El Conde de Montecristo

Text
Aus der Reihe: Colección Oro
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

Ya hemos dicho, empero, que para los ojos de Dantés no había tinieblas. Al primer golpe de vista conoció que la segunda gruta estaba vacía como la primera. El tesoro, si es que lo contenía, estaba enterrado en aquel rincón oscuro. Había llegado la hora de la zozobra; dos pies de tierra, algunos golpes de azada, era lo que separaba a Dantés de su mayor alegría o de su mayor desesperación. Se acercó al ángulo, y como si tomara una determinación repentina, se puso a cavar desaforadamente. Al quinto o sexto golpe, el hierro de la azada resonó como si diera contra un objeto también de hierro.

Nunca el toque de rebato, ni el lúgubre doblar de las campanas causaron mayor impresión en el que los oye. Aunque Dantés hubiera encontrado vacío el lugar de su tesoro, no habría palidecido más intensamente. Se puso a cavar a un lado de su primera excavación, y halló la misma resistencia, aunque no el mismo sonido.

—Es un arca forrada de hierro —exclamó.

En este momento, una rápida sombra cruzó interceptando la luz que entraba por la abertura. Tiró Edmundo su azada, cogió su fusil, y se lanzó afuera. Una cabra salvaje había saltado por la primera entrada de las grutas y triscaba a pocos pasos de allí.

Buena ocasión era aquella de procurarse alimento, pero Edmundo temió que el disparo llamase la atención de alguien. Reflexionó un momento, y cortando la rama de un árbol resinoso, fue a encenderla en el fuego humeante aún donde los contrabandistas habían guisado su almuerzo, y volvió con aquella antorcha encendida. No quería dejar de ver ninguna cosa de las que le esperaban.

Con acercar la luz al hoyo, pudo convencerse de que no se había equivocado. Sus golpes dieron alternativamente en hierro y en madera. Ahondó en seguida por los lados unos tres pies de ancho y dos de largo, y al fin logró distinguir claramente un arca de madera de encina, guarnecida de hierro cincelado. En medio de la tapa, en una lámina de plata que la tierra no había podido oxidar, brillaban las armas de la familia Spada, es decir, una espada en posición vertical en un escudo redondo como todos los de Italia, coronado por un capelo.

Dantés lo reconoció muy fácilmente. ¡Tanta era la minuciosidad con que se lo había descrito el abate Faria! No cabía la menor duda, el tesoro estaba allí seguramente. No se hubieran tomado tantas precauciones para nada.

En un momento arrancó la tierra de uno y otro lado, lo que le permitió ver aparecer primero la cerradura de en medio, situada entre dos candados y las asas de los lados, todo primorosamente cincelado. Cogió Dantés el arcón por las asas, y trató de levantarlo, mas era imposible. Luego pensó abrirlo, pero la cerradura y los candados estaban cerrados de tal manera que no parecía sino que guardianes fidelísimos se negaran a entregar su tesoro.

Introdujo la punta de la azada en las rendijas de la tapa, y apoyándose en el mango la hizo saltar con un gran chirrido. Se rompió también la madera de los lados, con lo que fueron inútiles las cerraduras, que también saltaron a su vez, aunque no sin que los goznes se resistieran a desclavarse.

El arca se abrió. Estaba dividida en tres compartimientos.

En el primero brillaban escudos de dorados reflejos. En el segundo, barras casi en bruto, colocadas simétricamente, que no tenían de oro sino el peso y el valor. El tercer compartimiento, por último, solo estaba medio lleno de diamantes, perlas y rubíes, que al cogerlos Edmundo febrilmente a puñados, caían como una cascada deslumbradora, y chocaban unos con otros con un ruido como el de granizo al chocar en los cristales.

Harto de palpar y enterrar sus manos en el oro y en las joyas, se levantó y echó a correr por las grutas, exaltado, como un hombre que está a punto de volverse loco. Saltó una roca, desde donde podía distinguir el mar, pero a nadie vio. Se encontraba solo, enteramente solo con aquellas riquezas incalculables, inverosímiles, fabulosas, que ya le pertenecían. Solamente de quien no estaba seguro era de sí mismo. ¿Era víctima de un sueño, o luchaba cuerpo a cuerpo con la realidad? Necesitaba volver a deleitarse con su tesoro, y, sin embargo, comprendía que le iban a faltar las fuerzas. Se apretó un instante la cabeza con las manos, como para impedir a la razón que se le escapara, y luego se puso a correr por toda la isla, sin seguir, no diré camino, que no lo hay en Montecristo, sino en línea recta, espantando a las cabras salvajes y a las aves marinas, con sus gestos y sus exclamaciones. Al fin, dando un rodeo, volvió al mismo sitio, y aunque todavía vacilante, se lanzó de la primera a la segunda gruta, hallándose frente a frente con aquella mina de oro y de diamantes.

