El Conde de Montecristo

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Aus der Reihe: Colección Oro
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»Finalmente, ya es tiempo que pasemos a la última parte de la especulación. Rospigliosi y Spada se vieron colmados de halagos por el Papa, que habiéndoles conferido por sí mismo las insignias del cardenalato, estaba seguro de que ellos, por demostrar dignamente su gratitud, realizarían toda su fortuna para fijar en Roma su residencia. Así en efecto sucedió, y el Papa y César Borgia los convidaron a comer.

»Este convite dio ocasión a una grave disputa entre el Santo Padre y su hijo. César opinaba que se debía recurrir a uno de esos medios que él solía emplear con sus amigos íntimos, a saber: la famosa llave con que se rogaba a ciertas personas que abriesen cierto armario. Esta llave, sin duda por un olvido inocente del cerrajero tenía una especie de púa pequeña de hierro, que al hacer fuerza la persona que abría el armario, que era difícil de abrir, se clavaba en la mano, ocasionando la muerte al otro día. Había también la sortija de cabeza de león: César se la ponía para dar la mano a ciertas personas, el león las mordía imperceptiblemente, y a las veinticuatro horas..., requiescant in pace.

»César propuso pues a su padre mandar abrir el armario a Rospigliosi y a Spada, o darles un cordial apretón de manos, pero Alejandro VI le respondió:

»—Tratándose de esos excelentes cardenales Spada y Rospigliosi, me parece que no debemos rehuir los gastos de un gran banquete, porque un presentimiento me dice que hemos de quedarnos con ese dinero. Sin duda olvida, César, además, que una indigestión hace su efecto en el acto, mientras un mordisco o una picadura tardan uno o dos días.

»César se rindió a ese razonamiento y he aquí que los dos cardenales fueron invitados a comer. El banquete se debía efectuar cerca de San Pedro ad Vincula, en una hermosa posesión del Papa, muy conocida de los cardenales por su celebridad.

»Envanecido Rospigliosi con su nueva dignidad, preparó su estómago para el banquete, pero Spada, hombre prudentísimo y que amaba con extremo a su sobrino, un capitán joven de mucho porvenir, tomó papel y pluma e hizo testamento.

»En seguida envió un recado a su sobrino encargándole que le esperase por los alrededores de San Pedro, pero, según parece, el mensajero no lo encontró. Spada conocía la costumbre de aquellos convites. Desde que el cristianismo, eminentemente civilizador, introdujo el progreso en Roma, no era un centurión el que venía de parte del tirano a decirle: “César quiere que mueras”, sino que era un legado ad latere, que con la sonrisa en los labios venía a decirle de parte del Papa: “Su Santidad quiere que coma en su compañía”.

»Spada se dirigió a las dos a San Pedro ad Vincula; ya le estaba esperando el Papa allí. La primera persona que vieron sus ojos fue a su sobrino el capitán, muy ataviado y muy tranquilo. César Borgia le colmaba de halagos y caricias. Spada palideció, porque César, con una mirada irónica, le daba a entender que todo lo había previsto y que estaba bien tendido el lazo. En el transcurso de la comida, el cardenal no pudo hacer otra cosa que preguntar a su sobrino:

»—¿Recibiste mi recado?

»El capitán respondió que no, pero había comprendido la pregunta. Sin embargo, ya era tarde, porque acababa de beber un vaso de excelente vino, escanciado ex profeso para él por el copero del Papa. En el mismo instante ofrecían liberalmente a Spada vino de otra botella. Una hora después un médico declaró que ambos estaban envenenados con Betas. Spada murió allí mismo, y el capitán a la puerta de su casa, haciendo una seña a su mujer, que no pudo comprenderle.

»César Borgia y el Papa se apresuraron al punto a apoderarse de la herencia, a pretexto de registrar los papeles de los difuntos, pero todo el caudal de Spada consistía en un pedazo de papel en que había escrito él mismo:

»Lego a mi muy amado sobrino mis baúles y mis libros, entre los cuales se halla mi hermoso breviario con cantos de oro, que deseo conserve en memoria de su querido tío.

»Sorprendidos los herederos de que Spada, el hombre poderoso, fuese en efecto, el más pobre de los tíos, lo registraron todo, revolvieron los muebles, y admiraron el breviario. Ningún tesoro apareció, como no se cuenten los tesoros científicos encerrados en la biblioteca y en los laboratorios. Esto fue todo. Las pesquisas de César y de su padre fueron inútiles.

