El Conde de Montecristo

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Aus der Reihe: Colección Oro
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—Entremos, pues, en este —dijo.

—Bien —respondió el gobernador, haciendo una seña al llavero, el cual abrió la puerta.

Al rechinar de las macizas cerraduras; al rumor de los pesados cerrojos, Dantés, que estaba acurrucado en un rincón del calabozo recreándose deleitosamente en el exiguo rayo de luz que penetraba por un tragaluz con gruesísimos barrotes, Dantés, repetimos, levantó la cabeza. Viendo a un desconocido alumbrado por dos llaveros que llevaban antorchas encendidas, custodiado por dos soldados y respetado por el gobernador de tal manera que le hablaba con el sombrero en la mano, comprendió Dantés el objeto de su visita, y viendo en fin que se le presentaba coyuntura de hablar a una autoridad superior, saltó hacia él con las manos en actitud de súplica. Los soldados calaron bayoneta, temiendo que el preso se dirigiese al inspector con malas intenciones; este retrocedió un paso, asustado. Dantés comprendió que le habían pintado a sus ojos como un hombre temible. Procuró entonces poner en su mirada cuanto de humildad y mansedumbre hay en el corazón humano, y con una elocuencia piadosa que admiró a todos los circunstantes trató de conmover al recién llegado. Escuchó hasta el fin el inspector el discurso de Dantés, y volviéndose al gobernador le dijo en voz baja:

—Ya va haciéndose humano, y los sentimientos dulces empiezan a dominarle. Observe cómo el temor obra en él su efecto; retrocedió ante las bayonetas, y el loco no retrocede ante peligro alguno. Sobre este síntoma he hecho ya en Charentón observaciones muy curiosas. Después, volviéndose al preso:

—En resumen —le dijo—, ¿qué pide?

—Pido que me digan el crimen que he cometido; que se me nombren jueces; que se me juzgue; que se me fusile si soy culpable, pero que me pongan en libertad si soy inocente.

—¿Come bien? —le preguntó el inspector.

—Sí, yo lo creo..., no lo sé; pero eso importa poco. Lo que debe importar, no solamente a mí, pobre preso, sino a todos los que se ocupan en hacer justicia, y sobre todo al rey que nos manda, es que el inocente no sea víctima de una delación infame, y no muera entre cerrojos maldiciendo a sus verdugos.

—¡Qué humilde está hoy! —le dijo el gobernador—. No siempre sucede lo mismo, de otra manera hablabas el día que quiso asesinar a su guardián.

—Es verdad, señor —respondió Dantés—, y por ello pido humildemente perdón a este hombre, que ha sido siempre bondadoso conmigo. Pero ¿qué quiere? Yo estaba loco, yo estaba furioso.

—¿Y ahora, ya no lo está?

—No, señor; porque la prisión me doma, me anonada. ¡Hace tanto tiempo que estoy aquí!

—¡Mucho tiempo! ¿En qué época lo detuvieron? —le preguntó el inspector.

—El 28 de febrero de 1815, a las dos de la tarde.

El inspector se puso a calcular.

—Estamos a 30 de julio de 1816; desde hace diecisiete meses que está preso.

—¿No hace más? —repuso Dantés—. ¿Le parecen pocos diecisiete meses? ¡Ah!, señor, ignora lo que son diecisiete meses de cárcel; diecisiete años, diecisiete siglos, sobre todo para un hombre como yo, que estaba próximo a ser feliz; para un hombre que vela abierta una carrera honrosa, y que todo lo pierde en aquel mismo instante, que del día más claro y hermoso pasa a la noche más profunda, que ve su carrera destruida, que no sabe si lo ama aún la mujer que antes lo amaba, que ignora en fin si su anciano padre está muerto o vivo. Diecisiete meses de cárcel para un hombre acostumbrado al aire del mar, a la independencia del marino, al espacio, a la inmensidad, al infinito; caballero, diecisiete meses de cárcel es el mayor castigo que pueden merecer los crímenes más horribles del vocabulario humano. Tenga piedad de mí, caballero, y pida para mí no indulgencia, sino rigor, no indulto, sino justicia. Justicia, señor, yo no pido más que justicia. ¿Quién se la niega a un preso?

