El Ranchero Se Casa Por Conveniencia

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El Ranchero Se Casa Por Conveniencia
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EL RANCHERO SE CASA POR CONVENIENCIA

ÍNDICE

Capítulo uno

Capítulo dos

Capítulo tres

Capítulo cuatro

Capítulo cinco

Capítulo seis

Capítulo siete

Capítulo ocho

Capítulo nueve

Capítulo diez

Capítulo once

Capítulo doce

Capítulo trece

Capítulo catorce

Capítulo quince

Capítulo dieciséis

Capítulo diecisiete

Capítulo dieciocho

Capítulo diecinueve

Capítulo veinte

Capítulo veintiuno

Capítulo veintidós

Capítulo veintitrés

CAPÍTULO UNO

Keaton sentía el corazón golpeándole los oídos. Al igual que le pasaba siempre en el campo de batalla, los latidos se sincronizaban con el tictac del segundero del reloj. A pesar del peligro que le aguardaba, permanecía en calma. Cogió aire, aumentando con el oxígeno una bravura que ya poseía de modo natural. Era un soldado bien adiestrado, un guerrero magníficamente adiestrado, uno de los mejores ejemplares de los rangers del Ejército de los Estados Unidos.

Abandonó el pequeño escondite en el que se había puesto a cubierto al empezar los primeros disparos y miró alrededor. La línea de visión estaba despejada, lo que no era un buen presagio. Su sentido arácnido le producía hormigueos cuando había calma y tranquilidad, ya que la guerra era un asunto frenético y ruidoso.

Algo no iba bien.

Sin moverse del suelo, asomó la cabeza para reunir más información. La ropa de camuflaje le permitía mimetizarse con el entorno. Hasta la pistola estaba pintada de verde y marrón para mezclarse con los elementos.

Y entonces lo oyó. Un grito. Un disparo.

Sonaron el uno tras el otro. Las orejas de Keaton se levantaron como las de un perro en posición de alerta. Antes de entrar en acción, analizó la información que había reunido.

El grito venía del lado izquierdo. El disparo venía de detrás de él. La ráfaga del arma había pasado sobre su cabeza. El grito humano se había escuchado antes del disparo. No se había producido ningún ruido sordo como el que se oye cuando cae un cuerpo humano.

Un escalofrío le recorrió la columna vertebral. Keaton giró sobre su espalda justo a tiempo. Un hombre con aspecto de oso grizzly apareció sobre él con el arma alzada.

Ese fue el fallo que cometió el oso: un arma alzada era totalmente ineficaz. El arma de Keaton estaba preparada, con el dedo en el gatillo, que apretó.

El cuerpo del grizzly se sacudió por el impacto directo: una mancha de pintura rosa exactamente en el punto donde se situaría el corazón en caso de que el traidor tuviese uno. Keaton realizó otro disparo y luego otro más.

—¡Eh! —gruñó el hombre oso—, ¡que ya me habías derribado!

—Sabes que estás en mi equipo, ¿no? —dijo Keaton.

Griffin Hayes, alias Grizz, sonrió. Sus incisivos destellaban al sol del mediodía como un depredador que sabía que había acorralado a su víctima. Keaton conocía esa mirada. Era la misma que Grizz le había mostrado durante la instrucción básica cuando decidió gastarle una broma a su sargento.

El sargento Cook no lo vio venir. Aquel sádico sargento nunca averiguó quién había puesto pegamento industrial en el interior de su sombrero, así que todo el pelotón pagó por aquella broma con meses de ejercicios extra en medio de la noche. Pero había merecido la pena pegárselo a aquel diabólico sargento de instrucción. Las marcas rojas del pegamento habían tardado tiempo en curar, recordando a los soldados su venganza cada día que comían barro y no dormían.

Entonces, ¿por qué Grizz se ponía en contra de su amigo ahora? ¿Y por qué sonreía tras haber sido capturado? El hormigueo arácnido volvió a recorrer su piel.

Keaton no se quedó pegado en el sitio, sino que se tiró al suelo al escuchar más disparos. Grizz soltó una carcajada. Así que era un motín. Su equipo al completo iba a por él.

¿Pero por qué?

