La guerra de Catón

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Aus der Reihe: Emporion #2
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La guerra de Catón
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LA GUERRA DE CATÓN

F. Xavier Hernàndez Cardona


ISBN: 978-84-15930-18-1

© F. Xavier Hernàndez Cardona, 2013

© Punto de Vista Editores, 2013

http://puntodevistaeditores.com/

info@puntodevistaeditores.com

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Índice

El autor

Invierno romano

El ojo de Aníbal

El furioso tranquilo

Saludos de Escipión

La travesía

Adiós, adiós, Masalia

Contra el invasor

Rhode

Catón en Emporion

Un toro para los dioses

Planes

El unicornio, de nuevo

El ejército de Icra

Peligro en la retaguardia

La conspiración

El tesoro de Escipión

Pacto de plata y oro

Diplomacia y secuestros

Matar al cónsul

Abordaje

El segundo campamento

Comandantes íberos

Pontok

La vigilia

Los preparativos

El cebo

Una gran batalla

Un día de furia

Después de la batalla

Explotar la victoria

Destrucción de murallas

Buscando la pátera

¿Turdetania?

Mapas

El autor

F. Xavier Hernàndez Cardona es doctor, historiador y catedrático de Didáctica de las Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona. Ha escrito varios volúmenes sobre historia militar y ha participado en numerosos proyectos de museización de temática bélica. Asimismo, ha impulsado y colaborado en la investigación arqueológica de campos de batalla del siglo XVIII y de la Guerra Civil española. En Punto de Vista ha publicado la serie Emporion, a la que pertenecen La guerra de Catón y La pátera del lobo; y Guerras, soldados y máquinas.

Invierno romano

Roma. Lucio Emilio Paterno volvió a su apartamento del Aventino. Januarius, del año 557 a martius del año 558 (enero y febrero del 196 a. C.; marzo del 195 a. C. El año romano comenzaba el mes de marzo).

Lucio Valerio Flaco y Marco Porcio Catón fueron los nuevos cónsules designados para el año 558 ad urbe condita. Catón limitó sus intervenciones públicas a reprobar el lujo de las mujeres. Encerrado en las dependencias de la Curia Hostilia trabajaba continuamente a puerta cerrada. Un ir y venir de enlaces, intendentes y personajes de todo tipo: aspirantes a tribuno, centuriones veteranos, cartógrafos griegos, bibliotecarios... atravesaban a cualquier hora las puertas de su ajetreada oficina. Catón sabía que el Consulado era la oportunidad de su vida. Sólo disponía de un fugaz año para construir un proyecto estratégico para Roma. Tenía una oportunidad y no podía fallar. Sobre las mesas se acumulaban informes variados que releía o examinaba a la luz de carbonizadas lucernas. En pocos días la oficina se convirtió en una cueva ennegrecida de humo y papiro. En las paredes blancas crecieron garabatos: las fases de la batalla de Cinoscéfalos, esquemas con el movimiento de falanges y del sistema manipular, datos de abastecimientos y cálculos de consumo de grano. Un gran mapa del mundo conocido presidía la estancia. Era la copia ampliada del que había enviado Eratóstenes, el director de la Biblioteca de Alejandría. El mapa cambiaba a lo largo del día. Catón tomaba carboncillos y señalaba posiciones y opciones. Sus pensamientos eran recurrentes sobre el futuro de Roma y barajaba distintas posibilidades, pero ya había tomado una decisión: golpearía al destino en Hispania. Hacía meses que un ejército íbero tenía bloqueada la ciudad y base naval de Emporion, aliada de Roma, que era la puerta de acceso a Hispania. Había que ayudar a Emporion y levantar el asedio. Con Emporion en manos romanas la cabeza de puente para recuperar el control de Hispania, con su plata y recursos, quedaría garantizada. Hispania era, pues, el objetivo.