—Está bien, ya veremos —dijo el inspector.

Y volviéndose hacia su acompañante añadió:

—En verdad me da lástima este pobre diablo. Luego me enseñará en el libro de registro su partida.

—Con mucho gusto —respondió el gobernador—, pero creo que hallará notas tremendas contra él.

—Caballero —prosiguió Edmundo—, bien sé que usted no puede hacerme salir de aquí por su propia decisión, pero puede transmitir mi súplica a la autoridad, provocar una requisitoria, hacer en fin que se me juzgue. ¡Justicia es todo lo que pido! Sepa yo al menos de qué crimen se me acusa, y a qué castigo se me sentencia. La incertidumbre es el peor de todos los suplicios.

—Cuénteme, pues, detalles del asunto —dijo el inspector.

—Señor —exclamó Dantés—, por su voz comprendo que está conmovido. ¡Señor! ¡Dígame que tenga esperanza!

—No puedo decírselo —respondió el inspector—, sino solamente prometerle examinar su causa.

—¡Oh! Entonces, caballero, estoy libre, ¡me he salvado!

—¿Quién le mandó detener? —preguntó el inspector.

—El señor de Villefort —respondió Edmundo Dantés—. Véalo y entiéndase con él.

—Desde hace un año que el señor de Villefort no está en Marsella, sino en Tolosa.

—¡Ah!, no me extraña —balbució Dantés—. ¡He perdido a mi único protector!

—¿Tenía el señor de Villefort algún motivo para estar resentido con usted?

—Ninguno, señor; antes al contrario, fue muy bondadoso conmigo.

—¿Podré fiarme de las notas que haya dejado escritas sobre usted, o que me proporcione él mismo?

—Sí, señor.

—Pues bien: tenga esperanza.

Dantés cayó de rodillas levantando las manos al cielo, y recomendándole en una oración aquel hombre que había bajado a su calabozo como el Salvador a sacar almas del infierno. La puerta se volvió a cerrar, pero la esperanza que acompañaba al inspector se quedó encerrada en el calabozo de Dantés.

—¿Quiere ver ahora el libro de registro —dijo el gobernador—, o bajamos antes al calabozo del abate?

—Acabemos la visita —respondió el inspector—. Si volviese a salir al aire libre quizá no tendría valor para acabarla.

—Este preso no es por el estilo del otro, que su locura entristece menos que la razón de su vecino.

—¿Cuál es su locura?

—¡Oh!, muy extraña. Se cree poseedor de un tesoro inmenso. El primer año ofreció al gobierno un millón si le ponía en libertad; el segundo año le ofreció dos millones; el tercero, tres, y así progresivamente. Ahora está en el quinto año, es probable que le pida una entrevista, y le ofrezca cinco millones.

—Manía rara es, en efecto —dijo el inspector—. ¿Y cómo se llama ese millonario?

—El abate Faria.

—Número 27 —dijo el inspector.

—Aquí es. Abra, Antonio.

El llavero obedeció, con lo que pudo el inspector pasear su mirada curiosa por el calabozo del “abate loco”, que así solían llamar a aquel preso.

En mitad de la estancia, dentro de un círculo trazado en el suelo con un pedazo de yeso de la pared, se veía agazapado un hombre casi desnudo, tan roto estaba su traje. Se ocupaba en aquellos momentos en hacer dentro del círculo líneas geométricas muy bien trazadas, y parecía tan preocupado con su problema como Arquímedes cuando lo mató el soldado de Marcelo. Ni siquiera pestañeó al rumor de la puerta que se abría, ni dio muestra alguna de sorpresa cuando el resplandor de las antorchas iluminó con desusado brillo el húmedo suelo en que trabajaba. Se volvió entonces y vio con gran sorpresa la numerosa comitiva que acababa de entrar en su calabozo.