»Nada se encontró, o al menos, poquísimo, es decir, unos mil escudos en alhajas, y otro tanto en dinero. Su sobrino, sin embargo, había vivido bastante tiempo para decir a su mujer:

»—Busquen entre los papeles de mi tío, porque sé que existe un testamento real y verdadero.

»Con esto se hicieron más diligencias aún que las que habían hecho los augustos herederos; pero todo en vano. Los dos palacios de Spada y la posesión que tenía detrás del Palatino, como los bienes inmuebles en aquella época valían poco, quedaron a favor de la familia, por indignos de la rapacidad del Papa y de su hijo.

»Los meses y los años fueron transcurriendo. Alejandro VI, como sabe, murió envenenado por una equivocación, César, envenenado también, se salvó, cambiando de piel como las culebras. En su nueva piel el veneno había dejado unas manchas semejantes a las del tigre. Por último, obligado a abandonar Roma, fue a hacerse matar oscuramente en una escaramuza nocturna, casi olvidada por la historia.

»Tras la muerte del Papa y el destierro de su hijo César, todo el mundo esperaba que la familia volviera al fausto que tenía en los tiempos del cardenal Spada; pero no fue así. Los Spada siguieron viviendo en una dudosa medianía, un misterio eterno envolvió este asunto lúgubre. La opinión general fue que César, mejor político que su padre, le había robado la fortuna de los dos cardenales, y digo los dos, porque Rospigliosi, que no había tomado precaución alguna, fue despojado del todo”.

»Hasta aquí —dijo Faria interrumpiéndose y sonriendo—, no le parece este cuento de locos, ¿es verdad?

—¡Oh, amigo mío! —le contestó Dantés—, me parece, al contrario, que leo una crónica interesantísima. Continúe, se lo suplico.

—Ya continúo: La familia se acostumbró a esta situación; pasaron años y años. Entre sus descendientes unos fueron soldados; otros, diplomáticos; varios, eclesiásticos, y otros, banqueros. Se enriquecieron algunos, y otros se acabaron de arruinar. Vayamos ahora al último de esta familia, a aquel de quien fui secretario, al conde de Spada.

»Yo le había oído quejarse frecuentemente de la desproporción que guardaba con su rango su fortuna, le aconsejé que la colocara a renta vitalicia, siguió mi consejo y dobló su renta.

»El famoso breviario que no había salido de la familia, pertenecía a este conde Spada. Se lo habían ido legando de padres a hijos, porque aquella rara cláusula que se encontró en el testamento hizo de él una verdadera reliquia, mirada con supersticiosa veneración. Era un libro con magníficas iluminaciones góticas, tan cargado de oro que en los días de grandes solemnidades lo llevada un criado delante del cardenal.

»Como todos los secretarios y administradores que me habían precedido, yo me dediqué también a registrar los archivos de la familia, llenos de toda clase de títulos, papeles y pergaminos, pero a pesar de mi actividad y esmero fueron inútiles mis pesquisas. Y hay que tener en cuenta que yo había leído y hasta había escrito, una historia, o por mejor decir unas efemérides de la casa de Borgia, con idea de descubrir si a la muerte del cardenal César Spada había tenido algún aumento la fortuna de aquellos príncipes, y no encontré otro que el ocasionado por los bienes del cardenal Rospigliosi, su compañero de infortunio.

»Yo estaba casi seguro de que ni los Borgias ni la familia Spada se habían aprovechado de la herencia, que sin duda había quedado sin dueño, como esos tesoros de los cuentos árabes que yacen en las entrañas de la tierra guardados por un genio. Mil y mil veces conté y rectifiqué los capitales, las rentas y los gastos de la familia durante trescientos años, todo fue inútil. Permanecí en mi ignorancia y el conde Spada en su miseria.

»Por este tiempo murió él. De su renta vitalicia había exceptuado sus papeles de familia, su biblioteca, compuesta de 5 000 volúmenes, y su famoso breviario.

»Esto y unos mil escudos romanos, que poseía en dinero, me lo legó, a condición de componer una historia de su casa y un árbol genealógico, y de mandar decir misas en el aniversario de su muerte, lo cual cumplí exactamente.

