El Conde de Montecristo

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Aus der Reihe: Colección Oro
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—No; Luis XVIII.

—¿El hermano de Luis XVI? ¡Extraños y misteriosos decretos del Altísimo! ¿Cuál es el objeto de la Providencia haciendo caer al hombre que había elevado, y elevar al que había hecho caer?

Dantés seguía con la vista a aquel hombre que olvidaba un momento su propio destino para ocuparse del destino del mundo.

—Sí, sí —prosiguió—, lo mismo que en Inglaterra. Después de Carlos I, Cromwell; después de Cromwell, Carlos II, y quizá después de Jacobo II, algún pariente, algún príncipe de Orange, algún Statuder que se corone rey, y con él nuevas concesiones al pueblo, y ¡constitución y libertad! Usted lo verá, joven —dijo volviéndose hacia Dantés, y mirándole con ojos brillantes y profundos, como debían de tenerlos los profetas—. Usted lo verá, puesto que todavía tiene edad para verlo.

—¡Ay!, si salgo de aquí.

—Justamente —respondió el abate Faria—. Estamos presos aunque hay momentos en que lo olvido y que me creo libre, atravesando mi vista por entre los muros que me encierran.

—Pero ¿por qué está preso?

—Por haber soñado en 1807 lo que Napoleón quiso realizar en 1811; porque como él, quise formar con todos esos principados que hacen de Italia un nido de reyezuelos tiránicos y débiles, un imperio compacto y fortísimo; porque creí hallar mi César Borgia en un bobo coronado que aparentó comprenderme para engañarme mejor. Mi proyecto era el de Alejandro VI y el de Clemente VII; siempre fracasará, puesto que ellos lo emprendieron inútilmente, y Napoleón no pudo acabar de realizarlo. No hay duda: ¡Italia está maldita!

El anciano inclinó la cabeza... Dantés no comprendía cómo un hombre puede arriesgar su existencia por semejantes intereses; bien que a decir verdad, si conocía a Napoleón por haberle visto y haberle hablado, en cambio, ignoraba completamente quiénes fuesen Clemente VII y Alejandro VI. Con lo cual fue contagiándose de la creencia de su carcelero, creencia general en el castillo de If, y dijo al anciano:

—¿No es usted el eclesiástico a quien se cree... enfermo?

—A quien se cree loco, quiere decir, ¿no es verdad?

—No me atrevía —dijo sonriendo Dantés.

—Sí, sí —prosiguió el abate con amarga sonrisa— yo soy el que pasa por loco, soy el que divierte donde hace mucho tiempo a los huéspedes de este castillo, y el que divertiría a los niños, si los hubiera en esta mansión del duelo sin esperanza.

Se quedó Dantés un momento inmóvil y mudo.

—¿Así que renuncia a huir? —dijo al cabo.

—Lo reconozco imposible. Es volverse contra Dios intentar lo que Dios no quiere.

—¿Por qué se desanima? También es pedir mucho a la Providencia querer a la primera tentativa, de manera que ¿no puede volver a la excavación por otro lado?

—Pero ¿así habla de volver? ¿No sabe lo que ya he hecho? ¿Ignora que he necesitado cuatro años para construir las herramientas que poseo? ¿No sabe que hace diez años que pico y cavo una tierra tan dura como el granito? ¿Sabe que he necesitado desencajar piedras que en otro tiempo hubiera yo creído imposible mover; que he pasado días enteros en esa empresa titánica, creyéndome dichoso por la noche con haber minado una pulgada en cuadro de ese vetusto cimiento, que hoy está ya tan duro como la misma piedra? ¿Ignora acaso que para ocultar los escombros que sacaba, he necesitado horadar la bóveda de una escalera, y que en ella los he ido depositando hasta el punto de que hoy no puede ya contener un puñado de polvo más? ¿No sabe, por último, que ya creía tocar al fin de mi trabajo, que no me quedaban más fuerzas que las precisas para esto, cuando Dios no solamente lo aleja sino que lo alarga indefinidamente? Así, le repito lo que le dije: nada haré desde ahora para alcanzar mi libertad, puesto que Dios quiere que por siempre la haya perdido.

