3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas

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Aus der Reihe: 3 Libros para Conocer #32
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Sentada junto a ella, mirando las matas del patio, inmóvil, petrificada, en mi desastre, me di a escuchar en silencio las viejas historias de las viejas amigas de Abuelita; escuché después las de las hijas, y escuché por fin las de las nietas. Las oí todas con resignación y con melancolía. Y es que para mis oídos, aquellos nombres eran dulcemente evocadores. Los había escuchado muchas veces, pronunciados por la boca de papá, cuando él también refería con objeto muy distinto al de Abuelita, el mismo proceso de la aristocracia de Caracas, es decir, la dolorosa historia de casi todos aquellos «criollos» descendientes de los conquistadores, que se llamaron «mantuanos» en tiempos de la Colonia, que fundaron y gobernaron las ciudades; que grabaron sus escudos en las puertas de las viejas casonas; que hicieron con su sangre la independencia de media América; que decayeron después, oprimidos bajo las persecuciones y los odios de partido; y cuyas nietas y biznietas hoy día oscurecidas o pobres como lo soy ahora yo, sin avergonzarse jamás de su pobreza, esperaban resignadas la hora del matrimonio o la hora de la muerte, haciendo dulces para los bailes, o tejiendo coronas de flores para los entierros.

Y como el tono, y los nombres, y los relatos, venían a estar de acuerdo con mi estado de ánimo, escuchando la voz de Abuelita, me dejé llevar suavemente en alas de la conformidad; mis nervios comenzaron a deprimirse, las ideas irritantes se apagaron una tras otra; el tono arrullador y maternal como un canto de cuna se insinuó enteramente en mi espíritu y las palabras monótonas acabaron por resonar en mis oídos sin significado… Contemplando las copas verdes de los rosales del patio me di a considerar el eterno reverdecer de las plantas bajo la luz del sol… Sí… La vida tenía una fuerza misteriosa que todo lo vencía… tal vez pudiese yo renacer todavía a la felicidad… como bien decía Abuelita, el matrimonio, esto es, el amor, aquel amor lejano de su juventud, a mí me esperaba todavía en la vida… ¡Quizás llegase con él la realización de tantos anhelos imposibles que me torturaban ahora la existencia!… ¡Mi alma, como aquellos rosales más pequeños del patio no había florecido aún!…

Y mientras la resignación dulce y benigna, se extendía lánguidamente sobre mi alma atormentada, mirando siempre las matas del patio, y con la voz arrulladora siempre en los oídos, me pregunté a mí misma por primera vez con ansia y con curiosidad qué cosa sería realmente el amor, ese amor que me mostraba Abuelita como la única puerta por la cual podía ya salir a la vida, ese amor que habiendo sido siempre familiar a mis oídos parecía encerrar ahora un sentido extraño y desconocido, ese amor que era ya la única redención posible de mi existencia… ¡Ah!… ¡el amor!… ¿qué secreto milagroso se encerraba en lo más íntimo de su esencia? …y además: ¿qué entendería Abuelita por «felicidad»?…

De pronto me pareció que lo que Abuelita llamaba «felicidad» debía ser algo muy triste, muy aburrido, algo que al igual de esta casa olería también a jazmín, a velas de cera o a fricciones de Ellimans’ Embrocation… y decaída como estaba, Cristina, ante semejante deducción sentí unos deseos inmensos de romper a llorar. Pero no lloré. Tan sólo se me humedecieron los ojos y con los ojos húmedos seguí, reflexionando ávidamente sobre el mismo tema, es decir, sobre el verdadero sentido de la palabra «amor» y de la palabra «felicidad» porque era como si en aquel momento acabase de escucharla por primera vez.