»No se impaciente, mi querido Edmundo, que ya llegamos al fin.

»En 1807, un mes antes de mi encarcelamiento y quince días después de la muerte del conde Spada, el día 29 de diciembre (ahora comprenderá por qué se me ha quedado tan fija esta fecha importante), me hallaba yo leyendo por centésima vez aquellos papeles, que iba coordinando, porque el palacio iba a pasar a ser posesión de un extranjero. Yo pensaba salir de Roma y establecerme en Florencia con todo el dinero que poseía, que eran unas doce mil libras, mi biblioteca y mi famoso breviario. Me hallaba, pues, como digo, fatigado por aquella tarea, y algo indispuesto por un exceso que había hecho en la comida, y dejé caer la cabeza entre las manos y me quedé dormido.

»Eran las tres de la tarde. Cuando desperté, el reloj daba las seis.

»Al levantar la cabeza, me hallé en la más profunda oscuridad. Llamé para que me trajesen luz, pero nadie acudió. Entonces resolví servirme de mí mismo, que era además un hábito filosófico, que iba a serme muy necesario. Con una mano cogí la bujía ya preparada, y con la otra busqué un papel para encenderlo en la moribunda llama que quedaba en la chimenea, pero por miedo a que, debido a la oscuridad, cogiera un papel interesante en vez de otro inútil, me hallaba perplejo, cuando recordé haber visto en el famoso breviario que estaba sobre la mesa un papel viejísimo, ya casi negro, que seguramente servía de registro o seña, y sin duda había durado tantos años en aquel libro por la veneración con que los herederos lo miraban. Lo busqué, pues, a tientas, lo encontré, lo retorcí, y acercándolo a la llama lo encendí.

 

»Pero al mismo tiempo y como por encanto, a medida que el fuego se propagaba, vi aparecer una letras negruzcas, que por momentos iban convirtiéndose en pavesa. Me asusté, estrujé en mis manos el papel para apagarlo, encendí la bujía en la luz de la chimenea, examiné conmovido el papel quemado, y comprendí que una tinta misteriosa y simpática había trazado aquellas letras, que solo el fuego pudo hacer inteligibles.

»Lo quemado era como una tercera parte del papel, y el resto lo que ha leído esta mañana. Vuélvalo a leer, Dantés, que luego, para que lo entienda, yo completaré las frases y el sentido”.

Y el abate, con aire de triunfo, presentó el papel al joven, que en esta ocasión leyó ávidamente estas palabras, escritas con una tinta como herrumbrosa:

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—Ahora —añadió el abate—, lea este otro.

Y presentó a Edmundo otro papel con otros fragmentos de renglones.

Lo tomó Edmundo y leyó:

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El abate observaba con ansia las impresiones de Dantés.

—Ahora —dijo, viendo que este había llegado al último renglón—, ahora junte los dos fragmentos, y juzgue por usted mismo.

Dantés obedeció; de los fragmentos unidos resultaba lo siguiente:

Hoy 25 de abril de 149...8, me ha convidado a co

mer S. S. Alejandro VI, co...n que me presumo que no

contento con haberme hec...ho pagar el capelo quiera

heredarme, y me reserve l...a suerte de los cardenales

Caprara y Bentivoglio, qu...e han muerto envenena

dos. Declaro pues a mi sobr...ino Guido Spada, mi he

redero universal, que he esc...ondido en un sitio que él

conoce por habeslo visitado... en mi compañía, en las

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clusiva propiedad el refe... rido tesoro.

25 de abril de 14...98.

CES...AR SPADA

—¿Lo comprende ahora? —dijo Faria.

—Esta era la declaración del cardenal Spada, el testamento tan buscado en vano —contestó Edmundo, sin osar aún creerlo.

—Sí, mil veces sí.

—Pero ¿quién lo ha completado de este modo?

—Yo, con la ayuda del fragmento existente, adiviné el resto, calculando la longitud de las líneas por la del papel, y deduciendo de lo no quemado lo que debía decir lo quemado, como un átomo de luz que viene del cielo, guía a aquel que camina por un subterráneo.

—¿Y qué hizo cuando pensó haber adquirido esa convicción?

