Buch lesen: «Los cuerpos partidos», Seite 2

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VIII

Eran viajes tan humillantes que algunos negaban haber subido a esos trenes. No hablo solo de los trayectos desde España. Pienso también en todos esos barcos, pateras, coches, furgonetas o camiones que guardan el germen de algo inconfesable. El origen de una ofensa. Como los trenes a Estados Unidos que llegaban desde la frontera. Aunque me esfuerce, nunca llegaré a comprender del todo por qué se les llamaba La bestia o El tren de las moscas.

En ocasiones, para combatir o contrarrestar esa ofensa, recuerdo una película de Charles Chaplin, un cortometraje de 1917 titulado Charlot emigrante. Narra en pocos minutos el trayecto de un barco que llega a América. Desde el comienzo, vemos a un grupo de emigrantes hacinados en cubierta. La imagen es desgarradora. Sin embargo, unas secuencias más adelante nos encontramos con una escena bastante cómica. Varios pasajeros, entre ellos el propio Chaplin, se reúnen alrededor de una mesa. Intentan comer, pero es casi imposible, porque el vaivén del barco hace que el plato se mueva de un extremo a otro. Nadie consigue hundir la cuchara.

Cuando pienso en esa película, recupero una anécdota que llevo escuchando desde hace tiempo. Es la experiencia que más me han explicado a propósito de los viajes de mi abuelo. Ocurre en uno de los trayectos por Francia. Para evitar las aglomeraciones del tren, dos pasajeros, uno de ellos mi abuelo, deciden colarse en los vagones de primera clase. Cuando viene el revisor y le enseñan el billete, les dice en francés que su pasaje es de segunda, no de primera. Disimulan y fingen no entender nada. El revisor les señala el billete y alza dos dedos. Ellos asienten y dicen que sí, que efectivamente son dos los que viajan. Lo intenta de nuevo y los viajeros vuelven a decir «Sí, somos dos, él y yo. Uno no, dos». Cuanto más insiste el revisor, más insisten ellos, como si les estuviera ofendiendo. Al final, desiste y les deja hacer el resto del camino en el vagón de primera clase.

Así lograron continuar donde quisieron, con su aparente ignorancia. Y así te gustaría imaginarte todos esos viajes. Como los de Chaplin, porque a pesar de las infinitas trabas que iba encontrando a su paso, siempre logra seguir adelante.

Sin embargo, la realidad se impone y es imposible frenar su empuje. Cuando los pasajeros de Charlot emigrante divisan América, con la Estatua de la Libertad a lo lejos, sus caras recobran una felicidad perdida. Pero en seguida viene el funcionario de aduanas para cortarles el paso, mientras los desplaza bruscamente detrás de una cuerda a la espera de comprobar sus papeles. Como si les dijera que, por mucho que lo intenten, nunca podrán llegar a su destino.

IX

Toda clase de desplazamiento pone en marcha algún tipo de leyenda. Es difícil separar la memoria inventada, la fantasía que implica cada viaje, con lo que realmente sucedió. En ocasiones, precisamos de historias ampliadas para entender mejor algo que no comprendemos. Si no para entender, sí al menos para afrontarlo sin pudor, exentos de toda la vergüenza que arrastran ciertas experiencias que, de otra forma, resultarían inconfesables.

Nadie emigra sin que medie el reclamo de una promesa, escribió Magnus Enzensberger. Por eso, los nuevos lugares de destino trasforman su nombre y se convierten en espacios míticos. Forman parte de algo real e irreal al mismo tiempo. Algo que existe y no existe y que actúa como un fuerte reclamo que tira de nosotros. La Arcadia Feliz, el Paraíso, La Atlántida, El Dorado, la Tierra Prometida, el Nuevo Mundo. Apelativos que funcionan como imanes y nos invitan a la partida. Son espejismos en los que necesitamos reflejarnos. Tenía razón Elias Canetti: el miedo inventa nombres para distraerse.

