El Conde de Montecristo

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Aus der Reihe: Colección Oro
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—¡Ah! —exclamó el abate con un acento singular—, ¿y es feliz?

—¡Ah!, feliz, ¿quién puede decir eso? La desgracia o la felicidad es secreto de las paredes, las paredes oyen, pero no hablan, de manera que si para ser feliz solo se necesita tener una gran fortuna, Danglars goza de la más completa felicidad.

—¿Y Fernando?

—Fernando es también un gran personaje, aunque por otro estilo.

—Pero ¿cómo ha podido hacer fortuna un pobre pescador catalán, sin educación y sin recursos? Estoy asombrado, lo confieso.

—A todo el mundo le sucede lo mismo. Preciso es que en su vida haya algún extraño misterio de todos ignorado.

—Pero, en fin, dígame por qué escalones visibles ha subido a esa fortuna o a esa alta posición social.

—¡A ambas!, tiene fortuna y posición.

—Se diría que me está contando un cuento.

—Y lo parece, en verdad. Pero escúcheme y lo comprenderá.

—Pocos días antes de la vuelta del emperador, Fernando había entrado en quintas. Los Borbones lo dejaron tranquilo en los Catalanes, pero Napoleón decretó a su vuelta una leva extraordinaria, y se vio obligado a marchar. También yo marché, pero como tenía más edad que Fernando, y acababa de casarme, me destinaron a las costas.

»Agregado Fernando al ejército expedicionario, pasó la frontera con su regimiento y asistió a la batalla de Ligny.

»La noche que siguió a la batalla, se hallaba Fernando de centinela a la puerta de un general que mantenía con el enemigo relaciones secretas, y debía de juntarse con los ingleses aquella misma noche. Propuso a Fernando que lo acompañase, y Fernando aceptó abandonando su puesto.

»Lo que hubiera hecho que se le formara consejo de guerra si Bonaparte hubiera permanecido en el trono, fue para los Borbones recomendación, de manera que entró en Francia con la charretera de subteniente, y como no perdió la protección del general, que gozaba de mucha influencia, era ya capitán cuando la guerra de España en 1823, es decir, cuando Danglars hacía sus primeras especulaciones.

»Fernando era español; fue enviado a Madrid a explorar la opinión pública; allí encontró a Danglars, renovaron las amistades, ofreció a su general el apoyo de los realistas de la corte y de las provincias, le comprometió, comprometiéndose a su vez, guio a su regimiento por sendas de él solo conocidas en las montañas atestadas de realistas, e hizo, en fin, tales servicios en esta corta campaña, que después de la acción del Trocadero fue ascendido a coronel, con la cruz de oficial de la Legión de Honor y el título de conde.

—¡Lo que es el destino! —murmuró el abate.

—¡Sí!, pero escuche, que no es esto todo. Concluida la guerra de España, la carrera de Fernando se hallaba interrumpida por la larga paz que prometía reinar en Europa. Solamente Grecia, sacudiendo el yugo de Turquía, principiaba entonces la guerra de la independencia. Los ojos del mundo entero se fijaban en Atenas. Estuvo de moda compadecer a los griegos y ayudarlos, y el mismo gobierno francés, sin protegerlos abiertamente, como ya sabrá, toleraba las emigraciones parciales. Fernando pidió y obtuvo el permiso de ir a servir a Grecia, sin dejar por eso de pertenecer al ejército francés.

»Algún tiempo después se supo que el conde de Morcef, que este era el título de Fernando, había entrado como general instructor al servicio de Alí Bajá.

»Como ya sabe, Alí Bajá fue asesinado, pero antes de morir recompensó los servicios de Fernando con una suma considerable, con la cual volvió a Francia, donde se le revalidó su empleo de teniente general.

—¿De manera que hoy...? —preguntó el abate.

—Hoy —respondió Caderousse— posee una casa magnífica en París, calle de Helder, número 27.

El abate permaneció un instante pensativo y como vacilando, y dijo, haciendo un esfuerzo:

—¿Y Mercedes? Me han asegurado que desapareció.

