3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas

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Aus der Reihe: 3 Libros para Conocer #32
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Y esta última pregunta la hice con tantísima vehemencia que estuve de nuevo a punto de caerme de la columna, pero esta vez de narices y en dirección a tío Pancho. El me consideró un instante y respondió evasivo envolviendo la respuesta en una bocanada de humo:

—Acuérdate que todavía no me has enseñado tus sombreros, María Eugenia.

—Bueno: pues mira; lo más elegante, lo más bonito, lo más dernier cri, que has visto en tu vida. ¡Figúrate que llamaban la atención en París!… Y como yo tenía con ellos tanta personalidad, tanta allure, pues no me llamaban sino «Madame»… sí;… «Madame Alonso».

—¡Ay! María Eugenia —dijo Abuelita asustada desmayando sobre la falda la mano de los lentes— ¡quién sabe hija mía, quién sabe por lo que te tomaban! ¡Y para hacer ese papel tan triste botaste tu dinero!

—¿Cómo, para hacer ese papel tan triste? Mira, Abuelita, cuando se tiene dinero en París, y ese dinero se bota, como tú dices, pasas a ser más que un rey y más que un emperador. Te parece que todo es tuyo. La plaza de la Concordia, por ejemplo, es como si fuera… ¡pss! el patio de tu casa, los Campos Elíseos el zaguán de entrada, el Bosque de Bolonia tu corral, total, que acabas por convencerte de que vives en una especie de hacienda tuya en donde todo el que pasa está a tus órdenes para lo que quieras mandar. La prueba de lo que te estoy diciendo es esto que me ocurrió una de esas mañanas de sol en que uno se siente muy alegre: iba yo subiendo hacia la Estrella cuando mi taxi se quedó estacionado en plenos Campos Elíseos porque estaban arreglando la calzada y la circulación se hacía difícil. De pronto, gran sensación, pasaba el Presidente de la República con comitiva de ministros llenos de coronas y discursos que se iban a celebrar una de sus eternas ceremonias ante la tumba del soldado desconocido. Bueno ¿tú crees que me impusieron ellos a mí, o que me dieron ni por un segundo la sensación de mando? ¡Todo lo contrario! Como ésos del gobierno tienen por lo general un aire tan desgraciado y llevan tan mal la ropa ¿sabes lo que les grité en pensamiento desde mi taxi parado? Pues saqué la cabeza y les dije así con mucho cariño: ¡Adiós el mayordomo y el peonaje! Y a ver por Dios cuándo me acaban de arreglar el piso que es una vergüenza lo que dura ya esto, aquí me quedo todos los días como están viendo, y llego en retardo para mis pruebas que son por lo general cosas de muchísimo apuro. Y a ver también si aprenden a tener un poco más de gracia, y que se afeiten tanto bigote que eso ya no se usa, y que se adelgacen, y que crezcan. ¡Ahur! ¡Recuerdos al Desconocido!…

—María Eugenia —interrumpió Abuelita—, mi Madre decía siempre que Dios nos toma en cuenta las tonterías y las palabras inútiles. Según eso, mi hija, tú, vas a tener mucha cuenta que entregarle a Dios.

Yo volví a la anterior conversación y seguí enumerando mis gastos:

—Bueno, además de los sombreros, el calzado todo a medida; añade los déshabillés; añade la liseuse de encaje, añade el kimono negro… ¡ah!, y sobre todo: ¡los regalos!… se me olvidaba, los regalos me costaron carísimos… Fíjate, Abuelita, fíjate en la etiqueta de las cajas, todas cosas finas de la rué de la Paix… ¡Ah!, ¡es que yo no regalo pacotilla!

—¡Ah! no, no regalas pacotilla —volvió a decir Abuelita sulfurada, enarbolando otra vez los lentes—. ¡Si me parece que estoy oyendo a tu Padre! ¡Qué caracteres de despilfarro! ¿Pero tú te imaginas, hija mía, que puede causarme algún placer ese saco de mano que me trajiste, ahora que sé de dónde salió y lo que te costaría?