Durante mucho tiempo, una palabra configuró parte de mi vida: Bousbecque. Apenas sabía nada de ese lugar y, sin embargo, escucharlo en boca de otras personas o pronunciarlo yo mismo provocaba una especie de augurio, de leyenda. Como si allí se encontrara algo que tenía que ver conmigo y aún no pudiera averiguar de qué modo me afectaba. Aunque no supiera situarlo en el mapa y no pudiera constatar que existía realmente, ese territorio indefinido formaba parte de la memoria de mi familia. Hablaban de él, incluso de emplazamientos concretos: rue Papeterie, fábrica, casa, iglesia, frontera. Esas eran las palabras que siempre acompañaban al discurso de Bousbecque. Cuando las mencionaban, también esos lugares aparejados a un nombre se integraban en un espacio borroso, desdibujado.

Ahora me doy cuenta de cómo ciertos términos configuran nuestra manera de percibir el mundo. Nuestra forma de abarcarlo. Palabras que en su simplicidad penetran en nosotros y nos proporcionan una composición de lugar. Una idea del universo, reducido a unas cuantas líneas para entender todo aquello a lo que nos es imposible dar alcance.

Eso es lo que significaba Bousbecque para mí. Una puerta de entrada a una realidad distante, y a la vez íntima y personal, porque tenía que ver con mi familia y, por esa razón, también tenía que ver conmigo. Aunque quedaran todavía muchos años para que me decidiera a visitar ese pueblo fronterizo, el lugar ya formaba parte de mí. Era un punto clave en mi geografía emocional. Pero esto lo he sabido con el tiempo, cuando uno se decide a hacer un recuento de lugares que le sirven como fe de vida.

X

Se me acumulan las preguntas cuando imagino la llegada de mi abuelo a Bousbecque. Por dónde viajó, qué pueblos fue dejando a un lado, quién lo recibió en la estación o en la parada del autobús, cuándo se dio cuenta de que su vida había cambiado para siempre.

Una de las cuestiones que suelo hacerme con más frecuencia es si se arrepintió de haber iniciado ese viaje. Si la promesa de prosperidad era real o se trataba de un simple espejismo. Me pregunto si mereció la pena, aunque el precio que tuviera que pagar fuera demasiado alto.

Ese precio se reduce, para mí, en un hecho muy concreto. Mientras trabajaba en Bousbecque, mi abuelo se perdió buena parte de la infancia de su hijo. O dicho de otra forma: mi padre vivió sin padre durante cuatro años.

No creo que haya algo que compense esa carencia. Sin embargo, puedo imaginar distintas razones que hagan más llevaderos ciertos traumas, como si la consecución de un objetivo fuera suficiente para justificar cualquier cosa.

Pienso en lo que sucedió y pudo suceder, en el precio que debemos pagar para conseguir algo. Pienso en la renuncia y en la obligación. Pienso en la soledad. Y me viene a la mente una imagen de Rocco y sus hermanos, la escena en la que Ciro le dice a Rocco que no pensara en la vida que hubiese llevado quedándose en el lugar de origen. Rocco le responde de una forma tan simple que resulta apabullante: «Pero hubiéramos estado todos juntos».

En el fondo, todo consiste en si somos capaces de renunciar a algo por un bien de mayor alcance. Si estamos dispuestos a declinar un poco de alegría por una felicidad más duradera. Si un breve seísmo puede dar paso a una estabilidad mucho más sólida.

Sin embargo, sé que esas son hipótesis vagas, difusas. El tipo de conjeturas que se plantea alguien que aún no se ha visto forzado a renunciar a nada. Vuelvo a las historias ajenas y me pregunto qué han dicho otros. Recupero por inercia una nueva escena, un momento cualquiera de otra película, porque sin esa ayuda no soy capaz de comprender lo que sucedió. Dudo que en algún momento logre entenderlo completamente, pero sigo esforzándome en ir construyendo un edificio inestable, como esos castillos de naipes que se desploman con una simple ráfaga de viento. Una carta que añado justo en la cima y me lleva a otra historia, a una escena de Y yo entonces me llevé un tapón, el documental que filmaron Alicia Alted, María Luisa Capella y Dolores Fernández. Cuando la madre y las hijas deben salir precipitadamente de su pueblo, les advierten de que apenas pueden llevarse nada, solo lo justo. Algo que quepa en una mano.

