De Rodillas

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De Rodillas
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De rodillas

Copyright © 2018, Inés Johnson. Todos los derechos reservados

Este libro es una obra de ficción. Todos los personajes, lugares, y acontecimientos descriptos en la publicación son usados de manera ficticia, o son completamente ficticios. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida o retransmitida, de ninguna forma y por ningún medio, excepto con la autorización del autor.

Producido en los Estados Unidos de América.

Primera edición, octubre de 2018

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Epílogo

Capítulo Uno

Capítulo Uno.

El ruido de los cascos al impactar contra el suelo le recordó el sonido de la artillería. Era un sonido que Dylan Banks conocía muy bien. Había pasado los últimos cinco años en una zona de guerra. Todos los días durante ese período había podido mirar hacia arriba y ver el cielo color azul, las colinas onduladas de arena, o los campos de flores color pastel. Era una broma cruel. La guerra no se suponía que pudiera tener algo bonito.

El cielo era azul en ese lugar. Tenía extensos campos de cultivo. El sonido de los caballos trotando y galopando no era lo único que le recordaba a la guerra. Sus hombres también estaban allí. Aquellos que habían conseguido sobrevivir, de alguna manera.

Los que pudieron escapar con vida, habían perdido muchas cosas. Familia, amigos, una parte de su cuerpo, una parte de su alma. Pero ese lugar, el Rancho Bellflower, los estaba sanando.

Miró a su alrededor y vio el sello del rancho. Era una flor púrpura con pétalos redondos. La flor claramente hacía referencia a un corazón. Los veteranos que ahora vivían en el santuario habían comenzado a llamar al rancho el Rancho del Corazón Púrpura, en honor a las cicatrices y heridas que cada uno había traído a casa con ellos.

Dylan hizo que su caballo y él mismo fueran más rápido. El dulce aire de la primavera golpeaba su rostro. Él consiguió que su cuerpo hiciera mucho más de lo que los doctores le habían dicho que era capaz de hacer. Sus caderas tenían que trabajar para absorber y controlar el movimiento del caballo. Él podía sentir los fuertes músculos del caballo estimulando los suyos, dándole la fuerza que necesitaba para sanar.

No creyó que sanar fuera posible cuando se despertó en el hospital militar y se encontró que ya no era un hombre completo. Pero ahora estaba recuperando una parte de él en el Rancho del Corazón Púrpura. Todos lo hacían.

Ese lugar se había vuelto un santuario para los heridos. Un lugar donde no necesitaban esconderse de sus pesadillas, al dormir o al despertar. No había estado en buenos términos con Dios después de que le habían dado de alta. Pero cuando había puesto un pie en el rancho y subió a su primer caballo, se dio cuenta de que Dios le había dado un nuevo propósito.

Los doctores del hospital militar le habían salvado la vida, pero la equino terapia le había devuelto las ganas de vivir. La práctica de usar la equitación como terapia física fue lo que realmente le devolvió la vida a Dylan, después de haber ido a la guerra y de las heridas que había sufrido.

Amaba cabalgar. Amaba estar en ese rancho. Amaba no tener que refugiarse más bajo un hermoso cielo. Después del infierno que él y los otros hombres habían visto, el Rancho del Corazón Púrpura era lo más cercano al cielo que había estado jamás.

Con un tirón de las riendas, Dylan instó al caballo a dar un trote lento. Estaban regresando al área de entrenamiento, donde Dylan desmontó. Si antes había sentido una punzada de dolor, en ese momento sintió un fuerte dolor mientras levantaba el muslo y lo pasaba por encima del lomo del caballo. La prótesis sobresalió como un pulgar dolorido mientras lo hacía, y los músculos de sus caderas y muslos gritaron.

El entrenador, Mark, se contuvo. Sabía que era mejor no ofrecer ayudar a los orgullosos guerreros. Pero también sabía cuándo debía ignorar su orgullo y darles un cuidado especial.