—Desapareció, sí —repuso Caderousse—, como desaparece el sol para volver a salir más esplendoroso al otro día.

—¿También ella ha hecho fortuna? —preguntó el abate con una sonrisa irónica.

—Mercedes es en la actualidad una de las más aristocráticas damas de París.

—Siga, que me parece un sueño todo lo que oigo —dijo el abate—. Pero he visto yo también cosas tan extraordinarias, que ya no me asombran tanto las que me refiere.

—Mercedes se desesperó por la pérdida de Edmundo. Ya le he contado sus instancias a Villefort, y su afecto al padre de Dantés. En esto vino a herirla un nuevo dolor, la ausencia de Fernando, de Fernando, cuyo crimen ignoraba, y a quien miraba como a su hermano. Con esta ausencia quedó Mercedes completamente sola. Tres meses pasaron, llenos para ella de aflicción. No recibía noticias de Dantés ni tampoco de Fernando. Nada tenía presente a sus ojos sino un anciano, que pronto iba a morir también de desesperación.

»A la caída de una tarde, que había pasado entera como de costumbre, sentada en la unión de los dos caminos que van de Marsella a los Catalanes, Mercedes volvió a su casa más abatida que nunca. Ni su prometido ni su amigo regresaban por ninguno de los dos caminos, y ni de uno ni de otro sabía el paradero.

»Le pareció oír de pronto unos pasos muy conocidos, volvió con ansiedad la cabeza, y abriéndose la puerta vio aparecer a Fernando, con su uniforme de subteniente. No recobraba todo, pero sí una parte de su vida pasada, de lo que tanto sentía y lloraba perdido.

»Mercedes cogió las manos de Fernando con un impulso que este tuvo por amor, no siendo sino de alegría, por verse ya en el mundo menos sola y con un amigo, tras tantas horas de solitaria tristeza. Además, preciso es decirlo, nunca había odiado a Fernando, no le había amado, es verdad, porque era otro el que ocupaba por entero su corazón. Este otro estaba ausente... había desaparecido... quizá muerto... Esta idea hacía prorrumpir a Mercedes en sollozos y retorcerse los brazos; pero esta idea, rechazada cuando otro se la sugería, estaba de suyo siempre fija en su imaginación. Por su parte, el anciano Dantés tampoco hacía otra cosa que decir: Nuestro Edmundo ha muerto, porque de lo contrario él volvería.

»El anciano murió, como ya le he dicho. Sin esto quizá nunca se casara Mercedes con otro, porque habría sido un acusador de su infidelidad. Todo esto lo comprendió Fernando, que regresó a Marsella al saber la muerte del padre de Dantés. Ya era teniente. Cuando su primer viaje, ni una palabra de amor había dicho a Mercedes, pero esta vez le recordó ya cuánto la amaba.

»Mercedes le rogó que la dejase llorar todavía seis meses y esperar a Edmundo.

—El caso es —dijo el abate con sonrisa amarga—, que en total hacía dieciocho meses... ¿Qué más puede exigir el amante más querido?

Y luego murmuró estas palabras del poeta inglés: Fragility, thy name is woman (¡Fragilidad, tienes nombre de mujer!).

—Seis meses después —prosiguió el posadero— se efectuó la boda en la iglesia de Accoules.

—En la misma iglesia donde había de casarse con Edmundo —dijo el abate.

—Se casó, pues, Mercedes —prosiguió Caderousse—, pero aunque tranquila en apariencia, al pasar por delante de la Reserva le faltó poco para desmayarse. Dieciocho meses antes se había celebrado allí su comida de boda con aquel a quien, si hubiera consultado a su propio corazón, habría conocido que aún amaba.

»Más dichoso Fernando, pero no más tranquilo, que yo le vi en aquella época, sobresaltado a todas horas, con pensar en la vuelta de Edmundo. Determinó irse con su mujer a otro lugar, pues eran los Catalanes lugar de muchos peligros y recuerdos. Y por esto se marcharon a los ocho días de la boda.

