3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas

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Aus der Reihe: 3 Libros para Conocer #32
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Pero reanudando el acontecimiento o padrenuestro de ayer: No bien desapareció de mi vista el auto de Mercedes, regresé al salón en donde se hallaba todavía Abuelita; y al punto tía Clara, ya aliviada de sus ocupaciones, se vino también a escuchar y a hacer los comentarios de la reciente visita. Fueron largos. En ellos se habló de la indiscutible belleza de Mercedes, de su finura y buen trato, y se comentó también su desgraciada suerte. Dijeron que estaba muy mal casada, que su marido era un libertino y un jugador que después de haberle derrochado casi toda su fortuna, la trataba ahora muy mal. Abuelita terminó un párrafo exclamando:

—¡Primero el canalla de su padre! ¡Ahora su marido! ¡Demasiado buena es, para la poca dirección que ha tenido en la vida!

Con lo cual me pareció comprender que si Abuelita juzgaba a Mercedes «demasiado buena» era precisamente porque no la juzgaba bastante buena. ¡Ah!, pero yo en cambio, la juzgo incomparable y a falta de mejor demostración, al igual de Gregoria, exclamo interiormente a todas horas: «¡Que Dios la guarde y la bendiga!».

Durante el curso de la conversación, cuantas veces la nombró, Abuelita dijo: «esa niña» como cuando habla de mí, cosa que encontré absurda, puesto que Mercedes está casada y tiene ya más de treinta años. También noté que cuando se trató del padre de Mercedes, Abuelita al pronunciar su nombre, tuvo siempre la precaución de decir «el canalla de Galindo». Este prefijo «canalla» lo usa sin duda Abuelita, como homenaje de fidelidad a la memoria de mi difunto Abuelo Aguirre. Yo lo comprendí así, y por esta razón, resonó siempre en mis oídos, solemne y lleno de grandiosidad, como debe sonar en los oídos de toda persona bien nacida esta clase de epítetos familiares.

Pero no obstante mi admirable intención, los comentarios terminaron en un pequeño incidente.

Y fue que yo, viendo que la conversación, al girar siempre y siempre alrededor del «canalla de Galindo» se hacía ya de una monotonía aburrida y de una exaltación muy peligrosa, resolví de repente darle un nuevo sesgo. A juzgar por los resultados, creo que el sesgo tuvo poco acierto, la verdad.

Ocurre que, a mí en general, me gusta muchísimo el hacer frases ingeniosas, pero como desgraciadamente hasta ahora, no tengo bastante gracia para elaborarlas de mi propia cosecha, me limito a repetir, adaptando naturalmente a las circunstancias, las frases ingeniosas que solía hacer papá, es decir, aquellas que por parecerme más originales o agudas han permanecido archivadas en mi memoria. Dada esta afición mía, en una de las ocasiones en que Abuelita repetía ya por vigésima vez «el canalla de Galindo», yo, creyendo que podía mitigar su rencor, afirmando a la vez dos cosas: por un lado, el mal proceder del que fue enemigo de mi Abuelo, y por otro mi admiración hacía los encantos de Mercedes, dije de pronto:

—¡Convengo en que el señor Galindo hizo muy mal al hacer mal a Abuelito, pero reconozco en cambio, que hizo muy bien al hacer tan bien a Mercedes!

Me figuraba que esta demostración en la que se unían la agudeza y el espíritu de armonía iba a tener muy buena acogida, pero no fue así. Con gran asombro de mi parte, Abuelita al oírme, en lugar de reírse, volvió bruscamente la cabeza hacia donde yo estaba, y dijo con una severidad inmensa como hasta el presente nunca había usado al hablarme:

—Ese lenguaje no es propio de una señorita, María Eugenia: ¡has dicho una vulgaridad!

—¿Cuál? ¿Decir «hizo muy bien a Mercedes» es decir una vulgaridad? Pues no me parece, al revés…

—Sí; muy grande, ya te lo he dicho, ¡y no lo repitas más!

