La liturgia del esclavizador

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La liturgia del esclavizador
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Letrame Editorial.

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© Adrián Valdés

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1114-328-8

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

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Para Isabel y Olaya

PRÓLOGO

Oscuridad y silencio.

Y cuatro puntos blancos en las esquinas de un cuadrado negro imaginario.

Abro los ojos y veo una fiesta, música, mucha luz, mucha gente entretenida pasándoselo bien. En mi cabeza flota una sensación extraña, como cuando te despiertas desubicado en un lugar y necesitas que transcurran unos segundos para situarte bien. Lo cierto es que, a pesar de estar un poco aturdida, soy consciente de que toda la gente que me acompaña no es gente anónima. Son, en su mayor parte, los padres de los compañeros del colegio de mi hija, aunque también están presentes familiares y amigos míos, todos ellos muy bien vestidos para la causa y felices, sus rostros irradian un optimismo del que es muy difícil no contagiarse.

A lo lejos, contemplo la silueta de mi marido, que está despojándole las princesitas a mi hija para que pueda saltar en un castillo hinchable con forma de dragón. Parece que todo se desarrolla según un guion preestablecido. La gente está contenta, distraída, no hay indicios aparentes de aburrimiento o indiferencia dentro de esta sala bien acondicionada para la celebración de eventos infantiles. Todo parece indicar que es la fiesta de cumpleaños de alguien, pero aún no sé muy bien de quién. En una mesa cuadrada reposan cuatro bandejas repletas de canapés, varias botellas de bebida carbonatada de distintas marcas y dos pequeñas montañas de vasos de plástico. Desde mi posición lo distingo todo a pesar de no saber con certeza si, en realidad, fui yo la responsable de organizar esta fiesta o no.

Necesito despejar la mente, me levanto del sofá, pero mis rodillas fallan y me hundo de nuevo en él. Tengo las piernas dormidas y tardaré unos segundos todavía en despertarlas de su letargo. Intento recordar cómo he llegado hasta aquí y con quién. Soy incapaz. De momento, solo soy consciente de que sufro una especie de laguna mental que espero que sea transitoria y se difumine con el paso del tiempo. Paseo la vista una vez más por toda la estancia con la firme convicción de que nunca había pisado este lugar. Cuando desvío la mirada hacia mi reloj de pulsera algo me resulta familiar. Dieciocho de julio, ¡el cumpleaños de mi hija! Debió organizarlo todo Fernando, mi marido, pero no llego a entender el porqué de mi amnesia. Me incorporo del sofá, esta vez con éxito y después de zigzaguear entre la gente y los globos de colores repartidos por todo el suelo embaldosado, me aproximo hasta la zona de juegos infantiles en la que dos niñas, una rubia con trenzas simétricas y otra morena con el pelo suelto juegan a las muñecas, dos niños hacen lo propio con una consola de videojuegos. Los demás saltan en los castillos hinchables como si no hubiera un mañana al lado de mi hija. En un extremo de la sala, una mesa alargada con cinco sillas pequeñas a cada lado entra en mi campo de visión. Y justo enfrente, presidiéndola, un trono rosa con dos dragones verdes que hacen la función de reposabrazos. La mesa, en donde de un momento a otro merendarán los niños, está repleta de comida, bebida y chucherías. Alzando un poco la vista puedo contemplar cómo alguien decoró la pared con letras gigantes formando dos únicas palabras: «FELICIDADES, MÍA». Camino hasta la mesa, dejando atrás a los muchachos, que siguen ensimismados en la pantalla de televisión, aparto una de las sillas y observo con detenimiento todo lo que reposa sobre ella. En todas las servilletas hay un dibujo plasmado de un tiranosaurio rex y, justo debajo, el nombre de mi hija. Esbozo una sonrisa mientras me retiro dejando de nuevo la silla en su sitio. Altavoces repartidos estratégicamente por toda la sala son los encargados de amenizar la celebración con canciones infantiles, tanto de ahora, como de hace unos cuantos años. En lo que a mí respecta, necesito encontrar a mi marido y que me ponga al corriente de todo esto, él tiene que saber de primera mano todo lo que necesito averiguar. Levanto la vista escrutando la estancia, pero no consigo distinguirlo entre tanta gente. Lo que sí logro captar es la presencia de dos puertas que, en un primer momento, da la impresión de representar los servicios. Pero no son dos. Son tres…