Lucio Emilio Paterno constaba en la lista de expertos en política hispana. Recordaba vagamente al personaje, a quien, en clave, llamaban la Sombra de Roma. La leyenda urbana le atribuía una participación decisiva en la batalla de Zama. El cónsul Furio Purpurio le envió a Hispania para valorar la rebelión y, según el informe, había jugado un buen papel en la preservación del puerto de Emporion. Decidió conocerlo, podría ser un buen asesor.

Lucio había pasado el invierno holgazaneando en Roma. Informó a la comisión permanente del Senado y recibió instrucciones: debía estar localizable por si era necesario retomar la misión. Los meses de januarius y februarius, que dieron paso al año 558, se hicieron largos. Con los idus de martius los nuevos magistrados comenzaron a ejercer con frenesí, pero costaba que la maquinaria del estado se pusiera en marcha. El compás de espera hasta que le asignaran una nueva misión se adivinaba tedioso. ¿Y si los burócratas no le enviaban a Hispania? ¿Y si lo destinaban a Macedonia, Siria o Numidia? La idea de no volver a Emporion se le hacía insoportable, e incluso se planteó seriamente abandonarlo todo y embarcar rumbo a Masalia y Emporion. Friné, su amiga emporitana, le crecía en la memoria y el recuerdo le provocaba una ansiedad difícil de conciliar. Al fin y al cabo había la posibilidad de que ella le perdonara. Las mujeres eran máquinas complejas y a menudo no operaban siguiendo la lógica. Quizás Friné, a pesar del lastre epicúreo, o precisamente a causa de este, podía recibirlo con los brazos abiertos... Pero la racionalidad y el deber, imponían. Los acontecimientos dictarían su destino y él no movería un dedo para construir un futuro alternativo.

Lucio consideraba la nueva coyuntura política con escepticismo, los puritanos habían ganado, no podía concebirlo.

─ Ahora dominan los rurales. Marco Porcio Catón, un destripaterrones de Túsculo, y su amigo Lucio Valerio Flaco, otro beato, son los nuevos cónsules dispuestos a salvar a Roma de la perversión... Qué desastre...

A Catón le había tocado solucionar la rebelión hispana, apaciguar Grecia, vigilar la nueva Cartago de Aníbal, prevenirse contra los macedonios y frenar a los sirios de Antíoco III, pero, al parecer, no tenía prisa. Su principal preocupación era mantener la Ley oppia que reprimía el lujo y vigilaba la bisutería que pudieran exhibir las mujeres. El empeño del cónsul había provocado masivas manifestaciones de chicas y matronas que habían tomado la calle. Lucio lo tenía claro:

─ No solo es un rústico, además es un misógino. Es normal, la mayoría de los paletos son misóginos... Y ahora manda en Roma. Pero, como decía Epicuro, todo tiene su lado bueno.

Los pedantes helenistas de Escipión quedaron boquiabiertos cuando el rústico, con su palabrería integrista, se ganó al electorado. Esto le producía a Lucio, que odiaba a los ricos y a los esnobs, un placer difícil de justificar. Lucio no había tratado personalmente a Catón, aunque había estado a su servicio a finales de la guerra contra Cartago. Catón había sido cuestor en Sicilia y África y el auténtico organizador de las infraestructuras de Escipión. El joven general era experto en colgarse las condecoraciones que habían ganado otros. No le resultó difícil a Lucio imaginarse a Catón cargando con el peso del trabajo que llevó a la victoria de Zama y al Báculo de Roma recogiendo los triunfos que en realidad había sudado el tusculano.

 

─ Ya se sabe. Unos golpean el árbol y otros recogen la fruta.