Aunque Dylan se sintiera dolorido, no necesitaba cuidados especiales hoy. Bajó del caballo él solo, utilizando principalmente la fuerza de la parte superior de su cuerpo. Se quedó de pie por un momento, y luego hizo un gesto con la cabeza a Mark.

El entrenador sólo negó con la cabeza. No había querido discutir o hacer ningún comentario. Pero otro hombre lo hizo.

“Fuiste más allá de lo que deberías haber ido, soldado.”

Dylan miró al Dr. Patel. Pero a pesar de que Dylan era más alto que el hombre mayor, el Dr. Patel todavía mantenía una presencia imponente. Él sonrió, pero sus ojos se mantuvieron severos y agudos, sin perderse de nada. Su voz era de regaño, pero al mismo tiempo era paternal con el acento de su India natal.

“Puedo hacerlo”, dijo Dylan mientras se dirigía hacia el hombre. Él trató de ocultar su gesto, mientras su prótesis intentaba doblarse.

Dylan sabía que no había engañado al psicólogo que lo estaba mirando con una ceja levantada. “Sólo porque puedas hacerlo, no significa que debas hacerlo.”

El hombre mayor se acercó, pero al igual que Mark, el Dr. Patel sabía que no debía ofrecer su ayuda salvo que fuera extremadamente necesario. Dylan se aseguraba de que nunca fuera necesario. El problema no requería ayuda, sólo un ajuste.

El ajuste de su prótesis que probablemente se había aflojado. Se quedó quieto y se quitó la ropa, empujando su muñón hasta que escuchó los clics de su prótesis que volvían a colocarse en su lugar.

“La vieja bola y yo no nos estamos llevando bien”, dijo Dylan mientras se enderezaba. La prótesis de la pierna le daba una pulgada extra. Al menos eso era un beneficio.

“Tu cuerpo se está curando”, dijo el Dr. Patel. “Todos los hombres aquí están sanando sus cuerpos. Pero tú además tienes que curar tu corazón. El amor cura las heridas internas.”

Dylan ya había escuchado antes ese comentario. Él había aceptado la terapia para su mente. Después de todo lo que había pasado, había reconocido que necesitaba hablar con alguien sobre los horrores de la guerra. Pero no le gustó cuando el buen doctor se refirió a su corazón.

“Quizás deberías traer a tu familia aquí?”, sugirió el Dr. Patel.

Dylan negó con la cabeza. No quería ver a su familia. Y ellos habían sido claros cuando dijeron que, ahora que era sólo la mitad de un hombre, estaban bien sin él.

“O quizás salir del rancho para una cita?”, ofreció el Dr. Patel.

Ninguno de los veteranos que se quedaban en el racho salían a citas. Bueno, excepto por Xavier Ramos. Ramos todavía tenía todas sus extremidades y su buena apariencia. Las mujeres con las que salía no podían ver sus cicatrices a menos que se quitara la ropa.

“Sin embargo, todavía soy escéptico sobre las citas con las aplicaciones de los teléfonos y los programas de informática”, dijo el Dr. Patel. “En mi país, confiamos en nuestros mayores para encontrar a nuestros compañeros de vida.”

Dylan había visto a la Sra. Patel muchas veces. Le reconfortaba ver a la pareja junta. Ambos se cuidaban mutuamente, regalándose sonrisas secretas y preocupándose por los pequeños detalles.

Dylan siempre se había imaginado así de afortunado. Pero la mujer a la que le había dado un anillo, se lo había devuelto antes de que dejara el hospital. Sus heridas no le habían permitido ir tras ella. Su orgullo no se lo hubiera permitido. Su corazón no era una prioridad.

“No estoy buscando amor en este momento”, dijo Dylan. Pero evitó decir “de ninguna manera”.

No volvería a buscar amor. Si su propia familia no podía amarlo, si su prometida lo había dejado después de ver en lo que se había convertido, cómo podía una extraña amar al hombre que sería por el resto de su vida.

