen en los discos publicados por Pneuma. Es autor de las obras: Los signos del fin de los tiempos según el islam (Edaf, 2007), La constitución invisible del ser humano según el sufismo, (Los Libros del Olivo, 2013) y Sentencias de sabiduría de los maestros sufíes (Los Libros del Olivo, 2014). Ha traducido también varias obras clásicas de la espiritualidad y la mística islámica. Entre ellas: Textos sobre la caballería espiritual, de Ibn Arabi (Edaf, 2005), El libro de la extinción en la contemplación, de Ibn Arabi (Sirio, 2007), Destellos de la divinidad, de Fajr al-Din Iraqi (Edaf, 2008), El libro de la interpretación de los sueños de Ibn Sirín (Sirio, 2008), Los engarces de las sabidurías de Ibn Arabi (Edaf, 2009) y el Tratado sobre el amor de Avicena (Tritemio, 2017). Es también responsable de una traducción de El Corán (Edaf, 2010).

Introducción

La tradición de hikam (pl. de hikma, lit. “sabiduría”), aforismos o sentencias de sabiduría, es larga en el sufismo, remontándose hasta los mismos orígenes de esta tradición espiritual. Compuestas por los maestros sufíes y recogidas, memorizadas y en ocasiones comentadas por sus discípulos o por otros maestros, las hikam suelen condensar lo más profundo y esencial de la enseñanza de ese maestro en particular, y de las doctrinas del sufismo en general.

Si traducir un texto desde el árabe siempre es tarea ardua para un occidental, lo es mucho más aún en el caso de un texto de sufismo, en el que los matices se multiplican y los diferentes grados de interpretación (parejos siempre a la capacidad de comprensión del lector), dan lugar a otras tantas posibilidades de traducción de una expresión o de un término. En el caso concreto de las hikam, estas dificultades aumentan de forma exponencial. Su estilo aforístico, consistente en frases aisladas, sintéticas, a menudo con presencia de términos técnicos propios de esta tradición espiritual, y en muchos casos con un elemento paradójico que las aproxima al koan del zen, convierten la labor del traductor en algo especialmente difícil. Naturalmente, en muchos casos las sentencias que en esta edición he traducido de una determinada manera podrían haberse traducido de otra. De hecho, yo mismo he barajado en varias ocasiones diversas posibilidades para una misma hikma, optando en la mayoría de los casos por la solución que, sin forzar demasiado la estructura de la frase en árabe —algo que no siempre se ha conseguido—, pudiera transmitir a la vez la idea que encerraba la expresión del maestro, o la pobre comprensión que de la misma haya podido alcanzar este traductor.

La literatura de hikam es, junto con el Corán y los hadices (frases de Muhammad, el profeta del islam, recogidas en las compilaciones tradicionales), el mejor ejemplo de las características de la lengua árabe, esa lengua que, en palabras del arabista e islamólogo francés Louis Massignon, “coagula y condensa, con un endurecimiento metálico, y por veces con una refulgencia cristalina, la idea que se quiere expresar, sin ceder a la presión del sujeto hablante. Elíptica y gnómica, discontinua y entrecortada, la idea brota de la ganga de la frase como la chispa del sílex”. La forma de expresión árabe favorece los giros sintéticos e indirectos, así como las elipsis. Es dada a distinguir siempre entre una “esencia” y una “forma”, y no duda en sacrificar la homogeneidad de la segunda a la veracidad de la primera. En palabras de Frithjof Schuon, “el árabe ve el lenguaje casi como un fin en sí mismo, una substancia autónoma, que preexiste con respecto a sus contenidos; como la existencia universal, que es su prototipo, el lenguaje nos encierra ontológicamente en la verdad, queramos o no”.

En resumen, la experiencia espiritual en general, y muy especialmente en el marco islámico, se ha venido transmitiendo de forma privilegiada mediante estas fórmulas breves y sentencias alusivas. Este tipo de formulación expresa mejor la instantaneidad de la experiencia que una prosa que intente desarrollar de forma racional la traducción de esta experiencia a nivel mental. En la mayoría de los casos, una experiencia de esta naturaleza es inefable, y únicamente la formas poéticas y sapienciales pueden ser soporte de la misma. Y es necesario recordar que la enseñanza espiritual de tipo iniciático nunca se dirige al plano mental, sino al trasfondo del alma.

