La Mesías

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Restucci, Agustina

La Mesías / Agustina Restucci. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-0716-7

1. Novelas. 2. Narrativa Argentina. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

“Para que surja lo posible, es necesario intentar una y otra vez lo imposible”

Herman Hesse

1

¿Cuánto tarda una persona en entender lo que le está pasando? ¿Cuál es el momento exacto en el que se da cuenta que su vida nunca más va a ser la misma? Para mí fue cuando la conocí. Siendo más puntual, cuando pude comprender la facinacion en sus ojos al ver cómo los cuerpos se desmembraban, y en cierta medida, compartirla. Supe, que como yo, había nacido con el flagelo de la curiosidad y con la intuición de que algo estaba mal. Entré a trabajar para ella el 1 de mayo de 1613. Nada me hizo pensar que en vez de pisos y chimeneas, terminaría baldeando restos de órganos y tejidos humanos. Es difícil expresar con precisión lo arduo que es limpiar la sangre que despide un cuerpo al morir. Son litros y litros que bombea el corazón, dependiendo de la forma del deceso. Debo decir que en el caso de los infantes, la tarea se vuelve más fácil, por una cuestión de volumen.

En cuanto tuve la primera pista debí escapar, pero por alguna razón creí no tener alternativa. Salir de ahí sin secuelas ya no era una posibilidad.

Todo empezó en el día que murieron mis tíos. Un vecino logró apartarme de la indigencia consiguiéndome un trabajo en el monasterio de Los Pedestales, en Tarifa. A mis 17 años ya me había dado cuenta de cómo funcionaban las cosas, o me casaba, o me hacía monja. Dedicarme a la limpieza era una alternativa en la que no había pensado. Llegué descalza y con las manos vacías. En un terreno donado por la realeza, se había levantado un monasterio cisterciense femenino, bajo la bendición del Papa. La obra financiada por la condesa Enriqueta de Pablos y por su marido, llevaba cerca de cuatro años de trabajo. Hacía pocos meses se había completado la edificación de los claustros. Eran dos residencias modestas, cuadradas y con pocas ventanas, y alrededor de éstas, se erguían las ermitas individuales para el descanso. Unas doce monjas junto con su abadesa se establecieron allí, mientras las obras continuaban. Cuando llegué, la Iglesia del monasterio estaba en su última etapa de construcción.

Apenas pisé suelo santo, me recibió una de las hermanas. No había llegado a tocar la puerta que la abrió invitándome a pasar. Agradecí la poca introducción y entré para resguardarme del sol. Era pleno mediodía y el calor se levantaba del suelo terroso sin piedad. Odiaba el verano, siempre lo había hecho. Las paredes gruesas del lugar actuaban de aislante al ruido y a la temperatura. Tuve la sensación de estar ingresando a otro mundo. El silencio era absoluto. Seguí a mi anfitriona por un pasillo estrecho hasta llegar al centro del lugar. Desde atrás, pude ver la calvicie debajo de su cofia. Quise preguntarle el porqué de su condición, pero me habían indicado con insistencia que el monasterio era de clausura, y que no debía dirigirle la palaba a nadie. Con una sonrisa me indicó el camino a mi habitación, la única dentro del edificio. Me quedé por unos segundos observando mi nueva realidad. Al parecer mis días estarían circunscriptos a este cuarto frío y oscuro, con una cama de piedra y un escritorio. No tuve la necesidad de quejarme, todo eso era mucho mejor que cualquier otra posibilidad. No obstante, la primera noche fue aterradora. No era el lugar, sino mis pesadillas. Intenté ignorar la creencia del mal presagio. Aunque en retrospectiva pienso que lo mejor hubiese sido correr, no lo hice, la realidad era que no tenía a dónde ir.

Algunos gritos mudos me persiguieron en mis sueños. Creí que no había dormido nada, hasta que desperté con la abadesa parada a los pies de mi cama. No pude interpretar sus intenciones. Parecía estar cansada. Mientras me incorporaba humillada por no haberme levantado antes que ella, mi mente no lograba calmarse. Eran demasiadas preguntas y ninguna posibilidad de hacerlas. Sabía que las abadesas eran elegidas por votación de las monjas, pero no era eso lo que llamaba mi atención. Había reglas y prohibiciones en cuanto a las postulaciones. Por ejemplo, la religiosa en cuestión no debía tener menos de cuarenta años de edad ni ocho de servicio. También estaba prohibido elegir a alguien que fuera producto de un nacimiento ilegítimo, que no conservara su integridad virginal de cuerpo, o que fuera ciega o sorda.