“Eso es lo que sucede con los matrimonios arreglados”, dijo el Dr. Patel. “Primero tienes a tu compañera. El amor llega con el tiempo.”

“Estás listo para empezar nuestra sesión?”, preguntó Dylan, indicando el camino a la oficina del Dr. Patel para poder cambiar de tema. “He tenido algunas pesadillas.”

A diferencia de otros veteranos del rancho, Dylan nunca tenía pesadillas. Dormía sin tener sueños y en completa oscuridad.

 

Una vez más, el Dr. Patel no se dejó engañar, pero dejó que Dylan lo guiara a su oficina. Dylan sabía que el viejo hombre tenía buenas intenciones, pero ese no era el camino que él quería seguir. Había sido lastimado lo suficiente en esta vida.

Capítulo Dos

Capítulo Dos

Maggie miró hacia abajo al animal durmiendo en la camilla de cirugía. Las luces de las lámparas iluminaban la habitación, sin proyectar sombras. El bisturí en su mano no estaba haciendo su magia habitual, y ya no tenía más trucos bajo la manga. El perro perdería ambas patas traseras.

Aunque el perro todavía estaba dormido, su labio inferior temblaba como si supiera lo que estaba por suceder. Parecía como si estuviera tratando de mantener el labio superior rígido ante el problema. Ella, más que cualquier otra persona, lo comprendía bien. La vida había golpeado al pequeño y lo había empujado para que lidiara con ello por su cuenta.

No tenía identificación. Tampoco collar. Lo habían dejado en el ingreso de la veterinaria temprano durante la mañana. Maggie había llegado para ver al animal sangrando en los escalones. La había mirado con desconfianza, demasiado cansado como para gruñir. Sus ojos simplemente se habían cerrado, resignados mientras esperaba que ella le hiciera aún más daño. Lo que ella hizo fue levantarlo y ponerse a trabajar.

El perro no podía contarle a Maggie su historia. A pesar de que ella nunca había sido lastimada físicamente, había recibido muchos golpes emocionales. Había sido abandonada por sus padres cuando estaba todavía en la escuela. Literalmente, mientras ella se encontraba en la escuela. Ellos simplemente la dejaron allí y nunca fueron a recogerla.

Había ingresado en el centro de acogida para esperarlos. Nunca regresaron.

Al principio, lo tomó como algo natural. Ella sabía que muchos animales abandonan a sus crías a una edad temprana. Pero esa idea no duró mucho, mientras continuaba viendo padres que buscaban a sus hijos en la escuela, llevándolos en sus coches a sus casas. Ella vio como los hermanos y los niños de su vecindario o los niños con el mismo interés formaban manadas y se mantenían unidos, aprovechándose de cualquiera que fuera un niño solitario.

Maggie estaba sola. Los otros niños en el centro de acogida tampoco la habían aceptado en su grupo o, habían sido adoptados y nunca regresaron. Maggie nunca había tenido un compañero; al menos no uno humano.

Ningún adulto había reclamado por ella. Había sido abandonada para que se pudriera en el sistema, sin encontrar nunca una familia que la adoptara. La habían dejado, una palabra que se usa para un cheque o para la mano de obra barata, hasta que llegó a la mayoría de edad y pudo salir de ese círculo vicioso.

Pero ese pobre perro ya no podría pararse en sus cuatro patas debido a las heridas. No volvería a correr. Nadie querría un perro discapacitado. No tenía a nadie que lo defendiera y ahora lo abandonarían de manera permanente.

Maggie dejó el bisturí y tomó la jeringa llena con un líquido azul. El pentobarbital daría un poco de clemencia a la pobre criatura. Ella lo sabía. Había visto innumerables casos que comenzaron con una herida o una enfermedad simple, y habían terminado en esa mesa, bajo esas luces, en mitad de una sala de operaciones sin nadie que viera o se preocupara por lo que sucedía.

“Maggie, apurémonos. Tengo una cita en el campo de golf a las 14.”