—Determiné marchar, y marché al instante, llevando conmigo el principio de mi gran obra sobre Italia, pero hacía mucho tiempo que la policía imperial no me perdía de vista. Napoleón quería entonces dividir el reino en provincias, al contrario de lo que quiso apenas tuvo un heredero. Mi precipitada marcha despertó, pues, las sospechas de la policía, que estaba muy lejos de poder adivinar su verdadero objeto, y me detuvieron cuando iba a desembarcar en Piombino.

»Ahora, amigo mío —prosiguió Faria mirando a Dantés con ternura casi paternal—, ahora sabe tanto como yo. Si nos escapamos juntos, la mitad del tesoro es suyo, si muero aquí y se salva solo, le pertenece por entero.

—Pero ¿no tiene en el mundo ese tesoro dueño más legítimo? —preguntó Dantés vacilando.

—No, no, tranquilícese. La familia se ha extinguido del todo. Además, el último conde Spada me hizo su heredero. Legándome aquel breviario simbólico, me legó cuanto contenía. No, no, tranquilícese. Si llegamos a apoderarnos de esta fortuna, podemos gozarla sin remordimientos.

—¿Y dice que ese tesoro asciende...?

—Asciende a dos millones de escudos romanos, trece millones de nuestra moneda.

—¡Imposible! —exclamó Dantés, asustado ante lo enorme de la suma.

—¡Imposible! ¿Y por qué? —repuso el anciano—. La familia Spada era una de las más antiguas y poderosas en el siglo XV. Además, en aquellos tiempos no se conocían ni especulaciones ni industria, esta acumulación de dinero y joyas no es inverosímil. Todavía existen familias romanas que se mueren de hambre, teniendo vinculado un millón en diamantes y pedrerías de que no pueden disponer.

Edmundo, vacilando entre la alegría y la incredulidad, creía estar soñando.

—Si le he ocultado este secreto tanto tiempo —prosiguió Faria—, ha sido para probarlo y sorprenderlo. Si nos hubiéramos escapado antes de mi ataque de catalepsia, le habría llevado a la isla de Montecristo, pero ahora —añadió con un suspiro—, usted me llevará a mí. Venga, Dantés, ¿no me da las gracias?

—Ese tesoro le pertenece, amigo mío —respondió el joven—, le pertenece a usted solo, yo no tengo ningún derecho a él, ni siquiera soy pariente suyo.

—¡Usted es hijo mío, Dantés! —exclamó el anciano—. Es el hijo de mi prisión. Mi estado me condenaba al celibato, y Dios le envió a mí para consuelo justamente del hombre que no podía ser padre, y del preso que no podía ser libre.

Y el abate tendió el brazo que tenía libre y Dantés se arrojó a su cuello, sollozando.

Capítulo diecinueve: El tercer ataque

Ese tesoro tanto tiempo objeto de las meditaciones del abate, que podía asegurar la dicha futura del que amaba en realidad como a un hijo, había ganado a sus ojos en valor. No hablaba de otra cosa todo el día más que de aquella inmensa cantidad, explicando a Dantés cuánto puede servir a sus amigos en los tiempos modernos el hombre que posee trece o catorce millones. Estas palabras hicieron que el rostro de Dantés se contrajera, porque el juramento que había hecho de vengarse cruzó por su imaginación, haciéndole pensar también cuánto mal puede hacer a sus enemigos en los tiempos modernos el hombre que posee un caudal de trece o catorce millones.

El abate no conocía la isla de Montecristo, pero sí la conocía Dantés, que había pasado muchas veces por delante y una de ellas hizo escala en ella; está situada a veinticinco millas de la Pianosa, entre Córcega y la isla de Elba. Montecristo, que ha estado siempre y está todavía enteramente desierta, es una peña de forma casi cónica, que parece lanzada por un cataclismo volcánico desde el fondo del mar a la superficie.

Dantés le hizo a Faria el plano de la isla, y Faria dio consejos a Dantés sobre los medios que había de emplear para apoderarse del tesoro.

Pero estaba muy lejos de participar del entusiasmo y sobre todo de la confianza del anciano. Aunque ya se hubiese convencido de que no estaba loco, y la manera con que adquirió este convencimiento contribuyera a admirarle más y más, no podía creer humanamente que aquel tesoro, aún suponiendo que en efecto hubiera existido, existiese todavía, y cuando no lo mirase como cosa quimérica, lo miraba al menos como dudosa.