Dirijo mis pasos hacia ellas y, en ese momento, me percato de que en la puerta de la izquierda hay una placa con la silueta de un hombre y en la de la derecha lo propio con la silueta de una mujer. La puerta del medio es idéntica a las otras dos, pero no hay placas, ni siluetas, ni nada. La curiosidad por saber qué hay detrás de ella comienza a invadir los numerosos recovecos de mi mente. Con dos pasos más tengo la madera de la puerta a escasos centímetros de mis ojos, pero es una posición incómoda y no quiero que la gente me señale y me tache de rara. Algo en mi cabeza me dice que no me preocupe, que me tome todo el tiempo necesario para analizar esa dichosa puerta. Obedezco sin rechistar. Desde que me levanté del sofá nadie interactuó conmigo, nadie me habló, incluso nadie me miró. En ese preciso momento me siento fuera de lugar, como si sobrase de la fiesta, como si fuese una persona non grata. Es una sensación extraña, pero lo cierto es que me siento más cómoda ahí, aislada de todos los invitados, enfrente de esa misteriosa puerta. Treinta segundos me bastaron para descubrir las cuatro palabras que alguien había escrito a bolígrafo y que eran casi imperceptibles sobre la madera blanca a la altura de mi cuello.

«POR FAVOR, NO PASAR».

No sé por qué razón asocio esa caligrafía con una chica joven y muy aplicada en sus estudios. Alguien me dijo una vez que todas las personas, o por lo menos la gran mayoría de ellas, tendemos a creer todo lo que ven nuestros ojos, damos muchas cosas por sentado, aunque, a veces, esos primeros impulsos no se correspondan con la realidad. Por norma general, no solemos desconfiar, entre otras razones porque no tenemos motivos para ello. Mi cabeza en aquel momento se fía de lo que ponen los letreros. La puerta izquierda, el servicio masculino, la derecha, el femenino. Y la puerta central alberga algo que alguien no quiere que descubra. Estoy convencida. En ese preciso instante en mi interior se desencadena una lucha interna, deseos contradictorios: abrir la puerta o dar media vuelta y olvidarme de su existencia. Pero si eligiese esta segunda opción, la puerta no desaparecería como por arte de magia, seguiría ahí y mi deseo por cruzarla sería cada vez mayor.

Cada vez tengo más claro que averiguar qué se esconde tras ella no constituirá una idea descabellada por lo que mi mano derecha acaricia el pomo y comienza a girarlo despacio, muy despacio. Desvío por última vez la vista hacia atrás y no veo nada extraño, ni fuera de lo normal. Las luces, la música, los globos, todo forma parte de una estupenda fiesta de cumpleaños. Nada que objetar. El pomo llega al final de su recorrido y comienzo a empujarla. Cuando la abro del todo, dudo un instante si dejarla abierta o cerrarla tras de mí. No me gusta que alguien, el dueño del local o algún encargado me reprenda por tal acción, por lo que mi decisión de cerrarla de nuevo es firme. Lo que mis sentidos captaron a continuación es difícil de explicar con palabras. Me encuentro al principio de un largo pasillo, de poco más de un metro de ancho y tan largo que no distingo el final. Todo el mundo sabe lo que es un pasillo, hasta los niños pequeños los conocen, pero este no era un pasillo normal y corriente. En absoluto. A ambos lados están colgados espejos, decenas de espejos, cientos de espejos. A medida que avanzo por él, los primeros con los que me encuentro escupen mi reflejo como bien lo haría cualquiera. Hasta ahí todo normal. Pero cuando ya llevo recorridos más de cincuenta metros, los espejos con los que me voy encontrando no reflejan mi silueta con tanta precisión como los anteriores. Soy testigo de cómo mi cuerpo, a través de ellos, se va difuminando más y más hasta el punto en el que no cumplen con su misión. Soy lo más parecido a un fantasma o a un vampiro. Los espejos por alguna extraña razón no me devuelven el reflejo.