Con eso afrontarán una parte de su vida, sin saber exactamente por cuánto tiempo. Construirán un nuevo hogar con unas pocas pertenencias. Lo minúsculo se convierte, entonces, en algo único, porque supondrá un vestigio, una traza de lo que fueron en otro tiempo. Supondrá un mecanismo de supervivencia. Por eso había que saber elegir lo que uno deseaba cargar a su lado. Esa elección resulta la más compleja y triste, como nos explica una de las voces que interviene en Aguaviva, el documental de Ariadna Pujol: «Lo más duro es dejar tu casa para meter tu vida en tres maletas».

Echo mano de otra carta y la sitúo en un extremo de ese edificio efímero que voy construyendo. Tiene un nombre concreto y un consejo: Blaise Pascal dijo que solo debemos creer a aquellos testigos que se dejen matar. Repito la frase y me digo que no debemos confiar solo en ellos, sino también en otros testigos que sean capaces de dejarlo todo, absolutamente todo.

XI

La renuncia activó la imaginación no solo de quien partía, también de quien se quedaba.

Me lo ha contado mi padre varias veces. Salía con mi abuela de Cúllar Vega. En Granada se dirigían a la oficina de correos, en la calle Ángel Ganivet. Allí depositaban la carta que le habían escrito a mi abuelo. Entre las hojas que le enviaban había textos con caligrafía defectuosa y palabras de recuerdo. Añadían también una página con un dibujo de la mano de mi padre, siguiendo el perfil de sus dedos. El contorno de una mano que, carta a carta, iba aumentando. Esa era la forma de demostrarle que su hijo crecía. Así podía ser testigo ausente de su infancia.

Cuando regresaban nuevamente al pueblo, mi padre se preguntaba qué hacía mi abuelo dentro de una oficina de correos. Por qué no podía comunicarse con él y salía a saludarle. Para qué necesitaba una carta si estaban tan cerca el uno del otro. Cuál era el perverso motivo por el que estaba encerrado en los almacenes de un edificio de Granada. Qué le había llevado hasta allí, entre paquetes ocultos, entre otros padres que también observaban a través de una minúscula rendija cómo sus hijos volvían a remontar la calle sin decir nada.

Mi padre tenía cuatro años por aquel entonces. La misma edad en la que yo comenzaba a ser consciente de que nunca llegaría a conocer a mi abuelo.

XII

La cineasta chilena Cecilia Barriga comentó en una ocasión que, cuando se emigra, aparece la posibilidad de empezar a ser otra persona, como una oportunidad que te da la vida. A la tristeza del desarraigo se suman otros factores positivos. La expectación de lo nuevo o la alegría de comenzar una historia distinta. Algo que tiene que ver con la esperanza, con la ilusión que lleva aparejado todo cambio de rumbo.

Sin embargo, si me detengo en mi abuelo o en los miles de emigrantes forzados a trabajar en otro lugar, no sé hasta qué punto vieron en todo aquello una oportunidad para emprender una vida distinta. La posibilidad de ser una nueva persona. Seguramente iniciaron un camino diferente y el hecho de comenzar en otra parte también pudo generarles algún tipo de optimismo. No obstante, es muy difícil tratar de ser otro sabiendo que no dejarás a la persona que siempre fuiste. En ocasiones, resulta imposible liberarse del pasado. Por eso, cuando pienso en ellos los veo como seres dobles, como sujetos partidos. Una mitad está en el lugar donde se encuentran, la otra aún permanece en el territorio del que han salido. Vuelvo a unas palabras de Sergio del Molino: «Estaban en una ciudad, pero paseaban por un pueblo».

¿Qué significó Bousbecque para mi abuelo? ¿Un pueblo en un país libre? ¿Un espacio fronterizo en el que podía transitar fácilmente? ¿Un punto de fuga? Quizás fue todo eso a la vez, o quizás significó otra cosa distinta. Tengo la sensación de que el desplazamiento, por pequeño que sea, implica un exilio. Aunque no haya razones estrictamente políticas en esa huida. Y, si bien se movían por motivos económicos, es inevitable pensar que disfrutaban de una libertad que no tenían en su país de origen, sumido en una dictadura inacabable.

Esos cuerpos partidos se movían en dos extremos. Puedo imaginar lo que había a uno y otro lado, pero me es muy difícil adivinar lo que quedaba en medio.

XIII

¿Encontraron lo que buscaban? Esa es la pregunta que suelo hacerme. No hablo únicamente de beneficios económicos, que en muchos casos sí se lograron. Estoy pensando en otra cosa.