Parecía como si el destino se empeñase en quitar a los presos su última esperanza y darles a entender que estaban condenados a prisión eterna. Una nueva desgracia les sobrevino por entonces. La galería que daba al mar, ruinosa desde mucho tiempo antes, había sido reparada. Se reforzaron los cimientos, y se rellenó con enormes bloques de granito la excavación que a medias había cegado Dantés. Sin esta precaución, que el abate sugirió al joven, como se recordará, su desgracia hubiera sido mayor aún, porque descubierta su tentativa de evasión los hubieran separado inevitablemente. Una nueva puerta, más maciza y más inexorable que las otras, se había cerrado para ellos.

—Ya ve —decía Dantés con tristeza—, ya ve que Dios quiere quitarme hasta el mérito de lo que usted llama adhesión. Le prometo permanecer aquí eternamente, y ahora ni aún libre soy para cumplir mi promesa. Me quedaré sin el tesoro, como usted, y ni uno ni otro saldremos de este castillo. Por lo demás, mi verdadero tesoro, amigo mío, no es el que esperaba hallar en los antros lúgubres de Montecristo, sino su presencia, nuestra unión de cinco o seis horas cada día, a pesar de nuestros carceleros, y sobre todo estos torrentes de inteligencia que ha derramado en la mía, estos idiomas que me ha dado a conocer con todas sus ramificaciones filológicas, estas ciencias que tan fácilmente me comunicó gracias a la profundidad con que las conoce y los sencillos principios a que las ha reducido. Este es mi verdadero tesoro, amigo mío, con esto sí que me ha dado riqueza y felicidad. Créame y consuélese, esto vale más para mí que montes de oro y de diamantes, aunque no fuesen tan problemáticos como esas nubes que en las alboradas se ven flotar sobre el mar, que a primera vista las cree uno tierra firme, y a medida que se va acercando a ellas se evaporan, se volatilizan y se esfuman. Tenerlo a mi lado el tiempo mayor posible, escuchar su elocuente voz, adornar mi inteligencia, fortalecer mi alma, predisponer mi organización entera a grandes y terribles cosas para cuando goce de libertad, ejecutarlas de manera que no vuelva a dominarme la desesperación, de que ya estaba casi poseído cuando lo conocí; esta es la fortuna que le debo, y no quimérica, sino tan verdadera, que todos los soberanos del mundo, aunque fuesen como César Borgia, no podrían arrebatármela.

Esto hizo que para los dos infelices fuesen los días, si no venturosos, menos largos y más tranquilos. Faria, que en tantos años ni una palabra había dicho de su tesoro, hablaba de él a cada instante.

Según había previsto, se quedó enteramente paralítico del brazo derecho y la pierna izquierda, y casi perdió toda esperanza de poder servirse de ellos, pero soñaba siempre con la libertad o la fuga de su compañero, y gozaba por él con esta idea.

Temeroso de que el papel se perdiese o se extraviase algún día, obligó a Dantés a aprenderlo de memoria, y lo aprendió en efecto desde la primera palabra hasta la última. Seguros entonces de que nadie por el primer trozo podría adivinar su contenido completo, hicieron pedazos el segundo.

A veces pasaba Faria horas enteras dando instrucciones a Edmundo, instrucciones que debían servirle al hallarse en libertad.

Desde el mismo día, desde la misma hora, desde el mismo instante que se viera libre, su único y exclusivo pensamiento debía ser el de ir a Montecristo, de cualquier modo, idear un puesto que no despertase sospechas para quedarse allí solo, y una vez solo, enteramente solo, buscar las maravillosas grutas, y cavar en el sitio indicado.

El sitio indicado, como recordará el lector, era el ángulo más lejano de la segunda abertura.

Con esta esperanza se pasaban las horas, si no rápidas, por lo menos soportables.

Como ya hemos dicho, Faria, aunque sin volver al uso de su pie y de su mano, había vuelto completamente al de su inteligencia, enseñando poco a poco a su joven compañero, además de las nociones morales que hemos dicho, ese calmoso oficio de preso, que consiste en hacer algo de lo que no es nada en el fondo. Así, pues, estaban constantemente ocupados, Faria por temor de envejecer y Edmundo por temor de recordar su pasado, ya casi olvidado, y que no quedaba en su memoria sino como una luz lejana, perdida en las tinieblas de la noche. Tal era su vida, semejante a la de esos hombres a quienes la desgracia no ha herido nunca, y que vegetan tranquila y maquinalmente bajo la mano de la Providencia.