Acto continuo se puso en pie y cogió un cobertor que yacía a los pies de su miserable lecho para envolverse y recibir con mayor decencia a los recién venidos.

—¿Qué es lo que pide? —le dijo el inspector sin alterar la fórmula.

—¿Yo, caballero...?, no pido nada —respondió el abate como admirado.

—Sin duda no me comprende —dijo el inspector—. Yo soy un delegado del gobierno para visitar las cárceles y atender las reclamaciones de los presos.

—¡Oh!, entonces es otra cosa, caballero —exclamó vivamente el abate—. Creo que vamos a entendernos.

—¿Lo ve? —dijo el gobernador por lo bajo—. El principio, ¿no le indica que va a parar a lo que yo le decía?

—Caballero —prosiguió el preso—, yo soy el abate Faria, natural de Roma. A los veinte años era secretario del cardenal Rospigliossi. Sin saber por qué, me detuvieron a principios de 1811, y desde entonces suplico vanamente mi libertad a las autoridades italianas y francesas.

—¿Y por qué a las francesas? —le preguntó el gobernador.

—Porque me prendieron en Piombino, y supongo que, como Milán y Florencia, Piombino será actualmente capital de un departamento francés.

El inspector y el gobernador se miraron sonriendo.

—¿Sabe, amigo mío —le dijo el inspector—, que no son muy frescas sus noticias de Italia?

—Datan del día en que fui detenido, caballero —repuso el abate Faria— y como Su Majestad el emperador había creado el reino de Roma para el hijo que el cielo acababa de darle, supongo que, siguiendo el curso de sus conquistas, haya realizado el sueño de Maquiavelo y de César Borgia, que era hacer de Italia entera un solo y único reino.

—Caballero —dijo el inspector—, la Providencia, por fortuna, ha modificado ese gigantesco plan de que parece partidario tan ardiente.

—Ese es el único medio de hacer de Italia un Estado fuerte, independiente y feliz —respondió el abate.

—Puede ser —repuso el inspector—; pero yo no he venido a estudiar un curso de política ultramontana, sino a preguntarle, como ya lo hice, si tiene algo que reclamar sobre su habitación, trato y comida.

—La comida es igual a la de todas las cárceles, quiero decir, malísima —respondió el abate— la habitación ya lo ve, húmeda e insalubre, aunque muy buena para calabozo. Pero no tratemos de eso sino de revelaciones de la más alta importancia que tengo que hacer al gobierno.

 

—Ya va a su negocio —dijo en voz baja el gobernador al inspector.

—Me alegro, pues, de verlo —prosiguió el abate—, aunque me ha interrumpido un cálculo excelente que de no fallarme cambiaría quizás el sistema de Newton. ¿Puede concederme una entrevista secreta?

—¿Eh? ¿Qué decía yo? —dijo el gobernador al inspector.

—Bien conoce a su gente —respondió este último sonriendo, y volviéndose a Faria le dijo—: Caballero, lo que me pide es imposible.

—Sin embargo, ¿y si se tratase, caballero —repuso el abate—, de hacer ganar al gobierno una suma enorme, una suma de cinco millones?

—A fe mía que hasta la cantidad adivinaste —dijo el inspector volviéndose otra vez hacia el gobernador.

—Vamos —prosiguió el abate, conociendo que el inspector iba a marcharse—, no hay necesidad de que estemos absolutamente solos. El señor gobernador puede asistir a nuestra entrevista.

—Amigo mío —dijo el gobernador—, sabemos por desgracia de antemano lo que quiere decirnos. De sus tesoros, ¿no es verdad?

Miró Faria a este hombre burlón con ojos en que un observador desinteresado hubiera leído la razón y la verdad.

—Sin duda alguna —le respondió—. ¿De qué quiere que yo le hable, sino de mis tesoros?

—Señor inspector —repuso el gobernador—, puedo contarle esa historia tan bien como el abate, porque hace cuatro o cinco años que no me habla de otra cosa.