Por otra parte, el campesino había luchado, como legionario, en el Metauro, y eso siempre merecía un respeto. Tras la elección de Catón y Flaco, los escipiónicos pasaron al contraataque y la pugna sobre la Ley oppia se convirtió en una prueba de fuerza política. Finalmente la ley fue derogada, Catón resultó derrotado, se envainó el revés y, sólo entonces, se percibió un cierto interés por los asuntos militares pendientes de solucionar. Pero había pasado dos meses perdiendo el tiempo con la tontería del lujo femenino, sesenta días que hubieran sido muy útiles para preparar una expedición a Hispania, Grecia o Cartago. De hecho, el ejército estaba listo. Los Comicios Tributos se habían reunido, en el Campo de Marte, a principios de martius, y se habían movilizado todos los contingentes estipulados por el Senado. Pero preparar una expedición no era fácil, Catón ya no tendría tiempo suficiente para intervenir, ni en Hispania, ni en Tracia, y el partido de Escipión daba por aniquilado a su peor enemigo.

Los últimos días del invierno y los primeros de la primavera transcurrieron tranquilos. Lucio vegetaba en su apartamento del Aventino. Al volver de Hispania se había reincorporado a su nicho romano, su amada y pequeña cámara y su minúscula terraza, en la ínsula que se levantaba en el cruce de la calle de las Grullas y de las Fullonicas. La cama, el baúl, el brasero, el cajón con carbón vegetal, el armario y las estanterías componían su discreto mobiliario que se complementaba con un ánfora de vino griego y anforiscos con aceite y aceitunas. La cocina se reducía a una estantería de la cual colgaban embutidos mohosos, una mesita con un queso seco y el fogón de barro. Situado directamente bajo las tejas, Lucio disponía de un apartamento climatizado, tórrido en verano y gélido en invierno. Pero allí en su cueva aérea estaba a gusto. El armario contenía su tesoro: un desordenado montón de rollos de papiro. Lucio solía devorar literatura de todo tipo y tendía a gastar, de manera desproporcionada, en copias de clásicos y de autores del momento.

En su mercadeo por el Foro había adquirido, en los últimos días, algunas obras, y a precios módicos: una copia de Los Argonautas de Apolonio de Rodas, que regaló a su amiga Valentina, y una traducción latina de la Odisea de Lucio Livio Andrónico, que leyó con fruición. Un sentimiento morboso le empujó a comprar, también, el poema La Guerra Púnica, escrito, en versos saturios, por Cneo Nevio, un campaniano que, según decía, había luchado en las dos guerras contra Cartago. Fue un mal negocio, el texto era indigerible y estaba además repleto de errores. Una falta de respeto a sus compañeros muertos. Compensó el disgusto con la adquisición de valores seguros: las poesías de Safo y Alceo, que tanto le gustaban, y que tanto apreciaba Friné.

La oferta cultural de aquel invierno fue raquítica. Roma era todavía una capital provinciana, y más en aquellos momentos con el pueblerino de Catón. Las representaciones teatrales habían disminuido con el regreso de la tradición al poder. La cartelera había dado poco de sí, apenas una buena representación de Las Troyanas de Eurípides, en griego, interpretada por una compañía de Capua. También vio, con Valentina, un par de obras del ya achacoso Plauto, el ídolo de la chusma romana. Lucio no sabía cómo valorar las populacheras obras de Plauto pero se habían reído, a gusto, con la reposición de un Miles Gloriosus, que le recordó a Nevio. Las discusiones con Valentina sobre Plauto eran, por otra parte, recurrentes.

─ Por todos los dioses, Lucio. ¿Cómo puedes ser tan necio? ─Valentina podía llegar a ser muy dura con Lucio─. Al parecer tu sensibilidad no va más allá de la punta del fascinus. ¿Cómo lo puedes ignorar? Plauto es quien auténticamente anuncia el nuevo período que, para la humanidad, significa el auge de Roma: un tiempo en el que la dimensión humana será la hegemónica. Esto es Plauto: un desafío de humanidad, y tú ni siquiera consideras su trabajo. Eres increíble Lucio... No sé... no sé cómo puedo estar con alguien tan zafio.

Lucio, que desconfiaba del brillante papel de Plauto, tartamudeaba argumentos entre dientes para no exacerbar a Valentina.