Todo eso fue lo que pensé mientras le sostenía la mirada. Su edad era difícil de descifrar. La rigidez de su expresión contrastaba con una cierta luz en sus ojos. Definitivamente no era ciega ni sorda, aunque el resto de las condiciones eran difíciles de verificar. Cuando entendió que me incomodaba, dio una vuelta alrededor de mi cama. Sentí escalofríos. Tuve la permanente sensación de estar en falta. Terminó su corto recorrido y apoyó un delantal blanco, un par de zapatos de cuero sobre la silla del escritorio, y se fue.

Me vestí con rapidez mientras me reprochaba sin respiro por no haber sido más amable. Tuve miedo de haberle causado una mala impresión. En lo que respectaba al monasterio, era ella la autoridad suprema. Aunque su condición de mujer la ubicaba en cierto modo cerca de mi existencia, estábamos a kilómetros de distancia en derechos. Sus limitaciones eran obvias, no podía confesar ni dar misa, pero era quien otorgaba la licencia a los curas para hacerlo. En pocas palabras era la dueña del señorío material y jurídico de todo el predio, incluyendo molinos, tierras y construcciones. A su vez tenía fueros, y el poder de nombrar alcaldes y otras abadesas. En resumen, era la dueña de mi destino.

Me hice presente en la cocina apenas mis piernas lo permitieron. Cada una de las monjas desayunaba en silencio. No supe qué decir ni cómo comportarme. Por unos segundos me quedé titubeando. Según lo que estaba viendo, mi tarea no estaría relacionada con la cocina, las monjas eran austeras, y no estaban acostumbradas a que les sirvieran. La abadesa estaba en una de las cabeceras. Corrió su silla rechinándola contra el suelo de piedra. Con un gesto de su cuello largo y aterciopelado me indicó que la siguiera. Lo hice sin vacilar. Entendí que lo único que debía hacer era obedecerla ciegamente.

Salimos del claustro donde estaba la cocina junto con mi habitación, para cruzar el jardín y entrar al segundo recinto. Por el mobiliario y las imágenes supe que era el lugar destinado para el rezo y la meditación. Era una planta rectangular simple, con algunos ornamentos en las paredes. En uno de los laterales dos escalones nos llevaron hacia una puerta de madera. Caminé en una fila de dos un tanto intrigada. Una vez del otro lado, nos encontramos dentro de la iglesia en construcción. El edificio era inmenso. Todo el lujo que escaseaba en los claustros, se había plasmado en esta iglesia imponente. Había cúpulas, vitrales, y grandiosidad. La estructura constaba de tres óvalos alargados, uno a la derecha, otro a la izquierda, y la nave central con su altar y un muro de separación hacia el ala izquierda, debido a su condición de clausura. Avanzamos entre escombros y cinceles hasta llegar a la antesala de un sótano, en uno de los costados del altar. Una reja negra cerrada con llave nos separaba de la revelación. La abadesa la abrió. El ruido del hierro destrabando la cerradura me estimuló. Destellos de ansiedad me invadieron a medida que descendíamos. Eran exactamente siete escalones hasta llegar. Mis pies rozaban el filo de los cantos para no tropezar. Mi corazón se aceleró tanto que me avergoncé de sus latidos. Tuve la sensación de estar entrando al inframundo. Una vez abajo, entendí mi labor. El olor se empezó a sentir a medida que bajábamos, cerca del cuarto peldaño. Era a sangre y a putrefacción. Una vez en la bóveda mi estómago se dio vuelta. No sabría por dónde empezar a describir lo que vieron mis ojos. Lo más simple sería referirme en sentido literal. Había brazos, piernas y cabezas. También tejidos disecándose, corazones y estómagos, todo el contenido del cuerpo humano exhibido como en una feria.

Miré a la abadesa intentando buscar una explicación, pero no dijo nada. Aunque evitó mi contacto visual, su seguridad no mermó. Con firmeza y autoridad me alcanzó un balde y un trapeador.

—Necesito que te ocupes de mantener este lugar lo más limpio posible–me dijo antes de irse.