Edmundo bajó la cabeza para no revelar a aquel hombre que la alegría de tener un compañero le impedía compartir como debiera el dolor que experimentaba el preso, de no haber podido salvarse. El abate se dejó caer sobre la cama de Edmundo, que permaneció de pie. Jamás había pensado en la fuga el joven. Tienen algunas cosas tal aire de imposibles, que no se nos ocurre la idea de intentarlas, y hasta las evitamos instintivamente. Efectuar una mina de cincuenta pies, empleando tres años para salir por todo triunfo a un precipicio que cae al mar; arrojarse desde cincuenta, sesenta, setenta o acaso cien pies de altura, para hacerse pedazos en una roca, si antes la bala del centinela no ha hecho su oficio; verse obligado, si se escape de tantos peligros, nada menos que a nadar una legua, era lo bastante para que cualquiera se resignara, y ya hemos visto que a Dantés le faltó poco para llevar esta resignación hasta el suicidio.

Pero ahora que el joven había visto a un anciano agarrarse a su vida con tanta energía, dándole ejemplo de resoluciones desesperadas, se puso a reflexionar y hacer cuentas con su valor. Otro hombre había intentado lo que él no se imaginó siquiera; otro, menos joven, menos fuerte, menos atrevido que él, a fuerza de astucia y de paciencia, se había procurado cuantas herramientas necesitaba para esta operación increíble, que solo pudo fracasar por una línea mal trazada; todo esto lo había hecho otro hombre, conque nada era imposible a Dantés; Faria había minado cincuenta pies; él minaría ciento; Faria, con cincuenta años de edad, había consagrado tres a su obra; él, que solo tenía la mitad de los años de Faria, consagraría seis; Faria, hombre de iglesia, abate y sabio, no había temido aventurarse a ir nadando desde el castillo de If a la isla de Daume, de Ratonneau, o de Lemaire; ¿cómo él, Edmundo el marino, el hábil nadador que tantas veces había bajado al fondo del mar a coger una rama de coral, vacilaría para pasar una legua a nado? ¿Una hora solamente, cuando él había estado horas enteras en el mar sin hacer pie ni descanso alguno? No, no, Dantés no tenía necesidad más que de ser estimulado por un ejemplo. Todo lo que pudiese hacer otro hombre lo haría él. Se quedó pensativo diciendo al cabo al anciano:

—Ya encontré lo que buscaba.

Faria se conmovió.

—¿Usted? —exclamó levantando la cabeza, como si diera a entender a Edmundo que a decir verdad, su desaliento no sería de gran duración—. Veamos, ¿qué encontró?

—El túnel que hizo para llegar hasta aquí tiene la misma dirección que la galería exterior, ¿no es verdad?

—Sí.

—¿Debe de estar a una distancia de cincuenta pasos?

—A lo sumo.

—Pues bien, hacia la mitad del túnel abrimos otro que forme como los brazos de una cruz. Esta vez tome mejor sus medidas; salimos a la galería exterior, matamos al centinela y nos escapamos. Solo dos cosas se necesitan para llevar adelante este plan: ánimo, usted lo tiene; fuerzas, no me faltan a mí. No hablo de paciencia, usted me ha probado ya la suya, y yo le probaré la mía.

—Aguardad, que aún no sabe, mi querido compañero, de qué clase son mis ánimos —respondió el abate—, y qué uso puedo hacer de mis fuerzas. En cuanto a la paciencia, creo que demostré bastante al volver a empezar por la mañana la tarea de la noche, y por la noche la tarea del día. Pero cuando lo hice, me imaginaba servir a Dios dando libertad a una de sus criaturas, que por ser inocente no podía ser condenado.

—Y ¿no sucede lo mismo ahora que entonces? —le preguntó Dantés—. ¿O es que se reconoce culpable desde que me ha encontrado?