—¿Ha vuelto a ver a Mercedes? —le preguntó el abate.

—Sí, en Perpiñán, donde la había dejado Fernando para ir a la guerra de España. A la sazón se ocupaba de la educación de su hijo.

El abate se estremeció.

—¿De su hijo?

—Sí —respondió Caderousse—, del niño Alberto.

—Pero, ¿tenía ella educación para dársela a su hijo? —prosiguió el abate—. Creo que le oí decir a Edmundo que era hija de un simple pescador, hermosa, pero ignorante.

—¡Oh! ¡Tan mal conocía a su propia novia! —dijo Caderousse—. Si la corona hubiera de adornar solo las cabezas más lindas e inteligentes, Mercedes habría podido ser reina. A medida que su fortuna crecía, iba creciendo ella moralmente. El dibujo, la música, todo lo aprendía. Creo además (aquí entre nosotros) que esto lo hacía por distraerse, para olvidar, y que solamente llenaba su cabeza con tantas cosas por combatir el vacío de su corazón. Sin embargo, ahora —continuó Caderousse—, será sin duda otra mujer. La fortuna y los honores la habrán consolado. Ahora es rica, es condesa, y sin embargo...

El posadero se contuvo.

—Sin embargo, ¿qué? —le preguntó el abate.

—Estoy seguro de que no es feliz —dijo Caderousse.

—¿Y por qué lo cree así?

—Escuche: cuando más hostigado me vi por la miseria, se me ocurrió que no dejarían de ayudarme un tanto mis antiguos amigos, y me presenté a Danglars, que no quiso recibirme, y a Fernando que me entregó cien francos por mediación de su ayuda de cámara.

—¿Luego no viste ni a uno ni a otro?

—No, pero la señora de Morrel sí que me vio.

—¿Cómo?

—Al salir de su casa cayó a mis pies una bolsa que contenía veinticinco luises. Levanté en seguida la cabeza, y pude ver a Mercedes, que cerraba la ventana.

—¿Y el señor de Villefort? —inquirió el abate.

—Ni había sido mi amigo, ni yo lo conocía tan siquiera, por lo cual nada tenía que pedirle.

—Pero ¿no sabe qué ha sido de él, ni sabe la parte que tomó en la desgracia de Edmundo?

 

—No. Solo sé que algún tiempo después de la prisión del pobre chico se casó con la señorita de Saint Meran, y luego se marcharon de Marsella. Sin duda, la fortuna les habrá sonreído como a los otros; sin duda Villefort es rico como Danglars y considerado como Fernando. Yo solo permanezco pobre y olvidado de Dios, como ve.

—Se equivoca, amigo —dijo el abate—. Dios tal vez mientras prepara los rayos de su justicia, aparente olvidar, pero llega un día en que recuerda y así se lo prueba.

Al decir esto el abate sacó de su bolsillo la sortija.

—Tome, amigo mío —dijo a Caderousse—. Tome este diamante, que es suyo.

—¡Cómo! ¡Mío! ¡Mío solo! —exclamó Caderousse—. ¡Ah, señor!, ¿no se burla?

—El precio de este diamante había de repartirse entre sus amigos; de manera que teniendo Edmundo uno solo, es imposible el reparto. Tome este diamante y véndalo. Le repito que vale cincuenta mil francos. Con semejante cantidad saldrá de la miseria.

—¡Oh, señor! —dijo Caderousse alargando la mano tímidamente y enjugándose con la otra el sudor que le bañaba el rostro—. ¡Oh, señor, no tome a chanza la felicidad o la desesperación de un hombre!

—Bien sé lo que es felicidad y lo que es desesperación, para que en esto nunca me chancee. Tome, pues, el diamante, pero en cambio...

Caderousse retiró su mano, que tocaba ya la sortija.

El abate sonrió.

—En cambio —repuso—, puede darme ese bolsillo de seda encarnada que dejó el señor Morrel sobre la chimenea del anciano Dantés, y que usted posee, según me ha dicho.

