La Mesías

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Después del encuentro inesperado, decidí que era hora de volver a la casa de mis tíos. Cuando llegué su abogado me esperaba en la cocina. Fue así que me informó que acababa de heredar todas las pertenencias de mi tío, y que debía casarme para que mi marido manejara los bienes. La noticia me dejó inquieta. Tenía un mes para establecerme, sino perdería toda la herencia, que aunque no era mucha, era suficiente para que viviera tranquila por años. En ese momento no encontré palabras para describir lo que sentí. El letrado vio cómo por mi cara desfilaba un sinfín de expresiones desconcertantes. Seño fruncido, ojos sorprendidos, muecas con la boca, y alguna que otra palabra inentendible. Me encogí de hombros como último eslabón de la cadena de contorsiones. Sin mucho más preámbulo decidí volver al monasterio e ignorar la nueva información.

Tenía el objetivo claro de unirme al grupo siniestro. Esa era mi única prioridad. Entonces por la noche me dirigí al sector donde se guardaban los materiales para la construcción. Era un espacio grande, húmedo y oscuro. Estaba ubicado detrás del altar, separado por unas puertas dobles. Según tenía entendido, en un futuro se convertiría en el espacio de descanso de los curas, pero por ahora solo albergaba piedras, maderas y cajas. Los trabajos dentro de la Iglesia ya habían comenzado, por lo que procuré ser lo más silenciosa posible. Me acerque a las cajas vacías en busca de alguna pista, pero no encontré nada. En el fondo se levantaba una especie de tender donde se secaban las pieles. Me sorprendí al ver la cantidad que había. Eran decenas de pieles curándose para transformarse en portadas de Biblias. La escena abominable se llevó mi última gota de aire. Sentí el impulso de salir de ahí. Estaba a punto de irme cuando escuche el ruido del carro trayendo las cajas nuevas. Eran las mismas que había visto en el puerto, lo supe porqué tenían una marca amarilla en su frente, como una especie de cruz desproporcionada. Decidí que podía esforzarme un poco más. Esperé escondida hasta que las descargaron y se fueron. Por la ranura de una de las maderas percibí movimiento. Debían ser cerdos, o algún tipo de animal. Me acerqué un poco más hasta pegar uno de mis oídos contra el cedro. Giré mi cabeza para espiar en su interior. Mis pestañas rozaron los tablones. Mis ojos hacían movimientos involuntarios intentando develar lo que ocultaba la oscuridad. Tardé en percibir que del otro lado, dos pupilas imploraban mi ayuda.

3

—En algún lado tiene que estar–dijo el vitralero desde el claustro.

Por el ruido de herramientas supe que trabajaban en un cuerpo.

—Traigan otro–dijo la abadesa enojada.

Se podía notar en su voz que estaba frustrada. Sentí los pasos de alguno de los artistas acercándose a las cajas. Con la culata de un cincel, el cantero rompió el candado. El ruido metálico de las cadenas moviéndose me asustó. Lo que fuera que hubiera adentro, estaba atado como si fuera un animal peligroso. Lo primero que vi fueron los pies descalzos, después las piernas, y un cuerpo desnudo. Era un hombre, de no más de 20 años. Mis ojos se salieron de sus órbitas. El chico no se defendió, parecía estar entregado. Uno de los luteros le puso un pañuelo empapado de alguna sustancia, y se desvaneció. Después todo fue silencio. Bajaron al hombre al recinto subterráneo para que la abadesa pudiera trabajar. Mis manos empezaron a temblar. Una batalla moral se estaba desatando dentro de mí. Tenía que decidir de qué lado iba a estar. Si iba a rendirle culto a la abadesa, como era mi intención, debía dejar los juicios de lado y confiar plenamente en ella. Por otro lado estaban las víctimas. No estaba lista para cometer semejante pecado. Decidí que la única manera de poder estar en paz, era sabiendo la razón por la cual estaban haciendo esto. Solo así podría participar sin culpa. Pero para acceder a tal información, no me quedaba otra alternativa que exponerme.