Lo que sí sé es que descubrieron algo que no pensaban encontrar. Una feliz o desafortunada serendipia. A veces ese azar jugó a su favor y en otras ocasiones actuó en su contra. Con el tiempo, trasformaron esas experiencias, las reinventaron. Cada uno explicaría a su manera lo que sucedió y, al hacerlo, pondría en marcha todos los mecanismos de la memoria.

Después de un viaje interminable, en trenes de madera, hacinados o escondidos en furgonetas, mientras cruzaban los Pirineos con o sin contrato de trabajo, después de esperar quince o veinte días para gestionar su visado, lo que hallaban en la ciudad de destino era un paisaje sumamente variado. Igual que sus futuros oficios: coser diez mil mangas al día o reconstruir ciudades arrasadas por la guerra, como les sucedió a los que llegaron a Núremberg. En medio, un enorme abanico de trabajos: chóferes, agricultores, vendedores ambulantes, mecánicos, criados, mulos de carga.

Los oficios que desempeñaban no solo los situaron en un plano social. También los abocaban a una nueva escala moral: la que se destina a los trabajadores culpables. Preventivamente culpables. Muchos emigrantes que se empleaban en las fábricas eran cacheados cada vez que salían del trabajo. Se los vigilaba para asegurarse de que no robaban nada. Así los convertían en seres sospechosos, en personas sobre las que caía toda la suspicacia del mundo. Las reglas se invertían: eran presuntamente culpables hasta que los cacheos demostraran lo contrario. Un racismo sutil, casi imperceptible, como el que impone la desconfianza. No un racismo violento, sino una clase de xenofobia sibilina. Algo que les recordaba continuamente lo que eran. Inmigrantes perpetuos. Perdedores radicales.

Sus habitaciones, en general, eran minúsculas, con varias literas en un mismo espacio y un armario metálico. En ocasiones, esas barracas donde se hospedaban habían sido, en otro tiempo, caballerizas, a las que habían añadido una cocina con hornillos. Las barracas solían dividirse en dos: una para hombres y otra para mujeres. La situación se complicaba aún más en algunos casos, sobre todo en aquellos matrimonios a los que se les obligaba a estar separados en dos pabellones distintos. No podían convivir juntos. Como los turnos no coincidían, sus encuentros no iban más allá de un breve espacio de tiempo, mientras entraban o salían de la fábrica. Eran citas de refilón, furtivas, apresuradas.

Varios testimonios nos hablan de las duchas al aire libre, soportando temperaturas extremas, especialmente los que viajaron más al norte. Tan extremas que muchos recuerdan haber visto cómo explotaban botellas de leche congeladas. La temperatura podría alcanzar los treinta y cinco grados bajo cero. Por eso volvían rápido a sus habitaciones y se resguardaban en la cama, mientras intentaban zafarse del frío y esperaban, allí estirados, un nuevo día que nunca llegaba.

XIV

La imposibilidad del lenguaje. La frustración que genera no poder explicarte de manera fluida. La condena de la incomunicación. El cambio de hábitos que conlleva. Asumir esa pérdida como quien abandona una parte de sí mismo e intenta moldear una versión distinta de su propia existencia. Ser un hablante escindido. Reconocer, al fin, que la carencia de un idioma común lo modifica todo. Esa es la razón por la que el escritor ruso Dovlátov no quería marcharse a Nueva York: porque en un idioma ajeno perdemos el ochenta por ciento de nuestra personalidad. Somos incapaces de bromear, de ironizar, nos dice.

Ser otro. Aprender a serlo. Obligarte. Al comienzo, con infinitivos. Así configuraban ese nuevo mundo, a través de formas no personales. Una lejanía que poco a poco trataba de aproximarse, añadiendo gerundios y frases hechas, interjecciones, participios. Sumando palabras recién adquiridas en universidades populares, en aulas de idiomas a las que acudían después del trabajo. A pesar del cansancio acumulado y de horas interminables en las fábricas y en el campo. Al fin y al cabo, muchos habían llegado a un pueblo que ni siquiera sabían pronunciar antes de la partida.