No podía ser por la sesión de preparación nocturna con la que Keaton los retuvo hasta más de la una de la madrugada del sábado pasado. Ni por el hecho de que Keaton cambiara de idea dos veces acerca de qué proveedor utilizar, haciendo que tuvieran que rehacer los libros de nuevo, y luego otra vez. O porque le hubiera prometido al general Strauss que su equipo tendría el campo de adiestramiento para rangers listo en tan sólo noventa días (cuando el equipo había planeado inicialmente tomarse medio año para poner las cosas en marcha), lo que suponía no tener ningún descanso desde que se apartaron de la milicia.

Los disparos que le llegaban desde cuatro direcciones le decían a Keaton que se equivocaba. Inicialmente se habían dividido en dos equipos iguales de tres hombres en cada uno, pero todos y cada uno de los cuatro hombres que quedaban le apuntaban a él con sus armas.

Keaton permanecía imperturbable. Como líder de su equipo, vislumbró cómo podía convertir este motín en una oportunidad para enseñarles algo. En su cabeza tomó forma un plan. En lugar de sus tres habituales, ahora solo tenía tiempo para elaborar dos alternativas en caso de que el plan A no funcionase, así que entró en acción con el plan principal y dos de reserva.

La mirada de Mac Kenzie se encontró con la suya. En los ojos de Mac se reflejaba el entendimiento. Ambos habían compartido multitud de situaciones comprometidas, las suficientes como para poder comunicarse sin necesidad de recurrir a las palabras.

Así que Mac, o Mackenzie (todo el mundo juntaba el nombre y el apellido), comprendió el plan completo de Keaton con solo una mirada. Pero Keaton volvía a estar listo para la acción un segundo antes de que Mac lo estuviese.

Keaton agarró a Mac por los hombros. Volteándolo, se levantó de un salto, alzando la mole de metro noventa y ciento diez kilos de puro músculo.

—Hijo de… —Pero las palabras de Mac se extinguieron al sacudirse su cuerpo, recibiendo la pintura rosa y púrpura del ataque dirigido a Keaton.

Keaton colocó su arma bajo la axila de Mac. Apuntó y disparó, llevándose por delante a Jordan Spinelli y David Porco.

Con dos abatidos, le quedaban otros dos. Rodeó a Grizz, colocando su parte delantera contra la espalda embadurnada de pintura del otro. En cuestión de segundos, la parte frontal de Grizz estaba como la de atrás, pero Keaton no tenía ni una mota.

Valiéndose de la protección que le ofrecía la gran corpulencia de Grizz, Keaton abrió fuego sobre su último amienemigo. Russell Hook, alias Rusty, que era un blanco perfecto, cayó al momento.

Keaton seguía sin bajar el arma.

—Rendíos —desafió.

—Nunca —exclamaron los cinco hombres al unísono—. Rendición no es una palabra ranger. —Recitaron el final del credo de los ranger con una leve sonrisa.

Keaton bajó su arma. Caminó hacia Mac y lo ayudó a levantarse. Otra parte del credo decía que nunca abandonarían a un compañero caído bajo ninguna circunstancia.

Le dio una palmada en la espalda a Spinelli y se manchó de pintura rosa y púrpura.

—Ya te dije que tiene ojos en la nuca —dijo Porco.

—No seas ridículo —respondió Keaton—. Tengo visión de 360 grados, como un halcón.

—Querrás decir un búho —dijo Grizz. Era el prototipo de hombre callado y fuerte que fascinaba a las mujeres. Podías encontrártelo leyendo libros de poesía antigua, pero lo raro era que realmente le gustaba el enigma que esconden las palabras.

—Entonces soy un superbúho —contestó Keaton—. De todos modos, creo que todos podemos aprender algo de esto.

Cinco quejidos se unieron al coro que formaban los chirridos de los grillos y los cantos de las aves del bosque. Keaton creyó oír cómo se quitaba el seguro de una pistola.

—Se suponía que iba a ser una excursión divertida en medio de tu demencial plan de trabajo —dijo Mac.

—No critiques el plan —respondió Keaton—. El plan es nuestro billete para no acabar haciendo un trabajo de oficina.

Tras apartarse del servicio, muchos rangers pasaban a trabajar en los servicios de inteligencia o en seguridad de alto nivel, pero ninguno de estos tipos quería trabajar en una oficina. Todos ellos anhelaban el aire libre y la libertad de establecer sus propios horarios. Aún había mucha acción en ellos, solo que ya no deseaban viajar ni esquivar balas reales.