Después, sin saber bien la causa, me di a pensar en mi amigo, el poeta colombiano que conocí a bordo. Durante un largo rato le estuve contemplando muy nítidamente con la imaginación y ¡cosa rara!, a pesar del tiempo y la distancia, en esta visión mental que era muy clara, fui poco a poco descubriendo en la persona de mi amigo multitud de atractivos que yo antes, dado mi gran aturdimiento, al mirarle de cerca, no había jamás tomado en cuenta. Recordé, por ejemplo, el exquisito perfume que despedía su pañuelo; la hechura correcta de su ropa; su pulcritud; el refinamiento de su trato; su elegante nariz borbónica; sus buenos modales; su indiscutible talento para hacer versos; y su apellido que era un apellido muy ilustre de la alta sociedad de Bogotá…

Y de repente, en un momento dado, cuando la voz de Abuelita hizo una tregua en el cronicón sentimental, aproveché la coyuntura y pregunté al instante:

—Dime, Abuelita: ¿y las personas que viven en Bogotá no vienen con frecuencia a Caracas?… ¿Es cierto eso de que el viaje es un viaje larguísimo que toma muchos días?…

Y ella, abandonando por completo el tema anterior, muy amable y complaciente se engolfó en una prolija explicación:

—… Pues siempre he oído decir, que si el río Magdalena no trae agua, el viaje es tan dilatado, que viene siendo casi, casi, como ir desde aquí hasta Europa… ¡Ya ves tú qué cosa!, a pesar de la distancia que es relativamente muy corta, puesto que según parece cuando pongan el servicio aéreo de que hablan ya los periódicos…

Pero aquella misma tarde, después del almuerzo, a eso de las tres, ya había huido enteramente de mí el espíritu santo de la conformidad. Encerrada con llave aquí, en mi cuarto, tendida sobre la cama, descalza, en kimono, con las manos cruzadas bajo la nuca, contemplaba sucesivamente: el techo, el flamante papel de las paredes, la muñeca lamparilla del escritorio, el postigo entreabierto de la ventana, y pensaba con desesperación en el porvenir horrible que me aguardaba. Por todo programa, aquel que Abuelita me había expuesto en la mañana: «Tratar de ser lo más intachable posible», es decir, tratar de ser lo más cero del mundo, a fin de que un hombre, seducido por mi nulidad, viniera a hacerme el inmenso beneficio de colocarse a mi lado en calidad de guarismo, elevándose por obra y gracia de su presciencia en suma redonda y respetable que adquiriría así cierto valor real ante la sociedad y el mundo. Mientras tanto el encierro, la severidad, el fastidio y el agradecimiento a tío Eduardo…

—¡Ay, ay, ay, con el programa!… ¡Qué horror!… ¡Y quién fuera perro! ¡sí!… ¡quién fuera pájaro, quién fuera árbol, quién fuera piedra, quién fuera cualquier cosa, menos mi propia persona!

Y así pensando, daba saltos de desesperación sobre la cama, lo mismo que un pescado que acabasen de sacar fuera del agua.

Confiesa, Cristina, que mi situación no era para menos.

Afortunadamente, en un segundo de tregua mis ojos cayeron por casualidad sobre el montón de libros y cuadernos que constituyen mi pequeña biblioteca musical, los cuales, en aquel momento histórico se hallaban abiertos y en desorden encima de una silla por no haberles asignado todavía un sitio adecuado dentro del armario. La vista de una página a la que se asomaban ordenados grupos de corcheas y de fusas, me trajo muy vagamente la idea de la música, luego me trajo la idea del piano, y por fin, me trajo la idea del estudio. Recordé que allá en el colegio, el profesor que iba a darnos clase alababa con frecuencia la finura de mi oído, diciendo además que mi mano era la mano larga y firme de los buenos pianistas. La palabra «pianista» me hizo pensar al punto en mi compatriota Teresa Carreño, que como sabes llegó a ser una estrella del arte aplaudida y celebrada en el mundo entero. Pensando en Teresa Carreño, me imaginé a papá cuando refería que tan gran artista debía su gloria al tesón y a la perseverancia con que se había dado al estudio desde muy joven. Volví entonces a recordar la opinión de nuestro profesor del colegio acerca de mis disposiciones musicales, y de repente: ¡Eureka! una esperanza se encendió en la lobreguez de mi porvenir como una cerilla que se hubiese raspado inopinadamente en las profundidades de un subterráneo:

—¡Me entregaré al arte! —exclamé—. ¡Ah! sí; estudiaré el piano ocho, nueve o diez horas diarias. Gracias a mis naturales disposiciones desarrolladas así por un estudio paciente y metódico, en pocos años puedo llegar a ser una verdadera pianista; me presentaré al conservatorio, quizás obtenga un premio; obtenido el premio daré conciertos; los conciertos me darán renombre; este renombre puede llegar a ser universal; y entonces… ¿por qué no?… ¡al igual de Teresa Carreño yo también conoceré el triunfo, las ovaciones y la gloria!… ¡eso es!… y para ello, me pondré a la obra sin tardar el próximo lunes… ¡no!… ¡mañana mismo!… ¡no!… ¡¡ya!!

Y sin más, me levanté de la cama; me puse los zapatos; me ceñí el kimono; me até la banda bien apretada sobre las caderas; tomé los cuadernos de encima de la silla, y con ellos bajo el brazo me dirigí al salón.

Al desembocar en el corredor de entrada encontré a tía Clara y a Abuelita que habían vuelto a instalarse con sus respectivos lentes sobre la nariz, y sus respectivos enseres de costura sobre la falda. Viéndolas tan abstraídas, me detuve y me acerqué a participarles:

—Voy a tocar el piano si no las molesto.

Y seguí caminando tranquilamente hacia la puerta del salón. Fue sólo a los pocos segundos, al escuchar la voz alarmadísima de tía Clara cuando pude apreciar el escándalo que había producido en ella mi noticia.

—Pero María Eugenia, por Dios, niña, ven acá —dijo con una voz trémula que oscilaba entre el asombro y el reproche— ¿cómo vas a ponerte a tocar piano, cuando tu padre no ha cumplido siquiera los cinco meses de muerto?

—¡Y eso qué importa! —contesté yo luego de detenerme y de plantarme insolentemente frente a ella que me contemplaba atónita por encima de sus lentes—. Tocaré estudios, melodías, nocturnos… ¡bueno!, cosas indiferentes o cosas tristes.

—Pero si desde el día en que se supo la muerte de tu papá, se cerró aquí la ventana, María Eugenia, y nadie ha vuelto nunca a poner las manos en el piano: ¿cómo es posible que seas tú, su hija, quien al llegar lo abra de nuevo? Reflexiona… ¿qué dirían los vecinos?

 

—¿Los vecinos?… ¡Yo me río y me burlo de los vecinos, tía Clara, los desprecio por completo, y lo que desearía es que se fueran todos juntos al infierno!

—¿Y por qué te vas a burlar ni a reír de los vecinos, María Eugenia, ni a mandarlos al infierno?… ¡Si son todas personas decentísimas, de lo mejor de Caracas! Es preciso que lo sepas: ¡esta calle está admirablemente bien habitada! ¿No es verdad, Mamá?

—¡Ah! ¡de manera entonces que porque el vecindario sea muy distinguido yo voy a vivir también bajo la tutela de los vecinos!

—Pero ven acá, María Eugenia, hija mía, ven, reflexiona —intervino Abuelita con la misma voz persuasiva de la mañana—. ¡Clara tiene razón!… Considera lo que te dice: Un padre es algo muy grande, muy sagrado, que no se muere sino una sola vez en la vida. Debes tener sentimientos… necesitas educar tu corazón… ¿qué puede esperarse de una mujer que sea incapaz de sacrificarse un poco, un poquito… solamente lo que se requiere en general para guardar con decoro el luto sacratísimo de un padre?…

—¡Pero qué tiene que ver el piano con mi corazón! ¡¡canastos!! ni que…

—¡No hables con interjecciones, María Eugenia, hija mía, es ya la tercera vez que te lo digo!… ¡Eso no es propio de una niña!… y además… aprovecho la ocasión para advertirte: mira, te pones así, al trasluz con esa bata japonesa que tienes ahora y te ves indecentísima: ¡estás completamente desnuda!… ¿Por qué has de andar sin fondo, María Eugenia?…