Este conocimiento del que hablamos no se puede alcanzar por medio de ninguna búsqueda, y sin embargo solo los buscadores lo alcanzan.

Abû Yazîd al-Bastamî

Sentencias de Sidi Hamza Al-Qâdirî Al -Boutchichî
El maestro

Hamza al-Qâdiri al-Boutchichi (1922 – 2017) fue el shayj (maestro y guía espiritual) de la tarîqa (orden sufí) qadiriyya boutchichiyya. La rama Boutchichi de la orden qadiriyya nació en el siglo XVIII en el noroeste del actual Marruecos. Su “casa madre” se encuentra en la ciudad de Meddagh, cerca de Berkane, a escasa distancia de la frontera con Argelia.

Sidî (“mi señor”) Hamza está considerado como uno de los revitalizadores del sufismo en el Marruecos de la segunda mitad del siglo XX, y entre sus discípulos se cuentan numerosos intelectuales, tanto marroquíes como occidentales, así como importantes personalidades próximas a la Corte marroquí.

Sentencias

 El verdadero conocimiento solamente se obtiene con humildad. La manera de dirigirse hacia él es parecida a la de una persona que quiere beber el agua de un arroyo: deberá inclinarse para beber. El agua está siempre situada en el lugar más bajo; nos es necesario ser como el agua.

 El conocimiento de Dios no tiene fin. Cada etapa del viaje es por lo tanto más hermosa y más maravillosa que la precedente.

 Procedemos todos de la misma luz. No hay distinción, no hay más que reunión. Hacemos distinción entre unos y otros, pero en realidad todos estamos unidos en el Uno. No se puede alcanzar esta visión más que recorriendo todas las etapas de la vía espiritual.

 Es preciso desconfiar de la sola comprensión mental. Existe una mente sensible y una mente luminosa. La mente sensible tiene un límite. Para rebasarlo es preciso trabajar sobre uno mismo y frecuentar a los hombres de Dios. Solamente Dios puede transformar la mente sensible en mente luminosa, una mente iluminada por la luz del corazón.

 Cuando se ve una relación fraternal, ––y no hablo de fraternidad en sentido común, sino de esa fraternidad que está investida de amor, donde los corazones están en conexión y los espíritus están en afinidad––, ¡circula tal vino de amor… ! ¡Es el reino de Dios!

 No existe más que la luz. La nafs (el ego) tiene una envoltura exterior que impide a esta luz penetrar. El hombre ordinario no ve más que oscuridad, pero cuando esta envoltura estalla, la luz que se encuentra en el corazón se mezcla con la Luz de Dios y no se ve más que esta luz divina. Dice Dios en el Corán: “¡Donde quiera que os volváis allí está el rostro de Dios”.

 El que ha llegado a percibir la Unidad no la ve más que Ella. Se da cuenta que todas las formas habituales, incluso las mismas formas humanas, no son más que ilusión.

 El que comprende el valor del maestro espiritual sabe que su relación con él no tiene necesidad de palabras. “Tú me ves y yo te veo”; esto es suficiente. La enseñanza oral no es necesaria. Solo importa la transformación de los corazones.

 El defecto y la fealdad no están en las cosas y los seres, sino en la impureza de nuestra mirada hacia ellos. Cuanto más apaciguada, perfecta y pura esté el alma, más estará dispuesta a ver en todo ser una manifestación de la Luz de Dios. Todo es bello; solo el corazón sin limpiar del discípulo vuelve las cosas feas.

 La sabiduría está en el corazón: el que quiere tener agua en su pozo debe cavar. Cuanto más cava, más agua encuentra. Si deja de cavar, el agua no sobrepasa nunca el nivel inicial. El que cava este pozo no debe creer que el agua ha alcanzado el nivel máximo: debe continuar cavando, pues el pozo no tiene límites.