—¡Pero yo tuve gusto en regalártelo y eso me basta!… ¡Ah! ¡si supieras lo que yo aproveché mi dinero! ¡si supieras lo que me encanta probarme vestidos y más vestidos!… Mira, me iba a casa de Lelong quien, te advierto entre paréntesis, siendo de lo más chic, tiene precios bastante moderados, pues yo soy económica aunque tú no lo creas. Bueno, me iba a casa de Lelong: ¡y a probarme!… que éste sí; que éste también; que aquél me queda que es una maravilla; que este otro me queda todavía mejor; y la vendedora que decía admirada: «¡Con ese vestido parece una Reina!… pero le advierto que es el más caro de todos…» y yo, que respondía con este ademán así de millonaria elegante: «¡El precio es lo de menos!», y a ver más modelos, y a tiendas, y a correr bulevares, arriba, abajo, sola, sola, sólita, ¡de mi propia cuenta!… ¿Crees, crees, Abuelita, que cambio esos días de libertad por tener veinte miserables fuertes mensuales?… ¡Ah! ¡no, no y no!…

—Sí; ya sabía por Eduardo, a quien se lo contaron en La Guaira, que andabas sola por las calles de París, y eso me contrarió muchísimo. No comprendo cómo Ramírez, un hombre sensato, pudo autorizar jamás semejante locura. ¡Una niña de dieciocho años, sola de su cuenta, en una capital como ésa! ¡Qué disparate! ¡Qué peligro!… ¡Cuando lo pienso!… Y no te figures que aquí en Caracas puedes hacer lo mismo…

—¡Ah! ¿de modo que esas eran «las ocupaciones» que tenía tío Eduardo en La Guaira? Andar averiguando lo que yo hice en París para venir a contártelo a ti. Quiere decir que también es espía y chismoso. ¡Con aquella cara de mosca muerta!

—¡Eso no es chisme! Era su deber advertirme, así como también es mi deber aconsejarte que no vuelvas nunca a cometer semejante imprudencia.

Tío Pancho y tía Clara, con ese tacto sutil que tienen las almas muy buenas, sí debieron sentir la tempestad subterránea que se desarrollaba en mi alma, bajo aquella discusión trivial con Abuelita. Respetaban los dos mi dolor con su silencio; ella muy abismada en el pasar de la aguja por la trama del zurcido; él distraído, echado hacia atrás, la cabeza sobre el respaldo de la mecedora, siguiendo con una mirada vaga las figuras alargadas y tenues, que el humo del tabaco iba forjando en el aire. De pronto se levantó; tiró la colilla entre las matas del patio, se quedó un rato pensativo, se vino luego hacia mí, se paró frente a la columna con los pies separados, las dos manos en los bolsillos del pantalón, la chaqueta recogida tras la actitud de los brazos y así, entre irónico y festivo, intervino al fin:

—¿Te divertiste con tus cincuenta mil francos?… ¿Sí?… ¿bastante?… pues entonces estuvieron ¡muy bien gastados!… ¡Ah! sobrina, no sabes tú la serie de cheques de a cincuenta mil francos, que gasté yo en París, y como a ti: ¡no me pesa! Más vale gastar el dinero en divertirse, que gastarlo en malos negocios de los cuales se aprovecha infaliblemente un tercero. Al menos divirtiéndose con él no se corren riesgos de hacer el papel de imbécil…

Pero Abuelita y tía Clara, con gran vehemencia le cortaron la palabra a tío Panchito, por medio de dos distintas objeciones. Tía Clara dijo:

—¡Pero cómo te figuras, Pancho, que María Eugenia podía divertirse en París, cuando el cadáver de su padre estaba todavía caliente como quien dice!… ¡No la creo tan sin corazón!

Y Abuelita por su lado, dominando la voz de tía Clara se puso a decir exaltadísima:

—¡Eso faltaba, Pancho, eso no más faltaba, que vinieras tú ahora a predicarle a esta niña tus doctrinas corrompidas! ¿Por qué no le aconsejas también que beba, o que se ponga morfina o cocaína ahora que no tiene cómo gastar?