Cada vez más sorprendido Caderousse, se dirigió a un armario de encina, lo abrió y entregó al abate un bolsillo largo de torzal encarnado, que adornaban dos anillos de cobre, dorados en otro tiempo.

Lo cogió el abate, y en su lugar entregó al posadero el diamante.

—¡Oh, señor! Es un hombre bajado del cielo —exclamó Caderousse—. Nadie sabía que Edmundo le dio este diamante, y hubiera podido quedarse con él.

—¡Vaya! —dijo para sí el abate—. Según eso tú lo hubieras hecho.

Y cogió su sombrero y sus guantes y se levantó.

—¡Ah! —dijo de repente—, ¿eso que me ha contado es la pura verdad? ¿Puedo creerlo al pie de la letra?

—Espere, señor abate —respondió Caderousse—, en este rincón hay un Santo Cristo de madera, bendito, y sobre aquel baúl el devocionario de mi mujer. Ábralo y colocando una mano sobre él y la otra extendida hacia el crucifijo, le juraré por la salvación de mi alma y por mi fe de cristiano, que le he contado todo tal como pasó, y como el ángel de los hombres lo repetirá al oído de Dios el día del juicio final.

—Bien —repuso el abate, convencido por su acento de que Caderousse decía la verdad—. Está bien. Adiós. Me voy lejos de los hombres, que tanto mal se hacen unos a otros.

Y librándose a duras penas de los transportes de entusiasmo de Caderousse, quitó el abate por sí mismo la tranca a la puerta, volvió a montar a caballo, saludó por última vez al posadero, que le despedía con ruidosas señales de agradecimiento, y partió en la misma dirección que había seguido a la ida.

Cuando Caderousse se volvió vio detrás de él a la Carconte, más pálida y más temblorosa que nunca.

—¿Es cierto lo que he oído? —le dijo.

—¿Qué? ¿Que nos daba el diamante para nosotros solos? —respondió Caderousse loco de júbilo.

—Sí.

—Ciertísimo, y si no, míralo.

La mujer lo contempló un instante y luego dijo, con voz sorda:

—¡Si fuera falso...!

Caderousse palideció y estuvo a punto de caerse.

—¡Falso...! —murmuró—. ¡Falso! ¿Y por qué ese hombre me había de dar un diamante falso?

—Por hacerte hablar sin pagarte, imbécil.

Al peso de esta suposición, Caderousse se quedó como aturdido.

—¡Oh! —dijo después de un instante, cogiendo su sombrero, que se puso sobre el pañuelo encarnado que tenía a la cabeza—, pronto lo sabremos.

—¿Cómo?

—Hoy es la feria de Beaucaire, habrá plateros de París, voy a mostrárselo. Guarda tú la casa, mujer, que dentro de dos horas estoy de vuelta.

Y salió Caderousse precipitadamente de la posada, tomando el camino opuesto al que seguía el desconocido.

—¡Cincuenta mil francos! —murmuró la Carconte al verse sola—, es dinero..., pero no es ningún tesoro.

Capítulo cinco: Los registros de cárceles

Al día siguiente de aquel en que se desarrolló en la posada del camino de Bellegarde a Beaucaire la escena que acabamos de narrar, un hombre de treinta y dos años con frac azul, pantalón de Nankin, chaleco blanco y aire y acento muy inglés, se presentó en casa del alcalde de Marsella.

—Caballero —le dijo—, yo soy el comisionista principal de la casa Thomson y French, de Roma. Diez años hace que estamos en relaciones con la de Morrel e hijos, de Marsella, y hasta le tenemos confiados unos cien mil francos sobre poco más o menos. Lo que se dice de que amenaza ruina tal casa, nos pone actualmente en suma inquietud, por lo cual vengo de Roma a pedirle noticias sobre este asunto.