—No; pero no quiero llegar a serlo. Hasta ahora no creí tener que vérmelas sino con las cosas, pero según su plan, tendré que vérmelas con los hombres. Yo he podido muy bien atravesar una pared y destruir una escalera, pero no atravesaré un pecho ni destruiré una existencia.

—¡Cómo! —le dijo Dantés haciendo un leve ademán de sorpresa— ¡pudiendo escaparse, renunciaría por semejante escrúpulo!

—Y usted —repuso Faria—, ¿por qué no ha asesinado a su carcelero y ha huido disfrazado con su traje?

—Porque nunca se me ocurrió tal cosa.

—No; no lo hizo porque el crimen le inspira horror instintivo, por eso no se le ocurrió tal cosa —replicó el anciano—. Nuestro mismo instinto nos advierte que lo natural y lo sencillo es no apartarnos de la línea del deber. El tigre que se alimenta de sangre, y cuyo destino es bañarse en sangre, solo necesita que le indique su olfato dónde hay una presa que devorar. Al punto se abalanza contra ella y la destroza. Este es su instinto, obedece a él, pero al hombre, por el contrario, le repugna la sangre, y no crea que son las leyes sociales las que le prohíben el asesinato, no, que son las leyes de la naturaleza.

Dantés se quedó confundido. Aquellas palabras eran en efecto la explicación de las ideas que habían pasado por su cerebro, o dicho mejor, por su alma, porque hay ideas que brotan del cerebro e ideas que brotan del corazón.

—Además —añadió Faria—, en los doce años que llevo de calabozo, he recordado las fugas célebres, y aunque pocas, las que ha coronado el éxito fueron las meditadas a sangre fría y preparadas lentamente. Así huyó de Vincennes el duque de Beaufort, así de Fort Peveque el abate de Buquoi, y así Latude de la Bastilla. Ha habido además otras fugas deparadas por la casualidad, y esas son las mejores. Créame, esperemos una ocasión, y si se presenta la aprovecharemos.

—A usted le ha sido fácil esperar —dijo Dantés suspirando—. Su continua tarea le ocupaba todos los instantes, y cuando no, tenía esperanza para consolarse.

—Tenga presente que no me ocupaba solo en eso —dijo el abate.

—Pues ¿qué hacía?

—Escribir o estudiar.

—¿Le dan papel, tinta y plumas?

—No, pero yo me los he hecho.

—¡Usted hace papel, tinta y plumas! —exclamó Dantés.

—Sí.

Dantés, admirado, miró a aquel hombre, aunque costándole trabajo creer lo que le decía. Faria notó esta ligera duda y le dijo:

 

—Cuando venga a mi cuarto, le enseñaré una obra completa, resultado de todos los pensamientos, reflexiones e indagaciones de toda mi vida. La había imaginado a la sombra del Coliseo, en Roma, al pie de la columna de San Marcos, en Venecia, y a orillas del Arno, en Florencia. Entonces yo no sospechaba siquiera que mis verdugos me obligarían a escribirla en un calabozo del castillo de If. Se intitula mi libro Tratado sobre la posibilidad de una sola monarquía italiana. Formará un volumen en cuarto muy abultado.

—¿Y la ha escrito...?

—En dos camisas. He inventado una preparación que pone al lienzo liso y compacto como el pergamino.

—¿Es también químico?

—Poca cosa. He conocido a Lavoisier, y tratado amistosamente a Cabanis.

—Pero para esa obra habrá necesitado apuntes históricos. ¿Tiene libros?

—En Roma tenía una biblioteca de cerca de cinco mil volúmenes, y a fuerza de leerlos y releerlos comprendí que con ciento cincuenta obras elegidas con inteligencia, se posee, si no el resumen completo del saber humano, lo más útil tan siquiera. Dediqué tres años de mi vida a leer y releer esas ciento cincuenta obras, de modo que cuando me prendieron las sabía casi de memoria, y con un leve esfuerzo las he ido recordando todas en mi prisión. De cabo a rabo podría recitarle a Tucídides, Jenofonte, Plutarco, Tito Livio, Tácito, Strada, Jornandés, Dante, Montaigne, Shakespeare, Espinosa, Maquiavelo y Bossuet. Solamente le cito los más importantes.