Tío Pancho, sin modificar su actitud se volvió ligeramente hacia Abuelita y dijo con mucha calma:

—Supongamos, Eugenia, que esta niña, movida por un espíritu de economía y de prudencia llega a Caracas con su cheque de cincuenta mil francos sin cobrar… ¿Qué hubiera sucedido? Usted, en su justo afán de acrecentar la suma, se entusiasma con tal o cual negocio que tiene Eduardo en San Nicolás. En una siembra de algodón, de tabaco, o de papas, un negocio seguro, segurísimo… Eduardo cede generosamente a María Eugenia un tablón de la hacienda; se planta la semilla, pero viene un invierno, un gusano o la langosta; precisamente, es del tablón de María Eugenia del que se encapricha la plaga y: «De profundis clamavi ad te Dómine…» ¡no quedan de él ni cenizas!… ¿no es mil veces mejor que haya entonces empleado su dinero en divertirse?… ¡Ah! en negocios de agricultura, que son los que hasta ahora hemos acostumbrado hacer en la familia, resulta que las calamidades y los malos precios se alían siempre contra el ausente, la mujer o el menor, quienes pierden indefectiblemente… Ocurre… ¡lo natural!… lo que ocurrió en el cuento de aquel almuerzo celebrado entre marido y mujer: ¡la ración del ausente es siempre la que se come el gato!

Aquello era una explicación clarísima de lo que yo quería saber y como resultó ser lo mismo que había sospechado, sonreí placentera y exclamando interiormente:

—¡No lo dije!

Y creo sin duda ninguna, que me habría bajado de la columna para abrazar a tío Pancho por su valiente acusación, si no fuese porque Abuelita, enardecida quizás por mi presencia y mi sonrisa, se había erguido terrible contra el respaldo de su sillón de mimbre, y así, erguida, terrible, lastimada en lo más vivo de su amor de madre, estalló con la arrogancia de una leona:

—¡Eso no puedo tolerarlo, Pancho, que aquí, en mi casa, en mi presencia, frente a mí, te atrevas a expresarte de Eduardo en esa forma y muchísimo menos todavía que lo desprestigies delante de esta niña, con quien ha sido él, demasiado lo sabes, tan bueno y tan generoso como un mismo padre!… ¡Por decir cosas que tú supones graciosas no respetas nada, ni lo más santo, ni lo más sagrado! ¡Creo que Eduardo ha dado en su vida suficientes pruebas de ser un hombre íntegro y honrado!… ¡Ha levantado una familia honorable, ha pasado su vida trabajando, nunca se ha arrastrado en política, ni como hacen otros, ha avergonzado jamás a su familia entregándose a la bebida y al juego!…

Y al hablar así, Abuelita estaba imponente y magnífica.

Porque sucede, Cristina, que Abuelita, quien jamás sale a la calle; rodeada como está siempre por el ambiente solariego de esta casa, encastillada en sus ideas de honor; aureolada por sus años y su virtud austera, tiene realmente el prestigio de las grandes señoras que infunden en cuantos las rodean un respeto profundo. Del trato con mi abuelo, su marido, que fue poeta, historiador, ministro y académico, adquirió un ademán distinguido en el decir y la palabra fácil y elegante, circunstancias que le han valido sin duda ninguna su gran fama de inteligencia. En aquel instante, defendiendo a su hijo de las sospechas que las palabras de tío Pancho hubieran podido despertar en mi espíritu, estaba como te digo, soberbiamente altiva. Sus ojos ya apagados de ordinario, brillaban ahora encendidos por el fuego de la santa indignación, y enarcados por las cejas severas, realzados por la majestad de los cabellos blancos, infundían temor.

 

Y no puedo negarte que durante un instante olvidé mi propio infortunio para admirar a Abuelita: la admiré con sorpresa, con veneración y con orgullo, por la majestad y por la elegancia que tenía para indignarse.