Di un paso firme hacia la luz. Lo sentí como un nacimiento. Después di otro, y varios más hasta acercarme al borde de las escaleras. Caminar sin esconderme me empoderó. Por primera vez me sentí importante. Bajé los escalones segura y convencida de que ya nunca más volvería a ser la misma. Los cinco estaban de espaldas a mí, trabajando en el recién llegado. Carraspeé mi garganta para hacer notar mi presencia. El quinteto giró sobresaltado. Cuando me vieron no supieron qué decir.

—Nina ¿qué estás haciendo? –preguntó la abadesa desconcertada.

Pude intuir que su incomodidad tenía que ver más con el harem de hombres, que con el cadáver sobre la tabla. El resto de los presentes se quedaron petrificados.

—Abadesa por favor no se incomode, no vengo a interponerme en su misión. Lo único que quiero, es formar parte de ella–dije con claridad.

Me sorprendí por mi falta de inhibiciones. En ningún momento me tembló el pulso. Los roles parecían invertidos, me sentía la más poderosa del grupo.

—¿Qué misión? ¿De qué estás hablando?–indagó el labrante incómodo. Sabía que él iba a ser un problema. Entendí que para acceder al grupo, debía contar con su aprobación.

—Hace semanas que los observo, no hay razón para que se pongan nerviosos, estoy al tanto de todas sus prácticas nocturnas, y creo que puedo ayudarlos, solo necesito que me expliquen para qué lo hacen, solo eso–argumenté intentando llevar tranquilidad.

La abadesa respiró profundo. El grupo la miró, después de todo era la líder.

—Nina no sabes en lo que te estás metiendo. Lo mejor es que vuelvas a tu cuarto y olvides todo lo que viste–me dijo casi como una orden.

—Eso es imposible–contesté, llevándole la contra a un adulto por primera vez en mi vida. Mi pulso se aceleró un poco.

—Perfecto entonces, acércate, vas a tener el honor de desmembrar a este hombre en tu primera noche–replicó con una sonrisa irónica.

Los artistas, que hasta entonces estaban parados formando una pared de contención para que no pudiera ver a la víctima desde mi ángulo, de pronto rompieron filas habilitándome a pasar. Era la prueba de fuego, y debía aprobarla sin titubeos. Me acerqué con la cabeza en alto, intentando concentrarme en lo que estaba por hacer. La abadesa me vistió con un delantal igual al de ella, y lo ató en mi espalda, a la altura de mi cintura. El contacto cercano con su cuerpo me llenó el alma. De a poco me estaba convirtiendo en su colaboradora. En la mesa de apoyo a mi derecha, estaba todo el instrumental que tantas veces había limpiado. Mi conocimiento me daba una ventaja. Sabía cuál tomar primero. Era una cuchilla de carnicero, afilada y brillante. El corte debía ser preciso y contundente. Tomé la mano de la victima para mover su brazo de un lado al otro. La intención detrás del zarandeo era encontrar el lugar exacto donde se localizaba la articulación, para poder separar el brazo de un solo golpe. Coloqué su extremidad abierta en cruz, un poco inclinada hacia arriba. Observé su fisonomía en detalle. Por alguna razón no pude evitar preguntarme qué habían hecho esas manos hasta ahora. Eran suaves y todavía estaban calientes. Las imaginé tocando un piano, o pintando un cuadro, o apoyadas sobre la cabeza de algún niño. Supe que debía bloquear cualquier imagen de humanidad que viniera a mi mente si quería participar del acto. Entonces lo hice. Intenté verlo como un animal. Separar un miembro del cuerpo era tarea común en mi casa mientras crecía. Gallinas, cerdos y ovejas, eran los animales que traía mi tío para que los cocináramos. Yo estaba acostumbrada a despellejarlos y dejaros listos para las ollas. Esto no era muy diferente.