El Dr. Art Cooper era el propietario del lugar donde Maggie estaba llevando a cabo la cirugía. Tenía un guión para momentos como estos y la historia siempre terminaba de la misma manera.

“Sólo termina para que pueda cerrar la tienda”. Dijo las palabras sin mirarla a ella ni al animal moribundo.

Un sonido del otro lado de la puerta llamó la atención del Dr. Cooper. Pudo ver el interés en su rostro cuando vio pasar a una de las nuevas enfermeras. Por supuesto, él le sonrió. Tenía que conservar la apariencia de que era una buena persona.

Un segundo después, su rostro de interés se volvió en uno de emoción al ver ingresar a una cliente con su gato viejo, apestoso y artrítico. Ella era una muy buena cliente. Iba a todos los controles que él le sugería, compraba las marcas más caras de comida para mascotas que estaba vendiendo ese mes, y siempre estaba atenta a los nuevos seguros para mascotas. Cuando la señora y su gato se fueron, la expresión alegre se disipó de su rostro y fue reemplazada por molestia.

Maggie odiaba a ese hombre. ¿Cómo podía alguien trabajar con animales y que no le importen? Para él no significaban más que dinero. Como médica veterinaria podía darse el lujo de no ser tan insensible.

Ella realmente no tenía ningún lujo. Definitivamente ya no tenía dinero para costear a otro animal herido. Maggie miró hacia abajo, al animal dormido. Una lágrima cayó por su mejilla, y las compuertas se abrieron.

Maggie volvió a mirar al Dr. Cooper y pretendió sonreír. “Por qué no te adelantas y te vas? Yo puedo ocuparme de esto y cerrar el negocio.”

El Dr. Cooper la miró con sospecha. Luego miró al perro. “No tendremos más problemas, ¿verdad? Ya has causado problemas antes, si lo vuelves a hacer, tendrás que irte.”

Eso es algo característico de los médicos, son las personas más inteligentes. La última vez que le pidieron a Maggie que dejara ir a un perro, ella lo había sacado a escondidas por la puerta trasera de la clínica. Ahora descansaba tranquilo en su casa. Probablemente en su armario sobre su pila de zapatos.

“Este animal no tendrá ninguna calidad de vida”, dijo el Dr. Cooper. “Se necesitarían cientos de dólares por mes para mantenerlo.”

Una sola vida bien lo valía, quiso decir ella. Pero no lo hizo. En cambio, le dijo la verdad. “Comprendo. Aprendí mi lección. Necesito este trabajo para ocuparme de los animales que ya tengo.”

Ella tenía cuatro perros, todos con heridas graves y enfermedades que le costaban más que su renta. Si perdía ese empleo, no hubiera tenido el dinero para ocuparse de ellos o de pagar un techo.

Maggie cogió la aguja e hizo un movimiento con el dedo índice.

El Dr. Cooper la miraba. El momento de irse había llegado como ella esperaba. Se puso sus caras botas de cocodrilo y salió del local.

Maggie respiró aliviada y dejó la aguja. Vendó al perro. Había sido lastimado hacía mucho tiempo y el tiempo de sanar había comenzado. Ahora sólo necesitaba curar su espíritu junto con su cuerpo.

Maggie envolvió al perro en una manta, y se dirigió a la parte de atrás. Estaba saliendo para alcanzar la esquina. El Dr. Cooper levantó la vista de su reloj y la miró. Y, por supuesto, fue entonces cuando el perro decidió despertarse de sus medicamentos y ladrar.

Era un ladrido bajo y atontado que podría haberse interpretado como su propio estómago gruñendo. De nuevo había saltado el almuerzo. Pero no tenía excusa para el hilo de líquido que salía de la manta y caía sobre las caras botas del Dr. Cooper. En realidad, estaba bastante complacida con eso.

El perrito era un buen muchacho. Ella no sabía cómo habría podido cuidarlo ahora que se había quedado sin empleo, pero lo conservaría.

Capítulo tres.