Pero en cambio, tío Pancho, que como te he dicho ya es insensible a la elocuencia y a cualquier otra de estas manifestaciones sublimes en que suelen exteriorizarse la cólera, el entusiasmo, o la desaprobación, permaneció impasible. Cuando Abuelita remató su brillante apología de tío Eduardo con aquella frase alusiva e hiriente: «No ha avergonzado jamás a su familia entregándose a la bebida y al juego…», tío Pancho, este tío Pancho que es inconmovible, sin decir ni una palabra, siguió inmóvil frente a Abuelita, con sus dos manos en los bolsillos, indiferente, apacible, silencioso, contemplando sobre el patio la inmensidad del espacio, como una roca erguida frente a un mar tempestuoso. Estoy cierta que pensaba:

—¿Y para qué contestar?… ¿De qué sirven las palabras?… ¡Si también son paravanes, mentiras, monedas falsas!…

Pero esto no lo dijo sino que debió reflexionarlo mientras callaba, durante la larga pausa que siguió a la indignación de Abuelita, como la calma sigue a la borrasca. Luego, en la misma actitud reflexiva y silenciosa dio unos cuantos pasos por el corredor; pero a poco se detuvo, sacó el reloj del bolsillo de su chaleco, lo miró, exclamó:

—¡Diablo!, ¡si ya van a dar las doce!

Y muy tranquilamente, como si nada hubiese ocurrido tomó del colgador su bastón, su sombrero; se puso el sombrero; se asomó un segundo al espejo angosto del colgador; se despidió sonriente:

—¡Hasta mañana!

Sonó la puerta de la calle que se cerró tras él, y los pasos se fueron apagando por el zaguán y la acera.

En efecto, a poco de salir tío Pancho, en plenos puntos suspensivos, el reloj de Catedral, un reloj filarmónico, Cristina, un reloj sochantre, que asomado a los cuatro costados de la torre se pasa el día cantando las horas, las medias y los cuartos con un canto monótono que se oye de toda la ciudad, y que de noche recuerda el fraternal e igualitario «de morir tenemos» de los Cartujos: comenzó a cantar con mucha filosofía y unción:

—Tin, tan; tin tan;…

Bueno, una especie de canción que en notas musicales viene siendo:

—¡Mi, do, re, sol!… (un cuarto) ¡Sol, re, mi, do! (otro cuarto) ¡Do, sí, la, mi!… etc., etc.

Tía Clara dijo al momento:

—¡Son las doce!

Y puesta en pie como por resorte se santiguó y entonó el Angelus en voz alta.

Yo, en vista de mi malhumor, resolví no contestar en coro con Abuelita, ni a la salutación ni a las avemarias. Tía Clara me dirigió por ello una mirada de desaprobación mientras decía:

—«El verbo se hizo carne»…

Pero yo continué callada, y ella, luego de terminar, volvió a santiguarse y sin decir más nada, recogió la ropa y las medias; las dobló; las metió en la cesta; se fue taconeando; y cuando el rítmico martilleo se perdió ahora también más allá del comedor y del segundo patio, entre Abuelita y yo se interpuso definitivamente un silencio penoso. De un salto me bajé al momento de la columna con el objeto de alejarme a mi vez, pero Abuelita me hizo señas de que viniese a sentarme en la sillita baja de tía Clara que se hallaba a su lado, y entonces, poniéndome una mano en el hombro, y con una voz muy suave, muy cariñosa, muy persuasiva comenzó a decirme dejando por completo de coser:

—Mi hija, ya no eres una niña inconsciente. Ya estás en edad de comprenderlo todo. Tienes una inteligencia muy clara, un corazón muy recto, y es preciso que con ellos juzgues las cosas tales como son, sin guardar nunca para nadie ni odio ni rencor. Las mujeres, hija mía, hemos nacido para el perdón. El tesoro de nuestra indulgencia no debe agotarse nunca, ni aun en medio de las más crueles espinas del sacrificio. ¡Con cuánta mayor razón si ese tesoro se prodiga sobre seres tan queridos como son nuestros padres!… Las palabras imprudentes de Pancho me obligan a hacerte explicaciones que hasta cierto punto hubiera preferido que ignoraras siempre; pero dadas las circunstancias, es para mí un deber moral defender a Eduardo de cargos que injustamente se le imputan… Óyeme bien, hija mía, porque yo que te quiero como no te quiere nadie, te hablo con entera justicia: Si hoy no tienes nada en la hacienda San Nicolás, y ni un céntimo tampoco de la herencia que te dejó tu padre, es única y exclusivamente por culpa de tu padre, que vivió al día, como gran rentista, entregado a la más absoluta indolencia, sin pensar jamás en el mañana ni en la muerte… ¡Ah!, y este mal funesto que es el mismo de Pancho, es un mal de educación, un mal que proviene de muy atrás, y que por lo tanto no puede reprochársele a ninguno de los dos…