 

—Nos sucederán cosas inesperadas según vayamos construyendo el mejor campo de entrenamiento de Estados Unidos —dijo Keaton—. Pero siempre estaremos listos para maniobrar porque tenemos un plan.

—Ah, ¿sí? —respondió Rusty—. Maniobra esto.

Keaton esquivó la bola de pintura. Le dio en el antebrazo, pero no fue un alcance directo.

Rusty puso los ojos en blanco.

—Como un halcón —sonrió Keaton.

—Un búho —corrigió Grizz.

Keaton se encogió de hombros.

—¿Pero estás seguro de la ubicación? —dijo Grizz—. ¿El rancho Purple Heart, en Montana?

—He oído que allí suceden cosas extrañas —añadió Spinelli.

Keaton también lo había oído. Soldados que iban a curar las heridas que habían recibido en combate y que, en menos de tres meses, habían acabado en santo matrimonio y sin intención de abandonar el rancho. Como si se tratase de una secta. Pero Keaton conocía al hombre que estaba al mando y sabía que era un soldado excelente y un hombre respetable.

El matrimonio no era un camino que planeara seguir. Tenía un plan de cinco años que cumplir antes de pensar siquiera en casarse.

—No vamos a vivir en esas tierras, así que no nos afectan las creencias o la magia negra —aseguró a sus hombres—. Nuestros clientes se quedarán seis semanas, como mucho, lo que no encaja con la regla de los tres meses.

Al parecer, las tierras del rancho Purple Heart tenían un requisito para el uso del suelo según el cual, si un soldado quería vivir en ellas, debía casarse en un plazo de tres meses o salir pitando de allí. Sin duda estaba en el quinto pino, pero necesitaban tierra en el quinto pino para crear el campo y las instalaciones de vanguardia.

—Bien —dijo Grizz—. Porque ya sea por un mito o por la gestión del suelo, no tengo planes de casarme.

Todos estaban de acuerdo. Excepto Mac y Rusty. Mac había dado un anillo a una mujer, que lo había rechazado más de una vez. Rusty tenía los papeles del divorcio en su talego. Había una firma entre el montón de papeles: no era la suya.

—Cambiémonos y salgamos —dijo Keaton—. Tenemos mucho trabajo por hacer y poco tiempo para hacerlo. Vivir al borde de un rancho de rehabilitación y prepararnos para nuestros primeros clientes nos va a mantener demasiado ocupados como para tener citas.

—Oye, oye —dijo Porco, levantando las manos en señal de rendición—. Vuelve a incluir las citas en el plan. Esas granjeras necesitan una buena dosis de mí en sus vidas.

Ese comentario provocó una lluvia de balazos que pintaron a Porco. Al no ser esta vez el objetivo de la ira de los otros, Keaton aprovechó la escasa ocasión para relajarse y reírse de sus compañeros de armas y sus payasadas.

Respetaron su mandato. Con la cantidad de trabajo que tenían que hacer en los próximos tres meses, ninguno de ellos, especialmente él, tenía tiempo para citas. Las instalaciones para entrenamiento serían su cita durante los próximos cinco años, antes de que pudiera decidir buscar esposa. O ese era el plan.

CAPÍTULO DOS

La carne quemada de la vaca olía diferente cuando el animal estaba vivo y dando coces, en lugar de cortado en trozos y sobre una sartén. Brenda Vance retrocedió. Esquivó las patas traseras del toro, pero no fue lo bastante rápida como para esquivar la madera. El tablón de la valla se rompió y una astilla de madera le alcanzó un lateral de la frente.

La sangre se mezcló con el sudor y le llegó al ojo. Brenda maldijo. El balbuceo de palabrotas produjo vergüenza en los tres ayudantes más jóvenes, aunque todos deberían avergonzarse: era culpa suya que el animal no estuviera correctamente asegurado.

—¿Está bien, señorita? —surgió la voz grave y estropeada por el tabaco del cuarto y más viejo ayudante. Manuel Bautista había puesto el pie en este rancho cuando Brenda comenzaba a usar los suyos, antes de cumplir un año. Al igual que ella, conocía el lugar de arriba abajo, pero, a diferencia de ella, él no era quien estaba al cargo.