—¿Sabe muchos idiomas?

—Hablo cinco lenguas: el alemán, el francés, el italiano, el inglés y el español. Con ayuda del griego antiguo comprendo el griego moderno; aunque lo hablo mal, lo estoy al presente estudiando.

—¿Lo está estudiando? —dijo Dantés.

—Sí, ciertamente. He hecho un vocabulario de las palabras que sé, combinándolas de todas las maneras para que puedan expresar lo que pienso. Sé cerca de mil palabras, y en rigor no necesito de más, aunque haya cien mil en los diccionarios, si no me equivoco. No seré quizás elocuente, pero me daré a entender, y con esto me basta.

Cada vez más asombrado, Edmundo empezaba a juzgar sobrenaturales las facultades de aquel hombre. Puso empeño en cogerle en descubierto en algún punto y continuó:

—Pero si no le han dado plumas, ¿cómo ha podido escribir esta obra tan voluminosa?

—He hecho plumas excelentes que, a ser conocidas, las preferiría todo el mundo, con los cartílagos de la cabeza de esas enormes pescadillas que algunas veces nos dan a comer los días de vigilia. Por lo cual, veo con mucho placer llegar los miércoles, los viernes y los sábados, porque espero aumentar mi provisión de plumas, y porque son mi tarea más dulce los trabajos históricos, yo lo confieso. Absorbiéndome en el pasado me olvido del presente, volando libre y a mis anchas por la historia, me olvido de que no tengo libertad.

—Pero ¿y la tinta? ¿Con qué hace la tinta? —dijo Dantés.

—En otro tiempo —contestó Faria— había en mi calabozo una chimenea, que sin duda estuvo tapiada antes de mi llegada, pero por espacio de muchos años han encendido en ella lumbre, puesto que todo el cañón está cubierto de hollín. He disuelto este hollín en el vino que me dan todos los domingos, y he ahí una tinta magnífica. Para las notas, y para aquellos pasajes que han de atraer poderosamente la atención de los lectores, me pico los dedos con un alfiler y los escribo con mi sangre.

—Y ¿cuándo podré yo ver todo eso? —le preguntó Dantés.

—Cuando quiera —respondió Faria.

—¡Oh! ¡Ahora! ¡Ahora mismo! —exclamó el joven.

—Pues sígame —dijo Faria, y se metió en el camino subterráneo. Dantés le siguió.

Capítulo diecisiete: El calabozo del abate Faria

Después de haber pasado encorvado, pero con bastante facilidad, por el camino subterráneo, llegó Dantés al extremo opuesto, que lindaba con el calabozo del abate. Allí el paso era más difícil, y tan estrecho, que apenas bastaba a un hombre.

El calabozo del abate estaba embaldosado, y levantando una de estas baldosas del rincón más oscuro fue como empezó la maravillosa empresa cuyo término vio Dantés, y de pie todavía, se puso a examinar el cuarto con suma atención. A primera vista no presentaba nada de particular.

—Bueno —dijo el abate—, no son más que las doce y cuarto, podemos disponer aún de algunas horas.

Dantés miró a su alrededor buscando el reloj, en que el abate había podido ver la hora con tanta seguridad.

—Observe —le dijo Faria— ese rayo de luz que entra por mi ventana, y repare en la pared las líneas que yo he trazado. Gracias a esas líneas, combinadas con el doble movimiento de la Tierra, y la elipse que ella describe alrededor del Sol, sé con más exactitud la hora que si tuviese reloj, porque el reloj se descompone, y el Sol y la Tierra no se descomponen jamás.

Dantés no había comprendido nada de esta explicación. Al ver salir el Sol detrás de las montañas y ponerse en el Mediterráneo, siempre había creído que era el Sol quien giraba, no la Tierra. Este doble movimiento del globo que habitamos, y que él, sin embargo, no echaba de ver, se le antojaba casi imposible, conque en cada una de las palabras de su interlocutor entreveía misterios profundos de ciencia tan admirables, como las minas de oro y de diamantes que visitó años atrás en un viaje que hizo a Guzarate y Golconda.