Cayó de rodillas, apretando con sus manos convulsivas su corazón, que saltaba, y murmurando una oración, inteligible solo para el cielo. Esto hizo que se sintiese más tranquilo y más feliz, porque empezó a creer en su felicidad.

Acto seguido, se puso a contar su fortuna. Había mil barras de oro, y su peso como de dos a tres libras cada una. Hizo luego un montón de veinticinco mil escudos de oro, con el busto del Papa Alejandro VI y sus predecesores; cada uno podía valer ochenta francos de la actual moneda francesa. Y el departamento en que estaban no quedó, sin embargo, sino medio vacío. Finalmente, contó diez puñados de sus dos manos juntas de pedrería y diamantes, que montados por los mejores plateros de aquella época poseían un valor artístico casi igual a su valor intrínseco.

Entretanto, el sol iba acercándose a su ocaso, por lo que temiendo Dantés ser sorprendido en las grutas durante la noche, cogió su fusil y salió al aire libre. Un pedazo de galleta y algunos tragos de vino fueron su cena. Después colocó la baldosa en su sitio, se acostó encima de ella y durmió, aunque pocas horas, cubriendo con su cuerpo la entrada de la gruta. Esta noche fue deliciosa y terrible al mismo tiempo, como las que había pasado ya dos o tres veces en su vida.

Capítulo dos: El desconocido

Al fin amaneció. Hacía muchas horas que Dantés esperaba el día con los ojos abiertos. A los primeros rayos de la aurora se incorporó, y subiendo como el día anterior a la roca más elevada a espiar las cercanías, pudo convencerse de que la isla estaba desierta.

Levantó entonces la baldosa que cubría su gruta, llenó sus bolsillos de piedras preciosas, volvió a componer el arca lo mejor que pudo, cubriéndola con tierra, que apisonó bien, le echó encima una capa de arena, para que lo removido se igualase al resto del suelo, y salió de la gruta volviendo a colocar la baldosa y cubriéndola de piedras de tamaños diferentes. Rellenó de tierra las junturas, plantó en ellas malezas y mirtos y las regó para que pareciesen nacidas allí, borró las huellas de sus pasos, impresas en todo aquel circuito, y esperó con impaciencia la vuelta de sus compañeros.

Efectivamente; no era cosa de permanecer en Montecristo guardando como un dragón de la mitología, sus inútiles tesoros. Se trataba de volver a la vida y a la sociedad, recobrar entre los hombres el rango, la influencia y el poder que da en este mundo el oro; el oro, la mayor y la más grande de las fuerzas que la criatura humana puede disponer.

Los contrabandistas volvieron al sexto día y, desde lejos reconoció Dantés por su porte y por su marcha a La Joven Amelia. Se acercó a la orilla arrastrándose, como Filoctetes herido, y cuando desembarcaron sus compañeros les anunció con voz quejumbrosa que estaba algo mejor.

A su vez los marineros le dieron cuenta de su expedición. Habían salido bien, es verdad, pero apenas desembarcado el cargamento, tuvieron aviso de que un barco guardacostas de Tolón acababa de salir del puerto y se dirigía hacia ellos. Entonces se pusieron en fuga a toda vela, echando muy de menos a Dantés, que sabía hacer volar a la tartana. En efecto, bien pronto divisaron al guardacostas que les daba caza, pero con ayuda de la noche, doblando el cabo de Córcega, consiguieron eludir su persecución.

En suma, el viaje no había sido malo del todo y los camaradas, en particular Jacobo, lamentaban que Dantés no hubiera ido, con lo cual tendría su parte en las ganancias, que eran nada menos que cincuenta piastras.

Edmundo los escuchaba impasible. Ni una sonrisa le arrancó siquiera la enumeración de las ventajas que le hubiera reportado el dejar a Montecristo, y como La Joven Amelia solo había venido a buscarlo, aquella misma tarde volvió a embarcar para Liorna.