 El estado espiritual es la manifestación de la atracción del discípulo, incluido su cuerpo, hacia el Espíritu. El corazón reacciona así porque no está acostumbrado a la Luz Divina, y esto repercute sobre todo el ser, incluido el cuerpo.

 Cuando el amor habita en el corazón, nada parece difícil y se saca provecho de todo lo que nos pasa. Esto proviene del hecho que, gracias al amor, el velo que nos separa de la Realidad se vuelve más y más tenue. Se experimenta entonces una alegría profunda por el hecho de esta proximidad y se es invadido por la percepción de la belleza.

 Cuando Dios ama a su servidor, recubre sus cualidades con Sus Cualidades. Es como si un rey nos invitara a su palacio y no tuviésemos vestidos suficientemente apropiados y convenientes para hacernos dignos de su morada; el rey nos reviste entonces con sus vestidos y nos introduce en su palacio.

 ¡No deseéis estados espirituales, éxtasis o visiones! No deseéis más que el conocimiento de Dios. El deseo de estados espirituales extraordinarios y de visiones puede impedirnos alcanzar este conocimiento.

 El que da y lo dice es peor que el que no da nada. Jactarse equivale a destruir todos los frutos del don.

 Cuando un apicultor ve un grupo de abejas, trae una caja en la que pone cosas dulces y perfumadas. Cuando las abejas sienten este perfume entran en la colmena. Si a las abejas les gusta y aprecian este lugar preparado se instalan. En caso contrario, no permanecen más que uno o dos días y parten seguidamente. El mismo fenómeno se produce con el secreto divino: si encuentra el receptáculo del corazón limpio y perfecto, permanecerá de forma duradera y producirá una miel divina.

Sentencias de Sidî Abû Madyan
El maestro

Abû Madyan Shu‘ayb al-Magribî, conocido como “al-Gawz”, —es decir, “el Auxilio”—, aquel a quien el sufí Ibn ‘Arabî se refirió como “maestro de maestros”, es sin duda una de las más grandes figuras del sufismo de todos los tiempos. Nació en Cantillana, localidad situada a unos treinta kilómetros de Sevilla, en torno al año 1116. Siendo huérfano y maltratado por sus hermanos mayores, para quienes trabajaba como pastor, el joven Abû Madyan sufría mucho por su analfabetismo, que le impedía cumplir con los ritos religiosos obligatorios. Habiendo decidido aprender por sí mismo, intentó escapar en varias ocasiones, pero siempre era capturado por sus hermanos y castigado con crueldad. Sin embargo, gracias a una intervención milagrosa que los disuadió de retenerlo por más tiempo, le permitieron marcharse.

Desde Cantillana el joven llegó, después de varias vicisitudes, a Fez, donde aprendió los rudimentos de la religión exterior. Luego, deseando aprender más, asistió a los cursos de algunos doctores de la ley islámica sólo para darse cuenta rápidamente de que no podía recordar nada de lo que decían. Afortunadamente, conoció a Ibn Hirzihim, un célebre alfaquí sufí cuyas enseñanzas provenían, según decía él mismo, “directas de su corazón”. En Fez se sitúa un episodio de su vida que recogen varios de sus biógrafos. La versión de los hechos que recoge el cronista Gafîqî dice así:

“Cuando era estudiante en Fez, cada vez que aprendía un versículo del Corán o un hadiz, Abû Madyan solía aislarse en un lugar y ponía en práctica este versículo o hadiz hasta que obtenía el fath, la iluminación propia de la práctica del versículo o hadiz en cuestión. El lugar que Abû Madyan había elegido para su retiro era un lugar en ruinas ubicado en las montañas, en dirección a la costa. Una gacela acudía regularmente a visitarlo allí y, lejos de sentirse asustada por su presencia, lo olfateaba de los pies a la cabeza y luego se sentaba a su lado. Un día, sin embargo, después de haberlo olfateado de ese modo, la gacela le lanzó una mirada de desaprobación y huyó. Entonces Abû Madyan se dio cuenta de que llevaba consigo una cierta suma de dinero, lo que había provocado este comportamiento inusual por parte de la gacela, y se libró del dinero inmediatamente”.