Casi sin darme cuenta me quedé sola. Mis rodillas temblaron ante la posibilidad de dar un paso. Permanecí inmóvil intentando asimilar lo que veía. Después de un rato, comencé a limpiar. Puede sonar raro, hasta cómplice, pero no tenía otra alternativa. Acomodé los restos humanos en los rincones según mi lógica. Brazos por un lado, órganos por el otro. Limpié el piso con entusiasmo, hasta absorber la última gota de sangre. La viscosidad de los restos hacía que mi tarea fuera ardua. Podía pasar el trapo una y otra vez por el mismo lugar que no lograba absorber la sangre en su totalidad. Pero no me di por vencida. La idea de compartir un secreto con la abadesa me mantuvo motivada. Cuando consideré que había hecho un buen trabajo, volví exhausta a mi cuarto. Me sorprendí de la inacción de mi conciencia. Atribuí el fenómeno a la tranquilidad de estar cumpliendo una orden de la abadesa. Si ella quería que lo hiciera, no había razón para cuestionarlo, o para creer que estuviera mal. Ella era la representación de Dios para mí, y para todo el monasterio.

 

A la mañana siguiente encontré el desayuno en mi escritorio, y un cambio de delantal para que pudiera lavar el otro. Sonreí por la sensación de estar siendo cuidada. No pude recordar cuándo había sido la última vez que alguien se había ocupado de mi ropa y de mi comida. Una ola cálida invadió mi cuerpo. Cuando salí la abadesa me estaba esperando.

—Buen trabajo–me dijo, antes de darse media vuelta.

Sentí orgullo de mí misma, y devoción por ella. Repetí el camino que había hecho el día anterior, solo que esta vez lo hice sola. La reja de la bóveda estaba abierta. Cuando entré, me encontré con un escenario aún más escabroso. Esta vez eran ojos y lenguas las que ornamentaban las dos mesadas de madera en el centro del claustro del sub suelo. En el piso, fluidos de todo tipo y color intentaban filtrarse por mis zapatos. Los faroles que iluminaban el lugar titilaban haciendo la vista dificultosa. A pesar de la barbarie, me puse a trabajar sin cuestionar nada. En cierto punto, la realidad era que, o me ocupaba de eso, o terminaba en la calle, y debo confesar que con el tiempo, empecé a disfrutarlo. Había algo en el conocimiento que me atraía. Saber lo que había dentro de cada uno de los cuerpos me hacía sentir diferente, con cierto dominio. La complicidad con la abadesa aumentaba mi sensación de superioridad. Mi mente había logrado procesarlo todo con cierta sencillez, aunque había un solo detalle que me faltaba resolver antes se volcarme de lleno a mi nuevo trabajo. No lograba entender de dónde venían los cuerpos mutilados, ni qué hacía con el resto de los desechos. Estaba segura que debía haber más gente involucrada.

A unos kilómetros de distancia, todavía en tierras del monasterio, había una casa precaria. Era la originaria de la propiedad, donde hacía muchos años había vivido un matrimonio de granjeros. Ahora funcionaba allí un hospicio a cargo de las monjas. Albergaban a todo cristiano que por su condición, fuera imposibilitado de vivir en sociedad. Muchas mujeres daban a luz a hijos ilegítimos. Según tenía entendido había también enfermos mentales, personas deformes y ese tipo de cosas. Sospeché desde un principio que las víctimas debían venían de ahí. Era por una cuestión de lógica. Nadie reclamaría sus cuerpos, ni siquiera sus vidas. Decidí que sería una buena idea, acercarme a espiar qué ocurría allí. Lo hice una noche sin luna, aprovechando mi capacidad de adaptación a la oscuridad. Después de limpiar baldes de sangre durante todo el día, me fui como siempre a mi cuarto a esperar la cena. Una de las monjas era la encargada de llevarme todas las comidas a mi habitación. Un par de horas más tarde, rompí las reglas y salí. Las paredes frías del monasterio aceleraron mi paso. Caminé descalza hasta franquear toda la edificación. Cuando llegué al jardín, percibí movimiento en el claustro vecino. Fue en ese momento que mis planes cambiaron. Debía averiguar quién estaba merodeando por mi lugar de trabajo. En pocos segundos estaba en la iglesia. Decidí que lo mejor sería avanzar agachada, para no ser descubierta. Encontré el escondite perfecto detrás de una de las columnas laterales, cerca del muro de separación. La luz de las velas no lograba exponerme. A pocos metros en cambio, una docena de candelabros iluminaba una escena diferente. Me sorprendí al ver a varios hombres trabajando. Estaba al tanto de que la mayoría de las labores de construcción se estaban efectuando de noche, a pedido de la abadesa. Había un labrante encargado de surcar detalles decorativos en las rocas que rodeaban las paredes y las columnas, un vidriero trabajando en los vitrales y algunos hacedores de instrumentos, intentando perfeccionar la acústica debajo de una de las cúpulas. Observé sus tareas con detenimiento. Quise sumarme a cualquiera de sus artes, pero mi intuición me dijo que no sería bienvenida. Desde mi ángulo en la oscuridad, pude ver movimiento en mi cuarto de limpieza. No tenía forma de acercarme, pero pude percibir que se trataba de la abadesa. Pasaron unos minutos hasta que la vi salir sin su cofia, con su pelo atado en una cola y sus manos ensangrentadas. No fue la sangre lo que me perturbó, sino su actitud. En ese momento no era una monja. Llevaba un delantal blanco y botas de cuero hasta la rodilla. Con uno de sus antebrazos secó el sudor de su frente. Los artistas en ningún momento se incomodaron. Estaba claro que eran partícipes, o por lo menos colaboradores.

—Nada–dijo desilusionada.

El labrante encogió sus hombros.

—Será la próxima–respondió mientras apoyaba sus cinceles en el piso para incorporarse.

Se acercó a la abadesa y la besó en la frente. Mientras tanto, mi corazón se detuvo. Era demasiada información para procesar. Pensé en las condiciones requeridas para ser abadesa, y dudé de la integridad de su cuerpo. El vidriero se adosó para completar en trío.

—El horno ya llegó a la temperatura, traigan las partes que quieran disolver–dijo.

La abadesa y el labrante acercaron lo que quedaba de un cuerpo al horno. Hasta ahora estaba convencida de que la función del fogón era la de fundir los elementos para formar los vidrios de colores, pero estaba equivocada. Tiraron los desechos ahí, y los observaron desparecer. Los tres parados frente al horno calcinando la carne parecían en éxtasis. No se movieron de sus lugares hasta que el espectáculo terminó. A pocos metros los dos luteros seguían afilando violines. Era una escena apocalíptica, era el quinteto siniestro. Sentí un impulso enorme de rechazo, acompañado de uno de fascinación.

Me retiré a mi cuarto atónita, pero con una convicción imperante. Quería ser parte del grupo, necesitaba sumarme a lo que fuere que estaban haciendo ahí. Me convencí de que mi llegada al monasterio no era una casualidad, estaba destinada a pertenecer a esta logia del inframundo. La perversión en mi interior afloró con fuerza. Ahora tenía un objetivo e iba a hacer todo para lograrlo.

2

Las noches se volvieron mi escuela. Me escondía y observaba todo lo que ocurría en esa iglesia. Las interacciones entre los miembros del quinteto me revelaron la premisa de que en el arte todo vale. Pude aprender que la intención detrás de la quema de los cuerpos no era solo el encubrimiento, sino la maestría. La coloración lograda en los vitrales era consecuencia de los óxidos de distintos metales disueltos con el vidrio caliente. El sulfuro de cadmio daba amarillo, el cobalto el azul, el rosa se lograba con oro, y con los huesos humanos, el prisma de colores era infinito.

Me resultó interesante también, comprender que los materiales para crear vidrio estaban en la naturaleza. La historia de cómo fue descubierto la escuché de la propia abadesa. Estaba sentada en uno de los bancos de madera tallados de la iglesia, muy cerca del altar, cuando relató la historia. Los cuatro hombres la escuchaban atentos, parecían estar bajo su dominio. Al parecer en el siglo I, unos mercaderes en camino hacia Egipto para vender carbonato de sodio, se detuvieron para comer a orillas del rio Belus, en Fenicia. Como no tenían piedras para apoyar sus ollas, usaron bloques del carbonato como soporte. Se quedaron dormidos, y al despertar los bloques se habían fundido, y reaccionado con la arena para formar vidrio. Atribuyeron el fenómeno a un milagro, y en cierta medida lo era.

La historia no me impresionó tanto como la manera de hablar de la abadesa. En lo que respectaba a ciencias y saberes, parecía estar en su elemento. Sus conocimientos eran infinitos, incluso para los artistas. Aunque los cuatro eran hombres instruidos, cada vez que ella hablaba, la escuchaban con reverencia. Esa noche en particular, después del relato, los cinco se pararon en ronda y unieron sus manos. La abadesa tomó la palabra, solo que esta vez, no pude comprender el idioma.

Non metuit mortem qui scit contemnere vitam–dijo.

Non omnis moriar–contestaron los artistas.

A partir de entonces el ritual se repitió todas las noches, al igual que mi necesidad de espiar. Con el tiempo pude memorizar las palabras, aunque ignoraba su significado. Después cada uno se enfocaba en su trabajo, mientras que la abadesa desmembraba cuerpos en la bóveda. Todo se hacía bajo la mayor confianza. De todo lo que veían mis ojos, los vitrales eran sin dudas, lo más atrayente. El vidriero estaba terminando la iconografía de cinco ventanales que culminaban con la crucifixión de Cristo. La sexta sería la del Juicio Final. Me pregunté si alguno tendría remordimientos. En el nombre del arte, se permitían hacer cosas bastante controversiales. Pero el vidriero no era el único que hacía uso de los cadáveres humanos para su arte. Lo descubrí una noche calurosa, a fines de agosto, cuando puse mi foco en el labrante.

El hombre estaba trabajando en los escalones que llevaban al altar, y para los peldaños tenía un plan funesto. Algunas de las rocas que tallaba eran huecas. Tuve que retirarme para vomitar cuando entendí el por qué. En su interior se colocaban la mayoría de los restos de los cuerpos más pequeños, actuando de cuna de cemento. Para ser más específica, transformaba las rocas para luego llenarlas de criaturas y de cemento. Según él las volvía más resistentes. De todos los artistas era él quien me producía más aturdimiento. No parecía tener conciencia de ningún tipo.

La música era permanente mientras se daban las escenas enloquecedoras. Los luteros probaban distintas posiciones e instrumentos, intentando dar con las notas perfectas. En un comienzo creí que lo que buscaban era encontrar el punto donde la acústica fuera idónea, pero una vez más me equivoqué. En sintonía con la animosidad del grupo, éstos dos compositores también se beneficiaban de los restos. Tal vez fuera el trabajo más explicito de todos, después del de la abadesa por supuesto. Para ser clara y precisa, usaban tendones, músculos y tripas para las cuerdas de sus instrumentos. Aunque parezca mentira o irreal, bajaban al sótano y regresaban con tiras de distintos tejidos para tratarlos frente al altar.

Los intestinos humanos pueden medir hasta siete metros de longitud. Para el transporte, uno de los luteros se los enrollaba en el hombro como quien carga algún tipo de soga. Los tendones y músculos eran un tanto más cortos. Manipulaban su materia prima relajados y en silencio. Se sentaban por horas para la limpieza. Una vez desprovistos de grasa, venas y todo lo que se pudiera adherir a sus objetos, los sumergían en baldes de agua fría por días. Después los colgaban en una especie de tender improvisado cerca del horno del vidriero, y en pocos días estaban listos para el cortado. El proceso de curado se daba de forma ordenada y meticulosa. Como resultado se obtenían cuerdas resistentes para los violines, arpas y laúdes. Volverlas finas y elásticas era su arte, después las probaban buscando sonidos cálidos y profundos.

Mientras tanto, la abadesa parecía controlar todo. Por su lenguaje corporal todavía no lograba descifrar cuál de todos era su compañero. Los acercamientos eran generalizados, ninguno tan evidente como para aseverar que el amor al arte no era lo único que compartían.

Comencé a planear mi revelación una noche en la que por la expresión de todos, entendí que habían descubierto algo. El llamado de la abadesa convocó a los artistas al sótano. Pude acercarme sigilosamente para escuchar lo que decían.

—Esta puede ser la respuesta–aclamó la abadesa.

El eco de su voz subió por las escaleras hasta mis oídos. Cerré los ojos para imaginarme que estaba abajo con ellos. El repique de algunos instrumentos metálicos tomó protagonismo. La tentación de bajar era demasiado grande. Los dedos de mis manos se aferraron a la reja de hierro intentando detenerme. Estaba excesivamente cerca. Pude percibir el olor a sangre fresca, recién salida del cuerpo. Me convencí de que si bajaba, todos me aceptarían. Uno de mis pies rozó el primer peldaño cuando percibí que pronto saldrían. El movimiento me llevó a resurgir de mi trance. Volví a mi escondite de una zancada. A juzgar por sus expresiones cuando salieron, habían hecho un avance. La abadesa teñida de rojo abrazó a uno de los luteros, después al otro. Mi desconcierto era total. Eran demasiadas preguntas. Entonces decidí ordenar mis prioridades. Lo primordial era descubrir de dónde venían los cuerpos. Si lograba desentrañar ese misterio, todo sería más claro.

 

A la mañana siguiente pedí permiso para salir en mi hora de descanso. Le dije a la abadesa que tenía ganas de caminar un poco por el terreno, y me lo permitió sin objeciones. Parecía estar de muy buen humor. Emprendí mi travesía con un destino prefijado. Iría hasta el hospicio a ver qué pasaba allí. Caminé una media hora hasta que me encontré con el lugar. Mis presentimientos se concretaron en cuanto la vi. Se trataba de una casa humilde, con techos de paja y de unos pocos metros cuadrados. Toqué la puerta y una de las monjas encargadas del lugar me abrió. La puerta rechinó con el movimiento. Me presenté intentando disimular mis miedos. La religiosa me ofreció entrar a tomar una taza de té. Aproveché el momento de la infusión para memorizar todo lo que veía. El lugar era precario, pero poco escalofriante. De a poco mis nervios se fueron calmando. Apoyé la tasa sobre la mesa y esbocé una sonrisa incómoda.

—Muchas gracias hermana–dije.

—No es nada Nina, vuelve cuando quieras

– contestó.

Me quedé pensando en cómo sabía mi nombre, aunque el misterio no duró mucho.

—La abadesa me informó que estabas colaborando en el monasterio –aclaró.

Me imaginé a la abadesa hablando de mí y me llené de orgullo. Pensarla pronunciando mi nombre me hacía sentir importante.

—Si, estoy haciendo las tareas de limpieza a cambio de techo y comida, la abadesa es muy generosa–dije.

Ni bien terminé la frase la hermana se estaba levantando, cortando de cuajo la conversación y acompañándome a la puerta. Supe que tenía poco tiempo para inspeccionar. Eché un vistazo rápido. La casa constaba de un solo ambiente donde estaban las camas, junto con la cocina y la mesa del comedor. En ese momento pude ver unos 7 u 8 internados, la mayoría mujeres embarazadas. Estaban en sus camas tejiendo y realizando distintas manualidades.

—Buenas tardes–les dije a todas a modo de despedida.

La mayoría de ellas levantó la mirada y me devolvió el saludo con un movimiento vertical de sus cabezas. En un rincón pude visualizar a una mujer mayor, que parecía ciega. Me detuve a observarla por unos segundos.

—Ella es Ambrosia–dijo la hermana mientras mantenía la puerta abierta esperando que saliera–es ciega y muda–agregó.

—Que terrible–fue lo primero que dije sin pensar.

La monja frunció el seño

—Nunca es la situación la que causa la infelicidad, sino lo que pensamos de ella–predicó.

—Si, claro…claro–dije–me gustaría saludarla–agregué para quedar bien.

—Ambrosia vive en su mundo, es mejor que así siga, no es buena con los extraños–explicó.

Tomé su respuesta como válida, aunque la postura corporal de la fútil vieja inválida decía otra cosa. Sus manos estaban tensas, como si quisiera salir corriendo de ahí. Vacilé en el umbral de la puerta intentando robar algunos segundos más, pero la insistencia de la monja a cargo obligó mi retirada. En mi camino de vuelta me crucé con dos hermanas más, estaban colgando las sabanas blancas recién lavadas en unas sogas. Entendí que eran también servidoras en el hospicio. Mis sentidos me dijeron que no estaban en complicidad con la abadesa, aunque la verdad era, que no estaba en posición de afirmar nada.

Volví de mi travesía con más incertidumbre que certezas. Si los cuerpos no venían del hospicio había algo que me estaba perdiendo. Me puse a pensar en las partes de los cuerpos que me tocaba ordenar. Había un denominador común entre ellos. Todos habían sido desprovistos de su piel. En un principio creí que las pieles eran usadas con algún fin artístico, tal vez como lienzos de algún pintor, aunque no había indicios de que fuera así. Si lograba encontrar el fin de las pieles, tal vez pudiera averiguar algo más acerca del origen de los cuerpos. Entré a mi cuarto para cambiarme antes de continuar con la limpieza. Me senté en la cama para revisar mentalmente las posibilidades. En el escritorio reposaba una Biblia desde mi llegada. La tomé instintivamente. Apenas rocé la cubierta con mis manos, me percaté del detalle. La portada no era de cuero, sino de piel humana. Fue el olor el que me hizo reaccionar. Antes de mi llegada al monasterio jamás había sentido el aroma a cuerpo humano en desintegración. La fragancia que emanaba el libro santo era muy sutil, casi imperceptible para una nariz cualquiera, pero no para mí. Lo revisé una y otra vez rebalsando de incredulidad por mi hallazgo, pero a medida que más lo sentía, más me convencía de que estaba sin lugar a dudas, forrado con piel humana. Una necesidad imperiosa de entender lo que estaba pasando se apoderó de mí. Logré dejar de lado juicios y prejuicios para convencerme que lo único que debía hacer era averiguar la trama detrás de estas prácticas siniestras. Pronto se convirtió en mi misión. Más que nunca quise exigir participación en el quinteto. El problema no era la abadesa, sino los artistas. Debía convencerlos de que mis aportes serían beneficiosos para el grupo. Pero para ello debía conocerlos más. Por primera vez desde mi llegada, recé. Necesitaba algún tipo de ayuda sobrenatural.

Pudo haber sido una casualidad, pero al día siguiente la carta del abogado de mi tío llegó. Al parecer yo era su último familiar directo con vida y heredera en su testamento. Se me otorgaron algunas horas de permiso para ir a Tarifa a poner mis papeles en orden. Un carruaje me buscó para llevarme hasta el lugar, que estaba a solo unos pocos kilómetros.

Mientras me acercaba a la civilización mi cabeza parecía despertar. El microclima del monasterio me había llevado a naturalizar el salvajismo, la distancia en cambio, me daba la perspectiva suficiente como para sentirme horrorizada. Me detuve frente a la casa de mis tíos sin atreverme a entrar. No me sentía digna de volver a un lugar que me recordaba mi vida antes de la oscuridad que me envolvía. Decidí caminar un poco, para aclarar mis ideas. Estaba cerca del puerto, a pocos metros del muelle donde mi tío tenía su flota de barcos pesqueros. Eran tres en total, pero debido a su enfermedad en los últimos meses, se había visto forzado a vender todo. Me detuve a mirar las olas rompiendo contra los pilares de los muelles. Sentí el impulso de saltar y desaparecer, y creo que lo hubiese hecho si no hubiera visto a lo lejos, al labrante. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Parecía un hombre común y corriente, parado bajo el sol de la mañana. Conversaba con un grupo de personas, a mi entender estaban negociando. Me acerqué con disimulo para escuchar la conversación. Pude oír cómo uno de los comerciantes le ofrecía mármol asiático y piedra caliza, entre otros materiales.

Su nerviosismo afloraba con sus movimientos. Hablaba susurrando, y girando su cabeza de un lado al otro intentando pasar desapercibido. Fue en una de esas miradas furtivas que notó mi presencia. Mi respiración se detuvo. Me imagine desmembrada sobre la tabla del claustro de la iglesia. Intenté esconderme bajo el pañuelo negro que llevaba en mi cabeza. Desviar la mirada me hizo sentir un poco más segura. En contra de mis predicciones ni siquiera se me acercó. Sentí desilusión por ser invisible, incluso para mercaderes y asesinos. Segundos después, el labrante y quien parecía ser el capitán entraron al barco carguero donde estaban los materiales en transacción. Me reproché por mi descuido, aunque dudé que me recordara. A los pocos minutos salieron dándose un apretón de manos. El trato parecía estar cerrado. El labrante hizo señas a su ayudante para que cagara las cajas que bajaban del barco y las llevara a los galpones de acopio. No era la primera vez que veía ese tipo de cajas. Estaban por toda la iglesia en construcción.