No soy muy buena con las distancias, pero desde la puerta hasta la posición en la que me encuentro bien podía haber doscientos metros, puede que más. Me da la impresión de que, en aquel momento, por mucho que intentara encontrar explicación a lo sucedido, no hallaría ninguna, por lo que no le doy más vueltas al asunto y sigo caminando hasta que empieza a dibujarse algo al final del pasillo. Otra puerta idéntica a la del principio. A estas alturas no me rindo. Mi intención es llegar hasta ella y cruzarla. Quiero saber qué se oculta al otro lado y eso es lo que exactamente hago.

 

Cuando mi mano derecha toca el pomo de la segunda puerta y comienzo a girarlo, una sensación de pánico se apodera de mí, impidiéndome, a priori, lograr mi objetivo. Me tiemblan las piernas y las manos. Venzo esa sensación de angustia y abro la puerta descubriendo tras ella una sala de dimensiones similares a la de la fiesta de cumpleaños. Tanto el pasillo que estoy dejando atrás como la nueva sala que aparece ante mis ojos se mantiene en una turbia y misteriosa penumbra. Aun así, puedo distinguir muchas cosas que me llaman la atención. La primera de ellas, una línea roja que alguien se esforzó en pintar debajo de la puerta, probablemente la misma persona que había escrito a bolígrafo la advertencia anterior y que ahora, al abrirla, se hace más visible. La sala es como una especie de sótano de un hospital psiquiátrico o algo por el estilo. Es tétrica y se divide en dos partes claramente diferenciadas. En la parte izquierda, nueve camillas metálicas colocadas de cualquier manera conservan sus inquietantes e inmóviles posiciones. Tres de ellas están volcadas, dos se encuentran vacías, pero las cuatro restantes albergan algo cubiertas por sábanas mugrientas. Todo parece indicar que se trata de cadáveres, pero no seré yo quien lo averigüe. Numerosos escombros repartidos por el suelo y la presencia de dos sillas de ruedas oxidadas completan la grotesca estampa. El lado derecho de la estancia es más aterrador si cabe. Decenas de cadenas con robustos eslabones nacen del desvalijado techo y mueren en el fondo de una piscina que no permanece vacía ni cubierta de agua. Desde mi posición no distingo bien de qué líquido puede tratarse, todo parece indicar que lleva ahí estancado meses, incluso años, ya que el olor que desprende es nauseabundo. Me cubro la nariz con mi mano derecha mientras caigo en la cuenta de que había atravesado la línea roja inconscientemente. Desconozco si fue debido al olor, a la tensión o al miedo que comienza a agarrotarme los músculos, pero lo cierto es que aterrizan tres pinchazos seguidos en mi cabeza y, después de unos segundos, otro más. Cada vez tengo más claro que nunca debí haber abierto la primera puerta y mucho menos la segunda. Nunca debí haber pisado este lugar, ni cruzar la línea roja, pero ahora ya es demasiado tarde para rectificar. Siempre lo ha sido.

En este momento, no sé qué hacer, si seguir escrutando la estancia o dar media vuelta y abandonar el lugar lo antes posible con la intención de no regresar nunca más. Huir parece tarea sencilla, olvidarme de su existencia me va a costar un poco más. Tengo miedo, no lo voy a negar, pero también siento curiosidad. Avanzo unos pasos en dirección a la piscina y, antes de ponerme de cuclillas a su lado, noto frío. Hay mucha humedad en este sótano. La luz tenue que desprenden los cuatro fluorescentes no ilumina gran cosa, pero es suficiente para comprobar que faltan más de la mitad de los azulejos que componen las paredes, y los que aún se sustentan por sí mismos, no presentan buen aspecto. No necesito mojar los dedos en esta viscosa sustancia para darme cuenta de que se trata de sangre lo que reposa en esta improvisada piscina. Pero no la sangre que todo el mundo conoce o está acostumbrado a ver. Una sangre distinta. Una sangre espesa. Y muy oscura.

Todo parece indicar que esta sala está reservada para alguien con no muy buenas intenciones que disfruta torturando y matando dentro de la dinámica de unos macabros juegos que brotan del interior de su enfermiza y perturbada mente. Estas cuatro paredes han sido, durante mucho tiempo, testigo directo del dolor, la angustia y el pánico de víctimas inocentes que se confunden con las risas, la satisfacción y el disfrute del supuesto verdugo. O de los supuestos verdugos. Esto es lo que este lugar me transmite.