Subí mi mano lo más alto posible para que la fuerza de la caída ayudara con la disección. Y así sucedió. La cuchilla primero atravesó su piel, luego los músculos, la articulación, y frenó su camino contra la madera de la mesada. Pude sentir cada una de las capas, como si todo sucediera en cámara lenta. En mi estómago la sensación de mariposas se alternaba con las nauseas. Supe que todos estaban sorprendidos de mi habilidad. Me jacté de mi talento, sin dudas los había impresionado. El brazo cayó por fuera del tablón de madera, me agaché para agarrarlo cuando intuí que la victoria duraría poco. Antes de que pudiera apoyar el brazo suelto en un costado, un chorro descontrolado de sangre se proyectó hasta mi boca. No era posible que sangrara así, los animales no lo hacían. Había solo una explicación para el sangrado descomunal, y era que el hombre estuviera vivo.

El estupor me distrajo. Perdí perspectiva de tiempo y espacio. El quinteto se reía al unísono, parecían estar disfrutándolo.

—Ahora la pierna–dijo la abadesa.

Tuve ganas de salir corriendo, pero no podía fallar, era mi oportunidad de hacer algo importante con mi vida. El hombre permanecía dormido, bajo los efectos de lo que fuera que le habían dado. Entonces proseguí con mi trabajo. Separé las dos piernas, el otro brazo, e incluso la cabeza. Bañada en sangre y agotada me dejé caer al suelo.

—Veo que ya fue suficiente, vuelve mañana, después de todo no sería mala idea que alguien hiciera el trabajo pesado por mí–dijo la abadesa.

Agradecí su permiso para retirarme. Mi mente iba unos pasos atrás de la realidad. Lo recién acontecido todavía no me afectaba y no entendí porqué. Intenté repasar mis logros hasta ahora. No había recolectado demasiada información de qué era lo que estaban buscando en los cuerpos, pero por lo menos había logrado mi objetivo de convertirme en parte del grupo, ahora éramos un sexteto, ahora era una asesina, o incluso algo peor.

Un sinfín de pesadillas me invadieron esa noche, aunque a la mañana siguiente me levanté rebozando de felicidad. Por primera vez un mi vida no me sentí sola. La angustia que me perseguía en mis días de pronto había desaparecido. Ese hueco en el centro del pecho con el cual me había acostumbrado a vivir, ya no estaba. Era un milagro. Desafié la limpieza llena de energía. Volver a la bóveda en cierta medida me asustaba, sobre todo porque era la primera vez que debía baldear una masacre forjada por mis manos. Pero bajé convencida de que era el comienzo de mi nueva vida. Una vez en el lugar pude ver cómo el grueso del cuerpo no ya estaba, solo quedaban el cerebro y el corazón. Al parecer la abadesa había estado trabajando sobre esos órganos. Al menos era una pista. Aproveché mi soledad para la investigación. Me sentí con el derecho de inspeccionar los restos de mi primer asesinato. Retomé el trabajo de mi mentora en busca de algo, aunque no sabía de qué. Tomé una pinza y un escalpelo y comencé a abrir orificios en el cerebro. La masa parecía uniforme, eran canales de curvas y figuras que formaban un enjambre de caminos. Decidí que la mejor opción era abrirlo al medio. Lo hice con mucho cuidado, para no dañar lo que fuera que hubiera adentro. Una vez hecha la separación, descubrí mi primer hallazgo. En el interior de una de las partes pude diferenciar una figura de distinta textura y color. La separé del resto, hasta exponerla sobre una bandeja de cerámica. Tenía la forma exacta de un hipocampo. No entendí lo que significaba. Por un momento pensé que estábamos relacionados de alguna manera con los océanos. ¿Cómo era posible que un feto de hipocampo viviera en nuestros cerebros? Debía corroborar si se trataba de una excepción, o si todos lo teníamos, y para eso necesitaba otro cerebro, otra víctima.

 

Esa tarde la espera fue eterna. Doce horas más tarde llegaron mis nuevos camaradas. Yo no me había movido ni un centímetro de mi puesto. No sabía cómo reaccionarían con mi atrevimiento, pero ya nada me importaba. Sentí sus pasos acercándose cerca de las 11 de la noche. Salí a interceptarlos antes de que bajaran.

— –Non metuit mortem qui scit contemnere vitam–les dije sin tener la menor idea de lo que significaba.

Non omnis moriar–contestaron sorprendidos.