—¡Pero si eso mismo dijo una vez papá, allá en París, hablando del padre de una actriz lindísima que trabaja en la Comedia Francesa y a nadie le pareció vulgaridad! Al contrario, se rieron mucho.

—¡Ah! ¡si vas a coger la costumbre de repetir cuanto decía Antonio, y cuanto dice Pancho, sin saber lo que significa, harás muy bonito papel delante de la gente!

Yo entonces, con la altivez propia de la dignidad herida contesté arrogantemente:

—¡Acostumbro conocer el significado exacto de las palabras que emito; porque afortunadamente no soy un loro ni soy un fonógrafo!

No obstante, me quedé un rato pensativa. Me pareció de pronto, que la frase en cuestión estaba cargada de sentidos misteriosos y por un instante contemplé en silencio la nevada cabeza de Abuelita, que como el arca de la alianza encerraba las claves de muchísimos misterios, hasta que al fin, en pleno silencio tempestuoso, salí de mi abstracción pensando:

—¡Bah, lo que ocurre, es que Abuelita, aunque salte a la vista, no quiere confesar que «el canalla de Galindo», hizo en su vida algo que estuviera bien hecho; eso es todo!

II

En donde María Eugenia Alonso describe los ratos de suave contemplación pasados en el corral de su casa y en donde a su vez aparece también Gabriel Olmedo.

NUESTROS ANTEPASADOS, los fundadores de la ciudad de Caracas, aun cuando no parezca a primera vista, tuvieron mucho talento. Encontraron la manera de vivir en ciudadana comunidad sin renunciar a los encantos agrestes y bucólicos de la vida campesina. Es cierto que tendieron unas calles demasiado angostas; que las empedraron con guijarros agresivos; que las agobiaron con aleros, y las recargaron de rejas, pero tuvieron en cambio la inteligencia y la inmensa previsión de guardar un buen pedazo de campo dentro de cada casa. ¡Ah! ¡eran delicados y eran previsivos nuestros antepasados los fundadores de la ciudad de Caracas! Gracias a su delicadeza y previsiones es sin duda por lo que yo, una de sus muchas descendientes, tengo el alma soñadora, algo indolente y muy dada a las dulzuras de la contemplación…

Así pensaba ayer, mirando los distintos verdes en las matas del corral, mientras yacía acostada cuan larga soy, sobre un enorme baúl lleno de viejas etiquetas de todas formas y colores, el cual perteneció a mi difunto tío Enrique, y el cual en la actualidad se halla situado bajo el amplio tinglado del corral frente a las gallinas meditabundas y entre la tabla de planchar y la cesta de la ropa limpia. Allí, baldado, triste y decaído, con el llanto de todas sus desgarradas etiquetas, llora, y llora de nostalgia el pobre viejo, mientras recuerda como yo los pasados viajes y las pasadas aventuras por tierras lejanas.

Es el caso que este pedazo de campo encerrado entre cuatro tapias que acostumbran a llamar corral es para mí una delicia y es también el origen de todos mis ensueños y meditaciones. Tía Clara no lo comprende así y dice casi todos los días:

—El puesto de una señorita no es el corral, ni su sociedad la de los sirvientes.

Podrá tener razón, pero de todos modos me tienen sin cuidado los sermones de tía Clara sobre este particular. A mí me encantan las gallinas; me encantan las copas de los árboles que como cabezas curiosas se asoman por las tapias desde los corrales vecinos; me encantan las hojas tan verdes y tan rizaditas de la mata de acacia; me encantan las cayenas chillonas; me encantan las grandes piedras manchadas de blanco donde se extiende al sol la ropa enjabonada; me encanta el pedazo del Ávila que se mira a lo lejos por encima de las matas y de los tejados; me encanta el nostálgico baúl de tío Enrique; y me encanta, sobre todo, Gregoria, cuando en pleno elemento conversa restregando con sus negros puños los islotes de ropa que emergen aquí y allá, en su inmensa batea, como en un mar blanquísimo de espuma de jabón.