El chirrido del roce de unas oxidadas ruedas contra el suelo comienza a hacerse perceptible en mis oídos. Alguien está empujando otra camilla y se está acercando. No quiero que nadie se percate de mi presencia por lo que, intentando hacer el mínimo ruido posible, regreso hasta el punto inicial, hasta la puerta por donde entré, arrimándola tras de mí, sin llegar a cerrarla del todo. No quiero que nadie me descubra. Necesito ver con mis propios ojos quién es partícipe de semejante atrocidad.

Una de las dos hojas de la puerta corredera de acero inoxidable comienza a ceder al otro lado de la sala emitiendo un molesto e impertinente chirrido. Cuando el movimiento cesa, alguien que sobrepasa los dos metros de altura entra en escena empujando una camilla. Desde mi posición no logro apreciar con claridad a la persona que descansa sobre ella, pero esta no abandona en ningún momento su empeño de retorcerse intentando escabullirse de las correas que le mantienen inmovilizado. El sujeto avanza hasta el borde de la piscina y se dirige hasta un pequeño panel de control. Un chasquido se hace audible y es entonces cuando unas cadenas bajan al mismo tiempo que otras suben mediante un sistema de poleas que está ubicado cerca del techo. Todo lo que captan mis retinas me parece total y absolutamente sobrecogedor. Se le nota bastante destreza en sus acciones. No titubea en ningún momento. A saber, las veces que habrá repetido esta misma rutina en la más absoluta y profunda de las intimidades…

Constato que ya contemplé lo suficiente y me dispongo a abandonar el lugar. Para ello, cierro la puerta con toda la delicadeza que soy capaz de reunir y camino por el pasillo en dirección a la fiesta de cumpleaños, la cual nunca debí haber abandonado. Ahora no quiero ver espejos, ni reflejos, solo caminar a buen ritmo hasta la primera puerta, hasta el punto de partida. Necesito sumarme de nuevo a la fiesta de cumpleaños, pasar desapercibida entre la gente, ver a mis seres queridos, sentirme protegida. El camino de vuelta se me está haciendo más largo y cuando ya por fin distingo la puerta, una sensación de alivio inunda todo mi cuerpo. Mi mano derecha es la encargada de girar el pomo, empujar la puerta y acto seguido cerrarla tras de mí. Lo que mis retinas captaron a continuación fue una escena más aterradora, si cabe, que lo que acontecía en la otra sala.

Ahora no hay tanta luz como antes, no hay música. La gente no baila, no come, no bebe. Los niños no juegan, ni meriendan. Simplemente permanecen ahí, de pie, petrificados, al lado de sus padres mirándome con gesto serio. En este momento soy consciente de cómo todo el mundo me clava sus miradas en el más riguroso y estricto de los silencios. Una vez más, no sé cómo reaccionar. La primera idea que aterriza en mi mente es que todo forma parte de una pesada broma y que en cualquier momento a alguien de los presentes se le escapará la risa y todo volverá a la normalidad. Evidentemente, eso nunca sucede.

El único movimiento que captaron mis ojos tras dos minutos eternos es el de mi hija Mía soltando la mano de mi marido y acercándose hasta mi posición. Anda como si fuera una especie de robot, como si alguien estuviera manejándola con un mando teledirigido. Todos y cada uno de sus movimientos son total y absolutamente antinaturales. Cuando por fin la tengo a mi lado, queda paralizada mirando al frente. No tardo mucho en comprender que lo que en realidad pretende es que me agache para que, de esa forma, pueda susurrarme algo al oído. Nunca he tenido miedo a mi hija, ni a ninguna niña de ocho años, pero en este preciso instante me está aterrorizando este lugar, me horroriza cómo se han desencadenado los hechos y, aunque jamás lo hubiera imaginado, me aterroriza la presencia de mi propia hija. Me agacho hasta que su boca y mi oreja quedan a escasos centímetros de distancia. Y es en este preciso momento cuando de sus tiernos y dulces labios brotan las palabras más perturbadoras y espeluznantes que había escuchado en toda mi vida…