—Pero bueno, vamos a concretarnos primero a lo del luto —expliqué inmóvil y furiosa con mis libros bajo el brazo—; yo no comprendo en absoluto qué relación lógica puede existir entre la muerte de papá y el piano de esta casa… ¡«los sentimientos»!… ¡vaya con los sentimientos!, pues si la música se inventó precisamente para eso: ¡para expresar los sentimientos! Dime si no Abuelita, dime: ¿qué es por ejemplo, una elegía o una marcha fúnebre sino un sistema refinado, artístico y genial de dar un pésame, como quien dice?…

Pero Abuelita, que se había quitado ya los lentes, esbozó con ellos en el aire un ademán que parecía anatematizar todo razonamiento, y agitando negativamente la cabeza de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, dijo en ese tono terminante en que suele hablar la convicción que no se digna bajar al terreno despreciable e irreverente de las discusiones:

—¡No, no, no, hija mía, a mí no me convences! Creo que si no tienes suficiente buen corazón para guardar espontáneamente el luto riguroso que exige la muerte de tu padre, debes fingir que lo tienes. De otro modo harías muy mal efecto en mí y en todas las personas sensatas que lo supieran: ¡te lo aseguro!

—Bueno… de manera que sin apelación: ¡no puede tocarse el piano!… ¡Bien, bien, bien, pues ni una palabra más: no tocaré!…

Y dando media vuelta militar me vine indignada con mis cuadernos de música bajo el brazo, por el mismo camino que me había ido. Al llegar a este cuarto tiré con furia todos los cuadernos de música sobre la misma silla donde volvieron a adquirir su primitivo aspecto de tortilla. Luego me puse las dos manos extendidas sobre las caderas y exclamé en alta voz esta frase, que dadas las circunstancias resonó en los ámbitos del cuarto de un modo verdaderamente sublime:

—¡Por la mañana me quitan la fortuna; ahora, en la tarde me arrebatan la gloria!

Y me quedé unos segundos con las manos en las caderas y los ojos clavados en el suelo.

Pero afortunadamente, como bien recordarás tú, Cristina, mi imaginación que es estéril en los momentos de calma, en los momentos de indignación es fecundísima. Gracias a esta gran fertilidad imaginativa, a los diez segundos de contemplar el suelo, había encontrado ya un plan inmediato que iba a servirme a la vez de aclaratoria, de represalia, y de distracción. Era ello: irme de paseo con tío Pancho a cualquier parte lo más pronto posible:

—¡Ah! —me dije— hablare a solas con él y así sabré a qué atenerme en lo concerniente a las generosidades de tío Eduardo.

E inmediatamente llamé a tío Pancho por teléfono. El quedó en que pasaría a buscarme a las cuatro y media en punto. Entonces yo, satisfechísima de mi proyecto, teniendo casi una hora de tiempo para vestirme, comencé a arreglarme como a mí me gusta, es decir, poco a poco, con mucha calma, mucha tranquilidad y muchos detalles… Por fin cuando ya perfumada, y puesto el sombrero mi toillette estuvo lista, una toillette de paseo ¿sabes? sencilla, sobria, elegantísima, me quedé lo menos diez minutos caminando, sonriendo, y accionando frente a la luna de mi armario, porque la verdad sea dicha, Cristina, aquella rabia que me tenía los ojos encendidísimos desde por la mañana, sumada al escote en punta, al sombrero pequeño, al largo velo de crépe Georgette, y al carmín de Guerlain, me quedaba… bueno: ¡que estaba yo mejor que nunca!… Y por mi gusto hubiera permanecido accionando y sonriendo ante el espejo un buen rato si no fuera porque el reloj de Catedral con su canto de barítono cartujo comenzó a advertirme:

—¡Mi, do, re, sol!… ¡Sol, re, mi, do!…

O sea que eran ya las cuatro y media.

Para no hacer esperar a tío Pancho, me fui caminando muy de prisa hacia el corredor de entrada en el cual aparecí triunfalmente, erguida la cabeza, recogido el velo a lo manto real, y abrochándome los guantes.