—Eso demuestra, señor gobernador —dijo Faria—, que usted es como aquellos de que habla la Escritura, que tienen ojos y no ven, oídos y no oyen.

—Amigo —añadió el inspector—, el gobierno es rico, y a Dios gracias no necesita de su dinero. Guárdelo, pues, para cuando salga de su encierro.

Se dilataron los ojos del abate, y asiendo de la mano al inspector, le dijo:

—Pero, ¿y si no salgo nunca? ¿Y si contra toda justicia permanezco siempre en este calabozo? ¿Y si muero sin haber legado a nadie mi secreto? ¡El tesoro se perderá! ¿No es preferible que lo poseamos el gobierno y yo? Daré hasta seis millones, caballero, sí, le daré hasta seis millones, y me contentaré con el resto si se me pone en libertad.

—A fe mía —dijo a media voz el inspector—, habla con tal acento de convicción, que se le creería de no saber que está loco.

—No estoy loco, caballero, digo la verdad —repuso Faria, que con ese oído finísimo de los presos no perdió una sola palabra—. El tesoro del que hablo existe ciertamente, y me comprometo a firmar con usted un tratado por el cual me llevará adonde yo designe, se cavará en la tierra, y si yo miento, si no se encuentra nada, si estoy loco como dice, consentiré en volver al calabozo, y en permanecer toda mi vida, y en esperar la muerte sin volver a pedir nada ni a usted ni a nadie.

El gobernador se echó a reír.

—¿Y está muy lejos el lugar de su tesoro?

—A cien leguas de aquí, sobre poco más o menos.

—No está mal imaginado —dijo el gobernador—. Si todos los presos se divirtiesen en pasear a sus guardias por un espacio de cien leguas, y si los guardias consintiesen en tales paseos, sería un magnífico motivo para que los presos tomaran las de Villadiego a la primera ocasión, que no dejaría de presentarse, ciertamente, en tan larga correría.

—Es un ardid muy gastado —dijo el inspector—. Ni siquiera tiene el mérito de la invención.

Después, volviéndose al abate, le dijo:

—Ya le he preguntado si le dan bien de comer.

—Caballero —respondió Faria—, júreme por Cristo nuestro Señor que me pondrá en libertad si no miento, y le diré dónde está el tesoro.

—¿Le dan buen alimento? —repitió el inspector.

—Nada aventura, caballero, y no será un truco para escaparme, pero consiento en permanecer aquí mientras usted vaya...

—¿No contesta a mi pregunta? —repuso impaciente el inspector.

—¡Ni usted a mi solicitud! —respondió el abate—. ¡Maldito sea como los insensatos que no han querido creerme! ¿No quiere mi oro? Para mí será. ¿Me niega la libertad? Dios me la dará. Váyase. Ya nada tengo que decir.

Y el abate tiró el cobertor sobre la cama, recogió su pedazo de yeso, y fue a sentarse en medio de su círculo, donde continuó trazando sus figuras.

—¿Qué hace? —decía el inspector al irse.

—Cuenta sus tesoros —le contestó el gobernador.

Faria respondió a este sarcasmo con una mirada sublime de desprecio.

Salieron y el llavero cerró la puerta.

—¿Si habrá poseído, en efecto, algún tesoro? —decía el inspector subiendo la escalera.

—O habrá soñado que lo poseía, y despertó demente —repuso el gobernador.

—Si realmente fuera tan rico, no estaría preso —añadió el inspector con la sencillez del hombre corrompido.

Así concluyó para el abate Faria esta aventura. Siguió preso sin que lograse con la visita otra cosa que afirmar su fama de loco.