—Caballero —respondió el alcalde—, sé efectivamente que de cuatro o cinco años acá parece que persigue la desgracia al señor Morrel. Ha perdido cuatro o cinco barcos, y ha sufrido tres o cuatro quiebras, pero no me corresponde a mí, aunque soy su acreedor por unos diez mil francos, referirle la situación de su casa. He aquí todo lo que puedo deciros, caballero. Si quiere saber más, vaya al señor de Boville, inspector de cárceles, que vive en la calle de Noailles, número 15. Según creo, tiene colocados doscientos mil francos en la casa de Morrel, y si realmente hay ocasión de que temamos, como su cantidad es mayor que la mía, serán también más exactas sus noticias probablemente.

Al parecer apreció mucho el inglés esta delicadeza del alcalde y saludándole se encaminó a la calle indicada, con ese paso peculiar de los hijos de la Gran Bretaña.

El señor de Boville se encontraba en su despacho. Al verle, hizo el inglés un movimiento de sorpresa, como si no fuera la primera vez que viese a la persona que venía a visitarle. En cuanto al señor de Boville, estaba tan desesperado, que evidentemente el pensamiento que ahora le absorbía todas sus facultades no dejaba a su memoria ni a su imaginación ocasión para retroceder a tiempos pasados.

Con la flema de los de su raza, abordó el inglés la cuestión casi en los mismos términos en que acababa de hablar al alcalde.

—¡Oh, caballero! —exclamó el señor de Boville—, no pueden ser más fundados sus temores, por desdicha. Aquí me tiene sumido en la desesperación. Yo tenía colocados doscientos mil francos en la casa de Morrel; doscientos mil francos que eran la dote de mi hija, y pensaba casarla dentro de quince días, puesto que de esa cantidad, cien mil francos eran reembolsados el 15 de este mes, y los otros cien el 15 del próximo. Ya tenía avisado al señor Morrel que deseaba que fuera exacto en el reembolso, y he aquí que viene él mismo a decirme hace una media hora, que si su barco, El Faraón, no ha vuelto para el 15, no le será posible pagarme.

—Pero eso parece tan solo un aplazamiento —observó el inglés.

—¡Diga mejor que parece una quiebra! —exclamó desesperado el señor de Boville.

El inglés reflexionó un instante y luego dijo:

—¿Tantos temores le inspira ese crédito?

—Lo considero perdido.

—Pues yo se lo compro.

—¡Usted!

—Sí, yo.

—Pero ¿con un descuento enorme, sin duda?

—No, a la par; por doscientos mil francos. Nuestra casa —añadió el inglés sonriendo—, no hace negocios de esa clase.

—¿Y paga...?

—Al contado.

Y sacó el inglés de su bolsillo un fajo de billetes de banco, que podrían importar el doble de la suma que temía perder el señor de Boville. Un destello de alegría iluminó el semblante de este, pero haciendo un esfuerzo añadió:

—Es mi deber advertirle, caballero que es muy probable que no recobre ni el seis por ciento de esa suma.

—Eso no es cuenta mía, sino de la casa de Thomson y French, en cuyo nombre estoy actuando —respondió el inglés—. Acaso tenga ella empeño en apresurar la ruina de otra casa rival; lo que sé, caballero, es que estoy pronto a pagarle el endoso que va a hacerme, y que solo le exigiré un mínimo corretaje.

—¡Cómo, caballero!, nada más justo —exclamó el señor de Boville—. El derecho de comisión suele ser un uno y medio por ciento, ¿quiere el dos? ¿Quiere el tres? ¿Quiere el cinco? ¿Quiere más? Dígame si quiere más.

—Caballero —repuso sonriendo el inglés—, yo, como mis principales, no hago negocios de esa clase; mi corretaje es de otra especie.

—Hable, pues.

—¿Es inspector de cárceles?

—Hace más de catorce años.

—¿Tiene libros de entradas y salidas?

—Sin duda alguna.

—¿En esos libros deben constar las notas relativas a los presos?

—Cada preso tiene las suyas.

—Pues oiga, caballero: me eduqué en Roma por un abate, un pobre diablo, que desapareció de la noche a la mañana. Después supe que estuvo preso en el castillo de If, y quisiera enterarme de los detalles de su muerte.

—¿Cómo se llamaba?