—Veamos —dijo al abate—. Estoy impaciente por examinar sus tesoros.

Se dirigió Faria a la chimenea, y levantó, con ayuda del cincel que tenía siempre en la mano, la piedra que en otro tiempo sirvió de hogar, que ocultaba un hoyo bastante profundo. En este hoyo estaban guardados todos los objetos de que habló a Dantés.

El abate le preguntó:

—¿Qué quiere ver primero?

—Enséñeme su obra sobre Italia.

Faria sacó de su precioso armario tres o cuatro rollos de lienzo, semejantes a hojas de papiro. Eran retazos de tela, de cuatro pulgadas sobre poco más o menos de ancho, por dieciocho de largo. Estaban todos numerados y llenos de un texto que Dantés pudo leer porque era italiano, lengua materna del abate, y que Dantés, como provenzal, conocía perfectamente.

—Vea, todo está aquí. Hace ocho días que he escrito la palabra fin en el lienzo sexagésimo octavo. Me he quedado sin dos camisas y sin todos mis pañuelos, pero si algún día salgo de aquí, y si logro encontrar en Italia un impresor que se atreva a imprimirla, tengo asegurada mi reputación.

—Sí —respondió Dantés—, bien lo veo. Enséñeme ahora, yo se lo suplico, las plumas con que ha escrito esta obra.

—Mírelas —dijo Faria.

Y enseñó al joven una varita como de seis pulgadas de largo, y como el mango de un pincel de grueso, a cuyo extremo había puesto y atado con un hilo uno de los tales cartílagos, aún manchado con la tinta de que había hablado a Dantés. Era picudo y tenía puntos como una pluma ordinaria. Dantés lo examinó buscando con la mirada el cuarto instrumento con que había sido cortado.

—¡Ah! Busca el cortaplumas, ¿no es cierto? —le preguntó Faria—. Esa es mi obra maestra. Lo he hecho, así como este cuchillo, del hierro de un candelero viejo.

El cortaplumas cortaba como una navaja de afeitar, y en cuanto al cuchillo, reunía la ventaja de poder servir de cuchillo y de puñal.

Dantés contempló estos diferentes objetos con la misma curiosidad con que en las tiendas de quincalla de Marsella había examinado otras veces las chucherías construidas por los salvajes, y traídas de los mares del Sur por marinos aventureros.

—En cuanto a la tinta —dijo Faria—, ya sabe cómo me la proporciono; sepa además que la voy haciendo a medida que la necesito.

—Pero lo que más me admira —dijo Dantés— es que los días le hayan bastado para trabajos tan grandes.

—Disponía también de las noches —respondió el abate.

—¿Es como los gatos? ¿Ve a oscuras?

—No, pero Dios ha dado al hombre la inteligencia para remediar la pobreza de sus sentidos; la luz me la procuré.

—¿De qué modo?

—De la comida que me traen, extraigo la grasa, la derrito y hago una especie de aceite muy espeso; mire mi luz.

Y el abate enseñó a Edmundo una especie de lamparilla, semejante a las que suelen emplear en los festejos públicos.

—Pero ¿y el fuego?

—He aquí dos pedernales con su correspondiente yesca. Con pretexto de una enfermedad cutánea pedí un poco de azufre, que me concedieron.

Dantés puso sobre la mesa los objetos que tenía en la mano, e inclinó la cabeza sintiéndose humillado por tanta perseverancia y fortaleza de espíritu.

—Y esto no es todo —prosiguió Faria—, porque nadie debe ocultar sus tesoros en un mismo sitio; vamos a otra cosa.

En seguida colocaron la baldosa en su sitio. Echó un poco de tierra por encima el abate, la pisoteó para que desapareciese todo rastro de solución de continuidad, y en seguida separó su cama del sitio en que se hallaba.

Detrás de la cabecera, oculto con una piedra que lo cerraba casi herméticamente, había un agujero que contenía una escala de cuerda de veinticinco a treinta pies de largo.