Calígula o Nerón, aquellos célebres rebuscadores de tesoros, que se dieron de cabezadas por todo lo imposible, hubiesen atendido a este pobre hombre, le hubiesen concedido el aire que deseaba, el espacio que en tanto tenía, la libertad que tan cara quería pagar; pero los reyes de ahora, encerrados en los límites de lo probable, no tienen la audacia de la voluntad, temen el oído que escucha las órdenes que ellos mismos dan, el ojo que ve sus acciones; no sienten en sí lo superior de la esencia divina, son hombres coronados, en una palabra. En otro tiempo se creían o a lo menos se decían hijos de Júpiter, y conservaban algo del ser de su padre; que no se plagian fácilmente las cosas de ultra-nubes. Ahora los reyes se hacen muy a menudo vulgares. Sin embargo, como ha repugnado siempre al gobierno despótico que se vean a la luz pública los efectos de la prisión y de la tortura; como hay pocos ejemplos de que una víctima de la inquisición haya podido pasear por el mundo sus huesos triturados y sus sangrientas llagas, así la locura, esta úlcera causada por el fango de los calabozos, se esconde casi siempre cuidadosamente en el sitio en que ha nacido, o si sale de él es para enterrarse en un hospital sombrío, donde el médico no puede distinguir ni al hombre ni al pensamiento entre las informes ruinas que el carcelero le entrega.

Vuelto loco en la prisión el abate Faria, por su misma locura, estaba condenado a no salir nunca de ella. En cuanto a Dantés, el inspector le cumplió su palabra, examinando el libro de registro cuando volvió a los aposentos del gobernador. Así decía la nota referente a él:

Edmundo Dantés: Bonapartista acérrimo. Ha tomado una parte muy activa en la vuelta de Napoleón. Téngase muy vigilado y con el mayor secreto.

Esta nota era de otra letra y de otra tinta que las demás del registro, lo que prueba que no ha sido anotada de la prisión de Edmundo. La acusación era bastante positiva para dudar de ella. El inspector escribió, pues, debajo:

Nada se puede hacer por él.

Esta visita había hecho revivir a Dantés. Desde su entrada en el calabozo se había olvidado de contar los días; pero el inspector le había dado una fecha nueva, y no la olvidó esta vez, sino que arrancando de la pared un pedazo de yeso escribió en el muro: “30 de julio de 1816”. Desde este momento señaló con una raya cada día que pasaba para poder calcular el tiempo.

Transcurrieron días, semanas y meses, y Dantés seguía confiado. Empezó por fijar para su salida de la cárcel un término de quince días, pues suponiendo que el inspector no tuviese en su asunto sino la mitad del interés que él mismo tenía, le bastaba con ese plazo. Transcurrido también este, pensó que era absurdo creer que el inspector se ocupase en tal cosa antes de su regreso a París, y como su vuelta era imposible sin terminar la visita, que debía durar por lo menos un mes o dos, alargó Edmundo su plazo hasta tres meses. Pasados estos hizo otro cálculo, prolongándolos hasta seis; pero cuando estos pasaron también, halló que juntos los primeros días con los meses había esperado diez y medio.

Durante dicho tiempo en nada había cambiado su situación; ninguna nueva de consuelo había tenido, y seguía como siempre mudo su carcelero. Dantés empezó a dudar de sus sentidos, a creer que lo que tomaba por un recuerdo no era sino una visión de su fantasía, y que aquel ángel consolador solamente había bajado a su calabozo en alas de un sueño.

Al cabo de un año trasladaron al gobernador del castillo, obteniendo el antiguo el mando de la fortaleza de Ham, a la que se llevó muchos de sus dependientes, entre ellos el carcelero de Edmundo. Llegó el nuevo gobernador, y como le costase mucho trabajo recordar los nombres de los presos, se los hizo representar por números. Este horrible hotel tenía unas cincuenta habitaciones, cuyos números respectivos tomaron sus habitantes. ¡El desgraciado marino dejó de llamarse Edmundo Dantés, conociéndose tan solo por el número 34!

Capítulo quince: El número 34 y el número 27

Dantés pasó por todos los grados de desventura que experimentan los presos olvidados en el fondo de sus calabozos. Comenzó por recurrir al orgullo, que es una consecuencia de la esperanza y un íntimo convencimiento de la propia inocencia; después dudó de su inocencia, lo que no dejaba de justificar un tanto las suposiciones de locura del gobernador, y por último cayó del pedestal de su orgullo, y no para implorar a Dios, sino a los hombres. Dios es el último recurso. El desgraciado que debería comenzar por él, no llega a implorarle sino después de haber agotado todas sus esperanzas.