Habiendo oído hablar a la gente acerca de un maestro conocido como Abû Ya‘zâ, célebre por sus muchos milagros, Abû Madyan fue a visitarlo con un grupo de compañeros. Este es el relato que el mismo Abû Madyan ofrecería a uno de sus discípulos, Muhammad al-Ansarî:

“Cuando llegamos al monte Ayrujan entramos en la casa de Abû Ya‘zâ, y todo el mundo fue bienvenido, menos yo. Cuando se sirvió la comida, el maestro me prohibió comer, así que me alejé y me senté en un rincón de la vivienda. Así continuó durante tres días: cada vez que se servía la comida y yo acudía a comer, él me echaba. Yo estaba exhausto y hambriento, y me sentía humillado. Después de transcurridos tres días, Abû Ya‘zâ abandonó su sitio. Yo fui hasta el lugar que él había ocupado y froté la cara contra el sitio donde había estado sentado el shayj. Entonces levanté la cabeza y abrí los ojos: no veía nada. Me había quedado ciego. No dejé de llorar durante toda la noche. A la mañana siguiente, Abû Ya‘zâ me llamó diciendo: “¡Ven aquí, andalusí!” Yo me cerqué a él. Puso su mano sobre mi cara e inmediatamente recobré la vista. Luego masajeó mi pecho con sus manos y dijo a los presentes: “¡Este tendrá un gran destino!””. Ibn ‘Arabî dará la siguiente explicación de la ceguera de Abû Madyan: Abû Ya‘zâ era un sufí del tipo espiritual mûsâwî (de Mûsa, “Moisés” en árabe), y al igual que le sucedía al profeta Moisés, su rostro emitía una luz deslumbrante que, en ocasiones, fulminaba a sus visitantes como si de un rayo se tratara”.

Tras este episodio, el shayj permitió que Abû Madyan se fuera, pero no sin advertirle de los peligros que encontraría en el camino. Por supuesto, las cosas ocurrieron tal y como Abû Ya‘zâ había predicho. “Después de todo aquello —concluye Abû Madyan— no dejé de viajar hasta que un día llegué a Bugía, donde me quedé”.

Son conocidas las circunstancias de su muerte. A raíz de una denuncia maliciosa por parte de los doctores de la ley islámica, el sultán almohade Ya‘qûb al-Mansûr ordenó al gobernador de Bugía llevar escoltado a Abû Madyan hasta Marrakesh. El anuncio de esta inquietante convocatoria por parte del gobernante provocó una fuerte reacción entre los discípulos del maestro. Abû Madyan intentó tranquilizar a sus seguidores: “Shu‘ayb es un hombre débil y anciano, incapaz de caminar —les dijo— Ahora ha sido decretado que su muerte tenga lugar en otro país. Como es inevitable que él deba encontrarse allí, Dios lo ha dispuesto de tal modo que alguien lo transportará con delicadeza al lugar de su entierro y lo llevará de la mejor manera hacia su muerte, que ya ha sido decidida. Sin embargo, quienes están reclamando mi presencia no me verán, y yo no les veré”. Abû Madyan se marchó, acompañado por la escolta del sultán. Llegando a las afueras de Tlemcen, en la actual Argelia, preguntó: “¿Cuál es el nombre del lugar en el que nos encontramos?”. “Al-‘Ubbâd (“los siervos devotos”)”, le dijeron. “¡Qué buen lugar para descansar!”, exclamó entonces Abû Madyan, falleciendo poco después. Su tumba, cuya visita es recomendada por sufíes de todos los tiempos, aún se encuentra allí.

Las enseñanzas de Abû Madyan han gozado de una difusión extraordinariamente amplia, tanto en oriente como en occidente, gracias fundamentalmente a sus numerosos discípulos, algunos de los cuales emigraron, especialmente a Egipto, Siria y Yemen. Ellos propagarían sus enseñanzas y desempeñarían un papel decisivo en la evolución del sufismo posterior. Sus enseñanzas no solo llegaron a las élites sufíes, sino que también se difundieron entre la población del mundo islámico en general.

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