Calló un segundo como para ordenar sus pensamientos y prosiguió:

—… El culpable, el verdadero culpable de todo esto, no fue sino tu abuelo; sí, tu abuelo Martín Alonso que era por cierto muy simpático, muy galante, muy caballero, muy insinuante… ¡Ah! ¡Y piensa tú si lo conocería yo, cuando como sabes, Martín era primo hermano mío!…

Y entonces Abuelita en un relato que iba a ser muy largo, para mejor explicar el proceso de mi ruina, se subió varias ramas a mi árbol genealógico y comenzó por describir detalladamente la persona y la casa de mi abuelo Martín Alonso, pero allá, en los tiempos remotísimos en que mi abuelo adolescente e hijo de familia no pensaba casarse todavía. Según ella, nada ni nadie igualaría ya nunca en Caracas, el esplendor de aquella casa y de aquellos bailes, celebrados en sociedad muy escogida, llenos de elegancia, de distinción, de suntuosidad… (¡ah! ¡yo me río de la elegancia y de la suntuosidad de aquellos tiempos, Cristina, sin luz eléctrica, las mujeres sin pintar, y las parejas que bailarían algún vals «Sobre las olas» con metro y medio de separación!… Pero no olvides que es Abuelita quien tiene la palabra). La casa de los bisabuelos Alonso era, pues, muy lujosa, porque los Alonso eran tan ricos, tan riquísimos, que eran quizás los primeros capitalistas de Venezuela. Tenían una fortuna en joyas, en tapices, en cuadros, en alfombras, en vajillas… y: ¡patatí patatá!… Abuelita que como te he dicho, tiene mucho don de palabra, se puso a detallar con tal entusiasmo la magnificencia de aquella casa y de aquellas fiestas en donde la conoció y cortejó a ella su marido y mi abuelo Don Manuel Aguirre, que yo, a pesar de mi horrible mal humor, la vi un instante florecer triunfalmente en los salones Alonso, con su ancha crinolina pompadour, los bucles negros caídos sobre la nuca, el abanico de nácar en una mano, inclinada, sonriente, desmayándose de ingenuidad, junto al futuro académico Don Manuel… bueno, algo así que oscilaba entre un retrato de la Emperatriz Eugenia, y aquel par de muñecas que yo había dejado una hora antes esponjadas en mi cuarto.

Terminada la descripción o apología de los primitivos Alonso, su casa, y sus bailes, Abuelita se concretó a mi abuelo Martín, príncipe heredero de todo aquel esplendor. Según ella, mi brillante y seductor abuelo se casó muy bien, y su vida hubiera sido tan apacible y feliz como la de sus padres a no haber tenido la desgracia de enviudar a los pocos años de matrimonio…

—… ¡Lo mismo, lo mismito que debía pasarle después a tu padre!… —en un hondo suspiro, comentó Abuelita al llegar aquí. Tras el comentario hizo una pausa y siguió adelante en su relato.

De tan efímero como feliz matrimonio, a mi abuelo Martín le quedaron dos hijos: tío Pancho y papá. Con ellos todavía niños se fue a Europa, sólo en viaje de salud, y para regresar apenas unos meses después. Pero una vez en Europa ¡perdió el juicio! Aquello se le subió a la cabeza, le entró el delirio de grandezas, se instaló en París a todo tren, se entregó enteramente a las diversiones, y como la vida de disipación y de lujo es una pendiente que conduce a un abismo sin fondo, apegándose cada día más y más a tan frívola existencia no volvió nunca a Venezuela. Allá crecieron sus dos hijos; y aquellos niños, criados en un ambiente de ociosidad y despilfarro, sin hábito ninguno para el trabajo, cuando llegaron a grandes, siguieron el ejemplo de su padre… Entonces, juntos, como tres compañeros de la misma edad, se dieron a la disipación, al derroche, a los placeres, a la más culpable ociosidad e inconsciencia… ¡Ah! ¡los frutos de la mala educación!… ¡Ah! ¡los peligros del lujo!…

Y mientras Abuelita con estas u otras parecidas palabras lamentaba hondamente semejante desordenada existencia, yo, la verdad, lo mismo que me la había imaginado a ella un rato antes, esponjada en su crinolina, me imaginé ahora a mi abuelo y sus dos hijos, puestos de frac, corbata blanca, flor en el ojal y chistera un poco ladeada; es decir algo así como tres joviales personajes de opereta vienesa, de esos que entran alegremente en algún cabaret acompañados de frou-frous y de Mimies, que se colocan en fila uno tras otro, con una copa de champagne en la mano, que levantan a compás el mismo pie, mientras cantan en coro, primero hacia la derecha y después hacia la izquierda aquello de: «¡Viva, viva la alegría!…» o alguna otra sugestiva canción por el estilo… ¡Ah! ¡Cristina, lo que debió divertirse esta Sagrada Familia y el gusto que debe dar tener dinero y set hombre!…

Unos años después, cuando joven todavía murió mi abuelo, Papá y tío Pancho siguieron gastando locamente, ya sin tasa ni medida. Esto, sumado a una malísima administración, revoluciones, crisis, bajas de precio, etc., hizo que aquella fortuna inmensa acabara de venirse abajo en poco tiempo. Cuando papá volvió por fin a Venezuela, tenía treinta años y estaba ya casi arruinado. En cuanto a tío Pancho no vino, sino que de acuerdo con sus teorías acerca del uso que debe tener el dinero, resolvió quedarse indefinidamente en París mientras el correo le llevase los célebres cheques de cincuenta mil francos.

Afortunadamente papá una vez aquí, apremiado por la necesidad, que según Abuelita es la mejor de las madres, se dio a reorganizar su fortuna. ¡Todavía era tiempo de quedar al abrigo de la pobreza! Y así regenerado por el trabajo comenzó a ser otro. ¡Qué actividad, qué inteligencia, qué acierto demostró en la organización de sus intereses!…

A los pocos años de llegar a Caracas se había casado ya, y al casarse acabó de coronar su obra y ordenar su vida. Porque él, que había liquidado toda su maltrecha fortuna, para concentrarla y redimir con ella la hacienda San Nicolás, una hacienda magnífica, una verdadera «mina de oro», que tenía muchísimos años en manos de la familia y que se hallaba ahora exhausta, abandonada, llena de deudas; al casarse, digo, sumó a aquella liquidación de sus propios bienes, la pequeña fortuna de mamá, y se entregó de lleno a su proyecto: redimir a San Nicolás. Y fue tanto, tantísimo, lo que se apasionó por la agricultura y la reconstrucción de la hacienda, que en San Nicolás se instaló de un todo después de casado, allí se dio a trabajar, allí nací yo; allí pasó sus años felicísimos de matrimonio, y finalmente allí, sin saber cómo, cogió mamá aquel tifus terrible que la mató en unos días… Poco tiempo después de esta catástrofe, papá enfermó, triste, neurasténico, lo mismo que había hecho mi abuelo treinta años antes, él también resolvió irse a Europa en viaje de recreo y de salud. Y fue entonces cuando obstinadamente, contra la opinión de Abuelita que se ofrecía a cuidarme durante su ausencia, desoyendo sus consejos, destrozando su corazón al arrancarme de su lado, para no volver ya más, se embarcó en La Guaira con mi aya y conmigo, aquella mañana lejanísima que yo recuerdo aún…

Hasta aquí, Cristina, estoy conforme con el relato de Abuelita; en él aparece la verdad pura y clarísima como aparecen los guijarros en el fondo de una agua muy limpia. Pero como verás de aquí en adelante el agua se ensucia, gracias a la jabonadura de las manos de tío Eduardo, y ya, bajo las palabras sinceramente dichas, la verdad no aparece más ante mis ojos con aquella nítida claridad del principio.

 

Y es que según parece, papá, antes de su desgracia, se había entusiasmado con no sé qué empresa industrial de hilandería, y en combinación con ella había hecho una gran siembra de algodón en San Nicolás que se hallaba ya completamente libre y floreciente. Cuando muerta Mamá y enfermo él, resolvió su viaje, asoció a tío Eduardo a la explotación del algodón, a la empresa industrial, le dio poderes generales, y lo nombró administrador de la hacienda.

Luego se fue.

—¿Qué ocurrió entonces? —continuó diciendo Abuelita, con su voz afirmativa trémula de convicción—. ¡Pasó lo que yo tanto le anuncié, lo que yo tanto presentía! Una vez allá se quedó en París indefinidamente, volvió a su vida disipada de soltero, se entregó a la ociosidad y gastando de nuevo a manos llenas, poco a poco fue perdiendo su fortuna y junto con ella perdió también lo que sólo era tuyo: ¡la pequeña herencia que te había dejado tu Madre!… Eduardo, por el contrario, trabajaba asiduamente, sin separarse de la hacienda, sin venir casi a Caracas; puede decirse que allí crecieron sus hijos; como es natural hizo economías y mientras tu Padre gastaba sin juicio, él iba adquiriendo más y más… Según me ha contado Eduardo, muy poco tiempo antes de la muerte casi repentina de tu Papá lo había llamado ya a fin de hacer juntos una liquidación… Esta se hizo después de la desgracia… De ella resultó que Antonio no dejaba sino deudas… y ¡asómbrate! Eduardo, no solamente las cubrió, sino que además con gran generosidad pagó los gastos extraordinarios de clínica y entierro; dio para tu viaje, dio para tu sostenimiento de tres meses en Europa, y por último, en obsequio tuyo, se desprendió también de esos diez mil bolívares que tan irreflexivamente malbarataste en París… ¿Comprendes ahora por qué me molesté ante las alusiones injustísimas de Pancho?… Eduardo ha sido muy generoso contigo; ¡es preciso que lo sepas y se lo agradezcas!… ¡ha sido muy generoso… muy generoso… casi tanto como lo es hoy día conmigo!…

Estas palabras finales de Abuelita me habían ido cayendo en el espíritu como me hubiese caído en la cabeza una lluvia de plomo derretido. Sentí… ¡yo no sé lo que sentí!… El tono convencido y rotundamente afirmativo con que hablaba, había domado a tal punto mi espíritu, que en mi alma se mezclaba ahora con desesperada efervescencia, la indignación de la víctima despojada y la perplejidad humillante de la duda:

¡De manera que no solamente no tenía nada, nada en el mundo, sino que además debía vivir eternamente agradecida a tío Eduardo por sus beneficios! Pensaba en el aire de superioridad con que me había tratado María Antonia el día de mi llegada y me daban ganas de quemar uno tras otro todos; los objetos adquiridos por medio de aquellos diez mil bolívares. ¡Ah!… ¡qué humillación!… ¡qué rabia!…

Pero de pronto me dominaba otra vez mi primera sospecha: ¡No!… ¡No!… Abuelita que hablaba de muy buena fe, estaría engañada tal vez por tío Eduardo… Sí… sin duda: ¡bien claro lo había dicho tío Pancho!… Además: ¡aquella cara!… ¡No en balde, me había parecido tan feo, tan horrible al verle por primera vez a bordo del vapor!…

Cuando la voz de Abuelita, después de elogiar multitud de veces la generosidad infinita de tío Eduardo, se hubo callado al fin, yo, con los dientes muy apretados me quedé reflexionando un instante esto que te llevo dicho. Luego, mientras la gran barabúnda de perplejidades y de dudas se agitaba aún en mí, tratando de fingir indiferencia le repliqué con el mismo tono firme con que había hablado ella:

—Pero Abuelita, yo no vi nunca que papá viviera en medio de ese despilfarro que tú dices, y siempre, siempre, hablaba de San Nicolás, como si fuese dueño único, exclusivo: ¿cómo es posible que no se hubiera dado nunca cuenta de su absoluta ruina?

—Tu Padre, hija mía —continuó diciendo Abuelita con su tono convencido y magnetizador—, tu padre en Europa no volvió a ocuparse más del estado de sus negocios. Vivía entregado a un libro de críticas históricas que según parece estaba escribiendo, y… ¡a otras distracciones!…

Calló un instante, y después añadió más enérgicamente sembrando las palabras de pausas y de misteriosas reticencias:

—¡Ah!… ¡los hombres!… Los hombres, hija mía, gastan a veces mucho… mucho… ¡ese París!… ¡ah! ¡ese París!… es el sepulcro de todas nuestras grandes fortunas, y muchas veces, es también el sepulcro de la felicidad honrada y tranquila…

Continuó hablando y el tono misterioso continuó su obra de sugestión; porque ya, muda, con los ojos abiertos, fijos sobre las matas del patio, sumida enteramente dentro de la duda sólo tenía fuerzas para comentar conmigo misma:

—¡Y quién sabe!… ¡quién sabe!

¡Sí!, lo único que verdaderamente sabía, es que en aquella mañana, en aquella hora negra que acababa de pasar, se había revelado a mis ojos un hecho evidente, irremediable y espantoso: ¡la absoluta pobreza, sin más remisión ni más esperanza que el apoyo de los mismos que me habían quizás despojado!

Abuelita, conmovida sin duda por mi silencio aprobador, suavizando la voz más y más, seguía torturándome por querer consolarme:

—Comprendo, hijita mía, que estas noticias te contraríen, pero piensa… ¡piensa que no estás sola en este mundo!… ¡Cuántas otras hay más desgraciadas que tú, porque viven en la absoluta miseria y tienen además que trabajar para poder comer! ¡De cuántos peligros no se ven rodeadas! A ti no te faltará nada mientras yo viva… Desgraciadamente, no soy rica, no tengo sino lo indispensable; pero sé que Eduardo velará siempre por mí, y yo, a mi vez me ocuparé de llenar todas tus necesidades… Por otro lado, eres bonita, distinguida, estás bien educada, perteneces a lo mejor de Caracas… ¡harás sin duda un buen matrimonio!… No veas tu situación desde el punto de vista europeo. Allá la pobreza de una joven representa generalmente el fracaso completo de su vida. Aquí no… Allá se le dice a la mujer: «Tanto tienes, tanto vales». Aquí no, aquí sólo cuenta el ser bonita y sobre todo: ¡virtuosa! En nuestra sociedad, muy decaída por otros conceptos, existe todavía cierta delicadeza en los hombres. Nuestros hombres, tienen un verdadero culto por la mujer virtuosa, y cuando van a casarse no buscan nunca a la compañera rica, sino a la compañera irreprochable… ¡Por eso, por eso hija mía, te quiero ver siempre sin la más leve sombra de ligereza! Quiero que seas severísima contigo misma, María Eugenia. Óyelo bien: en todas partes, y aquí más que en todas partes, la virtud de una mujer intachable vale muchísimo más que su dinero… Mira, yo era pobre cuando tu abuelo se enamoró de mí y… fui feliz… ¡ah! ¡tan feliz!… Tu abuela paterna, Julia Alonso, se casó con Martín, millonario, cuando ella y su familia vivían en la miseria más completa: ¡tenían que trabajar para poder comer!… Rosita Aristeigueta, parienta nada menos que de Bolívar y del Marqués del Toro… Las Urdaneta… Las Soublette… Las Mendoza… María Isabel Tovar, mi prima…

Y remontándose otra vez setenta años arriba, Abuelita, con su voz suavísima de caricia, comenzó a tejer una tras otra, sencillas crónicas de amor, en las cuales, sin interés de dinero surgían matrimonios de una felicidad idílica, patriarcal…