Dylan regresó a los establos después de su sesión con el Dr. Patel. El buen doctor no lo había presionado sobre sus falsas pesadillas. Tampoco había seguido hablando del argumento de las citas. Había hecho algo mucho peor. Había querido hablar con Dylan sobre su promesa incumplida.

Hilary Weston era la chica de al lado. Pero eso era un piso debajo del pent-house en uno de los edificios más exclusivos de Nueva York. Viendo su vida desde arriba, viéndola como se arreglaba, era inevitable que terminara en sus brazos.

Hilary había sido la primera en todo para Dylan. Su primer crush. Su primera novia. Su primera… todo.

Ella no se había alegrado cuando le dijo que quería ser militar. Con el dinero de su familia y sus ahorros, Dylan hubiera podido sentarse en sus laureles por varias vidas. Pero sintió el llamado.

Se fue con la promesa de que estaría poco tiempo y de que luego regresaría para la boda, tan grandiosa como ella quisiera. Habían bromeado que le llevaría ese mismo tiempo planear el evento social de la década. Pero luego, Dylan volvió lleno de heridas y sin una de sus piernas, por lo que Hilary cambió de planes.

A ella no le interesaba que él hubiera podido ocuparse de ella financieramente, ella también era una heredera. A ella no le importaba que él fuera un héroe de guerra. Ella era una muchacha de la alta sociedad, que estaba permanentemente en las páginas de chismes. Las apariencias le importaban a Hilary Weston, y tener a un guerrero lastimado cubierto de heridas y sin una extremidad no era una buena apariencia.

Había cerrado la puerta detrás de ella y se había ido del hospital militar. Se había comprometido con otro hombre y se había casado con él antes de que hubieran pasado seis meses. Dylan supo que era una estrella de un programa de telerrealidad, y que ahora Hilary también lo era.

Le hubiera gustado pensar que había esquivado una bala. Pero las había esquivado en la vida real. Su rechazo dolió.

Pero esa vida se había terminado. Esa era su nueva realidad. Y se sentía bien allí.

Dylan abandonó sus amargos recuerdos y miró alrededor del rancho. Había renunciado a la vida de la alta sociedad para limpiar puestos y trabajar la tierra. Fue la mejor decisión de su vida.

El rancho era bastante modesto antes de que él invirtiera buena parte de su herencia. Sus padres se habían opuesto a ello hasta que se dieron cuenta de que su hijo herido estaría a salvo alejado de los ojos de la sociedad. Al igual que Hilary, los Banks se preocupaban por las apariencias. Un soldado condecorado por servir a su país se vería bien. Un amputado que cojeaba, no.

Por segunda vez ese día, el sonido de los camiones le recordó al fuego de la artillería. Pero Dylan no sufría de PTSD de la forma habitual. Sólo era el trauma de su familia lo que lo afectaba. Por eso, cuando vio a Sean Jeffries dando un trote, sólo pudo sonreírle.

Jeffries había vuelto de la guerra con todas sus extremidades. Pero como todos los hombres en el rancho, Jeffries había dejado una parte de él atrás, en la guerra. Jeffries bajó la cabeza a modo de saludo y se cubrió la frente morena con el sombrero de vaquero. Tonos oscuros cubrían su rostro. Las gafas de sol proyectaban al hombre oscuro sobre el corcel en una sombra total. A Jeffries no le gustaba que la gente mirara las cicatrices de su rostro.

Jeffries mantenía su postura y su cabeza en alto. La vida se veía diferente desde lo alto del caballo. No sólo la terapia ayudaba a mejorar las heridas psicológicas, también ayudaba a mejorar el balance, el control, la coordinación de la mente. Manteniendo el control de una gran bestia y el suyo propio, aumentaba su autoestima y le daba una sensación de libertad.

El rancho no sólo ofrecía equino-terapia. La jardinería ayudaba a los sentidos y a las funciones táctiles. Tareas como empujar una carretilla, rastrillar, utilizar la azada, quitar las malezas, plantar e incluso arreglar flores, todas construían o reconstruían las habilidades motoras.