Gregoria conoce mis tendencias contemplativas y en lugar de contrariarlas como hace tía Clara, no, Gregoria las alimenta. Cuando yo entro en el corral y me extiendo sobre el baúl que hace las veces de chaise longue, ella, conociendo ya mis gustos y caprichos prodiga sobre mi persona toda clase de cuidados: me cubre los pies para que no me piquen los mosquitos; cierra la puerta con el objeto de evitar toda corriente de aire; tiende en el alambre una sábana ancha a fin de atenuar a mis ojos la luz directa del sol, y suele además prestarme como almohada algún mullido paquete de ropa limpia y sin planchar.

Tía Clara detesta todas estas familiaridades con Gregoria, y detesta todavía más las familiaridades de mi cabeza con la ropa limpia. Pero también me tienen absolutamente sin cuidado estos otros sentimientos anti-democráticos de tía Clara.

Y es que en el sencillo ambiente del corral, lo digo y lo repetiré mil veces, es donde únicamente paso ratos de suave contemplación y de sabrosa plática. A veces estamos en silencio, y entonces, mientras Gregoria lava, yo miro los caprichosos arabescos que tejieron las ramas entre sí; miro los disparates que van haciendo las nubes al pasar por el cielo; miro allá, a lo lejos, más arriba de matas y tejados el misterio indefinido del Ávila, y poco a poco me voy perdiendo en el dulce laberinto de los ensueños… ¡Sí; sobre las durezas del baúl de tío Enrique, he aprendido a soñar, como soñó Jacob sobre las durezas de su piedra!

Otras veces conversamos.

¡Ah!, si yo fuera poeta, habría escrito ya, sin duda ninguna, el elogio del jabón, multiplicándose en espuma y en luminosas burbujas por obra y gracia de los activos nudillos de Gregoria. Y es que para mi gusto no hay ningún poema comparable a ese blanquísimo poema de la batea, que tan bien interpretan las viejas manos ya algo rígidas y temblorosas. Sí; ¡cómo brillan las aladas y negras manos sobre la inmaculada blancura! ¡Parecen a ratos dos enamoradas golondrinas retozando y persiguiéndose una a otra sobre el mismo pedazo azul de nube!… Y sin embargo, mucho más chispeantes y luminosas que la espuma del jabón son las palabras que entretanto van surgiendo de su boca, y son más fecundas en filosofía que fecunda es la blanquísima espuma, que crece, y crece, y crece, eternamente tras el continuo batir y restregar.

 

Es esto lo que tía Clara no comprenderá jamás, y lo que yo he descubierto desde hace ya mucho tiempo. Gregoria es la sabiduría sencilla y sin complicaciones. Bajo la maraña de su pelo lanudo se esconde, como en el misterio del brillante negro, la chispa clarísima del más agudo ingenio. Gregoria posee además la facultad de expresarlo, porque domina a maravilla el arte rarísimo de la conversación. Tan sobria es en palabras superfluas, como rica en ideas y en mímica expresiva. La mímica de Gregoria, tiene sutilezas y matices a donde no podrá llegar jamás la palabra. Hay veces que son miradas misteriosas y largas como los hondos secretos de la naturaleza; otras un súbito relampagueo de pupilas que imita el asombro de las grandes sorpresas; tiene guiños epigramáticos; caídas de párpado que son paréntesis; silencios repentinos que resultan epílogos muy elocuentes; carcajadas que describen en sus notas como la música wagneriana todos los sentimientos y las pasiones que puedan agitarse dentro del alma humana. A veces, en obsequio a la reserva y discreción que exigen ciertos temas delicados, lo que empezó frase acaba en mímica. El silencio parece entonces presidir la escena; en la batea, momentáneamente abandonada, chisporrotea imperceptible la espuma de jabón, las expresivas manos, vuelan y revuelan rápidas o lentas por las cercanías del rostro y los tres juntos realizan prodigios descriptivos.