Dantés la examinó y la encontró de una solidez a toda prueba.

—¿Quién le dio la cuerda que habrá necesitado para esta obra maravillosa?

—Al principio algunas camisas que yo tenía, y después la ropa de mi cama que he deshilachado en tres años de mi prisión en Fenestrelle. Cuando me transportaron al castillo de If hallé medio para traerme las hilas, y aquí continué mi trabajo.

—Pero ¿no advirtieron que las sábanas de su cama se iban quedando sin dobladillos?

—No, que yo las cosía.

—¿Con qué?

—Con esta aguja.

Y de uno de los jirones de su vestido sacó Faria una espina larga y afilada que llevaba consigo.

—Sí —prosiguió Faria—, tuve primeramente intenciones de limar los hierros y huir por esa ventana, que como ve, es más grande que la suya, y aún la hubiese agrandado para escaparme, pero descubrí que caía a un patio interior y renuncié a mi proyecto por aventurado. Conservo, sin embargo, la escala para cualquier caso imprevisto, para una de esas fugas que proporciona la casualidad, como antes le decía.

Aunque, al parecer, Dantés examinaba la escala, pensaba en realidad en otra cosa. Se le había ocurrido de repente que aquel hombre tan ingenioso, tan sabio, tan profundo, quizás acertaría a ver claro en las tinieblas de su propia desgracia, que él nunca había podido penetrar.

—¿En qué piensa? —le preguntó el abate con una sonrisa, creyendo que el ensimismamiento de Dantés procedía de su admiración.

—Pienso, en primer lugar, en la inmensa inteligencia que ha empleado para llegar a esta situación. ¿Qué no habría hecho gozando de libertad?

—Quizá nada; acaso mi cerebro exuberante se hubiera evaporado en cosas pequeñas. Así como es necesaria la presión para hacer estallar la pólvora, así el infortunio es necesario también para descubrir ciertas minas misteriosas ocultas en la inteligencia humana. La prisión ha concentrado todas mis facultades intelectuales en un solo punto, que por ser estrecho ha ocasionado que ellas choquen unas con otras. Como ya sabe, del choque de las nubes resulta la electricidad, de la electricidad el relámpago y del relámpago la luz.

—Yo no sé nada —contestó Dantés humillado por su ignorancia—, casi todas las palabras que pronuncia carecen para mí de sentido. ¡Qué dichoso es sabiendo tanto!

El abate sonrió.

—¿No decía ahora que pensaba en dos cosas?

—Sí.

—Solo me ha dicho la primera. ¿Cuál es la segunda?

—La segunda es que usted me ha contado su historia y yo no le he referido la mía.

—Su historia, joven, es demasiado corta para encerrar sucesos de importancia.

—Sin embargo —repuso Dantés—, contiene una desgracia inmensa, una desgracia inmerecida, y quisiera, para no blasfemar de Dios, como lo he hecho hartas veces, poder quejarme de los hombres.

—¿Se cree inocente del crimen del cual le acusan?

—Completamente. Lo juro por las únicas personas caras a mi corazón, por mi padre y por Mercedes.

—Veamos, cuénteme su historia —dijo Faria, cerrando su escondrijo y volviendo a poner la cama en su lugar.

Dantés hizo la relación de todo lo que él llamaba su historia, que se limitaba a un viaje a la India, y dos o tres a Levante, llegando al fin a su último viaje, a la muerte del capitán Leclerc, al encargo que le dio para el gran mariscal, a su plática con este, a la misiva que le confió para un tal señor Noirtier, a su llegada a Marsella, a su entrevista con su padre, a sus amores, a su desposorio con Mercedes, a la comida de aquel día, y por último, a su detención, a su interrogatorio, a su prisión provisional en el palacio de justicia, y a su traslación definitiva al castillo de If. Desde este punto no sabía nada más, ni aun el tiempo que llevaba encerrado. Acabada la relación, el abate se puso a reflexionar profundamente. Después de un corto espacio, dijo:

 

—Hay en legislación un axioma profundísimo, que prueba lo que hace poco yo le decía, esto es, que a no nacer los malos pensamientos de una organización mala también, el crimen repugna a la naturaleza humana. Sin embargo, la civilización nos ha creado necesidades, vicios y falsos apetitos, cuya influencia llega tal vez a ahogar en nosotros los buenos instintos, arrastrándonos al mal. De aquí esta máxima: Para descubrir al culpable, averigüe quién se aprovecha del crimen. ¿A quién podía ser provechosa su desaparición?