─ Me cuesta admitir que este experto en tabernas y burdeles sea el precursor de la tormenta cultural con la que Roma debe revolucionar el mundo. Sin embargo, me gusta su simplista fuerza, es un individuo que no copia a los griegos, conoce a la gente y provoca la ira de puritanos y esnobs. Todos los políticos odian a Plauto y esto es un indicador de su valía. Pero no quiero discutir contigo Valentina. Tú, de esto y de otras cosas, sabes más que yo... y como dices, mi sensibilidad tiene limitaciones...

Valentina y Lucio eran amantes desde hacía años. Una amante peligrosa Valentina, no en vano su marido, Antonino Varrón, era el jefe de la milicia urbana, la policía de Roma. Ella era experta en arte, asesoraba a sus amigos y a los de su marido en la compra de copias griegas y en el diseño y ejecución de mosaicos. Gracias a Valentina numerosos hogares patricios, o de nuevos ricos, lucían las prestigiosas esculturas clásicas. Valentina impulsaba talleres de escultores y musivaras y se había convertido en una pieza clave de la promoción del arte en Roma. Cualquier encargo de mosaico, escultura o pintura pasaba por sus manos. Consideraba positivamente a Lucio. A diferencia de su marido, y de algún otro amigo era atento, culto y buen conversador, estaba al día de las novedades artísticas y literarias, sobre las que mantenía un sano escepticismo. Pero, además, era un buen amante. No había nada igual en su círculo de pedantes y nobles amistades. Para Valentina, el chico era un salvaje singular, de cabeza y cuerpo, con una fuerza primitiva pero, además, con criterio para discutir, opinar... y amar. La suma de sus cualidades no tenía precio. La suya era una relación especial basada en la confianza, con él incluso era posible prescindir de la faja en el pecho. Como en Los Argonautas, Lucio era su Jasón, a menudo envuelto en lejanas misiones, y ella era la Medea que esperaba su regreso. A su vez, Lucio admiraba a Valentina; leal y discreta, siempre podía contar con ella.

El ojo de Aníbal

Residencia de Aníbal Barca, sufete de Qart-Hadast (Cartago), december, año 557 (diciembre del 196 a. C.).

El ejército íbero pasaba el invierno frente a Emporion y esperaba con calma la primavera. Por el momento, no podía atacar la ciudad, pero con el buen tiempo pasarían cosas. Si había oportunidad, los jefes volverían a intentar el asalto. El problema principal era que nadie sabía qué harían los romanos, quizás vendrían a reclamar sus dominios o quizás olvidarían para siempre sus intereses en tierras hispanas. Sin embargo, la espera se hacía larga. Pero allí estaban los guerreros íberos bloqueando Emporion, la única puerta que los romanos tenían para entrar en Hispania.

Tildok, el cosetano, y su compañera Melk llegaron al campamento íbero de Emporion con tres talentos de plata que habían obtenido en la expedición a Tibissi, y que quedaron bajo la custodia de los tesoreros del ejército confederado. Decidieron instalarse en el campamento, estaba claro que en aquella historia que se avecinaba iban a tener protagonismo. Himilcón, confirmado como jefe militar de la heterogénea tropa, dedicó los meses de invierno a optimizar las fortificaciones del campamento. La empalizada de circunvalación se extendió hasta la Paleápolis y el Ticer. Emporion quedaba prácticamente cerrada. El paso del Ticer, junto a la playa y el camino hacia las Escalas de Aníbal eran la única vía que no estaba directamente cortada por la fortificación íbera.