Naturalmente, después de haber saboreado toda la gama de colores que atesora en su paleta la conversación de Gregoria, el oír hablar a las personas bien educadas como son verbigracia, Abuelita y tía Clara, resulta muy insípido y sumamente desteñido. Y es que Gregoria maneja con el supremo buen gusto toda la serie de movimientos o ademanes que a falta de intérpretes inteligentes, la buena educación en su cordura, ha decidido vedar y prohibir completamente.

Y es así, en mis largas pláticas con Gregoria, como he llegado a conocer dos cosas a la vez: por un lado muchos ocultos repliegues del alma humana y por otro lado, todas aquellas intimidades de mi familia, que Abuelita y tía Clara tienen gran cuidado de no referir jamás delante de mí, y que por lo tanto son las únicas que me interesan.

Sí; por Gregoria he sabido muchas cosas. He sabido que tío Eduardo fue siempre egoísta, mezquino y ordenado, todo a la vez; que cuando pequeño escondía siempre sus juguetes y jugaba con los de tío Enrique, o sea, que durante su infancia hizo siempre con los juguetes de tío Enrique, lo mismo que ha hecho ahora en su edad madura con las tres cuartas partes de San Nicolás que me pertenecían a mí, y que se ha cogido de un todo para él; por Gregoria he sabido que tío Enrique desdeñaba todos sus juguetes, razón por la cual se los dejaba a tío Eduardo muy contento, puesto que él prefería mil veces, subirse a las matas para atisbar la vida ajena, y para tirar piedras y frutas verdes a los corrales vecinos; por Gregoria he sabido, y en esto actuó muchísimo la mímica, que mi Abuelo Aguirre, aunque de costumbres pacíficas y ordenadas «se alborotó» ya viejo, con cierta bailarina francesa, cosa que tuvo por resultado el que su cama, bajo la orden y dirección de Abuelita, saliese de su cuarto, atravesase bélicamente el comedor, como atravesaron los israelitas el Mar Rojo, para venir a aposentarse aquí, en el segundo patio, en donde se halla ahora este mi cuarto y que mientras duró dicha mudanza o anomalía, ella no se dignaba contestar nunca cuando él la llamaba o dirigía la palabra; por Gregoria he sabido que tío Enrique cuando regresó de Europa, ya grande, solía enamorarse de cuantas sirvientas pasables hubiera en la casa, lo cual hizo que Abuelita escogiese en adelante para su servidumbre todos aquellos rostros femeninos en donde la naturaleza hubiese acumulado el mayor número posible de disparates y desórdenes: por Gregoria he sabido que María Antonia, la antipatiquísima mujer de tío Eduardo, es de un origen muy oscuro, por no decir muy negro; que fue tío Pancho Alonso, quien, una vez que le dio por coleccionar genealogías, averiguó en un dos por tres la de María Antonia, y resultó ser tan accidentada y tortuosa, que desde entonces María Antonia abomina a tío Panchito, como al más vil e intruso de los delatores; por Gregoria he sabido, que Mamá tenía un carácter dulce y alegre al mismo tiempo, mientras que el de tía Clara, aunque de exterior apacible era intensamente apasionado, razón por la cual su vida había sido una vida tan dolorosa y tan triste; y, finalmente por Gregoria he sabido cómo tía Clara, siendo muy joven, se enamoró perdidamente de aquel novio suyo que yo recuerdo entre sueños cuando me dada dulces y me hacía gallitos con pedazos de papel; cómo de repente, después de muchísimos años de noviazgo, se averiguó que él andaba detrás de otra mucho más joven y bonita; cómo algún tiempo después no volvió más a sus diarias visitas, y cómo un día, tras el llorar infinito y amarguísimo de tía Clara, él acabó por fin casándose con la otra…

—Desde entonces —añade Gregoria, sacando las negrísimas manos de la blanquísima espuma, y escogiendo entre su repertorio las más sentimentales expresiones—, desde entonces ¡se acabó la Niña Clara! ¡Ya no volvió a salir más, se metió en la iglesia, y empezó a ponerse delgada y pálida, pálida como está ahora, que más que la Niña Clara de antes, parece la pobre un mismo cirio, de esos que llevan el jueves santo en las procesiones!…

Y con semejante frase, terminó Gregoria una de sus largas disertaciones acerca de tía Clara, ayer a cosa de las once y media de la mañana.