—Veo que no vas a dejar de insistir–dijo la abadesa.

—Jamás–contesté.

Los seis bajamos al sótano.

—No estoy de acuerdo con su incorporación–dijo el labrante enojado.

Pude notar por la expresión de la abadesa que su comentario no era bienvenido.

—Esa decisión es mía–contestó ella denotado su liderazgo.

Los cuatro hombres dieron un paso atrás y bajaron sus cabezas. Se pudo percibir tensión en el ambiente. Me pareció oportuno contarles acerca de mi descubrimiento.

—Hay algo que quiero mostrarles–les dije dubitativa.

Todos me observaron incrédulos.

—Encontré un hipocampo en el cerebro–dije.

La abadesa se acercó a donde yo estaba. Tomé la bandeja de cerámica y se la di. Sobre ella reposaba lo que yo creía, era un caballo de mar. Mi mentora se apresuró a verlo. Levantó los ojos para posarlos sobre los de sus compañeros.

—Tiene que ser el huésped–dijo llena de júbilo.

Ex ovo–comentó uno de los luteros.

Entusiasmada les relaté cómo había llegado a disecar éste pedazo de cerebro en particular, y mis dudas acerca de si todos los cerebros humanos albergaban la misma forma. Una vez que terminé de hablar hice las preguntas que atravesaban mi garganta desde el primer día.

—¿Por qué hacen esto? ¿Qué es lo que buscan?–indagué

—Buscamos dentro del cuerpo un ovocito, un huevo–confesó la abadesa ya más relajada.

Ex ovo omnia, todo procede de un huevo–agregó el vitralero, quien se me acercó dándome un abrazo demasiado afectuoso y me dijo su nombre, Cosme Antópulos.

Respondí al saludo con una sonrisa, aunque debo confesar que tuve la sensación de haber escuchado su nombre antes. El hombre de unos 70 años entendió que el contacto físico había sido excesivo, y se alejó un tanto avergonzado. Por cómo lo miró la abadesa percibí algo de celos.

—Hay una teoría que dice que los seres humanos albergamos una especie de huevo que contiene al individuo sucesor. Hace un año que lo buscamos Nina, es increíble que en un día lo hayas encontrado –completó uno de los luteros, el más alto–Giovani Dopolo–agregó a modo de presentación.

—¿Un huevo? ¿Al individuo sucesor? – repregunté.

Todos se rieron de mi sorpresa.

—Hay cosas que todavía no podemos decir–dijo la abadesa.

—¿Por qué?–indagué.

Nadie me contestó. Por un momento me sentí invisible otra vez.

—A trabajar–ordenó la jefa.

Y eso hicimos.

4

La Bula era algo que estaba prohibido por la Iglesia. La primera vez que escuché acerca de esta práctica fue durante un sermón en el día de mi cumpleaños. Como Jesús, nací un 25 de diciembre, o eso me dijeron mis tíos. Me habían adoptado cuando era solo un bebé, y como para ellos fui un regalo de Dios decidieron que mi cumpleaños sería el mismo que el de Jesús. De todas maneras, durante las Cruzadas, muchos hombres deseaban ser enterrados en sus tierras después de muertos, cerca de sus familiares. Pero la logística no era fácil. Podían pasar meses o incluso años hasta el regreso, además de las largas distancias. Entonces idearon una estrategia inteligente aunque no libre de pecado. Hervían los cuerpos de los fallecidos, para poder separar la piel del hueso. Una vez hecho el trabajo, guardaban los últimos en bolsas para ser transportados. El cura durante la misa se encargó de remarcar varias veces la abominación del acto. Para mí en cambio, tenía lógica. Lo extraño era que los cruzados tomaban votos antes de embarcarse, y con ellos recibían indulgencia por sus pecados. Aunque no lograba comprender cómo alguien eximido de sus penas podía pecar, me detuve a pensar en un dilema mucho mayor. Era evidente que había algo en la muerte, y sobre todo en el cuerpo muerto, que de alguna manera, impresionaba tanto que obligaba a prohibir cualquier contacto con la carne sin vida. Parada en mi puesto de trabajo seccionando cuerpos, no me sentí perturbada. Me pregunté si yo también tendría indulgencias. Después de todo, trabajaba para una abadesa. No era una cruzada, pero estaba segura que estaba contribuyendo al mundo de una manera mucho más especial.