—A nadie, ¡Dios mío! ¡Yo era tan poca cosa!

—No responda así, que falta a su respuesta lógica y filosofía. Todo es relativo, querido amigo, desde el rey, que estorba a su futuro sucesor, hasta el empleado, que estorba a su supernumerario. Si el rey muere, el sucesor hereda una corona; si el empleado muere, el supernumerario hereda su sueldo y sus gajes. Este sueldo es su lista civil, su presupuesto, necesita de él para vivir, como el rey precisa de sus millones.

»En torno a cada individuo, así en lo más alto como en lo más bajo de la escala social, se agrupa constantemente un mundo entero de intereses, con sus torbellinos y sus átomos, como los mundos de Descartes.

»Volvamos, pues, a su mundo. ¿Dice que iba a ser nombrado capitán de El Faraón?

—Sí.

—¿Podía interesar a alguno que no fuese capitán de El Faraón? Podía interesar a alguno que no se casase con Mercedes? Conteste ante todo a mi primera pregunta, porque el orden es la clave de los problemas. ¿Podía interesar a alguno que no fuese capitán de El Faraón?

—No, porque yo era muy querido a bordo. Si los marineros hubiesen podido elegir a su jefe, estoy seguro de que lo habría sido yo. Un solo hombre estaba algo picado conmigo, porque cierto día tuvimos una disputa, le desafié, y él no aceptó.

—Veamos, veamos. ¿Cómo se llamaba ese hombre?

—Danglars.

—¿Cuál era su empleo a bordo?

—Sobrecargo.

—Si hubiese llegado a ser capitán, ¿le conservaría en su empleo?

—No; a depender de mí, porque creí encontrar en sus cuentas algún error.

—Bien. Dígame ahora, ¿presenció alguien su última entrevista con el capitán Leclerc?

—No, porque estábamos solos.

—¿Pudo oír alguien la conversación?

—Sí, porque la puerta estaba abierta y aún... espere... sí... sí... Danglars pasó precisamente en el instante en que el capitán Leclerc me entregaba el paquete para el gran mariscal.

—Bien —murmuró el abate—, ya dimos con la pista. Cuando desembarcó en la isla de Elba ¿le acompañó alguien?

—Nadie.

—¿Y le entregaron una misiva?

—Sí, el gran mariscal.

—¿Qué hizo con ella?

—La guardé en mi cartera.

—¿Llevaba su cartera? ¿Y cómo una cartera capaz de contener una carta oficial podía caber en un bolsillo?

—Tiene razón. Mi cartera estaba a bordo.

—Luego fue a bordo donde colocó la carta en la cartera.

—Sí.

—Desde Porto-Ferrajo a bordo, ¿qué hizo con la carta?

—La tuve en la mano.

—Cuando abordó de nuevo a El Faraón, ¿pudieron ver todos que llevaba una carta?

—Sí.

—¿Y Danglars también lo vio?

—También.

—Poco a poco. Escuche bien: refresque su memoria. ¿Se acuerda de los términos en que estaba concebida la denuncia?

—¡Oh!, sí, sí, la he leído y releído muchas veces, y tengo sus palabras muy presentes.

—Repítamelas.

Dantés reflexionó un instante y repuso:

—Así decía textualmente:

Un amigo del trono y de la religión previene al señor procurador del rey que un tal Edmundo Dantés, segundo de El Faraón, que llegó esta mañana de Esmirna, después de haber tocado en Nápoles y en Porto-Ferrajo, ha recibido de Murat una carta para el usurpador, y de este otra carta para la junta bonapartista de París.