Ahora bien, como soy tan aficionada a metáforas o símbolos, y como para desarrollar un tema apropiado tengo esta elegancia y esta fecundidad que ya desearía tener cualquiera de esos admirables poetas llamados simbolistas u orfebres, es claro, al oír que Gregoria esbozaba el símbolo del cirio, no quise perder la ocasión de desarrollar un tema tan adecuado, y así, mientras ella volvía en silencio a su trabajo, yo me hundía en el terreno de las afinidades psicológicas, y acostada siempre en el baúl, y mirando a lo lejos la montaña, me puse a comentar el caso diciéndome a mí misma llena de la más dulce melancolía:

—Sí; pobre tía Clara, sí… Eres el cirio votivo, cuyo fuego idealista va consumiendo, consumiendo tu propia vida; y tu vida, es la luz mística y perseverante que olvidada de todos, arde en la sombra, bajo el silencio y bajo la soledad de los altares. A nadie alumbró nunca esa luz tuya, y el día en que te apagues no dejarás a tu alrededor ni oscuridades, ni fríos de tristeza porque sólo has sido fuego lírico de sacrificio, porque en el lento consumirse de tu vida, ni fuiste jamás lumbre en el hogar, ni serás nunca luz para el camino…

Así andaban más o menos mis poéticas consideraciones, y así hubieran andado muchísimo tiempo más, si no fuera porque, de pronto, se abrió bruscamente la puerta del corral y como al conjuro de algún encantamiento apareció en ella la cabeza de tía Clara; pero no en aquella actitud macilenta, propia de los cirios, no, sino agitadísima, encendidos los ojos y un tanto molesta, que decía encarándose conmigo:

—¡Mira, María Eugenia, si en lugar de estar en el corral a puerta cerrada, ensuciando con tu cabeza la ropa que nos vamos a poner, estuvieras «donde te corresponde», no sería menester llamarte a gritos por toda la casa, exactamente lo mismo que a Chispita, cuando le da por esconderse debajo de algún mueble. Hace ya más de media hora que, sin acordarme de tu dichosa manía por el corral, ando loca detrás de ti registrando la casa entera: ¡te llaman por teléfono!

—¡¡Eureka!! —exclamé, por ser ésta, aunque un poco pretenciosa, la única interjección a que me ha dejado reducida Abuelita—. ¡Eureka! y ¡eureka! ¿Quién podrá ser y para qué me querrán?

Y levantándome en un salto de encima del baúl, atravesé como corriente de aire por patios y puertas, hasta llegar al teléfono y pronunciar la mágica palabra:

—¿Quién es?

Y era la mil veces bendita Mercedes Galindo, que me llamaba para invitarme a que fuese en la noche a comer con ella. Tío Pancho haría las veces de acompañante o chaperon, vendría a buscarme y volvería a traerme, ya estaba convenido. Mercedes añadió:

—… y quiero que a la noche estés muy bonita, es decir, tan bonita como el otro día, que es lo más bonito a que puede llegar una persona.

Esta frase que me pareció resplandeciente de verdad, lo mismo que me parece resplandeciente de luz el sol del mediodía, me puso de un admirable buen humor. Y como afortunadamente, por el teléfono, yo no podía percibir el perfume turbador que usa Mercedes, ni la fastuosa palidez de sus perlas, ni el suave brillo de su vestido de terciopelo, ni aquella encantadora sonrisa que es un escándalo de labios rojos y de dientes blancos; como por el teléfono, repito, no me era dado el percibir esta serie de circunstancias, las cuales a más de la persona, contribuyeron a despertar en mí el día de su visita aquel importuno sentimiento de timidez, libre por completo de dicho sentimiento, me fue dado el contestar con mucha elegancia a su amabilidad diciendo: que si tal opinaba ella, yo entonces, me vería obligada a creer que su casa era como los severos y desnudos claustros de los conventos en donde los monjes acaban por olvidarse de sí mismos a fuerza de no mirarse nunca en los espejos.