Al llegar a Liorna fue en busca de un judío, y le vendió cuatro de sus diamantes más pequeños, por cinco mil francos cada uno. El mercader hubiera debido informarse de cómo un marinero podía poseer semejantes alhajas, pero se guardó muy bien de hacerlo, puesto que ganaba mil francos en cada una.

Al día siguiente, compró una barca nueva, y se la dio a Jacobo con cien piastras, a fin de que pudiese tripularla, con encargo de ir a Marsella a averiguar qué había sido de un anciano llamado Luis Dantés, que vivía en las alamedas de Meillán, y de una joven llamada Mercedes, que vivía en los Catalanes.

Jacobo creyó que soñaba, y entonces Edmundo le contó que se había hecho marino por una calaverada y porque su familia le negaba hasta lo necesario para su manutención, pero que a su llegada a Liorna se había enterado de la muerte de un tío suyo, que le dejaba por único heredero. La cultura de Dantés daba a este cuento tal verosimilitud, que Jacobo no tuvo duda alguna de que decía la verdad su antiguo compañero.

Además, como había terminado ya el período de enrolamiento de Edmundo con La Joven Amelia, se despidió del patrón, que hizo muchos esfuerzos por retenerlo, pero que habiendo sabido, como Jacobo, la historia de la herencia, renunció desde luego a la esperanza de que su antiguo marinero alterara su resolución.

 

A la mañana siguiente, Jacobo emprendió su viaje a Marsella para encontrarse con Edmundo en la isla de Montecristo. El mismo día marchó Dantés, sin decir adónde, habiéndose despedido de la tripulación de La Joven Amelia, gratificándola espléndidamente, y del patrón, ofreciéndole que cualquier día tendría noticias de él. Edmundo se fue a Génova.

Precisamente el día en que llegó estaba probándose en el puerto un yate encargado por un inglés, que habiendo oído decir que los genoveses eran los mejores armadores del Mediterráneo, quería tener el suyo construido en Génova. Lo había ajustado en cuarenta mil francos. Dantés ofreció sesenta mil, bajo la condición de tenerlo en propiedad aquel mismo día. Como el inglés había ido a dar una vuelta por Suiza, para dar tiempo a que el barco se concluyera, y no debía volver hasta dentro de tres o cuatro semanas, calculó el armador que tendría tiempo de hacer otro.

Edmundo llevó al genovés a casa de un judío, que conduciéndolo a la trastienda le entregó sus sesenta mil francos. El armador ofreció al joven sus servicios para organizar una buena tripulación, pero Dantés le dio las gracias, diciéndole que tenía la costumbre de navegar solo, y que lo único que deseaba era que en su camarote, a la cabecera de su cama, se hiciese un armario oculto con tres departamentos o divisiones, secretas también.

Dos horas después salía Edmundo del puerto de Génova, admirado por una muchedumbre curiosa, ávida de conocer al caballero español que acostumbraba navegar solo.

Se lució Dantés a las mil maravillas. Con ayuda del timón, y sin necesidad de abandonarlo, hizo ejecutar a su barco todas las evoluciones que quiso. No parecía sino que fuese el yate un ser inteligente, siempre dispuesto a obedecer al menor impulso, por lo que Dantés se convenció de que los genoveses merecían la reputación que gozan de primeros constructores del mundo.

Los curiosos siguieron con los ojos la pequeña embarcación hasta que se perdió de vista, y entonces empezaron a discutir adónde se dirigiría. Unos opinaron que a Córcega, otros que a la isla de Elba, apostaron algunos que a África, otros que a España, y ninguno se acordó de la isla de Montecristo. No obstante, era a Montecristo adonde se dirigía Dantés.

Llegó en la tarde del segundo día. El barco, que era muy velero, efectuó el viaje en treinta y cinco horas. Dantés había reconocido minuciosamente la costa, y en vez de desembarcar en el puerto de costumbre, desembarcó en el ancón que ya hemos descrito.

La isla estaba desierta. Nadie, al parecer, había abordado a ella después de Edmundo, que encontró su tesoro tal como lo había dejado.

A la mañana siguiente toda su fortuna estaba ya a bordo, guardada en las tres divisiones del armario secreto.

Permaneció Dantés ocho días, haciendo maniobrar a su barco alrededor de la isla, y estudiándolo como un picador estudia un caballo. Todas sus buenas cualidades y todos sus defectos le fueron ya conocidos, y determinó aumentar las unas y remediar los otros.