Aprender consistía en luchar contra la torpeza y la ingenuidad. Consistía en recomponer piezas sueltas, unificarlas para que dejaran de ser agentes dobles. Consistía en no volver al supermercado sin saber qué compraban, si champú o detergente, si comida o pienso para animales. Y consistía también en no ceder a un nuevo carácter, como le ocurrió a una hermana de mi abuela materna. Después de meses de silencio en Francia, sin poder comunicarse apenas, se fue convirtiendo en una persona adusta, cada vez más hermética y reservada.

Adquirir un nuevo idioma significará cambiar de nombre. Al hacerlo borrarán también su pasado. Se alejarán de él para desempeñar las funciones de alguien distinto. A veces bastaba con una simple traducción, o con un leve ajuste. Un cambio minúsculo que encerraba un mundo más amplio. El nuevo nombre les enseñaba a ser otra persona. Eran los mismos, pero se esforzaban en aparentar que habían cambiado, como si una variación de rutinas o de acentos los librara de toda la sospecha que habían ido acumulando a sus espaldas.

Un lenguaje vivo, eso es lo que provocaron. Una mezcla de idiomas que convocaba, a partes iguales, pasado y futuro. En un presente incierto, en palabras recién adquiridas, adaptadas, en una lengua híbrida que asumía lo nuevo con una fonética antigua. Una forma de ser otro con las trazas aún visibles de lo que habían sido antes. Un lenguaje hecho a retazos, con palabras de aquí y de allá, con combinaciones inconexas y ensamblajes casi imposibles, con acento del sur y gramática extranjera. Así se construyen los nuevos idiomas de quien no tiene lengua alguna.

Migración, emigración, inmigración. Migrantes, emigrantes, inmigrantes. Un glosario de términos para definir a un ser difuso. Para muchos simplemente eran bárbaros. En algunas lenguas, esa es la raíz de la palabra: un ser balbuceante, tartamudo, entrecortado.

¿Qué me viene a la memoria cuando pienso en la dimensión del lenguaje? Un hecho muy concreto. Una anécdota que, en cierta forma, lo resume todo. Me la explicó un día un amigo de mi abuelo, en Cúllar Vega. Cuando los emigrantes volvían de Francia, no solo cargaban con objetos pesados. También lo hacían con un idioma nuevo que trasmitían a sus hijos. Por eso en el pueblo los niños comenzaron a decir oh là là, oh là là, una fórmula que repetían continuamente, sin importarles demasiado que esas tres palabras no vinieran a cuento. Solo por el placer de decirlas, aunque no supieran exactamente qué significaban. Una expresión recién adquirida que les proporcionaba un cierto aire de elegancia y que, al pronunciarla, les permitía estar en otra parte.

XV

La imposibilidad del lenguaje tiene otro significado. Adopta una dimensión distinta. Sé quién es el interlocutor, el que profiere frases al aire, el que trata de dialogar con alguien que no existe.

¿Cómo sucede entonces la comunicación? ¿Con qué propósito, si al final te das cuenta de que lo único que haces es hablar para nadie? ¿Esperas que después de articular varias frases te responda, como una aparición momentánea que logres ver detrás de ti? ¿Por qué continúas con una labor abocada al fracaso? ¿Por qué no aceptas que es imposible entablar unas palabras con alguien que no está, que nunca estuvo? Lo mismo que te sucede con tu abuela en el salón de la residencia, cuando finges entender un idioma que no es el tuyo.

Y sin embargo continúas con esa charla unidireccional. Con ese diálogo que solo a ti te concierne. Es una única voz que modula su tono según quien hable. Quien imaginas que hable. Porque eres solamente tú el que selecciona las palabras. El que completa las frases que has comenzado. Tú eres el que elige los temas. El que polemiza. El que interroga. Así piensas que detrás hay alguien, porque te has concentrado tanto en esa voz familiar que confías en que te escuche desde alguna parte. Confías en que te responda tarde o temprano.

Cuando te enfrentas a ese diálogo con un ser ausente, descubres que el silencio es un discurso, la narración de un olvido. Quedarse callado impone sus propias normas y no hace falta decir nada más, porque todo se condensa en lo que ya no podrá ser dicho. Ahí estaba el verdadero lenguaje, en la imposibilidad de articularlo. En el espacio en blanco entre frase y frase. Y si decides mantener una conversación inútil, es porque piensas que los otros pueden hablar a través de ti, como si al imaginar lo que dirían lograras hacer que sus vidas no se borraran para siempre.

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