El comercio de la ciudad acusaba los cambios, pues los emporitanos sólo controlaban las dársenas del puerto que daban directamente al núcleo urbano o a los espigones adyacentes. Los barcos que fondeaban en el gran puerto y en sus muelles centrales quedaban bajo control de los íberos, que pasaron a ser los principales beneficiarios en los intercambios. Con los íberos instalados en el cerro de Emporion, el campamento amenazaba con relevar a la Neápolis como emporio comercial. Creonte, el mercader siracusano, detalló a Himilcón cómo había ido la expedición a Tibissi. Luego aparejó su nave, La Gracia de Siracusa, y abandonó Emporion. Según dijo, tenía que ir a Sicilia a pasar el invierno, pero sus intenciones eran otras. Navegó directo a Ebusim, y de allí a Akra Leuque y Cartago Nova. Continuó por las costas de Urci, Abdera, Sexi y Malaca y tomó la derrota norteafricana, hacia Russadir. Allí adquirió un buen cargamento, a bajo precio, de púrpura y sal, y recogió algo de oro llegado de los confines del desierto. Luego rozó la costa númida hasta llegar a Útica y finalmente consiguió arribar a Cartago. Atravesó el puerto comercial y entró, directamente, en el antiguo puerto militar y allí atracó, en una de las dársenas cubiertas que en otro tiempo habían alojado galeras de guerra.

Aníbal era ahora sufete de Cartago, el magistrado supremo de la ciudad, y estaba propiciando una revolución democrática. Por fin empezaba a pasar cuentas con el partido de la oligarquía. Ellos le habían apuñalado en la campaña itálica, pero ahora podía ahogar a los oligarcas, deshacerse de los romanos y restaurar la hegemonía de Cartago en el mar Occidental.

Aníbal trasladó su residencia a la llamada Casa del Almirante, en el centro del antiguo puerto militar de Cartago, ahora en desuso. La paz con Roma obligó a hundir la flota de guerra. Fue un día triste, de humillación. Las magníficas naves cartagineses fueron despreciadas por los romanos que no quisieron apoderarse de ellas. Las concentraron cerca de la costa y allí fueron hundidas. A Cartago se le prohibió disponer de flota de guerra. El puerto militar ya no tenía ninguna función. Aníbal podía contemplar los alvéolos vacíos que habían acogido las orgullosas quinquerremes de guerra, y que ahora servían como discretas dársenas comerciales. La antigua fortaleza portuaria tenía forma circular. En el centro, en una isla comunicada por un puente, estaba la Casa del Almirante que ahora ocupaba el sufete. Era un espacio absolutamente seguro, que Aníbal podía defender con su guardia personal. Una ciudadela en el corazón de la urbe, lejos de la vista de los oligarcas, que a cualquier precio querían impedir las reformas democráticas. Desde la colina de Birsa se podía divisar la fortaleza-puerto, pero no con el suficiente detalle.

Aquella noche había hecho frío. Aníbal despidió a las dos chicas gatúlicas que le habían proporcionado una noche carnosa y confortable. ¡Cómo le gustaban aquellas chicas orondas y llenas de tatuajes! Salió a la terraza, como de costumbre, y barrió el horizonte con su único ojo. Un par de naves mercantes partían del puerto comercial. En otros tiempos, las velas de los mercantes y de las penteras de guerra se hubiesen visto a docenas, ahora Cartago era una sombra, pero las cosas volverían a cambiar. Su banquero, Antígono, entró en la estancia. Aníbal le tenía absoluta confianza y hacía días que no despachaban. Antígono constató que el espacio del líder era una selva de pergaminos y papiros, informes de todo tipo, esquemas de nuevos modelos de naves, listas de productos e incluso las últimas novedades literarias del mundo helenístico. Sobre la pared disponía de un enorme mapa del oikumene, desde Iberia hasta la India.

─ Es la mejor imagen del mundo conocido, según dicen ─sentenció Aníbal.

─ Realmente es extraordinario ─Antígono estaba sorprendido─. No he visto nunca un mapa igual.

─ Mis agentes lo han comprado a un copista de la Biblioteca de Alejandría ─precisó Aníbal─. La representación no está mal aunque tiene errores en la zona del sur de África por ejemplo.

Con la sonrisa en los labios, Aníbal pensó que esto no era extraño, durante siglos los púnicos habían hundido los barcos que se atrevían a cruzar las Columnas de Hércules. Los griegos sabían muy poco de lo que había más allá del Estrecho.