Esto dije a Mercedes, lo cual era decir en pocas palabras que su belleza es superior a la mía, cosa que puede pasar como finura, pero cuya falsedad salta inmediatamente a la vista. Mercedes es muy linda, sí, Mercedes es preciosísima, pero yo soy todavía mucho más bonita que ella. No cabe duda; soy más alta; más blanca; tengo más sedoso el pelo; tengo mejor boca y muchísima mejor forma de uñas. La gran ventaja de Mercedes sobre mí es aquel refinamiento suyo, sí; aquel chic incomparable… ¡claro! si todo lo encarga siempre a París… ¡Ah, si yo tuviera dinero!… ¡Ah, si tío Eduardo no me hubiera quitado las tres cuartas partes que me correspondían en San Nicolás!

Pero volviendo al teléfono:

Después de aquellas mutuas y galantes réplicas, y después de muy cariñosas despedidas, se dio por terminada nuestra conversación. Yo entonces, me vine aquí, a mi cuarto, le eché dos vueltas de llave a la puerta, con el objeto de que tía Clara no entrase de sopetón, a cortar por segunda vez el hilo de mis pensamientos, y así, tomada esta precaución, comencé a deliberar. Lo primero que hice, fue abrir la hoja de mi armario de luna e instalarme de pie frente a él, es decir, hacia el lado derecho del armario, que es donde se alinean en fila todos mis vestidos. Una vez allí, con los dos brazos en jarras sobre la cintura, actitud esta que diga lo que diga Abuelita es sumamente propicia en los momentos de gran indecisión, poco a poco, fui pasando revista. Y así mientras mis ojos iban de un vestido a otro vestido, mis labios murmuraban por lo bajo a modo de letanía:

—¿Cuál me pondré? ¿Cuál me pondré? ¿Cual me pondré?

Y por fin resolví ponerme mi vestido de tafetán.

Ya resuelto este primer problema, arrastré mi silloncito hasta colocarlo junto a la ventana, me senté en él adoptando una posición muy cómoda, y comencé a pensar así:

—Seguramente que esta noche irá también a la comida el tan anunciado y tan cacareado Gabriel Olmedo. Sí; no hay duda que irá y que me lo presentarán hoy mismo. Bien. Hay que tener en cuenta las leyes draconianas que Abuelita y tía Clara suelen aplicar a la cuestión del luto: un invitado extraño puede dar a una comida cierto aspecto de fiesta, y si ellas, por desgracia, se dan cuenta del aspecto: ¡patratrás! o me llaman «hija sin corazón» lo cual es muy desagradable, o me dejan sin ir a la comida lo cual es mucho más desagradable todavía. ¿Qué hacer?

Y como en el almacén de mi cabeza, nunca faltan recursos para allanar el conflicto, a guisa de precaución, decidí elaborar la siguiente mentira: Diría que Mercedes se encontraba sola, solísima, completamente sola, que su marido estaba ausente y que por esta razón me invitaba ella para que fuese a acompañarla.

Y es claro, luego de haber resuelto este segundo interesantísimo problema de la eliminación de comensales, me quedé tan satisfecha como debe quedarse un general después que ha trazado su plan de batalla.