Mi segunda noche en el claustro tuvo su desenlace obvio. Había estado todo el día pensando en eso. Giovani, el lutero alto y mayor, trajo otro cuerpo. Esta vez era una mujer, y estaba embarazada. Mi corazón dio un vuelco seco. Esto era grave.

Ex ovo omnia–dijo.

Lo miré en pánico. Mis ojos se movían de un lado al otro como queriendo escapar de la imagen que pronto verían.

—Que lo haga Nina–exigió el labrante con su voz gruesa y profunda. Su nombre era Marco Ruiz Mendoza, y todavía no lograba aceptarme como parte del grupo.

—No quiero hacerlo–fue lo primero que pronunciaron mis labios.

—A mi no me importa lo que quieras o no quieras–respondió Marco.

Se me acercó despacio, y con cada centímetro de su avance, su cuerpo parecía crecer. Me sentí intimidada como nunca antes.

—Déjala tranquila–ordenó el segundo lutero, quien hasta ahora se había mantenido callado. Su nombre era Alonzo, era italiano como su colega, pero mucho más joven. Intuí que era su aprendiz.

—Lo único que me falta es que un imberbe venga a darme órdenes–dijo Marco enojado–¿Quién lo va a hacer entonces?–preguntó.

—Yo–contestó el joven lutero.

Era la primera vez que alguien me defendía, y no solo eso, se había expuesto a la posibilidad de desmembrar a una mujer embarazada para que yo no tuviera que hacerlo. Mi cuerpo se llenó de admiración. Di un suspiro profundo que se oyó en todo el lugar. La abadesa observó el desarrollo de la discusión desde un costado. La miré de reojo para descifrar sus pensamientos. Sentí el fuego de sus pupilas atravesando mi cuerpo. Supe que se había dado cuenta de todo. La vergüenza me llevó a actuar con estupidez.

—No gracias–dije–voy a hacer lo que haga falta para colaborar con la causa–afirmé, aunque no tenía idea de cuál era.

—De acuerdo–dijo la abadesa–Que Alonzo extraiga el cerebro de la mujer, el avance de Nina nos redujo la búsqueda a esa parte del cuerpo–explicó mientras me miraba con lo que yo sentí era jactancia–Y que Nina extirpe el del bebé–sentenció haciendo temblar mis rodillas.

Alonzo y yo nos pusimos codo a codo para hacer el trabajo. El resto observaba nuestros movimientos desde el otro lado de la tabla. La mujer estaba viva, su hijo también. Antes de comenzar esbocé mi primer pedido.

—¿Podemos matarla antes?–pregunté.

—No, es necesario que el cuerpo permanezca vivo lo más posible, para que huevo u ovocito no se disuelva, ya incurrimos en ese error en el pasado, por eso no encontramos nada–dijo el labrante.

—No encontramos nada porque nunca se nos ocurrió abrir al medio al cerebro, esa es la verdad–dijo la abadesa irritada.

Me sentí vigorizada con la confesión de mi mentora. Mi propio descubrimiento había destrabado su investigación. Por otro lado, sentí terror. Estaba a punto de matar a un bebé. Tenía que saber la razón detrás de la búsqueda del huevo. Entonces hice mi segunda pregunta.

—¿Qué buscan en el huevo?–dije.

La mujer dormida producto de la inhalación del pañuelo embebido en esa sustancia amarillenta, esperaba su mutilación mientras discutíamos de ciencias encima de su cuerpo. El grupo compartió una dosis de entusiasmo y excitación. Mi consulta había dado en la tecla. El clima bélico que imperaba hacía pocos minutos, fue reemplazado por la adrenalina de estar a punto de cumplir una ilusión colectiva la cual yo no conocía.

—La pregunta no es qué buscamos, sino a quién–dijo Cosme como si yo entendiera algo de lo que estaba ocurriendo– Non metuit mortem qui scit contemnere vitam –agregó.