─ ¿Qué saben los griegos de las expediciones de Hannón y Himilcón? ─precisó Aníbal─. ¿O de la circunvalación de África realizada en tiempos del faraón Necao? ¿O de las islas Afortunadas? ¿O del golfo de Guinea y sus gorilas? ¿O de la navegación de altura de Finisterre a Britania? ¿O del lejano continente de poniente? Sólo el bueno de Piteas forzó nuestro monopolio del conocimiento del mar Exterior...

 

─ Ciertamente, por eso me extraña que esté tan bien ─comentó Antígono, observando con mucho cuidado.

─ Dicen que lo ha diseñado Eratóstenes ─continuó Aníbal─. Es un sabio de la biblioteca alejandrina que dice que el mundo es una esfera de 20.000 estadios de circunferencia, y de la que sólo conocemos una mínima parte.

Aníbal había ordenado la confección de varias copias del mapa, y encima del que tenía en la pared proyectaba sus más íntimas fantasías: flechas procedentes de Hispania, Macedonia, Siria y Cartago convergían en diferenciadas etapas hacia Roma. Poco podía sospechar que en Roma había alguien que especulaba sobre el futuro de la oikumene sobre un mapa similar, pero con las flechas al revés.

Después del desayuno, Aníbal pasó a formalizar la primera reunión con su banquero, los responsables de finanzas y el asesor de seguridad. Juntos esperaron la llegada del Gran Ojo.

Tras ser anunciado por una sirvienta, el Gran Ojo entró en la cámara de Aníbal que, con un abrazo entusiasta y un par de puñetazos al estómago, le dio la bienvenida. Otra cosa era Pericles, el mono que acompañaba al personaje. Aníbal odiaba los monos. Pericles lo intuyó y bajó rápido del hombro de su protector, pero no pudo esquivar la patada que le propinó Aníbal y que lo estampó contra la pared. Aún así se recuperó y, renqueante y atemorizado, se escondió bajo uno de los cojines de la sala.

─ ¡Salud Creonte! Los romanos no pudieron acabar conmigo, sólo pudieron quitarme un ojo, y tú Creonte eres mi otro ojo, el que mira por mí el mar Occidental. Cuéntanos, amigo. ¿Cuáles son las novedades? Y diagnostica que pasará en Hispania. Estoy impaciente por saber cuanto ocurre.

Creonte tomó sus notas y procedió a exponer un largo informe de lo sucedido en el último año. Detalló las actividades de sabotaje de la organización secreta de la Mano Negra de Tanit, explicó los detalles de los combates en Emporion y cómo los íberos casi conquistaron la ciudad. Relató la importancia de la recuperación de la plata ilergete y el inconveniente de no haber podido encontrar la pátera sagrada. La pátera del Templo del Lobo de Ilerda era venerada por todo el pueblo, y desde que había sido sustraída los ilergetes habían perdido el coraje.

Aníbal se mordió el labio e hizo sus propias cábalas.

─ Indíbil y Mandonio, los comedores de caracoles, eran dos tipos singulares, lucharon contra mí y contra los romanos. No entendían que pactar con Escipión era lo mismo que pactar con Roma. Al final fueron humillados por el Báculo. Los ilergetes odian a Escipión y por tanto deberían luchar contra los romanos... pero son impredecibles. Piensa un poco... lo que sea, plata, mujeres, sobornos..., lo que sea con tal de se unan a la rebelión. Una Ilergecia en guerra supondría un duro revés para Roma.

Aníbal continuó dando instrucciones claras y precisas, y las ejemplificaba sobre los mapas. Era evidente que su pensamiento estratégico era relevante más allá de su habilidad como táctico.