—El abate Faria.

—¡Ah! le recuerdo muy bien —exclamó el señor de Boville—. Estaba loco.

—Eso decían.

—¡Oh!, sí que lo estaba.

—Es posible. ¿Y cuál era su manía?

—Se imaginaba tener noticia de un tesoro inmenso, y ofrecía al gobierno sumas incalculables si accedían a ponerle en libertad.

—¡Pobre diablo! ¿De modo que ha muerto?

—Hace cinco o seis meses; en febrero último.

—Buena memoria tiene, caballero, pues así recuerda las fechas.

—Recuerdo esta, porque la muerte del abate fue seguida de un extraño suceso.

—¿Se puede saber qué suceso fue ese? —preguntó el inglés con tal expresión de curiosidad que hubiera sorprendido a un observador el hallarla en su rostro flemático.

—¡Oh!, sí, caballero. Figúrese que el calabozo del abate distaba cuarenta y cinco o cincuenta pasos del de un antiguo agente bonapartista, uno de aquellos que más habían contribuido a la vuelta del usurpador en 1815, hombre muy audaz y muy peligroso...

—¿De veras? —inquirió el inglés.

—Sí —respondió el señor de Boville—. Yo mismo tuve ocasión de verle en 1816 o 1817; por cierto que solo con un piquete de soldados me atreví a bajar a su calabozo. ¡Qué impresión tan profunda me causó aquel hombre! Jamás olvidaré su rostro.

El inglés sonrió imperceptiblemente. Luego preguntó:

—¿Decía, caballero, que los dos calabozos...?

—Solo distaban cincuenta pies uno del otro; pero, según parece, el tal Edmundo Dantés...

—¿De modo que aquel hombre peligroso se llamaba...?

—Edmundo Dantés. Pues parece que el tal Edmundo Dantés se había procurado herramientas, o las había construido él mismo, pues se descubrió una galería subterránea, por donde los dos presos se comunicaban.

—Ese subterráneo tendría un objeto, sin duda, ¿el de escaparse?

—Justamente; pero, por desdicha de los presos, el abate Faria fue acometido de una catalepsia y murió.

—Comprendo. Eso debió frustrar los proyectos de fuga.

—Para el muerto, sí, mas no para el vivo —repuso el señor de Boville—. En esta desgracia halló, por el contrario, Dantés un medio de apresurar su fuga. Se imaginó, sin duda, que los presos que mueren en el castillo de If se entierran en un cementerio como los comunes, y trasladó al difunto a su calabozo, ocupó su lugar en el saco en que se le había metido, esperando la hora del entierro.

—Era un medio que indicaba valor —repuso el inglés.

—¡Oh!, ya le dije, caballero, que era un hombre muy peligroso. Por fortuna, él mismo libró al gobierno de los temores que le inspiraba.

—¿Cómo?

—¿No lo comprende?

—No.

—El castillo de If no tiene cementerio, sino que sencillamente arrojan los muertos al mar, atándoles a los pies una bala de a treinta y seis.

—¿Y qué... ? —añadió el inglés, como si no acabara de entender.

—Que lo arrojaron al mar con una bala de a treinta y seis.

—¿De veras? —exclamó el inglés.

—Sí, caballero. Ya se puede figurar cuánta debió de ser la sorpresa del fugitivo al sentirse precipitado desde aquella altura. Cualquier cosa daría por haber visto su cara en aquel momento.

—No habría sido fácil.

—No importa —contestó el señor de Boville, a quien la idea de recobrar sus doscientos mil francos ponía de buen humor—. No importa; me la estoy imaginando.

 

Y se echó a reír.

—Yo también —añadió el inglés.

Y también se echó a reír, pero como ríen los ingleses, de dientes para afuera.

—Según eso —añadió el inglés, que fue el primero en recobrar su sangre fría—, según eso, ¿el fugitivo se ahogó?

—¡Toma!

—De suerte que el gobernador del castillo de If se libró al mismo tiempo del preso furioso y del preso loco.

—Exacto.