Brenda se mordió la lengua antes de poder maldecir de nuevo. Puede que su hermano fuera sacerdote, pero ella había aprendido que eso a ella no le había proporcionado ningún pase gratuito para la siguiente vida.

—No me llames señorita. —Retiró la sangre y el sudor con su raída camisa de franela, sintiendo el duro trabajo que había realizado ese día. Levantando la vista, vio que las manos de dos de sus ayudantes apenas brillaban con el sol caliente de la tarde; sus recién estrenados sombreros estaban perfectamente almidonados y sus camisas no tenían ni una sola gota de sudor en las axilas.

—Es Señorita Vance —dijo, observando la sangre de la camisa—. O jefa.

Mientras el mayor de los ayudantes del rancho volvía para calmar al nuevo toro, Brenda escuchó un insulto en español. Dos de los otros hombres se rieron por lo bajo. El rubio flaco con vaqueros ajustados comprados sin duda en Old Navy o Urban Outfitters, era al que Brenda había apodado Yankee. El segundo que se rio, al que Brenda llamaba el Universitario, llevaba una camiseta con letras griegas ajustada sobre sus bronceados bíceps. Aseguraba que su bisabuelo era uno de los legendarios Buffalo Soldiers, aunque Brenda dudaba que este chaval procediera de esa estirpe, teniendo en cuenta que golpeaba y aullaba cada vez que un insecto se acercaba a él o cualquier mancha iba a parar a una pieza de su armario.

El otro ayudante no se rio. Fingió que apartaba la mirada. No por creerse por encima de todo; era evidente que intentaba no tomar partido. Brenda sabía su nombre: era Ángel Bautista, el sobrino de su irascible viejo ayudante.

Ángel era joven, acababa de terminar el instituto. Había nacido en una época en la que a las niñas se les decía que podían ser o hacer lo que quisieran, y además tenían ejemplos y caminos a seguir. Cuando nació el tío de Ángel, el lugar de las mujeres era la cocina; o, si se atrevían a salir, el jardín.

Los otros dos ayudantes eran de fuera. Para ellos, esto suponía un semestre de prácticas. Dentro de un par de semanas regresarían a casa para continuar con sus estudios. Ángel, sin embargo, vivía aquí e iba a necesitar encontrar y conservar trabajo en un rancho. Estaba atrapado entre dos mundos con dos personas mayores que él a las que obedecer. Brenda no tendría que esperar mucho para averiguar a cuál seguiría.

Esa era su vida, su sustento, y necesitaba mano de obra capacitada para seguir adelante. Llevaba criando ganado casi tanto tiempo como montando a caballo. Se había herido dando de comer a los animales, roto un dedo del pie cuando cambiaba una herradura, y una muñeca en un arreo de ganado que guiaba ella sola. No le quedaba nada por torcerse, dislocarse e incluso fracturarse en algún momento en su labor de supervisora del rancho y, a pesar de todo, no había dejado de trabajar ni un solo día.

Los tres años siguientes a la jubilación de sus padres, Brenda lo había hecho todo por sí sola y, aun así, en ese tiempo había logrado aumentar la productividad del rancho de tal modo que había incrementado el rebaño y con ello la carga de trabajo y la necesidad de mano de obra para ayudarla.

Con estos ayudantes tan lamentables, bien podría valérselas por sí misma. Manuel se negaba a aceptar su forma de hacer las cosas, prefiriendo seguir el procedimiento tradicional. Los otros tres lo seguían, incluso siendo ella la que firmaba sus nóminas.

—Quizás deberías volver a casa —dijo Manuel— a curarte la herida. Trabajar aquí es peligroso.

Paró antes de finalizar la frase con un «para una mujer». Por lo menos hoy había aprendido algo.

Todo esto había surgido cuando ella sugirió utilizar azúcar, además del cereal, para acorralar al nuevo toro que acababa de comprar, y poder así marcarlo. El azúcar ayudaría a calmarlo, pero era una nueva forma de hacer las cosas y Manuel se había opuesto. Luego el toro se puso a dar coces.

Brenda estaba demasiado cansada para discutir. La sangre que le seguía entrando en los ojos le dificultaba supervisar lo que estaban haciendo y sabía que no lo estaban haciendo como ella quería. Pero el toro estaba marcado, lo que significaba que ella era la dueña. Esa era la tarea más importante del día, así que ya podía darlo por terminado.