Abro de nuevo los ojos, esta vez en otro plano, en el plano real, y puedo confirmar que acabo de sufrir una pesadilla. Mi corazón late con rapidez y tardará unos segundos en recobrar la normalidad. Siento humedad en mi espalda. En ese instante, paseo la vista por la habitación donde me encuentro sin apenas mover la cabeza, pero no consigo distinguir lo que realmente me gustaría. Aparece todo muy borroso. Distorsionado. Estoy conectada a una máquina que emite un repetitivo pitido. A su lado, aprecio otra de similares características, aunque no estoy muy segura. De repente, unos bultos se mueven nerviosos por la habitación, parecen personas. Noto una ligera presión en mi cabeza mientras mis párpados comienzan a ceder de nuevo. Lucho por mantenerme despierta, pero soy incapaz. Justo en el momento en el que alguien se acerca y me acaricia la piel de mi cara vuelvo a perder de nuevo todo contacto con la realidad que me rodea…

PRIMERA PARTE

DESESPERACIÓN

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«Los que sueñan de día son conscientes

de muchas cosas que escapan a los

que sueñan solo de noche».

Edgar Allan Poe

(1809 – 1849)

Escritor estadounidense

1

—¿Y dices que eso es lo primero que recuerdas después del accidente?

—Así es. Es lo primero que recuerdo y justo después estaba postrada en la cama de un hospital. No entiendo nada, no encuentro ningún tipo de explicación a todo esto que me está sucediendo.

—Me sorprende mucho la precisión con la que recuerdas los sueños. La mayoría de las personas a las que he tratado, o no se acuerdan o, si lo hacen, me lo cuentan de una forma mucho más superficial. ¿Siempre te sucede? ¿Siempre los recuerdas al despertar?

—Bueno, supongo que como cualquier persona. A veces los recuerdo y otras no. Es cierto que cuando lo hago y, como bien has dicho, suelo acordarme de un gran número de detalles.

—¿Y ahora después del accidente?

—Han transcurrido ya ocho meses y en todo este tiempo los recuerdo con mucha más nitidez, aunque, si te soy sincera, hubiera preferido no haberlo hecho con tanta. No son sueños, son pesadillas que me atormentan de tal manera que no puedo hacer vida normal. Por eso estoy aquí, para que averigües el problema y me cures. Aunque comienzo a pensar que no te encuentras capacitado. ¿Me equivoco?

No era una sala acondicionada para la causa, era simplemente la habitación de un ático. Los dos compartían la misma edad, treinta y seis años, pero uno era psicoanalista, estaba sentado en una silla y tenía una libreta de bolsillo y un bolígrafo de tinta líquida en sus manos, la otra, era su paciente y estaba tumbada en un sillón de cuero observando un techo que ya se conocía de memoria.

—Tu caso es especial. En las casi dos semanas que llevamos de terapia he descartado distintos trastornos relacionados con el sueño, pero pienso que hemos dado importantes pasos y ya estamos más cerca. Necesito que vuelvas a contarme todo desde el principio.

—¿Desde el principio? ¡Te he contado mi vida más de cinco veces! ¡Ya te la sabes de memoria!

—Un último intento. Hay algo que se nos escapa. Si de esta no lo consigo, no tendré más remedio que tirar la toalla. La tiraré por primera vez en diez años que llevo de carrera profesional y te aseguro que no estoy por la labor.

—¿Y si no consigues tu cometido? ¿Qué va a ser de mí? ¿Archivarás mi caso en una carpeta y dejarás que mis propias pesadillas acaben conmigo?

—¿De verdad piensas que haría eso?

—No lo sé, ya no sé qué pensar.

—Pues que te quede claro que no lo haré, siempre hay un plan B.

—¿Un plan B?

—Sí. Si no consigo diagnosticar tu trastorno, no tendré más remedio que enviarte a ellos.

—¿A ellos? ¿Quién son ellos?

—Los que te curarán en caso de que yo no sea capaz.

—Veo que estás muy seguro de tus palabras. Aquí todo el mundo es muy bueno, pero yo sigo con el problema y nadie, hasta ahora, ha sido capaz de darme una solución.

—Ellos sí lo harán.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Porque son los mejores en su especialidad. Tengo el gusto de conocerlos en persona y doy fe de ello. Vamos a hacer lo siguiente. Me contarás una vez más todo desde el principio, sin prisa, yo te escucharé con atención e intentaré buscar la luz al final del túnel. Esta será mi última oportunidad, la última sesión, ya no habrá ninguna más, te lo prometo. ¿Estás de acuerdo?