Pidió, pues, que le sacasen de su calabozo para ponerle en otro, aunque fuese más negro y más oscuro. Un cambio, aunque perdiendo, era siempre un cambio, y le proporcionaría por algún tiempo distracción. Pidió asimismo que le concediesen el pasear, y el tomar el aire, y libros e instrumentos. Nada le fue concedido; pero no por eso dejó de pedir, pues se había acostumbrado a hablar con su carcelero, que era más mudo que el anterior si es posible. Hablar con un hombre, aunque no le respondiese, había llegado a parecerle una gran felicidad. Hablaba para escuchar su propia voz, pues cierta vez que ensayó en hablar a solas, su voz le dio miedo.

Muchas veces, cuando estaba en libertad, se había horrorizado Dantés al recuerdo de esas cárceles comunes de las poblaciones, donde los vagabundos están mezclados con los bandoleros y con los asesinos, que con innoble placer contraen horribles lazos, haciendo de la vida de la cárcel una orgía espantosa. Pues, a pesar de todo, llegó incluso a sentir deseos de encontrarse en uno de estos antros, por ver otras caras que la de aquel carcelero impasible y mudo; llegó a echar de menos el presidio con su infamante traje, su cadena asida al pie, y la marca en la espalda. Los presidiarios al menos viven en sociedad con sus semejantes, respiran el aire libre y ven el cielo, los presidiarios deben ser muy dichosos.

Un día suplicó a su guardián que pidiese para él un compañero, aunque fuese el abate loco del cual había oído hablar. Bajo la corteza de un carcelero, por más que sea muy ruda, queda siempre algo de humanidad, y este, a pesar de que nunca lo había demostrado ostensiblemente, en lo íntimo de su alma compadeció muchas veces a aquel desgraciado joven, sujeto a tan dura cautividad, por lo que transmitió al gobernador la solicitud del número 34; pero el gobernador, prudentísimo como si fuera un hombre político, se figuró que Dantés quería insurreccionar a los presos, fraguar una conspiración, contar con algún amigo para alguna tentativa; y le negó lo que pedía.

Habiendo agotado todos los recursos humanos, y no encontrando remedio de ninguna clase para sus males, fue cuando se dirigió a Dios. Vinieron entonces a vivificar su alma todos esos pensamientos piadosos que baten sus alas sobre los desgraciados. Recordó las oraciones que le enseñaba su madre, hallándoles un significado para él entonces desconocido, porque las oraciones para el hombre que es dichoso son a veces palabras vacías de sentido, hasta que el dolor viene a explicar al infortunio ese lenguaje sublime con que nos habla Dios.

Oró, pues, mas no con fervor sino con rabia. Rezando en voz alta no le asustaban sus palabras, caía en una especie de éxtasis; a cada palabra que pronunciaba se le aparecía Dios; sacaba lecciones de todos los hechos de su vida humilde y oscura, atribuyéndolos a Dios, imponiéndose deberes para el porvenir, y al final de cada rezo intercalaba ese deseo egoísta que los hombres dirigen a sus semejantes más a menudo que a Dios:

 

“(...) Y perdona nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”.