Como era de esperar al verme llegar así, tan inopinadamente de sombrero y guantes, el espanto volvió a cundir de nuevo entre Abuelita y tía Clara:

—¿Pero adonde vas a estas horas y con quién? —interrogó al momento Abuelita en tono de queja profunda y quitándose los lentes, lo cual, como habrás visto ya, es señal indiscutible de borrasca.

Yo, que a más de encontrarme encantada en mí misma, venía preparada para el ataque, respondí sonriente, amabilísima, metiendo la mano izquierda por entre la botonadura del vestido a la altura del pecho, actitud que debió prestarme cierta arrogancia napoleónica:

—¡Pues me voy de paseo a Los Mecedores con tío Pancho! ¡Creo que es un lugar muy solitario propio para mi luto riguroso!…

Y hecha esta declaración, abrí al punto mi bolsa de mano, tomé el espejito y comencé a mirarme bajo la luz viva del patio, porque me urgía muchísimo saber si la rebelde punta de mi nariz se encontraba bien de polvo. Pero como la notase aún un poquito brillante saqué la mota de mi polverilla esmaltada, la sacudí y me di a empolvarme la nariz estirando la boca y con refinada atención. Entretanto, Abuelita seguía, con los lentes enarbolados en la mano, y con la voz de queja:

—Te vas así, a pasear con Pancho, sin consultarme, sin advertirme… ¡Ah! ¡veo que eres muy independiente!…

Aquí exhaló un profundo suspiro, hizo una pausa y continuó diciendo con la voz de queja hecha ya un lamento conmovedor:

—¿Cómo va a ser natural que te vayas, María Eugenia, cuando esta tarde vienen visitas que ya se han anunciado y cuando esas personas vienen única y exclusivamente por ti, a saludarte, a conocerte?… ¡desairarlas de ese modo! ¡Pero si es una desatención que no tiene nombre!… Por educación debes esperar siquiera a que lleguen esas visitas…

—¡Ay! ¡las visitas, Abuelita! ¡hasta cuándo!… —exclamé trágicamente con la polvera en una mano y la mota en la otra—. ¡Si todas me preguntan la misma necedad: «que si me hace falta París y que si me ha gustado Caracas»! ¡Estoy harta ya de esa eterna letanía! ¡y todas, todas, todas, iguales!… ¿Quieres que te diga, Abuelita, el efecto que me hacen tus amigas? Pues mira, la verdad: ¡no las distingo! ¡No sé si la que vino ayer es la misma que estuvo antier, o la que volverá pasado mañana! Parecen esos tomos que hay a veces en las bibliotecas ¿sabes? todos igualitos, todos juntos, todos forrados en pergamino, que si por una casualidad los coges y los abres te encuentras con que por dentro están escritos en latín o en español antiguo… bueno ¡que ni lo entiendes!…

—Te equivocas, María Eugenia, las personas que han venido a verte son todas muy cultas, muy respetables, parientes o amigos míos, de lo mejor de Caracas, a quienes debías agradecer…

—¡Ay! ¡Abuelita, por Dios, déjame salir! ¡Mira, si no me voy a pasear me ahogo, sí, me muero, y esta noche lo que verán las visitas será mi cadáver tendido con cuatro velas!… ¡Ah! diles que me dolía la cabeza, las muelas, cualquier cosa, que tuve que ir a casa del dentista y que me esperen… ¡No vendré tarde, ya verás, no vendré tarde!

—¡Haz lo que te parezca, María Eugenia! No puedo pasar el día entero discutiendo contigo ni quiero tampoco, que seas desgraciada porque estás en mi casa. ¡Vete, vete a pasear con Pancho si es que tanto lo deseas!

Y poniéndose de nuevo los lentes, Abuelita volvió a su costura luego de exhalar otro suspiro en el que iba mezclado, a la más completa desaprobación, el más profundo desaliento.