—De acuerdo.

—Pues bien. Empieza cuando quieras. Soy todo oídos.

Alicia tardó unos segundos en articular las palabras porque su intención era realizar una exposición lo más detallada posible.

 

—Mi nombre es Alicia Fresno Gómez, nací el nueve de marzo del noventa y cuatro, por lo que, en la actualidad, tengo treinta y seis años. Hasta hace once meses estaba casada y tenía una preciosa hija de ocho años. Siempre me consideré alguien normal, tengo aficiones normales, hago cosas cotidianas, nada fuera de lo común. Me gusta el deporte y soy una gran apasionada del cine, sobre todo de las películas románticas. Mi dos grandes pasiones son la pintura y la fotografía. No me considero una persona rara ni friki. No colecciono cosas extrañas ni tengo ningún tipo de obsesión. Mi forma de vestir es normal, no me gusta ser el centro de atención, soy alguien a la que le gusta la discreción y pasar desapercibida. A lo largo de toda mi infancia y adolescencia no he tenido ningún episodio traumático ni he sufrido ningún tipo de depresión. No fumo, procuro no beber mucho alcohol, nunca me he roto ningún hueso ni he seguido las pautas de una medicación. Mi vida es como la vida de cualquier persona que te puedas imaginar. —Su gesto se entristeció al recordar lo que argumentaría a continuación—. El diecisiete de julio del pasado año, a un día del cumpleaños de mi hija Mía, un terrible percance sacudió a mi familia. No recuerdo muy bien detalles de ese fatídico día, pero lo que mi mente sí logró rescatar es que esa mañana hacía mucho calor y que Fernando, mi marido, estaba inmerso en los preparativos de un evento. En mi recuerdo está rodeado por muchos papeles y con su iPhone pegado a su oreja derecha. Mía acababa de desayunar y estaba leyendo un libro de dinosaurios a mi lado. Le encantaban los dinosaurios. Formábamos una familia feliz, ¿sabes?

—No lo dudo.

—No recuerdo qué teníamos pensado hacer. Estábamos los tres en casa, por lo que deduzco que se trataba de un sábado o de un domingo. Cogimos el coche para ir a algún sitio, no me acuerdo. Mi mente se encargó de borrar todo lo relacionado con el accidente, por lo tanto, lo único de lo que tengo constancia es de lo que me dijeron a posteriori los médicos y mi hermana, que es la única familia que me queda. Al parecer, mi marido y mi hija murieron en el acto por el fuerte impacto del vehículo que colisionó contra nosotros frontalmente. Cuando llegaron las ambulancias al lugar del siniestro, se encontraron con dos cadáveres y dos personas en estado muy grave. El conductor del otro turismo y yo. Antes de llegar la primera ambulancia al hospital, el joven, un chico de veinticuatro años y con dos de carné, se les había quedado por el camino. No pudieron hacer nada por salvar su vida. Yo presentaba un cuadro complicado, fuerte traumatismo craneoencefálico que me condujo a un estado de coma.

—Un coma profundo.

—Un coma profundo, sí, pero no irreversible al no haber síntomas de muerte encefálica. Eso fue lo que me dijeron.

—¿Sabes cuál fue la causa del accidente?

—El chico no iba bebido ni drogado. Se durmió al volante. Es muy duro perder a tu marido. Mucho más a una hija de tan solo ocho años. Y si a esas dos desgracias le sumas una tercera, ya no te quedan más ganas de salir adelante. De luchar. De vivir. Hay que ser muy fuerte para superar algo así.

Las primeras lágrimas se hicieron visibles en las mejillas de la joven. Al especialista no le gustaba verla triste ni deprimida, pero sabía que era necesario profundizar más en el tema.

—Me hago una ligera idea del dolor por el que tienes que estar pasando. La tercera desgracia supongo que te referirás a lo de las pesadillas.

—Sí, pero no solo eso, sufrirlas en tus propias carnes es una cosa, pero acordarte de ellas más que de tu propia vida real es otra muy distinta. Ya te lo he explicado, es lo más parecido a vivir dos vidas paralelas. Los médicos me informaron que cualquier persona, después de un accidente de esa índole, puede sufrir secuelas que perduren en el tiempo, semanas, meses e incluso años enteros. Es por ese motivo por el que ya no tengo ningún tipo de esperanza en curarme. Antes de venir aquí, antes de conocerte, ya estaba mentalizada de que nadie sería capaz de ayudarme.