 

Pero bajo esa calma aparente, había en el corazón del joven y en el del anciano tal vez, muchos ímpetus reprimidos, muchos suspiros ahogados, que estallaban cuando Faria se quedaba solo y Edmundo volvía a su prisión.

Una noche se despertó este último sobresaltado, figurándose haber oído que lo llamaban. Abrió los ojos y procuró saber de dónde procedía aquel sonido. Su nombre, o más bien una voz doliente que se esforzaba en pronunciarlo, llegó hasta sus oídos. Se incorporó en la cama lleno de angustia y sudoroso, y escuchó atentamente. No había duda. La voz venía del calabozo de su compañero.

—¡Gran Dios! —murmuró Edmundo—. Si será que...

Y separando su cama de la pared, retiró la piedra, se lanzó al subterráneo y llegó al extremo opuesto. La baldosa estaba levantada.

Al vacilante resplandor de aquella lámpara tosca de que ya hemos hablado, vio Dantés al abate pálido en extremo, y aunque en pie, agarrado a su cama para poder sostenerse. Sus facciones estaban trastornadas por aquellos horribles síntomas que Dantés ya conocía y que tanto le asustaran anteriormente.

—¿Comprende..., amigo mío? ¿No es verdad? —le dijo Faria resignado—. Nada tengo que decirle.

Edmundo lanzó un grito de dolor, y perdiendo completamente la cabeza se dirigió a la puerta gritando:

—¡Socorro!¡Socorro!

Faria tuvo suficientes fuerzas aún para detenerlo.

—¡Silencio o está perdido! —le dijo—. No pensemos sino en usted, amigo mío, en hacerle soportable la prisión y posible la fuga. Años enteros necesitaría para volver a hacer lo que yo hasta aquí hice, y sería vano en cuanto nuestros carceleros conociesen que estamos de acuerdo. Por otra parte, tranquilícese, amigo, que no estará vacío mucho tiempo este calabozo que yo voy a abandonar. Otro desgraciado vendrá a ocupar mi puesto. Acaso él será joven, y fuerte, y sufrido como usted, y podrá ayudarle en su fuga, que yo impedía. Ya no tendrá un semicadáver adherido a usted, que paralizará todos sus esfuerzos. Decididamente Dios se acuerda de usted, le da más que lo que le quita, pues ya es tiempo de que yo muera.

Edmundo no pudo hacer otra cosa más que cruzar las manos y exclamar:

—¡Oh, amigo mío! ¡Amigo mío! ¡Calle!

Luego, recobrando su fortaleza, que le abandonó un instante por aquel golpe imprevisto, y su valor, vencido por las palabras del viejo, repuso:

—¡Oh! Ya lo salvé una vez, bien puedo salvarlo otra.

Y levantó el pie de la cama, y sacó el frasco, que contenía aún una tercera parte del licor rojo.

—Mire —le dijo—, aún nos queda esta medicina salvadora. Pronto, pronto, dígame lo que necesito hacer. ¿Se toman esta vez otras precauciones? Hable, amigo mío, que yo le escucho.

—No hay esperanza —respondió el abate inclinando la cabeza—, pero no importa, la voluntad de Dios es que el hombre que ha creado y en cuyo corazón ha puesto con tantas raíces el amor a la vida, haga cuanto pueda por conservar esta vida, tan trabajosa algunas veces y siempre tan amada.

—¡Sí, sí! —exclamó Dantés—, lo salvaré, sí, se lo repito.

—Pues ea, procúrelo, el frío me acomete, siento que la sangre se agolpa a mi cerebro, este horrible temblor que hace rechinar mis dientes, y parece que disloca todos mis huesos, este espantoso temblor invade mi cuerpo, dentro de cinco minutos me dará el ataque, dentro de un cuarto de hora no le quedará de mí más que un cadáver.

—¡Oh! —exclamó Dantés con desesperado acento.