Y en aquel instante preciso, se abrió de golpe la puerta del zaguán y alegre, sonriente, expresiva, apareció en el corredor la cabeza jovial de tío Pancho. Luego de saludar a Abuelita y a tía Clara muy cariñosamente y como si nada hubiese ocurrido en la mañana, me descubrió en pleno patio donde me hallaba aún con la boca estirada entre el espejo, la mota y la polverilla. Al divisarme se vino a mí, y mientras me examinaba por todos lados, iba diciendo a voces con grandísimo escándalo:

—¡Ah!, sobrina, sobrina, ¡qué linda estás, y qué ráfaga de juventud me traes con ese vestido y ese sombrerito brujo! ¡Qué bien te sentó la témporadita última en París! ¿eh?… Es los retratos que mandabas antes no eras la misma que eres hoy día ¡no, no, no!… Mira, ahora, en este momento eres París, puro París, desde ese olorcito indefinido de tu velo negro, hasta la punta charolada de los zapatos… ¡y pretender que en otras partes se visten bien las mujeres!… vamos… ¡qué ilusión! ¡esto! ¡París, esto es ¡chic!!… Bueno, ¡y que estás muy bonita, además!… Camina para verte… ¡Preciosa!… ¡Perfectamente!… Ahora, cuando nos vean juntos en el coche nos mirarán pasar como bobos, y mañana me vuelven loco en el club preguntándome por la bella y elegante desconocida «la dama enlutada»; son capaces de creer que se trata de alguna recién llegada artista a quien he conquistado, y como son tan envidiosos…

—¡Ah! ¡qué divertido! —exclamé yo llena de risa y de satisfacción—. ¡Mira que si de veras fuera yo una artista, tío Pancho!… ¡Pero, una buena artista!… ¿ah?… una celebridad. ¡Y mira que si en lugar de ser tu sobrina fuera tu amiga!…

El ruido de la puerta del zaguán que se cerraba de nuevo tras de nosotros me impidió oír las enérgicas protestas que debieron emitir Abuelita y tía Clara, ante unas suposiciones tan disparatadas como ofensivas para mi dignidad y mi virtud. Pero yo que estaba encantada por el exuberante florilegio de tío Pancho, una vez dentro del coche me di a explicarle muy detalladamente dónde había comprado mi sombrero, que como bien veía era un modelo muy elegante… ¡ah! ¡muy, muy, muy elegante!…

Pero de pronto, a poco de rodar el coche, me puse muy seria, y olvidando por completo mi indumentaria y mi propia persona, comencé a observar la calle, a interrogar a tío Pancho, y a comunicarle mis personales observaciones.

Era la primera vez que volvía a ver la ciudad desde la tarde de mi llegada.

Familiarizada ya con el ambiente interior de Caracas, iniciada en los secretos de su espíritu, todo aparecía ahora ante mis ojos bajo un nuevo aspecto. Miraba el desfilar de las casas heridas por el sol de la hora, evocaba los relatos de Abuelita, sus amigas, sus románticas historias, y me parecía descubrir muy claramente, bajo la sombra maternal de los aleros, esas relaciones invisibles que tienen los objetos con sus dueños, lo animado mortal ante lo inanimado eterno, las huellas del pasado y de los muertos, todo eso que es como el alma, y como la aristocracia de las cosas.

Tío Pancho comentaba señalando las anchas rejas que se alineaban a uno y otro lado sobre las aceras:

—¿Ves las ventanas? ¿las ves casi todas cerradas? Pues hace apenas diez años, a estas horas, empezaban a abrirse ya, y de cinco a siete, la calle se volvía un jardín lleno de vida interior. Aquello era tradicional, era clásico, y era muy pintoresco. Pero el cinematógrafo ha venido a acabar con la ventana… sí; la señora aburrida que antes pasaba la tarde entera sentada en la reja para distraerse, y la muchacha enamorada que se ponía a hablar con el novio, y la que se asomaba para que la viera desde lejos el pretendiente que rondaba su casa, ahora ya, se van todas a la función vespertina de los teatros ¡y mientras los cinematógrafos se llenan, la calle se queda desierta!… Mira, mira qué pocas van siendo ya las ventanas abiertas.