—¿Piensas de verdad que esas pesadillas perdurarán en tu cabeza para siempre?

—Llevo ocho meses sufriéndolas y cada vez son más y más agresivas. No lo pienso, tengo la firme convicción.

—Como seguramente te dirían los médicos, salir de un estado de coma tiene una serie de consecuencias y unas pautas que hay que seguir y respetar para que el paciente en cuestión pueda recuperar gran parte de lo perdido. A parte de lo de las pesadillas, ¿sientes alguna dolencia, alguna secuela digna de mención? No sé, déficits cognitivos, trastornos emocionales, alteraciones de la personalidad…

—Nada más salir del coma me rehabilitaron en un centro especializado. Falta de atención y falta de memoria quizá, pero antes del accidente ya lo padecía, por lo que no creo que haya perdido nada.

—¿Te suena la escala de coma Glasgow?

Alicia quedó pensativa durante unos segundos.

—Es una escala diseñada para evaluar de manera práctica el nivel de Estado de Alerta en los seres humanos —le explicó el psicoanalista—. Dicha escala está compuesta por la exploración y cuantificación de tres parámetros: la apertura ocular, la respuesta verbal y la respuesta motora dando un puntaje a la mejor respuesta obtenida en cada categoría. El puntaje obtenido para cada una de las tres categorías se suma con lo que se obtiene el puntaje total. El valor más bajo que puede obtenerse es de 3 (1+1+1) y el más alto es de 15 (4+5+6).

El especialista se levantó de su asiento y caminó en dirección a una estantería repleta de libros. Acto seguido dio media vuelta y se acercó hasta su paciente extendiéndole una hoja de papel.

Escala de coma de Glasgow


VariableRespuestaPuntaje
Apertura ocular EspontáneaA la ordenAnte un estímulo dolorosoAusencia de apertura ocular4 puntos3 puntos2 puntos1 punto
Respuesta verbal Orientado correctamentePaciente confusoLenguaje inapropiadoLenguaje incomprensibleCarencia de actividad verbal5 puntos4 puntos3 puntos2 puntos1 punto
Respuesta motora Obedece órdenes correctamenteLocaliza estímulos dolorososResponde al estímulo doloroso, pero no localizaRespuesta con flexión anormal de los miembrosRespuesta con extensión anormal de los miembrosAusencia de respuesta motora6 puntos5 puntos4 puntos3 puntos2 puntos1 punto

—Esas son las tres categorías para evaluar y todos los puntajes.

—Sí, ahora sí que me acuerdo. Me lo enseñaron los médicos al poco de despertar.

—¿Recuerdas el puntaje que establecieron?

Alicia leyó con atención la información de la hoja y después de unos segundos le informó de los resultados.

—Ausencia de respuesta motora, un punto, carencia de actividad verbal, un punto y apertura ocular ante un estímulo doloroso, dos puntos.

—¿Cuatro puntos de quince? ¿Estás segura?

—Completamente.

—Eso es un coma severo. Has estado más cerca de la muerte que de la propia vida. Y, a parte de las pesadillas, te has rehabilitado de una forma excepcional. No voy a hacerte perder más tiempo. Tu caso es demasiado complicado para mí.

—¿No quieres que te cuente otra vez la parte de las pesadillas?

El psicoanalista rescató una tarjeta del interior del bolsillo de su bata blanca y se la extendió a su paciente.

—No Alicia, no es necesario. Me doy por vencido. Llama a cualquiera de estos dos números de teléfono. Contacta con ellos cuanto antes. Ellos sabrán qué hacer contigo.

La mujer extendió su brazo sin ningún tipo de ánimo y la cogió. En ella no estaba mecanografiada el nombre de ninguna clínica ni de ningún médico especialista. Era una tarjeta blanca con tres iconos; el icono de un teléfono con dos números de móvil, el icono de una carta con una dirección de correo electrónico a su lado y el icono de la clásica bola del mundo con el nombre de una página web. En el dorso yacían cuatro letras grandes «CMTS» y la silueta de un atrapasueños en relieve.