Fácilmente se tendrá la prueba de su crimen prendiéndole, porque la carta se hallará en su poder, o en casa de su padre, o en su camarote, a bordo de El Faraón.

El abate se encogió de hombros.

—Eso está claro como la luz del día —dijo—, y es necesario tener un alma muy buena, y muy inocente, para no comprenderlo todo desde el principio.

—¿Lo cree así? —exclamó Edmundo—. ¡Oh! ¡Sería una acción muy infame!

—¿Cuál era la letra ordinaria de Danglars?

—Cursiva, y muy hermosa.

—¿Y la del anónimo?

—Inclinada a la izquierda.

El abate sonrió:

—Una letra desfigurada, ¿no es verdad?

—Muy correcta era para estar desfigurada.

—Espere —dijo.

Y diciendo esto, cogió el abate su pluma, o lo que él llamaba pluma, la mojó en tinta, y escribió con la mano izquierda en un lienzo de los que tenía preparados, los dos o tres primeros renglones de la denuncia.

Edmundo retrocedió, mirando al abate con terror:

—¡Oh! ¡Es asombroso! —exclamó—. ¡Cómo se parece esa letra a la otra!

—Es que sin duda se escribió la denuncia con la mano izquierda. He observado siempre una cosa —prosiguió el abate.

—¿Cuál?

—Todas las letras escritas con la mano derecha son varias, y semejantes todas las escritas con la mano izquierda.

—¡Cuánto ha visto! ¡Cuánto ha observado!

—Continuemos.

—¡Oh!, sí, sí.

—Pasemos a mi segunda pregunta.

—Le escucho.

—¿Podía interesar a alguien que no se casase con Mercedes?

—Sí, a un joven que la amaba.

—¿Su nombre?

—Fernando.

—Ese es un nombre español.

—Era catalán.

—¿Y cree que ese haya sido capaz de escribir la carta?

—No, lo que él hubiera hecho era darme una puñalada.

—Eso es muy español. Una puñalada sí, una bajeza, no.

—Además, ignoraba todos los pormenores que contiene la delación —indicó Edmundo—. ¿No se los había contado a nadie?

—A nadie.

—¿Ni a su novia?

—Ni a mi novia.

—Pues ya no me cabe duda alguna: fue Danglars.

—¡Oh!, ahora estoy seguro.

—Espere un poco... ¿Conocía Danglars a Fernando?

—No... sí... ahora me acuerdo...

—¿Qué?

—La víspera de mi boda los vi sentados juntos a la puerta de la taberna de Pánfilo. Danglars estaba afectuoso y al mismo tiempo burlón, y Fernando pálido y como turbado.

—¿Estaban solos?

—No; se hallaba con ellos otro compañero, muy conocido mío, y que fue sin duda el que los relacionó..., un sastre llamado Caderousse; este estaba ya borracho... Espere, espere... ¿cómo no he recordado esto antes de ahora? Junto a su mesa había un tintero..., papel y pluma... —murmuró Edmundo llevándose la mano a la frente—. ¡Oh! ¡Infames! ¡Infames!

—¿Quiere aún saber más? —le dijo el abate, sonriendo.

—Sí, sí; puesto que ve claro en todo, y todo lo adivina, quiero saber por qué no he sido interrogado más que una sola vez y por qué he sido condenado sin formación de causa.

—¡Oh!, eso es más difícil —dijo el abate—. La policía tiene misterios casi imposibles de penetrar. Lo averiguado hasta ahora en eso de sus dos enemigos es una bagatela. En esto de la justicia tendrá que darme informes más exactos.

—Pregúnteme, pues, porque a decir verdad, más claro ve usted en mis asuntos que yo mismo.

—¿Quién le tomó declaración? ¿El sustituto, el procurador del rey o el juez de instrucción?

—El sustituto.

—¿Era joven o viejo?

—Joven, como de veintisiete a veintiocho años.

—No estaría corrompido aún; pero ya podía tener ambición —dijo el abate—. ¿Que tal se portó con usted?

—Más bien amable que severo.

—¿Se lo contó todo?