─ Amigos esto es una partida de senet... y nos lo jugamos todo, cada movimiento debe ser meditado. Huelga decir que los cartagineses somos estrictamente neutrales. Nosotros somos amigos de Roma, y pagamos con lealtad las indemnizaciones pactadas en el acuerdo de paz. Yo mismo reconozco a Escipión como el gran constructor de la concordia. Nuestra guerra es clandestina, y debe limitarse a avivar los incendios que se declaren en la finca romana. Pagad agentes para que extiendan el pensamiento anti-romano en la costa hispana. Procurad que los púnicos de Hispania no se comprometan en el motín, los necesitamos para reordenar el futuro. Por otra parte, debemos tener claro que Roma acabará aplastando la revuelta íbera. Nuestros amigos de Hispania no podrán organizar ejércitos que derroten a las legiones. Pero a nosotros, lo que nos interesa no es tanto el resultado final como la duración del conflicto. Debemos poner a Roma sobre un lodazal del que no pueda salir. Quiero a las legiones metidas en las abruptas montañas hispanas conquistando, uno a uno, los inaccesibles poblados íberos y celtíberos. Una campaña larga que desgaste a Roma. Y, mientras, hay que acercar a macedonios y griegos a la rebelión, y empujar a Siria a la guerra, y los celtas de la Cisalpina han de amenazar a los colonos latinos del norte. El ejército de ciudadanos romanos debe terminar descompuesto acudiendo de una punta a otra del mar Interior. Estos ciudadanos reclutados por un año se arruinarán con la prolongación del servicio militar durante cuatro o cinco temporadas. Todo lo que perjudique a Roma nos beneficia.

Los concurrentes no replicaron, todos tenían clara la estrategia: entorpecer a Roma era vencer. A continuación, pasaron revista a la política macedónica, pero la cosa era difícil. Tampoco estaba claro que los pusilánimes griegos fueran capaces de levantar cabeza. Los movimientos de Antíoco III en Tracia eran esperanzadores, pero aún no suponían una amenaza contra Roma. Creonte siguió atentamente el discurso del estratega, pidió instrucciones concretas en el conflicto emporitano y Aníbal estableció entonces las directrices.

─ Que nadie se engañe. Esta primavera los romanos enviarán a Emporion un ejército consular, eso es lo que haría yo, y eso es lo que harán ellos. En ningún caso debe presentarse batalla en campo abierto. El ejército íbero sería inmediatamente derrotado. Himilcón ha de hacerse fuerte en el campamento y propiciar que los romanos se dejen los dientes en la conquista. Y si ésta se hace inevitable se debe retirar y retrasar la marcha romana, a partir de la defensa de los poblados del territorio, y disputando casa por casa. Un estancamiento de la guerra en la Tierra Libre debilitará a los romanos de la Beturia y de la costa Malacitana, con los consiguientes problemas de obtención de plata. De nada les servirá controlar las minas de Cástulo.

─ Y mientras… ¿Qué debe hacer tu ojo occidental, estratega? ─inquirió Creonte.

─ Mi buen siracusano debe hacer lo que sabe. Tomas La Gracia de Siracusa y vas a Etruria, no es necesario que llegues a Ostia, sería demasiado arriesgado. Muévete entre Liburna y Masalia. Los ecos de cualquier movimiento romano llegarán a estos puertos. Avisa si los romanos embarcan legiones, utiliza nuestros comerciantes y marinos. Intenta retrasar al máximo la marcha del enemigo, sabotea a los suministradores, destruye los almacenes, mata a los oficiales, envenena a los soldados. Carga plata suficiente para sobornar lo que haga falta. Y si no tienes suficiente pide a los cambistas griegos de la Liguria, todos te aceptaran pagarés a nombre del banco de Antígono. Llévate matones, envenenadoras y aventureros. Intenta frenar a este ejército, y recuerda: cada día de retraso romano es un día de victoria. Confío en ti y en La Mano Negra de Tanit...

La Gracia de Siracusa fue acondicionada discretamente en el arsenal. Cargó exquisitos productos excelentes para el comercio, mucha plata, una singular tripulación complementaria y zarpó, prácticamente de incógnito, una madrugada del noveno mes. Tocó puertos en la Sicilia occidental, Cerdeña y Córcega, pasó a Elvia y siguió la costa de Etruria hasta Liburna, donde recaló esperando a que la primavera suministrara noticias. El Ojo de Aníbal estaba en el lugar oportuno al acecho de los movimientos romanos.