—No entiendo–confesé.

La abadesa se acercó para decirme algo.

—No teme a la muerte el que sabe despreciar la vida–tradujo.

Mis dudas aumentaron. La frase me confundió más. Debo haber esbozado alguna expresión incómoda, porque enseguida todos se pisaban para explicarme la verdad. Parecían entusiasmados como niños, como si estuvieran compitiendo para revelarme un misterio que hasta ahora desconocía. Pensé en la mujer sobre la tabla, y en si estaría escuchando. Tal vez una explicación para su muerte le daría alivio.

—Existe una escritura sagrada oculta, mantenida en las sombras por el poder que ésta puede otorgarle a quien la lea. Muy pocos conocen de su existencia, es en ella donde aparecen las frases que repetimos –dijo la abadesa.

—¿Ustedes la conocen?–pregunté.

—Claro que la conocemos, y por eso tenemos una gran responsabilidad. Todos los aquí presentes fueron seleccionados especialmente para la tarea. En el libro se oculta la sabiduría ancestral de nuestro Creador. Sus páginas contienen un poder ilimitado, que al ser liberado se les otorgará a los elegidos–relató la abadesa.

Me quede pensando en lo que acababa de decir. No tanto en lo de la sabiduría ancestral, sino en que los presentes habían sido seleccionados especialmente. No supe si también se refería a mí. Decidí que lo mejor era continuar con las preguntas.

—¿Qué dicen estas escrituras? ¿Cómo se libera la sabiduría? –pregunté.

—Los seres humanos existen en dos planos, el de la carne y hueso, y el otro. Cruzar ese portal es lo que buscamos–contestó.

—¿No se cruza ese portal una vez que el cuerpo muere? ¿Está hablando del plano de la Tierra y del Cielo?–pregunté.

—No exactamente, pero por ahora está bien que pienses en esos términos. De todas maneras lo que buscamos es abrir el portal, y atravesarlo para luego volver. Una vez que la persona realiza ese viaje, su esencia cambia, para convertirse en un dios en la Tierra, en un ser inmortal. No tememos a la muerte los que sabemos despreciar la vida, porque pronto seremos eternos. Para hacerlo necesitamos encontrar el ovocito–dijo la abadesa.

—¿Por qué necesitan del ovocito?–cuestioné incómoda, intentando buscar una explicación a la carnicería.

— Porque es él nuestro individuo sucesor, todavía conectado con el otro plano, y el único capaz de abrir el portal–concluyo.

—¿Qué buscan en el otro plano?–pregunté.

—Todo–respondió la abadesa.

Me quede callada por un largo período. Me costó entender la lógica de la búsqueda. En el fondo estaban matando personas para conocer a Dios, práctica prohibida por él mismo. No teme a la muerte el que sabe despreciar la vida, repetí para mis adentros. Era ésa la justificación que el grupo encontraba para hacer lo que hacían. Sin lugar a dudas su plan era ambicioso, en resumidas cuentas buscaban ir al Cielo sin morir, y volver para contralo, convertidos en seres sobrenaturales. Había algo en la capacidad de este aparente individuo sucesor oculto en todos los cuerpos, que no lograba entender. Supuestamente una abadesa, o un sacerdote, no debiera tener uno, no había descendencia para el celibato. Inferí que tal vez no todo el mundo lo poseería. Por un segundo pude darme cuenta del criterio de búsqueda de las víctimas. Todas eran personas jóvenes, con posibilidades de reproducción, sin ninguna regla que lo prohibiera. Pensé en el bebé que estaba a punto de asesinar, y en si él ya tendría marcado su destino. Era imposible adivinar si en su vida ya truncada hubiera sido alguien con sucesores. Necesitaba más información acerca de quién era esta fuente de palabras incuestionables a la que veneraban.

 

—Este libro oculto, al que pocos tiene acceso, ¿Quién lo escribió?–pregunté.

—Fue el propio Padre Supremo–contestó la abadesa con lágrimas en los ojos.

—¿En esas escrituras se menciona también el portal, el ovocito, el paso al otro lado?–indagué.