Al octavo día vio Dantés acercarse a la isla a velas desplegadas un barquillo que era el de Jacobo. Hizo una señal convenida, le respondió el marinero y dos horas después el barco estaba junto al yate.

Cada una de las preguntas del joven obtuvo una respuesta bien triste. El viejo Dantés había muerto. Mercedes había desaparecido. Dantés escuchó ambas noticias con semblante tranquilo, pero en el acto saltó a tierra, prohibiendo que le siguiesen. Regresó al cabo de dos horas, ordenando que dos marineros de la tripulación de Jacobo pasasen a su yate para ayudarlo, y les ordenó que hiciesen rumbo a Marsella.

La muerte de su padre la esperaba ya, pero ¿qué le habría sucedido a Mercedes?

No podía Edmundo, sin divulgar su secreto, comisionar a un agente para hacer indagaciones, y aun algunas de las que estimaba necesarias, solamente él podría hacerlas. El espejo le había demostrado en Liorna que no era probable que nadie lo reconociera, y esto sin contar que tenía a su disposición todos los medios de disfrazarse. Una mañana, pues, el yate y la barca anclaron en el puerto de Marsella, precisamente en el mismo sitio donde aquella noche de fatal memoria embarcaron a Edmundo para el castillo de If.

No sin temor instintivo, Dantés vio acercarse a un gendarme en el barco de la sanidad, pero con la perfecta calma que ya había adquirido, le presentó un pasaporte inglés que había comprado en Liorna, y gracias a este salvoconducto extranjero, más respetado en Francia que el mismo francés, desembarcó sin ninguna dificultad.

Al llegar a la Cannebière, la primera persona que vio Dantés fue a uno de los marineros de El Faraón, que habiendo servido bajo sus órdenes parecía que se encontrase allí para asegurarle del completo cambio que había sufrido. Se acercó a él resueltamente, haciéndole muchas preguntas, a las que respondió sin hacer sospechar siquiera, ni por sus palabras ni por su fisonomía, que recordase haber visto nunca aquel desconocido.

Dantés le dio una moneda en agradecimiento de sus buenos oficios, y un instante después oyó que corría tras él el marinero. Dantés volvió la cara.

—Perdone, caballero, pero sin duda se habrá equivocado, pues creyendo darme una pieza de cuarenta sueldos, me ha dado un napoleón doble.

—En efecto, me equivoqué, amigo mío —contestó Edmundo—, pero como su honradez merece recompensa, tome otro napoleón, que le ruego acepte para beber a mi salud con sus camaradas.

El marinero miró a Edmundo con tanto asombro, que incluso se olvidó de darle las gracias, y murmuraba al verle alejarse:

—Sin duda es algún nabab que viene de la India.

Dantés prosiguió su camino, oprimiéndosele el corazón a cada momento con nuevas sensaciones. Todos los recuerdos de la infancia, recuerdos indelebles en su memoria, renacían en cada calle, en cada plaza, en cada barrio. Al final de la calle de Noailles, cuando pudo ver las Alamedas de Meillán, sintió que sus piernas flaqueaban y poco le faltó para caer desvanecido entre las ruedas de un coche. Al fin llegó a la casa de su padre. Las capuchinas y las aristoloquias habían desaparecido de la ventana en donde la mano del pobre viejo las había plantado y regado con tanto afán.

Permaneció algún tiempo meditabundo, apoyado en un árbol, contemplando los últimos pisos de aquella humilde vivienda. Al fin se determinó a dirigirse a la puerta, traspasó el umbral, preguntó si había algún cuarto desocupado, y aunque sucedía lo contrario, insistió de tal modo en ver el del quinto piso, que el portero subió a pedir a las personas que lo habitaban, de parte de un extranjero, permiso para visitar la habitación. Los inquilinos eran un joven y una joven que acababan de casarse hacía ocho días. Al verlos, exhaló Dantés un profundo suspiro.

Nada le recordaba el cuarto de su padre. Ni era el mismo el papel de las paredes, ni existían tampoco aquellos muebles antiguos, compañeros de la niñez de Edmundo, presentes en su memoria con toda exactitud. Solo eran las mismas... paredes.

Dantés se volvió hacia la cama, que estaba justamente en el mismo sitio que antes ocupaba la de su padre. Sin querer sus ojos se arrasaron de lágrimas. Allí había debido expirar el pobre anciano, nombrando a su hijo.

Los dos jóvenes contemplaban admirados a aquel hombre de frente severa, en cuyas mejillas brillaban dos gruesas lágrimas, sin que su rostro se alterase, pero como la religión del dolor es respetada por todo el mundo, no solo no hicieron pregunta alguna al desconocido, sino que se apartaron un tanto de él para dejarle llorar libremente, y cuando se marchó lo acompañaron, diciéndole que podría volver cuando gustase, que siempre encontraría abierta su pobre morada.

En el piso de abajo, Dantés se detuvo delante de una puerta a preguntar si habitaba allí todavía el sastre Caderousse, pero el portero respondió que habiendo venido muy a menos el hombre de que hablaba, tenía a la sazón una posada en el camino de Bellegarde a Beaucaire.

Acabó de bajar Dantés, y enterándose de quién era el dueño de la casa de las Alamedas de Meillán, pasó en el acto a verlo, anunciándose con el nombre de lord Wilmore (nombre y título que llevaba en el pasaporte), y le compró la casa por veinticinco mil francos; sin duda valía diez mil francos menos, pero Dantés, si le hubiera pedido por ella medio millón, lo hubiera dado.

Aquel mismo día notificó el notario a los jóvenes del quinto piso que el nuevo propietario les daba a elegir una habitación entre todas, sin aumento alguno de precio, a condición de que le cedieran la que ellos ocupaban.

Este singular acontecimiento dio mucho que hablar durante unos días a todo el barrio de las Alamedas de Meillán, dando origen a mil conjeturas inexactas.

Pero lo que sorprendió y admiró sobre todas las cosas fue ver a la caída de la tarde al mismo hombre de las Alamedas de Meillán pasearse por el barrio de los Catalanes, y penetrar en una casita de pescadores, donde estuvo más de una hora preguntando por personas que habían muerto o desaparecido quince o dieciséis años antes.

A la mañana siguiente, los pescadores en cuya casa había entrado para hacer todas aquellas preguntas, recibieron en agradecimiento una barca catalana, armada en regla, para la pesca.

Bien hubieran querido aquellas pobres gentes dar las gracias al generoso desconocido, pero al separarse de ellos lo habían visto dar algunas órdenes a un marinero, montar a caballo y salir por la puerta de Aix.

Capítulo tres: La posada del puente del Gard

El que como yo haya recorrido a pie el Mediodía de Francia, habrá visto seguramente entre Bellegarde y Beaucaire, a la mitad del camino que separa las dos poblaciones, aunque un tanto más cercana a Beaucaire que a Bellegarde, una sencilla posada que tiene como por rótulo sobre la puerta, en una plancha de hierro tan delgada que el menor vientecillo la zarandea, una grotesca vista del puente del Gard. Esta posada se encuentra al lado izquierdo del camino, volviendo la espalda al río. La decora eso que se llama huerto en el Languedoc, pero que consiste en lo siguiente: La fachada posterior cae a un cercado donde vegetan algunos olivos raquíticos y algunas higueras de hojas blanquecinas, a causa del polvo que las cubre. Aquí y allá crecen pimientos, tomates y ajos, y en uno de sus rincones, por último, como olvidado centinela, un gran pino de los llamados quitasoles, eleva melancólicamente su tronco flexible, mientras su copa, abierta como un abanico, se tuesta a un sol de treinta grados.

Estos árboles, así los grandes como los pequeños, se inclinan todos naturalmente en la dirección que lleva el mistral cuando sopla. El mistral es una de las tres plagas de la Provenza; las otras dos, como sabe todo el mundo, o como todo el mundo ignora, eran Duranzo y el parlamento.

Esparcidas en la cercana llanura, que parece un lago inconmensurable de polvo, vegetan algunas matas de trigo, sembradas por los horticultores del país, sin duda por curiosidad, pues solo sirven de asilo a las cigarras, que aturden con su canto agudo y monótono a los viajeros extraviados en aquella Tebaida.

Hacía seis o siete años que este mesón pertenecía a un hombre y una mujer que tenían por criada a una muchacha llamada Antoñita, y un mozo llamado Picaud, pareja que por lo demás basta para cubrir el servicio que pudiera necesitarse, desde que un canal abierto desde Beaucaire a Aigues Mortes sustituyó victoriosamente las barcas por los carros, y las sillas de postas por las diligencias.

Este canal, como para hacer más deplorable aún la suerte del posadero, pasaba entre el Ródano, que lo alimenta, y el camino, a cien pasos de la posada de que acabamos de dar una breve, pero exacta descripción. Tampoco olvidaremos un perro, antiguo guardián de noche, y que ladraba ahora a todos los transeúntes, tanto de día como durante las tinieblas, porque ya había perdido la costumbre de ver viajeros.

El posadero era un hombre de cuarenta y dos años, alto, seco y nervioso, verdadero tipo meridional, con sus ojos hundidos y brillantes, su nariz en forma de pico de ave de rapiña, y sus dientes blancos como los de un animal carnicero; sus cabellos, que parecían no querer encanecer a pesar de los años, eran como su barba, espesos, crespos y sembrados apenas de algunos pelos grises; su tez, naturalmente tostada, se había cubierto aún de una nueva capa morena, debido a la costumbre que tenía el pobre diablo de mantenerse desde la mañana hasta por la noche en el cancel de la puerta, para ver si pasaba alguno, ya fuese a pie ya en coche, pero casi siempre esperaba en vano. Durante este tiempo, y para sustraerse a los ardores del sol, no usaba de otro objeto preservador que un pañuelo encarnado atado a la cabeza a la manera de los carreteros españoles.

 

Este hombre es nuestro antiguo conocido Gaspar Caderousse. Su mujer, que se llamaba Magdalena Radelle, era pálida, delgada y enfermiza. Nacida en los alrededores de Arlés, conservando las señales primitivas de la belleza tradicional de sus compatriotas, había visto destruirse lentamente su rostro en el acceso casi continuo de una de esas fiebres sordas tan comunes en las poblaciones vecinas a los estanques de Aigues Mortes y a los pantanos de la Camargue. Siempre estaba sentada y tiritando en su cuarto, situado en el primer piso, ya tendida en un sillón o apoyada contra su cama, mientras su marido se ponía a la puerta a continuar su perpetua centinela, lo que prolongaba con tanta mejor gana, cuanto que cada vez que se encontraba con su áspera mirada, esta lo perseguía con sus quejas eternas contra la suerte, quejas a las cuales su marido respondía, como de costumbre, con estas palabras filosóficas:

—Cállate, Carconte. ¡Dios quiere que sea así!

Este sobrenombre provenía de que Magdalena Radelle había nacido en el pueblo de la Carconte, situado entre Salon y Lambese.

Así, pues, siguiendo la costumbre del país que es la de llamar siempre a la gente con un apodo en lugar de llamarla por su nombre, su marido había sustituido con este al de Magdalena, demasiado dulce tal vez para su rudo lenguaje.

No obstante, a pesar de esta fingida resignación a los decretos de la Providencia, no se crea que nuestro posadero dejara de sentir profundamente el estado de pobreza a que le había reducido el miserable canal de Beaucaire, y que fuese invulnerable a las incesantes quejas con que le acosaba su mujer continuamente.

Era, como todos los habitantes del Mediodía, un hombre sobrio y sin grandes necesidades, pero se pagaba mucho de las apariencias.

Así, pues, en sus tiempos prósperos, no dejaba pasar una feria ni una procesión de la Tarasca, sin presentarse en ella con la Carconte, el uno con ese traje pintoresco de los hombres del Mediodía, y que participa a la vez del gusto catalán y del andaluz; la otra con ese vestido encantador de las mujeres de Arlés que recuerda los de las de Grecia y de Arabia.

Pero poco a poco, cadenas de reloj, collares, cinturones de mil colores, corpiños bordados, chaquetas de terciopelo, medias de seda, botines bordados, zapatos con hebillas de plata, todo había desaparecido, y Gaspar Caderousse, no pudiendo ya mostrarse a la altura de su pasado esplendor, renunció por él y por su mujer a todas esas pompas mundanas, cuya alegre algazara llegaba a desgarrarle el corazón, hasta en su pobre vivienda, que conservaba aún, más bien como un asilo que como lugar de negocio.

Caderousse había permanecido, como tenía por costumbre, parte de la mañana delante de la puerta, paseando su mirada melancólica desde una lechuga que picoteaban algunas gallinas, hasta los dos extremos del camino desierto, que por un lado miraba al Norte y por el otro al Mediodía, cuando de repente la chillona voz de su mujer le obligó a abandonar su puesto. Entró gruñendo y subió al primer piso, dejando la puerta abierta de par en par, como para invitar a los viajeros a que no se olvidasen de entrar si su mala estrella les hacía pasar por allí. En aquellos momentos, el camino de que ya hemos hablado continuaba tan desierto y tan solitario como siempre, extendiéndose entre dos filas de árboles secos, y fácil es comprender que ningún viajero, dueño de escoger otra hora del día, iría a aventurarse en aquel horrible Sáhara.

Sin embargo, a pesar de todas las probabilidades, si Caderousse se hubiese quedado en su puesto, hubiera podido ver, por el lado de Bellegarde, a un caballero y un caballo, marchando con ese continente sosegado y amistoso, que indicaba las buenas relaciones que mediaban entre el hombre y el animal. Este era, al parecer, muy manso; el caballero era un sacerdote vestido de negro y con un sombrero de tres picos. A pesar del excesivo calor del sol, marchaba el animal a trote bastante largo.

Al llegar a la puerta, el grupo se detuvo, pero difícil hubiera sido decir si fue el caballo el que detuvo al jinete, o el jinete el que detuvo al caballo. En fin, el caballero se apeó, y tirando por la brida del animal, lo amarró a una argolla que había al lado de la puerta. Se adelantó en seguida hacia esta, limpiándose el sudor que inundaba su frente con un pañuelo de algodón encarnado y dio tres golpes en una de las hojas de la puerta con el puño de hierro del bastón que llevaba en la mano.

El enorme perro negro se levantó al punto y dio algunos pasos ladrando y enseñando sus dientes blancos y agudos, doble demostración hostil, prueba de lo poco hecho que estaba a la sociedad. Entonces se oyeron unos pasos recios, bajo los cuales se estremeció la escalera de madera; era el posadero que bajaba dando traspiés, para darse más prisa a satisfacer la curiosidad de saber quién sería el que llamaba.

—¡Allá va! —decía Caderousse, asombrado—. ¡Allá va! ¿Quieres callarte, Margotín? No tema nada, caballero; ladra, pero no muerde. Sin duda querrá vino, porque hace un calor inaguantable. ¡Ah! Perdone —interrumpió Caderousse, al ver qué especie de viajero era el que recibía en su casa—. ¿Qué desea? ¿Qué quiere, señor abate? Estoy a sus órdenes.

El eclesiástico miró a aquel hombre dos o tres segundos con atención extraña, y aun pareció procurar atraer la del posadero sobre sí; después, viendo que las facciones de este no expresaban ningún otro sentimiento que la sorpresa de no recibir una respuesta, juzgó que ya era tiempo de que aquella cesase y dijo con un acento italiano muy pronunciado:

—¿No es usted el señor Caderousse?

—Sí, caballero —dijo el posadero casi más asombrado de la pregunta que del silencio—. Yo soy, en efecto, Gaspar Caderousse, para servirle.

—¿Gaspar Caderousse? Sí, creo que esos son el nombre y el apellido. ¿Vivía en otro tiempo en la alameda de Meillán, en un cuarto piso?

—Precisamente.

—¿Y ejercía el oficio de sastre?

—Sí, pero no prosperaba, y además —añadió para justificarse—, como hace tanto calor en ese demonio de Marsella, creo que acabarán por no vestirse. Pero, a propósito de calor, ¿no quiere refrescarse, señor abate?

—Sí. Deme una botella de su mejor vino y seguiremos hablando.

—Como quiera, señor abate —dijo Caderousse.

Y para no perder la ocasión de despachar una de las últimas botellas de vino de Cahors que le quedaban, Caderousse se apresuró a levantar una trampa practicada en el pavimento de esta especie de cuarto bajo, que hacía las veces de cocina y de sala. Cuando volvió a aparecer al cabo de cinco minutos, encontró al abate sentado sobre un banquillo, con el codo apoyado sobre una mesa larga, mientras que Margotín, que parecía haber hecho las paces con él, al oír que contra la costumbre este viajero iba a tomar algo, apoyaba su hocico sobre el muslo de aquel, y le dirigía una lánguida mirada.

—¿Está solo? —preguntó el abate a su posadero, mientras este ponía delante de él la botella y un vaso.

—¡Ah! Dios mío, sí, solo, o poco menos, señor abate, porque tengo una mujer que no me puede ayudar en nada, a causa de hallarse siempre enferma: ¡pobre Carconte!

—¡Ah! ¡Está casado! —dijo el sacerdote con cierto interés y echando a su alrededor una mirada que parecía expresar la lástima que le inspiraba la pobreza de aquella habitación.