Y esto le puso sombrío, y un velo cubrió sus ojos. Dantés era un hombre sencillo y sin educación. Lo pasado permanecía para él envuelto en ese misterio que la ciencia desvanece. En la soledad de un calabozo, en el desierto de su imaginación, no le era posible resucitar los tiempos pasados, reanimar los pueblos muertos, restaurar las antiguas ciudades, que el pensamiento poetiza y agiganta, y que pasan delante de los ojos alumbradas por el fuego del cielo, como los cuadros babilónicos de Martin. Dantés no conocía más que su pasado, tan breve; su presente, tan sombrío, y su futuro tan dudoso. ¡A la luz de los diecinueve años ver la oscuridad de una noche eterna! Como ninguna distracción le entretenía, su espíritu enérgico, a cuyas aspiraciones bastara solamente el tender su vuelo a través de las edades, se veía obligado a ceñirse a su calabozo como un águila encerrada en una jaula. Entonces se aferraba, por decirlo así, a una idea, a la de su ventura, desvanecida sin causa aparente por una fatalidad inconcebible; se aferraba, pues, a este pensamiento, le daba mil vueltas examinándolo bajo todas sus fases, devorándolo como el implacable Ugolino devora el cráneo del arzobispo Roger en el Infierno de Dante. Edmundo, que solo tenía una fe pasajera en el poder, la perdió como la pierden otros después del triunfo, con la única diferencia de que él no había sabido aprovecharla.

La rabia sucedió al ascetismo. Tales blasfemias decía Edmundo, que el carcelero retrocedía espantado, se daba golpes contra las paredes, y con cuanto tenía a la mano, principalmente en sí mismo se vengaba de las contrariedades que le hacía sufrir un grano de arena, una paja o una ráfaga de viento. Entonces aquella carta acusadora que él había visto, que él había tocado, que le enseñó Villefort, volvía a clavársele en el magín y cada línea brillaba en la pared como el Mane Thécel Pharés, de Baltasar. Decía para sí que era el odio de los hombres, no la venganza de Dios el que lo hundió en aquella sima; entregaba aquellos hombres desconocidos a todos los suplicios que inventaba su exaltada imaginación, y aún le parecían dulces los más tremendos, y sobre todo livianos para ellos, porque tras el suplicio viene la muerte, y la muerte es, si no el reposo, la insensibilidad, que se le parece mucho.

A fuerza de repetirse a sí mismo, a propósito de sus enemigos, que la calma es la muerte, y el que desea castigar con crueldad necesita de otros recursos que no son los de la muerte, cayó en el horrible ensimismamiento que ocasiona la idea del suicidio. ¡Pobre de aquel a quien detienen en la pendiente de la desgracia estas tristes ideas! ¡Son como uno de esos mares muertos que reflejan el purísimo azul del cielo; pero que si el nadador se arroja a ellos, siente hundirse sus pies en un suelo fangoso, que lo atrae, lo aspira y lo traga! En esta situación, sin auxilio divino, no hay remedio para él, y cada esfuerzo que hace lo hunde más, y lo arrastra más y más a la muerte.

Esta agonía moral es, sin embargo, menos terrible que el dolor que la precede y el castigo que acaso la sigue; es una especie de consuelo vertiginoso, que nos muestra la profundidad del abismo, pero que también en su fondo nos muestra la nada. Edmundo se consoló, pues, un tanto con esta idea. Todos sus dolores, todos sus sufrimientos, con su lúgubre cortejo de fantasmas, huyeron hacia aquel rincón del calabozo, donde parecía que el ángel de la muerte pudiese fijar su silenciosa planta. Contempló ya con tranquilidad su vida pasada, con terror su vida futura, y eligió ese término medio que le ofrecía un asilo.

—Tal vez en mis lejanas correrías, cuando yo era aún hombre, y cuando este hombre libre y potente daba a otros hombres órdenes que eran ejecutadas en el acto, tal vez (decía para sí) he visto nublarse el cielo, bramar las olas y encresparse, nacer la tempestad en un extremo del espacio, y como un águila gigantesca venir llenando con sus alas los dos horizontes. Quizá conocía ya entonces que mi barco era un refugio despreciable, puesto que parecía temblar y estremecerse, ligero como una pluma en la mano de un gigante. Después el terrible mugido de las olas, la vista de los escollos me anunciaban la muerte, y la muerte me espantaba, y hacía inauditos esfuerzos para librarme de ella, y reunía en un punto todas las energías del hombre y toda la inteligencia del marino para luchar con Dios. Y esto, porque yo entonces era feliz; porque volver a la vida era para mí volver a la felicidad; porque aquella muerte yo no la había llamado ni la había elegido; porque el sueño, en fin, me parecía intolerable en aquel lecho de algas y de légamo..., era que me indignaba a mí, criatura, imagen de Dios, el servir de pasto a los albatros o a los tiburones. Pero hoy ya es otra cosa, he perdido cuanto me encariñaba con la existencia; hoy la muerte me sonríe como una nodriza al niño que va a amamantar; hoy muero como se me antoja; muero cansado, como dormía en aquellas noches de desesperación y rabia después de haber dado tres mil vueltas en mi camarote; es decir, treinta mil pasos; es decir, diez leguas sobre poco más o menos.