 

En efecto, casi todas estaban cerradas, y así, cerradas e iguales, escuchando la observación de tío Pancho yo las veía sucederse con melancolía:

¡Ah! ¡ventanas, floridas ventanas del tiempo de Abuelita! ¡Toscos altares del amor, donde los viejos barrotes en cruz son los únicos que siguen besándose eternamente!… ¡Y cómo me parecía descubrir ahora, en su quietud, el mismo enigma ancestral de mi fastidio, sentado tras de la reja, tejiendo telarañas de ensueño sobre el silencio mortal de la calle!…

Y entretanto, Cristina, el coche, por la doble fila de apiñados barrotes iba trepando, trepando, ciudad arriba.

Luego de haber subido un buen rato llegamos al barrio más elevado de Caracas, que es el barrio llamado de La Pastora. Subimos más todavía y salimos entonces a los arrabales.

Tío Pancho continuaba satisfaciendo mis preguntas y aclarando mis recuerdos.

Estos arrabales de La Pastora, que son los más altos y los más atrasados de Caracas, son también los más característicos. Allí las calles están empedradas con guijarros, las aceras son de laja, las verdes motas de hierba crecen por todas partes donde se asome un hilillo de tierra, y es el barrio que habitan generalmente los pardos, los pobres vergonzantes, y los enfermos que buscan el aire. Yo tenía ansia de mirar el dolor pintoresco de la miseria y, olvidando el paseo campestre, quise conocer primero todo el arrabal:

—Llévame por las calles más viejas, tío Pancho, llévame por las más pobres, por las más feas, por las más sucias, por las más tristes, que quiero conocerlas ¡todas!

Y bajo la dirección de tío Pancho, tras el pausado caminar de los caballos, comenzamos a tejer callejuelas; pero callejuelas, Cristina, que se empinaban o se precipitaban de un modo inverosímil. A veces, cesaba de repente el empedrado y la calle era una calle de tierra sin aceras. Cesaba después la calle; el coche se detenía, y ante el coche era entonces la quebrada, el surco profundo, con una escandalosa vegetación exuberante que se lanzaba ciudad abajo, inundando el tropel de los tejados como un gran desbordamiento verde.

Por estas calles accidentadas y pintorescas, la vida interior de las casas, sí, se mostraba francamente con todo el impudor de su fealdad y de su miseria. Sobre las aceras, junto a las puertas entornadas, impidiendo el paso, se arrastraban los cuerpecillos desnudos de los niños del arrabal, negritos o mulatitos que apenas sabían andar, verdaderas visiones simiescas, en cuyos cuerpos deformes blanqueaban, de tiempo en tiempo, las manchas del polvo recogidas por la oscura epidermis en su roce con el piso, mientras que arriba, asomadas a los postigos o sentadas a las rejas de par en par abiertas, eran las cabezas abigarradas de las mulatas, petulantes, encintadas con violentos colorines, cuyos ojos, al divisarnos desde lejos, clavaban en nuestro coche unas pupilas ardientes y luminosas que parecían estar encendidas por la sed de mirar.

Tío Pancho comentaba:

—¿No es cierto que hay algo torturante en la expresión de esta gente? Fíjate. Se diría que el odio profundo de las razas que se reconciliaron un instante para formarlas continúa luchando todavía en sus facciones y en su espíritu. Y en esa lucha dolorosa, mira: ¡sólo triunfa la equivocación y la tristeza!… ¿Verdad que hay en todas ellas algo fatalmente inarmónico que es muchísimo peor que la fealdad? Así es también su espíritu, no tienen personalidad definida y viven plena desorientación.