Reed Cannon estaba arrodillado en el jardín. Cannon removía la tierra y plantaba flores. Los dedos de una mano trabajaban en la tierra fértil, mientras que los otros permanecían rígidos contra la tierra. La mano rígida era una prótesis. Había perdido su mano verdadera en la misma explosión que se llevó a la pierna de Dylan.

Dylan siguió caminando por el refugio, pasando junto a las campanillas de color púrpura que daban nombre al rancho. No sólo estaban los jardines de flores y vegetales en ese santuario. También había un jardín de mariposas que ofrecía paz y tranquilidad a los veteranos. Ese lugar no era sólo para sanar mental y físicamente, sino también emocionalmente. Dylan y los demás habían construido senderos para sillas de ruedas para que fuera accesible para todos.

Los veteranos de guerras anteriores también iban al rancho, para sanar las heridas de guerras pasadas que aún permanecían frescas. Algún día Dylan esperaba poder abrir el rancho a jóvenes en problemas y darles el cuidado que necesitaban para que tengan la oportunidad de un mejor futuro. Así que no, no se lamentaba de dejar atrás a la alta sociedad. Esa era la sociedad que quería crear.

Mientras Dylan se alejaba del jardín, sentía todavía el perfume de las flores. Francisco DeMonti se movió entre las ovejas. Cuidar a animales pequeños ayudaba a los hombres a aprender a relacionarse con los demás. Los animales eran los ejemplares perfectos. Muchos daban amor incondicional, especialmente si tenías comida en tu mano.

 

Fran no tenía heridas visibles. Sus heridas eran internas, pero todavía podían matarlo.

“Buena cabalgata esta mañana?”, preguntó Fran mientras se acercaba adonde estaba Dylan.

Dylan asintió.

“Recibí una llamada de un viejo compañero del centro de veteranos”, dijo Fran. “Se preguntan si podemos recibir un par de soldados más”.

“Tenemos lugar.”

Había viviendas en el rancho. Aunque la mayoría de los soldados no se quedaron después de completar su terapia o rehabilitación. Muchos tenían familias a las que regresar, o descubrieron que la vida en el rancho a largo plazo no les sentaba bien. Los cinco veteranos que hicieron del rancho su hogar no tenían ese lujo o no querían volver a él. Para ellos, ese era su hogar ahora.

“Recibiremos a todos los que necesiten ayuda”, dijo Dylan.

Y podrían hacerlo por poco o ningún costo. Las pensiones que Dylan se negó a permitir que nadie gastara, Dylan había pedido a un asistente que diera a todos los trabajadores un aumento salarial, y su fondo fiduciario asumió la mayor parte de los gastos. Nunca hubiera rechazado a nadie. A diferencia de cómo lo trataba su familia.

“Que tengan una buena noche muchachos”, dijo el Dr. Patel. El hombre se dirigió a su auto con su maletín en una mano y la Biblia en la otra. Además de ser psicólogo, también le gustaba la moda.

“Va a la Iglesia?”, preguntó Fran.

“Así es”. Le respondió el Dr. Patel, sonriendo. “Tengo espacio si quieres acompañarme.”

“En otro momento”, dijo Fran.

Dylan permaneció callado. Todavía no había sanado su relación con el que está arriba, y no estaba listo para hacerlo todavía. Pero el Dr. Patel simplemente les sonrió a ambos. Si a Dylan no le caía tan bien el hombre, era porque se sentía molesto por su constante actitud optimista, su paciencia infinita ante la adversidad, y su seguridad ante todas las cosas.

Mientras el Dr. Patel abría la puerta de su coche, otro auto lo empujó. Era un modelo caro y lujoso. Por un instante, Dylan se preguntó si era su padre. Pero sabía que su padre jamás dejaría Manhattan para ir en medio de la nada.

El hombre que salió del coche vestía un traje costoso. El conjunto estaba fuera de lugar y no estaba hecho a medida. Su padre no usaría ni muerto algo que no fuera diseñado especialmente para él. Dylan reconoció al hombre como Michael Haskell, el agente de tierras del rancho.