Pero ahora, en forma de comentarios digo, que es verdaderamente prodigiosa, la rapidez y la profundidad con que ha echado raíces en mí, esta costumbre de mentir. Desde que vivo con Abuelita miento a cada paso, lo cual ha servido de gimnasia a mi imaginación, que se ha desarrollado muchísimo, adquiriendo a la vez agilidades asombrosas. Hace algún tiempo yo no mentía. Despreciaba la mentira como se desprecian todas aquellas cosas cuya utilidad nos es desconocida. Ahora, no diremos que la respeto muchísimo, ni que la haya proclamado diosa y me la figure ya, esculpida en mármol con una larga túnica plegada y un objeto alegórico en la mano, al igual de la Fe, la Ciencia o la Razón, no, no tanto, pero sí la aprecio porque considero que desempeña en la vida un papel bastante flexible y conciliador que es muy digno de tomarse en consideración. En cambio, la Verdad, esa victoriosa y resplandeciente antípoda de la mentira, a pesar de su gran esplendor, y a pesar de su gran belleza, como toda luz muy fuerte, es a veces algo indiscreta y suele caer sobre quien la enuncia como una bomba de dinamita. No cabe duda de que es además un tanto aguafiestas y la considero también en ocasiones como Madre del pesimismo y de la inacción. Mientras que la mentira, la humilde y denigrada mentira, no obstante su universal y malísima reputación, suele, por el contrario, dar alas al espíritu y es el brazo derecho del idealismo, ella levanta al alma sobre las arideces de la realidad, como el globo vacío levanta los cuerpos sobre las arideces de un desierto, y cuando se vive bajo la opresión nos sonríe entonces dulcemente, presentándonos en su regazo algunos luminosos destellos de independencia. Sí; la mentira tiende un ala protectora sobre los oprimidos, concilia discretamente el despotismo con la libertad, y si yo fuera artista, la habría simbolizado ya, como a su dulce hermana la Paz, en la figura de una nivea paloma, tendido el vuelo en señal de independencia y ostentando una rama de olivo en el pico.

 

Sé perfectamente bien que estas ideas son para escritas y no para dichas. Si acertara a enunciarlas delante de Abuelita, por ejemplo, ella se pondría inmediatamente las dos manos abiertas sobre los oídos y me cortaría la palabra diciendo:

—¡Jesús! ¡Qué de necedades! ¡Qué de disparates! ¡Qué ideas tan inmorales!

Y es que Abuelita, al igual que la mayoría de las personas, tiene a la pobre moral amarrada entre cadenas, y condenada a una especie de demodé espantoso. Yo no. Yo creo que la moral podría cambiar de vez en cuando lo mismo que cambian las mangas, los sombreros y el largo de los vestidos. ¿Pero siempre, siempre, una misma cosa? ¡Oh! no, no, eso es horriblemente monótono, y es una prueba palpable de lo que yo he dicho siempre: «¡La humanidad carece de imaginación!».

Sin embargo, debo hacer constar que a pesar de mis teorías, sobre esta tesis de la mentira, en la práctica, mi rutinario sentido moral no se encuentra todavía completamente de acuerdo con ellas. Lo sentí ayer en el punzante aguijón del remordimiento, que es, a mi ver, el alerta centinela que vigila las puertas de dicho sentido moral y acostumbra a anunciarnos sus conquistas o decadencias.

Y fue que anoche, cuando ya vestida con mi traje de tafetán me iba a la comida, comparecí primero ante la presencia de Abuelita. Ella me vio y sonrió, con esa sonrisa suya que como la sonrisa de Gioconda, encierra un misterio en su expresión que conozco muy bien… ¡sí… ese misterio es el de una inmensa vanidad maternal que me halaga y me satisface muchísimo, porque es tan muda y tan elocuente como el elogio de los espejos… Pues bien, al verme venir Abuelita, acercó inmediatamente a sus ojos los impertinentes de carey y dijo acentuando más que nunca dicha misteriosa sonrisa:

—¡Tanto vestirte, y tanto componerte para ir a comer sola con Mercedes! ¡Qué presunciones, Señor!

Y yo mientras, pensaba: «Abuelita me encuentra preciosa, pero no me lo dice para no envanecerme más de lo que estoy»; sentí a un mismo tiempo en vista de su credulidad y candidez, el agudísimo y punzante aguijón del remordimiento. Tan grande fue, que tuve verdaderas tentaciones de exclamar rebosante de contrición:

—¡No creas lo que te dije, Abuelita linda! Aunque me llames «hija sin corazón» sabe que voy a comer con Mercedes, acompañada de un ejército de personas si es que ella ha tenido a bien el invitarlas.