Entró por la parte de atrás de la casa dando un portazo y paró en seco. Esa puerta llevaba directamente a la cocina. La cena se estaba calentando en una sartén: un filete al punto y puré de patatas con judías verdes recién salido del horno. La nevera estaba abierta y detrás de la puerta asomaba el cuerpo de alguien agachado. Se cerró la puerta y se puso en pie un hombre que llevaba delantal.

—Eres un regalo del cielo —dijo Brenda.

—Y a ti te sangra la cabeza —respondió el hombre—, pero no veo ninguna espina.

Brenda se tocó la frente. Un hilo de sangre le impregnó las puntas de los dedos. Por suerte, no le dolía.

—Si salgo ahí fuera, ¿voy a encontrar a uno de tus ayudantes muerto, Bren?

Brenda suspiró, con un regusto de decepción en el aire expulsado.

—No, Walter. No vas a tener que dar ninguna extremaunción esta noche.

El hermano de Brenda, el pastor Walter Vance, cogió unas servilletas y presionó la frente de su hermana.

—¡Ay! —se quejó ella.

Walter no le hizo caso. No era la primera vez que la limpiaba cuando se hacía daño. Sucedía de forma habitual en la casa de los Vance cuando eran niños. Quizás fuese una de las razones por las que él había escogido el camino de la iglesia.

—¿Vas a contarme qué ha pasado?

—Incompetencia. Machismo. Ayudantes perezosos. Eso ha pasado.

—Creía que Bautista era uno de los mejores —dijo Walter.

—Puede que hace veinte años. Los tiempos han cambiado.

—Por suerte —respondió Walter—. Con toda esa tecnología que has incorporado al rancho no necesitas tanta ayuda como cuando éramos pequeños.

Su padre les había dejado el rancho a ambos, pero Walter cedió su parte a Brenda y entró a formar parte de la iglesia. Ella se lo agradecía, sobre todo porque, al no ser un socio, no tenía que compartir con él cuánto le había costado toda esa tecnología, por no hablar del toro nuevo. Lo había financiado y se acercaba el primer pago. No tenía suficiente dinero líquido para estar al día con todas las facturas y los gastos generales.

—Bren, si hay algún problema —dijo su hermano— ¿me lo dirías?

No se lo diría.

—Por supuesto que sí.

Brenda sabía desde hacía mucho tiempo que mentir a un pastor no provocaba que te fulminara un rayo al instante, así que tenía tiempo.

—Mientras sigas viniendo y haciéndome la comida, todo irá bien.

—Quizás deberías casarte —dijo Walter.

Brenda dejó caer los cubiertos en el plato. Su hermano no había evolucionado en lo referente a este tema. Ella no quería casarse. Los hombres la ralentizaban. Un buen ejemplo era cómo sus ayudantes hacían que su actividad fuera más lenta.

—Tienes un rancho repleto de soldados ahí al lado —dijo Walter— y algunos de ellos quieren casarse en noventa días, para cumplir con las normas de las tierras del rancho.

Justo el motivo por el que Brenda se mantenía alejada de sus vecinos del rancho Purple Heart. Y de la línea fronteriza, que les obligaba a casarse para poder seguir en el rancho. Estaba segura de que era una solución ilegal, pero nadie lo había denunciado.

—¿No fue uno de esos soldados quien se escapó con tu prometida? —dijo ella.

Beth Cartwright, la hija del pastor, había estado prometida con Walter. Pero su amor de la infancia, desaparecido en combate por un tiempo, regresó, haciéndola caer a sus pies con una petición de mano y un anillo de compromiso.

—Reese es un buen hombre —dijo Walter. Parecía que lo decía de verdad, a pesar de lo dura que había sido la ruptura—. Todos los soldados lo son.

Walter era demasiado indulgente, pero formaba parte de su trabajo. El trabajo de Brenda consistía en ser ranchera. No tenía tiempo para ser la esposa de nadie. Estaba demasiado ocupada con el ganado, más proyectos de reparación de los que cabían en un folio a espaciado sencillo, y unos ayudantes que no valían para nada y a los que observaba dirigiéndose a sus camionetas antes del atardecer sin haber hecho su trabajo.

 

No. Estaba mejor sola. Dudaba mucho que algún día fuera a dar su mano a un hombre.

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