En cuanto esta idea germinó en la imaginación del joven, se puso un tanto más alegre, más risueño, se conformó más con su pan negro y con su dura cama, comió menos, dejó de dormir, y comenzó a parecerle soportable aquel resto de existencia, que podría dejar cuando quisiese, como se deja un vestido viejo.

Dos maneras tenía de morir; una era sencilla: atar su pañuelo a un hierro de la ventana y ahorcarse; otra era dejarse morir de hambre, sin que su carcelero se diera cuenta de ello. La primera repugnaba mucho a Dantés, porque recordaba a los piratas que mueren ahorcados en las vergas de los navíos que los apresan, tenía pues a la horca por un suplicio infamante y no quería aplicárselo a sí mismo, por lo que adoptó el segundo medio, empezando desde aquel día a ponerlo en práctica.

Cerca de cuatro años habían transcurrido en las alternativas que hemos referido. A fines del segundo dejó de contar los días, y había vuelto a esa ignorancia del tiempo, de que le sacara en otra época el inspector.

Habiendo dicho Dantés “quiero morir”, y habiendo elegido hasta la muerte que se daría, lo calculó bien todo, y por temor de arrepentirse hizo juramento consigo mismo de morir de aquella manera. “Cuando me traigan las provisiones las tiraré por la ventana —se decía—, y aparentaré que las he comido”.

Lo hizo como se lo había prometido. Dos veces cada día tiraba su comida por la ventanilla con reja, que apenas le dejaba ver el cielo, primeramente con alegría, después con reflexión, y por último con pesar. Para fortalecerse en tan horrible lucha, necesitaba recordarse a cada instante el juramento que se había hecho. Aquella comida que otras veces le repugnaba, gracias al aguijón del hambre, le parecía tentadora a la vista, exquisita al olfato, y más de una vez pasó horas enteras con la cazuela en las manos contemplándola fijamente, le hizo figurarse que Dios se compadecía al fin de sus sufrimientos con aquella carne nauseabunda, aquel pescado podrido, y aquel pan negro. Dominaban aún en él los postreros instintos de la vida. Su calabozo le parecía menos sombrío y su situación menos desesperada siempre que pensaba en sus amigos y seres queridos. Todavía era joven, puesto que debía contar veinticinco o veintiséis años, y le quedaban con corta diferencia cincuenta que vivir, o sea el doble de lo que había vivido. Pero no, sin duda Edmundo se engañaba; aquello no era más que una de esas visiones fantásticas que se forjan a las puertas de lamentos, y ¿no trataría de disminuir la distancia que los separaba?

Durante este tiempo, ¡cuántos acontecimientos podrían abrir las murallas del castillo de If, romper las puertas y volverle a la libertad! Entonces aproximaba a su boca aquella comida que, Tántalo voluntario, apartaba al punto con mano firme, pues con el recuerdo de su juramento, esta generosa naturaleza temía despreciarse a sí mismo si lo quebrantaba. Riguroso e implacable consigo mismo, gastó, pues, el asomo de existencia que le quedaba, llegando un día en que no tuvo fuerzas para levantarse a arrojar la comida. Al día siguiente ya no veía, y oía con mucha dificultad. El carcelero creyó que estaba enfermo de gravedad, y Edmundo confió ya en su muerte próxima. Así pasó todo el día. Cierto aturdimiento vago y una sensación nada agradable, empezaba a apoderarse de él.