—Haga lo que la otra vez, con la diferencia de no esperar tanto tiempo. Todos los resortes de mi vida están ahora muy gastados, y la muerte —prosiguió mostrándole su brazo y su pierna paralíticos—, la muerte recorrió ya la mitad de su camino. Si después de haberme echado en la boca doce gotas, en lugar de diez, viese que no vuelvo en mí, me echa el resto. Ahora, lléveme a la cama, porque apenas puedo sostenerme.

Edmundo cogió en sus brazos al viejo y lo puso en la cama.

—Ahora acérquese, amigo mío, único consuelo de mi triste vida —le dijo Faria— don del cielo, aunque algo tardío, pero, en fin, don del cielo, y don inapreciable, de que le doy infinitas gracias..., en este momento en que me separo de usted para siempre, le deseo todas las dichas, toda la prosperidad que merece. ¡Hijo mío! ¡Yo lo bendigo!

El joven se arrodilló, apoyando la cabeza en la cama de Faria.

—Sobre todo, hijo mío, escuche bien lo que le digo en este instante supremo: el tesoro de los Spada existe efectivamente. Dios me concede que en este momento no haya para mí ni obstáculo ni distancias. Lo estoy viendo en el fondo de la segunda gruta, mis ojos penetran en las entrañas de la tierra y se deslumbran con tantas riquezas. Si consigue evadirse, recuerde que el pobre abate, a quien todo el mundo creía loco, no lo estaba. ¡Corra a Montecristo, apodérese de nuestra fortuna, y gócela, que bastante sufrió!

Una violenta sacudida interrumpió al anciano. Edmundo levantó la cabeza y vio que sus ojos se enrojecían, parecía que una ola de sangre le subía desde el pecho a la frente.

—¡Adiós! ¡Adiós! —murmuró Faria, apretando convulsivamente la mano del joven—. ¡Adiós!

—¡Oh! ¡Todavía no! ¡Todavía no! —exclamaba este—. No me abandone... ¡Oh, Dios mío! ¡Ayúdenlo...! ¡Socorro! ¡Vengan...!

—¡Silencio! —murmuró el moribundo—. ¡Silencio!, que luego nos separarán si me salva.

—Es cierto. ¡Oh! Sí, sí, confianza; lo salvaré. Además, aunque parece que sufre mucho, no es tanto como la otra vez.

—Desengáñese..., sufro menos porque tengo menos fuerzas para sufrir. A su edad se tiene fe en la vida; que es el privilegio de la juventud creer y esperar; pero los viejos ven la muerte con más claridad... ¡Oh...!, ya está aquí..., ya se aproxima... todo se acaba... pierdo la vista... ¡y la razón! Deme la mano, Dantés... ¡Adiós! ¡Adiós!

E incorporándose por un esfuerzo supremo, repuso:

—¡Montecristo...! ¡No se olvide de Montecristo!

Y volvió a caer en la cama.

La crisis fue terrible. Un cuerpo con los miembros retorcidos, las pupilas hinchadas, una espuma sanguinolenta en la boca, fue lo que en aquel lecho de dolor ocupó el puesto del ser tan inteligente que se había acostado pocos minutos antes.

Dantés tomó la lámpara, la colocó en la cabecera de la cama, sobre una piedra que sobresalía de la pared, de modo que su trémula luz alumbraba con reflejos extraños y fantásticos aquella fisonomía desencajada, aquel cuerpo inerte y aniquilado.

Con la mirada fija en él esperó valerosamente la ocasión de administrarle la medicina salvadora. Cuando creyó que había llegado esta ocasión, cogió el cuchillo, separó los dientes, que le ofrecieron menos resistencia que la vez anterior, contó las doce gotas y esperó. El frasco podría tener otro tanto de licor que el gastado.

Esperó diez minutos, un cuarto de hora, media hora, ¡y nada! Tembloroso, con los cabellos lacios y la frente inundada de sudor, contó los minutos por los latidos de su corazón. Entonces pensó que era ya tiempo de arriesgar la última prueba, acercó el frasco a los labios sanguinolentos de Faria, y sin necesidad de separarle las mandíbulas, que no habían vuelto a juntarse, echó en la boca el resto del líquido. El efecto fue galvánico y una violenta contracción sacudió todos los miembros de Faria, sus ojos volvieron a abrirse con una expresión horrorosa, exhaló un suspiro que parecía un grito, y fue luego, poco a poco, quedándose inmóvil; únicamente los ojos le quedaron abiertos.