Haskell era sensato y fue al grano. No se entretenía con sutilezas y detalles sin importancia. Dylan había estado alquilando la tierra durante casi un año esperando que se concretara la venta. Sólo quedaban unos pocos detalles menores antes de que la escritura estuviera en manos de Dylan.

“Tenemos un problema”, dijo Haskell. “La tierra originalmente fue dejada sólo para uso familiar. La venta no podrá realizarse a menos que haya familias aquí.”

“Esta unidad de soldados son una familia”, dijo Dylan.

“Esta unidad es un grupo de hombres”, dijo Haskell. “Ninguno de ellos está casado.”

Dylan no comprendía por qué ese era un problema. Él estaba comprando un terreno no un parque de diversiones. ¿Qué importaba quien vivía en la tierra?

“Cómo lo solucionamos?”, preguntó Fran, siempre práctico. “Podemos cambiar la zonificación?”

“Llevaría meses hacerlo, y necesitarían irse mientras eso se hace”, dijo Haskell. “Supongo que ninguno de ustedes va a casarse en lo inmediato, ¿verdad?”

Capítulo Cuatro.

“Dejé que te salgas con la tuya con dos perros, cuando las reglas establecen sólo un perro pequeño. Durante los últimos dos años, has tenido cuatro perros y sólo dos de ellos son pequeños.”

Maggie acunó a uno de los perros pequeños en sus brazos mientras su casero hablaba. Soldado había perdido su pata delantera después de ser atropellado por un automóvil. Lo habían llevado a la clínica veterinaria durante el primer mes de Maggie allí. Había podido curar a Soldado, amputando su pata destrozada y enseñándole a caminar sobre tres patas. El pequeño prosperó, pero nadie vino a reclamarlo ni a darle la bienvenida a un nuevo hogar. Estaba programado para ser sacrificado, pero de alguna manera había desaparecido mágicamente antes de su cita con la muerte.

Maggie dejó a Soldado en el suelo de madera de la entrada. Sus uñas tintinearon mientras deambulaba por el piso, claramente no disfrutando de la compañía del Sr. Hurley más de lo que él disfrutaba de la de él.

Los otros tres perros a los que se refirió el Sr. Hurley mantuvieron la distancia. Por lo general, eran un grupo muy cariñoso, ansiosos por saludar a gente nueva y hacer un nuevo amigo humano cuando alguien llamaba a la puerta o estaban en público. Pero instintivamente sabían que el Sr. Hurley no era amigable.

“Y ahora traes a un quinto?”, preguntó el Sr. Hurley.

El quinto perro se encogió de miedo debajo de su mesa de café. Se había recuperado muy bien de su cirugía y al día siguiente había estado despierto y curioso. Maggie lo había equipado con una silla de ruedas para perros que ella misma había fabricado. Al perro le tomó sólo un día dominar el aparato y ahora estaba volando alrededor de su pequeño apartamento. Maggie lo había llamado Spin.

Maggie se acercó y recogió a Spin. Luego se volvió y miró a su casero con su sonrisa más encantadora. Era todo lo que podía pagar porque ya no tenía trabajo para pagar el alquiler. Esperaba que la dulce cara del pequeño Terrier irlandés convenciera al Sr. Hurley.

“Nunca te causaron problemas”, dijo mientras acariciaba el costado de la cabeza de Spin. El perro le dio una lamida de agradecimiento y luego escondió la cabeza debajo de su barbilla. “Apenas sabes que están aquí”.

Los perros no ladraban demasiado. Maggie se preguntaba si habían aprendido que levantando la voz podía provocar el ataque de un humano. Probablemente por eso, la mayor parte del tiempo permanecían callados.

No mencionó que Stevie, su Rottweiler parcialmente ciego, había rayado los gabinetes del baño. O que Azúcar, su Golden diabético, había vomitado en el dormitorio tantas veces que Maggie había perdido la cuenta.

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