Pero como la mentira no admite en sus filas a los prófugos ni a los pusilánimes, no tuve más remedio que decir interiormente como los soldados heroicos: «¡Adelante, siempre adelante!», y respondí:

—Tengo en mucho la opinión de Mercedes, Abuelita. Para mí una sola persona de buen gusto equivale a una muchedumbre de gente que no se sepa vestir.

En realidad no hubo ejércitos ni muchedumbres en la comida de anoche. Había sido dispuesta en honor mío, y en consideraciones a mi duelo, a más de tío Pancho, Mercedes y su marido, sólo se encontraba en ella, como lo había previsto ya, el tan anunciado Gabriel Olmedo. A decir verdad creo que tío Pancho exageró muchísimo cuando le describió, tanto, que anoche, al verle entrar en el salón de Mercedes, tuve una verdadera decepción, si es que la palabra «decepción» puede usarse al hablar de aquellas personas hacia quienes sentimos desbordarse nuestra indiferencia. En primer lugar tiene los ojos y el pelo negros como carbón, cosa esta que me produce un efecto detestable; además sus piernas son demasiado largas para el busto, usa unos zapatos de forma muy corta, y, según recuerdo ahora, tiene los tobillos más bien gruesos que delgados. Sin embargo, viéndolo despacio no resulta mal para aquellas personas que encuentran agradable el color trigueño, pero como a mí no me gusta ver el pelo negro azabache, sino en el lomo de los gatos, y que en las personas me crispa y me desagrada muchísimo, Gabriel Olmedo, con su lisa y perfumada cabeza color «ala de cuervo» me impresionó anoche bastante mal. Moralmente lo hallé muy pretencioso. Creo que Mercedes debe haberle comunicado ya «aquel proyecto», porque él, aunque amable y correcto en apariencia, tomaba a ratos actitudes de rey coronado y adherido a la soltería, a quien su gobierno anda buscándole novia.

Afortunadamente que yo, por mi parte, tengo la conciencia y la inmensa satisfacción de haberme dado cien veces más tono que él. ¿Fue debido a las amabilidades, y al exquisito tacto de Mercedes? ¿Fue debido al perfumado cocktail seguido de varias copas de champagne?… ¿Fue debido más bien a la multitud de espejos, que reflejaban continuamente la armonía de mi figura?… No sé; pero es el caso que anoche, lejos de experimentar timidez alguna, tuve constantemente el delicioso sentimiento de mi propia importancia, cosa que me hacía estar muy a gusto con los demás y conmigo misma. Hoy cuando pienso en ello, noto que desde anoche ha bajado en mi conciencia dicho sentimiento de importancia. Esto me hace creer, que decididamente debió ser el cocktail y el champagne quienes, al subirse un poco hacia mi cabeza, hicieron subir junto con ellos y en varios grados el termómetro de mi vanidad, termómetro que, dicho sea de paso, según he observado últimamente, es muy sensible, y mucho más dado a subir que a bajar. Pero de todos modos; ¡bendito sea! puesto que me ayudó a demostrar ayer ante los negrísimos ojos de Gabriel Olmedo el inmenso caudal de indiferencia y desdén que atesora mi alma para enterrar en ella a los hombres pretenciosos.

La casa de Mercedes, es muy elegante, y su mesa, tan suntuosa y rica como la de un palacio. Los más finos objetos de plata, alternan por todos lados con porcelanas de Sajonia y de Sévres; tiene en las paredes espejos, tapices, y cuadros de muchísimo gusto, y las plantas surgen alegremente por toda la casa, en legítimos jarrones de la China. Pero tiene sobre todo un boudoir oriental que es un encanto… ¡Ah, la maravilla de aquel diván bajito, cuadrado e inmenso, poblado de cojines oscuros de todas formas y matices; suaves, mullidos y tibios como un beso! ¡Cuánto no daría yo por tener uno igual, a fin de hundirme y desaparecer en él durante días enteros, leyendo torres, montañas, y cordilleras de libros, entre un pebetero turco, una piel de leopardo, y un arca de marfil tallada en el Japón!