—¿Ese suceso debe constar por algún documento?

—Sí, sí, por un acta de defunción. Ya comprenderá que a la familia de Dantés, en caso de que la tenga, podría interesarle averiguar si estaba muerto o vivo.

—De modo que si le heredan, pueden gozarlo tranquilamente. Está muerto y bien muerto.

—¡Vaya! Hasta se les expedirá certificación el día que la quieran.

—Desde luego —respondió el inglés—. Pero volvamos a los registros.

—Es verdad. Esta historia nos ha hecho divagar un tanto. Discúlpeme.

—¿Por qué? ¿Por la historia? Al contrario, me ha parecido curiosísima.

—Y lo es, en efecto. ¿De modo que desea, caballero, examinar todo lo relativo a su pobre abate, que era la dulzura personificada?

—Tendré mucho gusto.

—Pasemos a mi despacho y le complaceré.

Ambos pasaron al despacho del señor de Boville. En él todo respiraba orden y arreglo. Cada libro tenía su número, cada nota ocupaba su lugar. El inspector hizo que el inglés se sentase en su propio sillón, poniéndole delante el libro y las notas referentes al castillo de If, y dejándole en completa libertad de examinarlas, y él se sentó en un rincón a leer un periódico.

El inglés encontró en seguida lo que buscaba, pero sin duda le habría interesado mucho la historia que le contó el señor de Boville, pues habiendo recorrido muy por encima el registro de Faria, prosiguió hojeando hasta dar con el de Edmundo Dantés. Allí también cada documento lo halló en su sitio. La denuncia, el interrogatorio, la solicitud de Morrel y el informe de Villefort. Dobló con cuidado la denuncia, la guardó en el bolsillo, llegó al interrogatorio, y viendo que no se nombraba siquiera al señor Noirtier, examinó la solicitud del 10 de abril de 1815, en que por consejos del sustituto, Morrel exageraba, con la mejor intención, pues reinaba entonces Napoleón, los servicios de Dantés a la causa imperial, corroborados por la certificación de Villefort. Ahora lo comprendió todo claramente. Guardando Villefort la solicitud de Morrel había hecho de ella un arma poderosa bajo la segunda Restauración.

Ya no tuvo, pues, ninguna sorpresa al hallar esta nota en el registro, al margen de su nombre:

Edmundo Dantés: Bonapartista acérrimo. Ha tomado una parte muy activa en la vuelta de Napoleón.

Se le ha de tener muy vigilado y bajo la más rigurosa incomunicación.

Debajo de estas líneas había escrito, con diferente clase de letra:

Vista la nota anterior, nada se puede hacer por él.

Solo comparando la letra del margen con la de la recomendación puesta a la solicitud de Morrel, pudo convencerse de que las dos eran iguales, es decir, ambas de Villefort.

Respecto a la última nota, comprendió el inglés que habría sido escrita por algún inspector, a quien Edmundo inspirara un interés pasajero, interés que se desvaneció ante lo terminante y expresivo de la nota marginal.

Ya hemos dicho que, por discreción, el inspector se había puesto a leer aparte La Bandera Blanca, por no molestar al discípulo del abate Faria, y por esto no pudo verle doblar y guardarse la denuncia, escrita por Danglars bajo el emparrado de la Reserva, con un sello del correo de Marsella del 27 de febrero, a las seis de la tarde.

Sin embargo, hemos de añadir que aunque lo hubiera visto, daba tan poca importancia a aquel papel, y tanta a sus doscientos mil francos, que no se hubiera opuesto a que se lo llevara.

—Gracias —dijo el inglés, cerrando el libro de repente—. Ya he terminado y ahora debo cumplir mi promesa. Hágame un simple endoso de su crédito, declarando haber recibido el importe, y voy a contarle el dinero.

Y cediendo su sillón al señor de Boville, que se apresuró a hacer el endoso y el recibo, el inglés empezó a contar billetes de banco en el otro extremo de la mesa.

Capítulo seis: Morrel e hijos

El que hubiera abandonado Marsella algunos años antes, conociendo a fondo la casa de Morrel, y hubiese vuelto en la época a que hemos llegado con nuestros lectores, la habría encontrado muy cambiada.

En vez de ese aroma de vida, de felicidad y de holgura que exhalan, por decirlo así, las casas en estado próspero, en lugar de aquellos alegres rostros que se veían detrás de los visillos de los cristales, en vez de aquellos corredores atareados que cruzaban por los pasillos con la pluma detrás de la oreja, en vez de aquel patio lleno de fardos, retumbando a los gritos y a las carcajadas de los mozos, hallara a primera vista un no sé qué de triste, un no sé qué de muerto.

En aquellas oficinas solo quedaban dos de los numerosos empleados. Uno era un joven de veintitrés o veinticuatro años, llamado Manuel Raymond, que enamorado de la hija de Morrel, permanecía en el escritorio, a pesar de todos los esfuerzos que hacía en contrario su familia. El otro era un viejo empleado en la caja; tenía por apodo Cocles, apodo que le habían dado los jóvenes que en otro tiempo henchían aquella casa poco menos que desierta, y apodo en fin, que había sustituido tan por completo a su propio nombre, que según todas las probabilidades no habría vuelto ahora la cabeza si le llamaran por aquel.

Cocles permanecía al servicio del señor Morrel, habiéndose verificado en la situación de aquel hombre un cambio muy singular. Había ascendido a cajero y descendido a criado. No por esto dejaba de ser siempre el mismo Cocles, bueno, leal, sufrido, pero inflexible en cuanto a la aritmética, en lo cual se las tenía tiesas hasta con el mismo señor Morrel, aunque no conociese otra teoría que su tabla de Pitágoras, que se sabía de memoria, ya de corrido, ya salteado, y a pesar de cuantas artimañas se emplearan para hacerle cometer un error.

Cocles era el único que se mostraba impertérrito en medio de la general desgracia que pesaba sobre la casa de Morrel, pero no se juzgue mal de esta impasibilidad, que no era falta de cariño, sino todo lo contrario, una convicción invencible.

Así como las ratas, que según dicen, van abandonando poco a poco el buque sentenciado de antemano por las borrascas a irse a pique, así como estos animales egoístas cuando leva el ancla ya lo han abandonado del todo, así la turba de agentes y corredores que vivía de la casa del armador, habían ido poco a poco desertando del despacho y de los almacenes como ya se ha dicho, pero Cocles los vio marcharse sin pensar siquiera en la causa. Todo en él, repetimos, se reducía a cuestión de números, y como en los veinte años que llevaba en el escritorio de Morrel había visto siempre efectuarse los pagos con tanta exactitud, no comprendía que pudiera faltar aquella exactitud, ni suspenderse aquellos pagos, como el molinero que posee un molino en un río muy caudaloso no comprende que pueda secarse el río. Hasta la fecha, en efecto, nada había podido destruir la creencia de Cocles. Los pagos del fin del mes anterior se efectuaron con rigurosa puntualidad. Cocles había rectificado una equivocación de ochenta sueldos cometida por el naviero contra su bolsillo, y el mismo día se los había devuelto. Morrel, con una sonrisa melancólica, los tomó y los echó en un cajón casi vacío, diciéndole:

—Bien, Cocles: es usted el non plus ultra de los cajeros.

Y Cocles se marchó reventando de orgullo, porque un elogio del señor Morrel, el non plus ultra de los hombres honrados de Marsella, lo apreciaba más que una gratificación de cincuenta escudos.

Pero desde ese fin de mes tan glorioso, había pasado el señor Morrel horas muy crueles. Para atender a aquellos pagos agotó todos sus recursos, y hasta había hecho personalmente un viaje a la feria de Beaucaire a vender algunas alhajas de su mujer y de su hija y una parte de su plata, temeroso de que el recurrir en Marsella a tales extremos hiciera dar por segura su ruina. Con tal sacrificio pudo salir del apuro la casa de Morrel, pero la caja quedó completamente exhausta.