Como desde la mañana, mi vida se había enrumbado tan bruscamente hacia un nuevo horizonte, situada ya en mi actual punto de vista, miré aquellos ojos profundos que nos devoraban al pasar, los uní a los míos en una amable mirada fraternal y dije atenuando la ruda verdad que había expresado tío Pancho:

—Habrá inarmonía o fealdad en el conjunto de las facciones y en ese deseo de alternar que las impulsa a amarrarse la cabeza con un lazo verde o con un galón colorado, pero fíjate en los ojos, mira qué ardientes, y qué interesantes son los ojos. ¡Parece que asomados a la calle pidieran algo imposible que nunca les han de dar!

—Sí, —dijo tío Pancho exaltándose de pronto— es la voz de las aspiraciones presas en la cárcel de un cuerpo que las tiraniza y las encadena al pregonar a gritos la inferioridad mortificante de su origen. Y este desacuerdo entre el cuerpo y el espíritu sensibilísimo del mulato, como bien dices tú, es un conflicto muy interesante… es la misma tragedia que ocultaba la nariz deforme de Cyrano, mucho más cruel y mucho más bella aquí, porque al ser más humillante es más irremediable… ¡Sí; el mulato es el crisol paciente donde se funden con dolor los elementos heterogéneos de tanta raza aventurera!… En él se encierra la causa de toda nuestra inquietud, de todos nuestros errores, nuestra absurda democracia, nuestra errante inestabilidad… ¡quizás en él se elabore también algún tipo social, exquisito y complejo que aún no sospechamos!…

Y luego de filosofar así, sin hacer más comentarios, nos quedamos callados un buen rato, mirando pasar a uno y otro lado del coche aquel misterio de la vida humilde que se mostraba a la calle por la franqueza de las puertas, los postigos y las ventanas abiertas, hasta que al fin, ya saciados de andar por el arrabal, salimos al campo…

Cuando sentí en el rostro la frescura de la brisa aromada y campesina, inmediatamente, sin consultar a tío Pancho, mandé detener los caballos, y le propuse que siguiésemos caminando a pie. Él se bajó del coche muy complaciente, y yo, luego de bajarme tras él, con mi velo arrollado al brazo, corrí alegremente hacia un pequeño ribazo del camino, me subí a su cúspide, una vez en lo alto sorbí el aire con avidez, me llené bien los pulmones y así, erguida en mi pedestal, me quedé unos segundos saludando el paisaje…

La tarde era tan apacible como yo la quería. El sol iba buscando a lo lejos la cumbre de una colina. El valle maravilloso se extendía abajo rodeando la ciudad; la ciudad florecida de vegetación anidaba en el centro del valle, blanca de paredes, roja de tejados, mientras a mi espalda presidiéndolo todo, la majestad del Ávila, la gran montaña, se alzaba maternal y pensativa.

Después de contemplar la tarde, desde la cumbre del ribazo me volví al camino, y, entonces, paso a paso, en un lento caminar lleno de estaciones y de conversación, tío Pancho y yo nos alejamos por una vereda, hasta llegar a la selva de mis paseos infantiles, entre cuyos mismos árboles, bajo la paz de la sombra, tienden aún sus columpios de bejuco «Los Mecedores».

Ansiosa de conocer la opinión concreta de tío Pancho acerca de tío Eduardo y su conducta conmigo, mientras andábamos, le repetí literalmente todo cuanto Abuelita me había referido en la mañana sobre papá, San Nicolás y tío Eduardo. Dada mi exaltación, detenía continuamente el paseo o el relato para preguntar a tío Pancho su parecer o para explicar con vehemencia las múltiples razones de mi desconfianza y mi perplejidad. Pero él, Cristina, como si le aburriese mucho aquel tema, lo mismo que había hecho antes durante el rodeo en coche, ahora también, trataba de desviar la conversación sobre cualquier detalle o accidente del camino. Esta porfiada reticencia acabó por impacientarme tanto que al fin, sentados ya bajo un árbol de Los Mecedores, donde la quietud y la sombra hacían más apremiantes mis palabras, le exigí imperiosamente que me dijese cuanto hubiese de cierto sobre el particular, porque me consideraba con derechos de saberlo. Planteada así la cuestión, tío Pancho se quedó un instante reflexivo y como indeciso, pero luego, se resolvió a hablar y dijo con mucha calma: