El Conde de Montecristo

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Aus der Reihe: Colección Oro
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Ya se habían adormecido las convulsiones nerviosas de su estómago; se habían calmado los ardores de su sed. Al cerrar los ojos veía una multitud de resplandores brillantes, como esos fuegos fatuos que oscilan por la noche a flor de los terrenos fangosos, era el crepúsculo de ese ignoto país que se llama la muerte.

De repente, a las nueve de aquella misma noche, oyó en la pared en que se apoyaba su cama un ruido sordo y lento. Venían tantos animales inmundos a hacer ruido por aquel lado, que poco a poco se había acostumbrado Dantés a no despertar siquiera de sus sueños por cosa tan común allí; pero esta vez, ya que la abstinencia tuviese exaltados sus sentidos, ya que fuese el ruido, en efecto, extraordinario, o ya porque en los momentos supremos todo tiene importancia, Edmundo levantó la cabeza para oír mejor. Era una especie de frotamiento acompasado, que parecía provenir, o de unas enormes uñas o de unos dientes fortísimos, o en fin, de un instrumento que chocara con la piedra. Aunque debilitada, en la imaginación del joven bulló al punto esta idea falaz, fija constantemente en la de todo preso: ¡La libertad! La ocasión en que escuchaba aquel ruido, justamente cuando todo ruido muere. El ruido seguía oyéndose, sin embargo, y duró hasta tres horas más o menos, terminando en una especie de roce, como al arrastrar una cosa.

Horas más tarde se repitió más fuerte y más cercano. Empezaba Edmundo a interesarse en aquel trabajo que le hacía compañía, cuando entró el carcelero.

Habían pasado ocho días desde que decidió morir, y cuatro desde que empezó a poner en práctica su proyecto, y en todo este tiempo no había Edmundo dirigido la palabra a aquel hombre, ni respondido a las que él le dirigía preguntándole por su enfermedad, sino que por el contrario, siempre se volvía del otro lado cuando el carcelero lo contemplaba atentamente. Mas hoy podía el carcelero oír aquel sordo ruido y alarmarse, y destruir acaso aquel yo no sé qué de esperanza, cuya idea deleitaba los últimos momentos de Dantés.

El carcelero le traía el almuerzo y Edmundo se incorporó en su cama, y ahuecando la voz se puso a hablar de todas las cosas posibles, de la mala calidad de su alimento, del frío que reinaba en el calabozo, maldiciendo y gruñendo, para tener el derecho de gritar más fuertemente, y agotando la paciencia del carcelero, que precisamente aquel día había pedido para el preso enfermo caldo y pan tierno, y le llevaba ambas cosas. Por fortuna creyó que Dantés deliraba, y salió del calabozo, poniendo el almuerzo en la mesilla coja donde lo solía dejar. Libre entonces Edmundo, volvió a escuchar con deleite. El ruido era ya tan claro que el joven lo escuchaba sin trabajo alguno.

—¡No hay nada! —exclamó para sí—; puesto que, a pesar de la luz del día prosigue este ruido, lo ocasiona algún desdichado preso para escaparse. ¡Oh! ¡Si yo estuviera con él, cómo le ayudaría!

De pronto, una nube sombría pasó eclipsando esta aurora de esperanza por aquella mente, solo habituada a la desgracia, y que no podía sin mucho trabajo volver a concebir la felicidad. Era, pues, la idea de que quizás aquel rumor lo ocasionaban algunos albañiles que se ocupasen por orden del gobernador, en arreglar el calabozo inmediato.

Fácil era cerciorarse; pero ¿cómo se atrevía a preguntarlo? Nada más fácil, repetimos, que esperar la llegada del carcelero, hacerle darse cuenta del ruido, y observar la impresión que le causaba; pero con esta nimia satisfacción de su curiosidad, ¿no podría arriesgar intereses muy altos? Por desgracia, la cabeza de Edmundo, como una campana vacía, estaba aturdida, y tan débil, que su cerebro, flotante como un vapor, no podía condensarse para concebir una idea. No vio más que un medio para dar fuerza a su reflexión y lucidez a su juicio; volvió los ojos hacia el caldo, humeante aún, que el carcelero acababa de poner sobre la mesa, y levantándose como pudo tomó la taza y bebió de un sorbo, sintiendo al punto un indecible bienestar. Y tuvo fuerzas para contenerse, aunque había ya cogido el pan para comerlo; pero el recuerdo de que muchos náufragos, extenuados de hambre, habían muerto por comer mucho de repente, le hizo dejar el pan sobre la mesa y volver a acostarse. Edmundo ya no quería morir.

Pronto sintió penetrar la luz en su cerebro. Sus ideas vagas e incomprensibles empezaban a reflejarse en ese espejo maravilloso cuya lucidez distingue al hombre del animal. Pudo, pues, pensar, fortificando su pensamiento con el raciocinio.

—Puedo hacer una prueba —dijo entonces para sí—, pero sin comprometer a nadie. Si el ruido procede de un albañil, en cuanto yo golpee la pared, cesará, porque él intentará saber quién llama y por qué llama; pero como será su trabajo no solamente lícito sino obligatorio, al punto lo proseguirá. Si, por lo contrario, es un preso, el ruido que yo haga debe sobresaltarle, y temiendo ser descubierto abandonará su trabajo hasta la noche cuando todos duerman en el castillo.

Acto seguido volvió a levantarse Edmundo, y esta vez, ni sus piernas vacilaban ni sus ojos se desvanecían. Se dirigió a un rincón del calabozo, arrancó una piedra, que con la humedad iba ya desprendiéndose, y con ella dio tres golpes en la pared, donde parecía sentirse más cercano el ruido. Al primer golpe, el ruido cesó como por ensalmo. Se puso a escuchar Edmundo con toda su alma, y pasó una hora, y pasaron dos, sin que el ruido prosiguiese. Del otro lado de la pared respondía a sus golpes un silencio absoluto. Lleno de esperanza, comió algunos bocados de pan, bebió unos sorbos de agua, y gracias a la poderosa constitución de que le dotara la naturaleza, se halló poco más o menos como antes. Llegó la noche y no se oyó el ruido.

—¡Es un preso! —exclamó Dantés con indecible júbilo.

Desde entonces su cabeza fue un volcán, y se hizo su vida violenta a fuerza de ser activa. Pasó la noche sin que él cerrara los ojos ni se oyera el más leve ruido. Con el alba llegó el carcelero a traer las provisiones. Edmundo había agotado las del día anterior, y agotó también las nuevas, escuchando incesantemente aquel ruido que no continuaba, temiendo que no volviese a repetirse, andando al día diez o doce leguas en su calabozo, asiéndose a la reja de hierro de la ventanilla para recobrar la elasticidad de sus miembros, y disponiéndose, en fin, a luchar cuerpo a cuerpo con el porvenir, al igual que los gladiadores, que ejercitaban su cuerpo y lo frotaban con aceite antes de bajar a la arena. En los intervalos de esta febril actividad, escuchaba por si volvía el ruido, impacientándose con la prudencia de aquel preso, que no adivinaba que quien le había interrumpido en sus tareas de libertad era otro preso que deseaba recobrarla tanto como él.

Transcurrieron tres días... setenta y dos horas mortales contadas minuto por minuto. Al fin una noche, cuando el carcelero acababa de hacerle su última visita, tenía Edmundo por centésima vez pegado el oído a la pared, y le pareció que un rumor imperceptible vibraba sordamente en su cabeza, puesta en contacto con la pared. Se apartó un poco para refrescar su cerebro exaltado, dio algunas vueltas por la habitación, y volvió a colocarse en el mismo sitio. No había duda: algo pasaba al el otro lado. El preso había reconocido lo arriesgado de su empresa y la proseguía de otro modo. Sin duda había sustituido el cincel por la palanca. Animado por este descubrimiento, Edmundo decidió ayudar a aquel obrero infatigable. Empezando por apartar su cama, pues detrás de ella creía que sonaba el rumor, buscó con los ojos un objeto que le sirviese para rascar la pared y arrancar una piedra de sus húmedos cimientos. No tenía cuchillo ni instrumento cortante alguno, sino solo los barrotes de la reja, y como más de una vez se había convencido de que era imposible arrancarlos, ni siquiera lo intentó. Todos sus muebles se reducían a la cama, una silla, una mesa, un jarro y un cántaro. La cama tenía los pies de hierro; pero los tenía unidos a las tablas con tornillos. Para poder arrancarlos necesitaba de un destornillador.

Solo le quedaba un recurso: romper el cántaro, y emprender su tarea con uno de los pedazos que tuviesen forma puntiaguda. Dicho y hecho: dejó caer el cántaro al suelo, con lo que se hizo mil pedazos. Eligió dos o tres de los más agudos y los ocultó en su jergón, dejando los otros en el suelo. El romperse el cántaro era una cosa tan natural, que no le daba cuidado alguno. Edmundo tenía toda la noche para trabajar; pero con la oscuridad no se daba mucha maña, pues tenía que trabajar a tientas, y conoció bien pronto que su primitiva herramienta se embotaba contra un cuerpo más duro. Volvió, pues, a acostarse y esperó que amaneciera: con la esperanza había recobrado la paciencia, y durante toda la noche no dejó de oír al zapador anónimo que continuaba su trabajo subterráneo.

Al amanecer entró el carcelero. Le dijo el joven que bebiendo, la víspera, con el cántaro, se le había caído de las manos, rompiéndose. El carcelero, refunfuñando, fue a traer otra vasija nueva, sin tomarse el trabajo de llevarse los restos de la rota. Volvió con ella un instante después, encargando al preso que tuviese más cuidado, y se marchó.

Dantés escuchó con alegría inexplicable rechinar la cerradura, que en otros tiempos cada vez que se cerraba le oprimía el corazón. Oyó alejarse el ruido de los pasos, y cuando se extinguieron enteramente corrió a retirar la cama de su sitio, con lo que pudo ver, al débil rayo de luz que penetraba en el calabozo, lo inútil de su tarea de la noche anterior, ya que había rascado la piedra y no la cal que por sus extremos la rodeaba y que la humedad había reblandecido bastante. Latiéndole con fuerza el corazón observó Dantés que se caía a pedazos, y que aunque los pedazos eran átomos, en realidad, en media hora arrancó un puñado poco más o menos. Un matemático hubiera podido calcular que con dos años de este trabajo, si no se tropezaba con piedra viva, podría practicarse un boquete de dos pies cuadrados y veinte de profundidad. Entonces el preso se reprendió a sí mismo por no haber ocupado en aquella manera las largas horas que había perdido esperando, rezando y desesperándose. Eran cerca de seis años que llevaba en el calabozo. ¿Qué trabajo no hubiera podido acabar por lento que fuese? Esta idea le infundió ánimos.

 

A los tres días logró, con infinitas precauciones, arrancar todo el cimiento, dejando la piedra al aire. La pared se componía de morrillos interpolados de piedras para mayor solidez. Una de estas piedras era la que había casi desprendido y que ahora anhelaba arrancar de su base. Recurrió Dantés a sus dedos, pero fueron insuficientes, y los pedazos del cántaro, introducidos a manera de palanca en los huecos, se rompían cuando él apretaba. Después de una hora de inútiles tentativas se levantó con la frente bañada en sudor, lleno de angustia el corazón, preguntándose si tendría que renunciar al principio de su empresa. ¿Tendría que esperar, inerte y pasivo, a que su compañero, que quizá se cansaría, lo hiciese todo por su parte?

Pasó entonces por su imaginación una idea que le hizo quedarse parado y sonriendo. Su frente húmeda de sudor se secó al punto. El carcelero le llevaba todos los días la sopa en una cacerola de cinc. Además de su sopa, contenía esta cacerola seguramente la de otro preso, puesto que había observado Dantés que unas veces estaba enteramente llena y otras hasta la mitad únicamente, según el carcelero empezara a distribuir por él o por su compañero.

La cacerola tenía un mango de hierro, que era justamente lo que Edmundo necesitaba, y lo que hubiera pagado con diez años de su vida. El carcelero solía vaciar la cacerola en la cazuela de Dantés, quien después de comerse la sopa con una cuchara de palo, lavaba la cazuela para que le sirviera al siguiente día. Aquella noche Edmundo colocó la cazuela en el suelo entre la puerta y la mesilla, de modo que al entrar el carcelero la pisó y la hizo mil pedazos sin que pudiese decir nada a Dantés: si este había cometido la torpeza de dejarla en el suelo, el carcelero había cometido la de no mirar dónde ponía los pies; por lo que tuvo que contentarse con refunfuñar. Miró luego a su alrededor para hallar donde dejarle la comida; pero Dantés no tenía más vasija que la cazuela.

—Déjeme la cacerola —dijo Edmundo—, mañana podrá recogerla cuando me traiga el desayuno.

Este consejo convenía tanto a la pereza del carcelero, como que así no necesitaba subir y bajar otra vez la escalera. Dejó pues la cacerola. Edmundo tembló de alegría, y comiendo esta vez a toda prisa la sopa y el resto de sus provisiones, que, según costumbre de las cárceles, se juntaban en una sola vasija, esperó más de una hora para cerciorarse de que el carcelero no volvería; separó la cama de la pared, cogió la cacerola, e introduciendo el mango por la junta de piedra, se sirvió de él como de una palanca.

Una ligera oscilación de la piedra le probó que su ensayo tenía buen resultado; al cabo de una hora, la piedra había salido de la pared, dejando un hueco como de un pie de diámetro. Recogió con cuidado toda la cal, y la esparció en los rincones del calabozo. Luego raspó el suelo con uno de los pedazos del cántaro y mezcló aquella cal con tierra negruzca. Queriendo después aprovechar aquella noche, en que la casualidad, o mejor dicho, su sabia combinación le proveyera de tan precioso instrumento, siguió cavando con mucho afán. Al amanecer volvió a colocar la piedra en su agujero, colocó también la cama en su sitio y se acostó. Su almuerzo consistía en un pedazo de pan, que poco después vino a traerle el carcelero.

—¡Cómo! ¿No me baja otra cazuela? —le preguntó Edmundo.

—No, porque todo lo rompe —respondió aquel—. Ha roto un cántaro, y tenido la culpa de que yo rompiese la cazuela. Si todos los presos hiciesen tanto gasto como usted, el gobierno no podría soportarlo. Le dejaré la cacerola, y en ella le echaré la sopa de hoy en adelante, acaso no la romperá.

Dantés levantó los ojos al cielo y cruzó las manos debajo de su cobertor porque aquel pedazo de hierro, de que dispondría ya a todas horas, le inspiraba una gratitud al cielo, más viva que la que le habían inspirado todas las venturas de su vida anterior. Había observado solamente que su compañero no trabajaba desde que él había comenzado su tarea. Pero ni esto importaba, ni era razón para desmayar: si su compañero no llegaba hasta él, él llegaría hasta su compañero. Todo el día trabajó sin descanso, de manera que por la noche, gracias a su nuevo instrumento, había arrancado de la pared sobre diez puñados, entre morrillos, cal y piedra del cimiento.

A la hora de la visita enderezó lo mejor que pudo el mango de su cacerola, colocándola en su sitio. Vertió en ella el carcelero su ordinaria ración de sopa y de provisiones, o mejor dicho de pescado, porque aquel día, así como tres veces por semana, hacían comer los viernes a los presos. Este habría sido un medio de calcular el tiempo, si Edmundo no hubiera renunciado a él desde hacía mucho.

Se fue el carcelero y esta vez quiso Dantés asegurarse de si su vecino había en efecto renunciado o no a su empresa, y se puso a escuchar atentamente. Todo permaneció en silencio como durante aquellos tres días en que los trabajos se habían interrumpido. Suspiró, convencido de que el preso desconfiaba de él. Con todo, no por esto dejó de trabajar toda la noche; pero a las dos o tres horas tropezó con un obstáculo. El hierro no se hundía, sino que resbalaba sobre una superficie plana. Metió la mano, y pudo cerciorarse de que había tropezado con una viga que atravesaba, o, mejor dicho, cubría enteramente el agujero comenzado por él. Era preciso cavar por debajo de ella o por encima. El desgraciado no había pensado en este obstáculo.

—¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó—, tanto le recé, que confié que me oyera. ¡Dios mío!, después de haberme quitado la libertad en vida... ¡Dios mío!, después de haber hecho renunciar al reposo de la muerte... ¡Dios mío!, que me ha devuelto al mundo... ¡Dios mío! ¡Apiádate de mí, no me dejes morir entregado a la desesperación!

—¿Quién es el que habla de Dios y se desespera? —murmuró una voz, que como salida del centro de la tierra, llegaba a Edmundo opaca, por decirlo así, y con un acento sepulcral.

Se le erizaron los cabellos y retrocedió, aunque estaba de rodillas.

—¡Ah! —dijo—, oigo la voz de un hombre.

Ya hacía cuatro o cinco años que Edmundo no hablaba sino con el carcelero, y para los presos, el carcelero no es un hombre, es una puerta viva que se aumenta a la puerta de encina, es una barra de carne sujetada a los hierros de su ventana.

—En nombre del cielo, quienquiera que sea el que habló, imploro que siga hablando, aunque su voz me asuste: ¿quién es?

—¿Y usted, quién es? —le preguntó la voz.

—Un preso desdichado —respondió Edmundo, que no tenía ningún inconveniente en responder.

—¿De dónde es?

—Francés.

—¿Se llama?

—Edmundo Dantés.

—¿Su profesión?

—Marino.

—¿Cuánto tiempo hace que está preso?

—Desde el 28 de febrero de 1815.

—¿Cuál es su delito?

—Soy inocente.

—Pero ¿de qué le acusan?

—De haber conspirado para que volviera el emperador.

—¿El emperador no está ya en el trono?

—Abdicó en Fontainebleau en 1814, y fue desterrado a la isla de Elba. Pero ¿desde cuándo está usted aquí que ignora todo esto?

—Desde 1811.

Dantés se estremeció; aquel hombre estaba preso cuatro años antes que él.

—Está bien, no cave más —dijo la voz muy aprisa—. Dígame solamente: ¿a qué altura está su excavación?

—Al nivel del suelo.

—¿Y cómo puede ocultarse?

—Con mi cama.

—¿No le han mudado la cama desde que está preso?

—Nunca.

—¿Adónde cae su calabozo?

—A un corredor.

—¿Y el corredor?

—Al patio.

—¡Ay! —murmuró la voz.

—¡Dios mío! ¿Qué ocurre? —preguntó Dantés.

—Que me equivoqué; que lo imperfecto de mi croquis me engañó; que la falta de compás me ha perdido, pues una línea equivocada en mi croquis equivale en realidad a quince pies. He creído que esta pared que nos separa era la muralla.

—Pero entonces hubieras salido al mar.

—Era lo que yo quería.

—¿Y si lo hubiese logrado?

—Nadaría hasta llegar a una de esas islas que rodean al castillo de If, la isla de Daume o la de Tiboulen, o la costa, y me hubiera salvado.

—¿Habría podido nadar tanto?

—Dios me habría dado fuerzas. Ahora todo está perdido.

—¿Todo?

—Sí, tape muy bien ese agujero, no trabaje más, no se ocupe en nada, y espere que yo le avise...

—¿Quién es usted? Dígame quién es, por lo menos.

—Soy... soy el número 27.

—¿Desconfía de mí? —le preguntó Dantés.

Y creyó oír por toda respuesta una risa amarga.

—¡Oh! Soy buen cristiano —exclamó en seguida, adivinando instintivamente que aquel hombre pensaba abandonarlo—. Le juro por Cristo que primero consentiré que me maten, que dejar entrever a sus verdugos y a los míos un átomo de la verdad; pero, en nombre del cielo, no me prive de su presencia, no me prive de su voz, porque, se lo juro, me van abandonando ya las fuerzas... porque me estrellaría contra la pared y tendría que reprocharse mi muerte.

—¿Qué edad tiene? Su voz parece la de un joven.

—No sé mi edad a punto fijo, como no sé el tiempo que he pasado aquí. Solamente sé que iba a cumplir diecinueve años cuando me detuvieron en 1815.

—No ha cumplido aún veintiséis años —murmuró la voz. A esa edad el hombre no es traidor todavía.

—¡Oh! No, no, se lo juro —repitió Dantés—. Se lo dije, consentiré que me despedacen antes que hacerle traición.

—Hizo bien en hablarme, hizo bien en rogarme, porque ya iba yo a trazar otro plan y a separarme de usted. Pero su edad me tranquiliza; espéreme, que me reuniré con usted.

—¿Cuándo?

—Antes calcularé nuestros recursos, deje a mi cargo el avisarle.

—Pero no me abandonará, no me dejará solo, ¿verdad? Vendrá a reunirse conmigo o consentirá en que vaya a reunirme con usted. Huiremos juntos, y si no podemos huir, hablaremos, usted de las personas a quienes ama, yo de aquellas a quienes amo. Usted debe amar a alguien.

—Estoy solo en el mundo.

—Entonces me amará a mí. Si es joven seré su amigo; si viejo, su hijo. Mi padre debe de contar ahora setenta años, si aún vive; yo solo lo amaba a él y a una joven llamada Mercedes. Estoy seguro de que mi padre no me ha olvidado; pero ella... sabe Dios si aún piensa en mí. Lo amaré como amaba a mi padre.

—Está bien —dijo el preso—. Hasta mañana.

Aunque pocas, el acento de estas palabras convenció a Dantés, que sin hacer ninguna pregunta más se levantó, y tomando para ocultar los escombros las mismas precauciones de otros días, volvió a arrimar su cama a la pared. Desde aquel instante se entregó en cuerpo y alma a su felicidad: ya no estaría solo, quizás iba a ser libre; y lo peor que podría sucederle, si seguía preso, era tener un compañero, y como es sabido, la prisión en compañía es solo media prisión. Las quejas exhaladas en común son casi oraciones; las oraciones en común son casi himnos de gratitud.

Dantés no hizo en todo el día más que pasear de un extremo al otro de su calabozo, saltándosele el corazón de júbilo, júbilo que en algunos intervalos lo ahogaba. Se sentaba en la cama, apretándose el pecho con las manos, y al menor ruido que se oía en el corredor se lanzaba hacia la puerta; porque una o dos veces le pasó por su imaginación la idea horrible de que le separasen de aquel hombre, a quien ya amaba aún sin conocerlo. Entonces tomó una resolución: si el carcelero separaba su cama de la pared, y veía la excavación, y se inclinaba para examinarla, él lo asesinaría al punto con la baldosa en que colocaba el cántaro de agua.

Lo condenarían a muerte, bien lo sabía; pero ¿no iba él a morir de fastidio y desesperación cuando aquel ruido milagroso le volvió a la vida?

A la noche volvió el carcelero. Dantés estaba acostado, porque le parecía que así ocultaba mejor la excavación. Con ojos muy extrañados debió de mirar sin duda al inoportuno carcelero, porque este le dijo:

—Vamos, ¿va a volverse loco otra vez?

Dantés no respondió, porque temía que lo conmovido de su acento le delatase. El carcelero se fue, moviendo la cabeza. Al llegar la noche creyó Dantés que su vecino se aprovecharía del silencio y de la oscuridad para reanudar la conversación; pero nada menos que eso: transcurrió la noche sin que ningún ruido respondiese a su febril ansiedad; pero, por la mañana, después de la visita de costumbre, cuando ya él había separado su cama de la pared, sonaron tres golpecitos acompasados, que le hicieron ponerse apresuradamente de radillas.

 

—¿Es usted? —dijo— ¡Aquí estoy!

—¿Se ha marchado ya el carcelero? —preguntó la voz.

—Sí, y no volverá hasta la noche —contestó Dantés—. Tenemos doce horas a nuestra disposición.

—¿Puedo, pues, trabajar? —preguntó la voz.

—Sí, sí, ¡al instante! ¡Al instante! Yo se lo suplico.

Y en el mismo momento la tierra en que apoyaba Dantés ambas manos, pues tenía la mitad del cuerpo metido en el agujero, vaciló como si le faltara la base. Se echó hacia atrás Dantés, y una porción de tierra y piedras se precipitó por otro agujero que acababa de abrirse debajo del que había abierto él. Entonces, en el fondo de aquel lóbrego antro, cuya profundidad no podía calcularse a primera vista, apareció una cabeza, unos hombros, y un hombre, por último, que salía con bastante agilidad.

Capítulo dieciséis: Un sabio italiano

Dantés recibió en sus brazos a aquel nuevo amigo, por tanto tiempo esperado, y lo llevó junto a su ventana para que le alumbrase por entero la tenue luz del calabozo.

Era un hombre pequeño de estatura, encanecido más por las penas que por los años, ojos de mirada penetrante, ocultos por espesas cejas, también un tanto canas, y de larguísima barba que todavía se conservaba negra. Lo demacrado de su rostro en el que surcaban arrugas profundísimas, la línea atrevida de sus facciones, todo en él, en fin, revelaba al hombre más acostumbrado a ejercer las facultades del alma que las del cuerpo. La frente del recién llegado estaba bañada en sudor y en cuanto al traje, era imposible distinguir la forma primitiva, porque se le caía a pedazos. Lo menos representaba sesenta y cinco años, aunque cierto vigor en las acciones demostraba que tal vez tenía menos edad que la que le hacía representar su prolongado encierro.

Acogió el recién llegado las entusiastas protestas del joven con una especie de agrado, y parecía como si su alma helada reviviese por un instante para confundirse con aquella alma ardiente. Le agradeció, pues, efusivamente su cordialidad, aunque le había causado una impresión muy terrible hallar un segundo calabozo donde creyó encontrar la libertad.

—Veamos primeramente —le dijo— si hay medio de que los carceleros no den con el quid de nuestras entrevistas. Nuestra tranquilidad futura consiste en que ellos ignoren lo que ha pasado.

Y, al decir esto, se inclinó hacia la excavación, y alzando la piedra en vilo, aunque era grande su peso, la volvió a colocar en su sitio.

—Esta piedra ha sido arrancada con poca precaución —dijo al inclinarse—. ¿Tiene herramientas?

—¿Y usted —le respondió Dantés admirado—, las tiene acaso?

—He construido algunas. A excepción de lima, tengo todas las que necesito: escoplo, tenazas y palanca.

—¡Oh! Cuánta curiosidad tengo de ver esos productos de su paciencia y de su industria —dijo Dantés.

—Mire, aquí traigo el escoplo.

Y diciendo esto, le enseñó una hoja de hierro fuerte y aguda: el mango era de madera.

—¿Cómo ha hecho esto? —le dijo Dantés.

—Con uno de los goznes de mi cama. Con esta herramienta he abierto todo el camino que me condujo aquí: cerca de cincuenta pies.

—¡Cincuenta pies! —exclamó el preso con una especie de terror.

—Hable más quedo, joven, hable más quedo. Muchas veces hay detrás de las puertas quien escucha a los presos.

—Saben que estoy solo.

—No importa.

—¿Y dice que ha cavado cincuenta pies para llegar hasta aquí?

—Tal es, poco más o menos, la distancia que separa mi calabozo del suyo. Empero, como me faltaban instrumentos de geometría para tirar la escala de proporción, he trazado mal una curva, de modo que en vez de cuarenta pies de elipse he hallado cincuenta. Mi intención, como ya le dije, era salir a la muralla exterior, horadarla también y arrojarme al mar. En vez de pasar por debajo de su calabozo, he costeado el corredor a que sale, lo que hace que todo mi trabajo sea inútil, pues el corredor cae a un patio lleno de centinelas.

—Es verdad —dijo Dantés—, pero ese corredor solo pertenece a una de las paredes de este calabozo, y este, como ve, tiene cuatro.

—Desde luego; pero esta pared primera está edificada en la piedra viva: necesitarían para horadarla diez mineros con buenas herramientas diez años, esta otra debe empalmar con los cimientos de las habitaciones del gobernador; saldríamos a las cuevas, que están cerradas con llave, allí nos atraparían. La pared cae..., espere, espere..., ¿adónde cae la otra pared?

Esta pared era la del tragaluz por donde entraba la luz. A imitación de las troneras, este respiradero iba estrechándose hasta el fin de un modo tal, que sin contar las tres hileras de hierros, capaces de hacer dormir tranquilo al gobernador más pusilánime, no hubiera podido escaparse ni un niño por allí. Al hacer esta pregunta el recién llegado, arrastró la mesa hasta colocarla debajo del tragaluz.

—Suba —dijo a Dantés.

Dantés obedeció, subió sobre la mesa, y adivinando el intento de su compañero apoyó la espalda en la pared y le alargó ambas manos desde encima de la mesa. Entonces el hombre que se había llamado a sí mismo con el número de su calabozo, y cuyo verdadero nombre ignoraba Dantés aún, con más ligereza que la que su edad hacía presumir, subió del suelo a la mesa, y luego, flexible como un gato o un reptil, de la mesa a las manos de Dantés, y de las manos a las espaldas. De este modo, doblándose extremadamente, porque no le permitía otra cosa el techo del calabozo, pudo meter la cabeza entre la primera fila de hierros y mirar arriba y abajo, retirando al momento la cabeza con mucha prima a la vez que exclamaba:

—¡Oh!, ¡oh! ¡Ya lo sospechaba yo!

Y volvió a bajar a la mesa, y de la mesa saltó al suelo.

—¿Qué sospechaba? —le preguntó ansioso el joven, saltando también.

El anciano se quedó meditabundo.

—Sí —dijo—, eso es... la cuarta pared del calabozo da a una galería exterior, a una especie de ronda por donde pasan patrullas y donde hay centinelas.

—¿Está seguro de ello?

—He visto el morrión de un soldado y la boca de su fusil. Me retiré tan pronto por miedo de que él también me viese.

—En resumen... —dijo Dantés.

—Ya ve que es imposible huir por su calabozo.

—¿De modo que...? —preguntó el joven con acento interrogador.

—Aunque ¡hágase la voluntad de Dios! —contestó. Y las facciones del anciano se cubrieron de un aspecto de resignación.

Dantés no pudo menos de mirar con extrañeza que rayaba en admiración, a un hombre que con tanta filosofía renunciaba a una esperanza alimentada tantos años.

—¿Quiere decirme ahora quién es usted? —le preguntó.

—¡Oh!, sí, como le interesa todavía, aunque no pueda ya servirle para nada.

—Puede servirme de consuelo y de sostén, puesto que me parece sin igual su fortaleza de espíritu.

—Yo soy —dijo el anciano sonriendo tristemente— el abate Faria, preso, como ya sabe, desde 1811 en el castillo de If; pero antes de esa fecha llevaba ya tres años en la fortaleza de Fenestrelle. En esa fecha me trasladaron del Piamonte a Francia. Supe entonces que el destino, hasta allí su vasallo, había dado un hijo al emperador Napoleón, hijo que en la misma cuna se llamaba ya rey de Roma. Estaba yo entonces muy lejos de sospechar lo que me ha dicho, a saber que cuatro años más tarde el coloso se haría pedazos. ¿Quién reina ahora en Francia? ¿Es acaso Napoleón II?