—Cuando estés preparada yo misma te las voy a leer, pero todavía es muy pronto–advirtió la abadesa.

Entendí que después de todo, no eran asesinos despiadados, sino personas en busca de respuestas. El uso de las partes de los cuerpos para los diferentes fines, era una forma de honrar a las víctimas. Pieles para libros, intestinos para cuerdas, órganos para colores en los vitrales y huesos para fortalecer las piedras. Sin dudas estaban despreciando la vida, pero honrando la muerte. Por el momento fue suficiente explicación para mí. Con una cuchilla afilada abrí el vientre de la mujer en una línea horizontal de cadera a cadera. Metí mi mano en su interior. Me sorprendió sentir la calidez en su sangre. Haciendo un semicírculo con mi pulgar y mi dedo índice, tomé a la criatura del cuello y tiré para que saliera. Era un bebé perfecto. Pensé en su futuro como huérfano para no sentirme mal por su asesinato. Después de todo le estaba haciendo un favor, evitándole pasar por todas las desgracias que pasaría en un mundo hostil para huérfanos y pobres. Seguro si alguien me hubiese matado a mí al nacer me hubiera salvado de soportar muchas penas.

La criatura no lloró ni abrió sus ojos, por lo que me apresuré a separar la cabeza de su cuerpo, para que sufriera lo menos posible. Una vez seccionada, me dispuse a trabajar en su cerebro. Romper el cráneo de un recién nacido fue como atravesar la cáscara de un huevo. Hay un sector justo en el centro de la cabeza en el que todavía no se fusionaron los huesos. Comenté la observación en voz alta.

—Acá hay un espacio que no existe en los adultos. Me imagino que el hueso deja ese espacio por una razón–dije como investigadora.

—Debe ser una vía de comunicación, que por alguna razón después es borrada. Nadie recuerda su vida de feto–agregó Alonzo, quien estaba luchando para romper los huesos del cráneo de la mujer.

Todos se pararon en semicírculo.

—Tiene lógica–dijo la abadesa–puede ser un canal que permanece abierto por un tiempo, para algún tipo de contacto–concluyó.

Todos supimos lo que debía hacer sin decirlo, si este hueco estaba alineado con el hipocampo, entonces estaríamos más cerca de encontrar respuestas. Abrí con cuidado el pequeño cerebro, el cual entraba en una de las palmas de mi mano, direccionando el corte justo en línea con el hueco. Supe que había llegado cuando lo vi. Esta vez el huésped era mucho más chico, pero conservaba su forma marina intacta. La primera premisa había sido comprobada, más de una persona tenía en su cerebro, un hipocampo. Entonces saltamos a la segunda pregunta, la de dilucidar si en efecto, era éste el ovocito sucesor, conectado con el otro plano. Me detuve a observarlo con esmero. El individuo en cuestión constaba de cabeza, cuerpo y cola, y era extremadamente pequeño, de unos dos o tres centímetros aproximadamente. Estaba cubierto por una capa delgada de una sustancia blanca, con algunas fibras amarillentas. Nada indicaba que estuviera vivo. Si esta larva cerebral hablaba, yo no comprendía su idioma. Lo giré de un lado al otro buscando alguna pista. ¿Dónde estaba la vida de este supuesto individuo sucesor? ¿Cómo abriría el portal? Parecía dormido. Si de alguna manera se comunicaba con el otro plano, no lo hacía a la vista de los ojos humanos. Estaba a punto de descartar lo que restaba del cuerpo de nonato cuando se me ocurrió mirar un poco al costado. Las cosas de reojo se ven diferentes, por lo que por un momento dudé. Me acerque despacio hasta que lo dije.

—Hay otro huésped–susurré.

Todos dejaron lo que estaban haciendo y se me acercaron como moscas a la miel. Con un escalpelo trabajé sobre la otra mitad del cerebro. Había un hipocampo exactamente igual al otro. Todos quedamos en estado de shock. De pronto las teorías que los habían sostenido hasta ahora se derrumbaron. Si había dos huéspedes todo cambiaba de sentido.

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