La guerra de Catón

Text
Aus der Reihe: Emporion #2
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

La travesía

Costas ligures y masaliotas. Puerto de Luni (puerto de Luna, cerca del antiguo Portus Veneris, la actual La Spezia, al norte de la Toscana). Nonas mayas, año 558 y días sucesivos (del 5 al 11 de mayo del 195 a. C.).

El día III antes de las nonas mayas, justo cuando el Sol se ponía sobre el mar, el quinquerreme de Catón llegó al puerto de Luna, una entrada natural en la costa que ofrecía una excelente protección a los navegantes. A Lucio el espectáculo le pareció impresionante. Veinte grandes naves estaban ancladas en el centro del puerto. Eran las que había asignado el Senado para la campaña, y las que acompañarían al ejército consular mientras ésta durara. En las riberas acampaban las dos legiones asignadas a Catón, el nervio del ejército romano. Cientos de hogueras, sumadas a los destellos basculantes de los faroles de los barcos, generaban una atmósfera irreal que se complementaba con el rumor que emergía de miles de voces en alegres conversaciones. El sonido de las tubas y los gritos indicaban que todavía iban llegando centurias atrasadas...

Catón se preparó para desembarcar. Aparentemente estaba tranquilo pero en realidad una fuerte emoción se materializaba en su pecho y garganta, sus pensamientos volaban independientes de sus movimientos físicos. Iba observando todo al tiempo que conversaba consigo mismo...

─ Bueno, Marco Porcio, por fin llega tu oportunidad. Ahora debes materializar tu proyecto, no puedes fallar, hay que actuar con generosidad y decisión. ¡Qué bonito espectáculo! Es el momento de empezar a forjar esta masa y convertirla en una máquina imparable.

El cónsul bajó del quinquerreme con los lictores en formación y respetando el protocolo. Acompañado por Lucio, Aulo Varrón, comandante de la flota, y por el secretario Anaxágoras, se dirigió a la gran tienda pretoria que presidía el campamento. En el exterior había formado un grupo de legionarios seleccionados, la guardia consular de honores. En el interior esperaban mandos y oficiales de las dos legiones y de las alas aliadas. Los cuatro tribunos de confianza de Catón: Lelio Tulio, Máximo Constante, Marco Camilo y Mario Emilio, sonrieron al cónsul y lo saludaron llevando el puño cerrado al pecho. Lelio y Constante debían actuar, además, con categoría de legados al frente de cada una de las legiones, mientras que Camilo y Mario, habrían de hacerse cargo, como prefectos, de las dos alas de aliados. Estaban allí también los dos cuestores. Hasta el momento habían realizado, desde martius, un trabajo duro. Después del Tubilustrium, la ceremonia de purificación de las trompetas, habían puesto en marcha las legiones y las tropas aliadas, y a lo largo del mes de aprilis las habían trasladado hasta los puertos de Luna y Portus Veneris. Detrás de los legados se alineaban los ocho tribunos militares de las dos legiones. Lucio frunció el ceño viendo que la mayoría eran hijos de buenas familias, y algunos de ellos tenían rango senatorial. Su especial odio contra los ricos y los poderosos era un instinto inherente a la condición humilde de su familia. De entre aquellos cretinos destacaba el que se anunció como Antonino Quietus, el tribuno militium, elegido por los Comicios Tributos. Lucio lo clasificó de entrada: un escipioncillo, de los de la vexilia roja. El aire pedante y prepotente era una carta de presentación inequívoca. El grupo se complementaba con el tribuno militium rufuli, los coordinadores médicos y los jefes de ingenieros. Catón con voz baja y pausada se dirigió a todos ellos.

─ Amigos, tenemos una tarea difícil. La cumpliremos con firmeza, iremos a Hispania y decidiremos el futuro de Roma... y del mundo ─la solemnidad de la declaración provocó un silencio emotivo, Catón que con la afirmación había provocado una atmósfera de tensión continuó hablando muy despacio─. Haremos el trabajo y volveremos a nuestros hogares. No moriremos. Mañana, pridie nonas de maius, comienza nuestra epopeya. Mañana partiremos con las dos legiones directos a Emporiae, en las veinte naves del Senado y en las veinte aliadas. Pasado mañana, nonas de maius, zarparán los aliados y la impedimenta, en embarcaciones menores. Algunas naves con víveres ya han salido por la derrota de Corsica hacia Masalia. Las tropas destinadas a los pretores de la Ulterior y la Citerior saldrán mañana desde Ostia, seguirán nuestra estela, pero no pararán en Emporion, continuarán hacia Cartago Nova. Es imprescindible que sometamos el norte oriental de Hispania para asegurar estas tropas, en caso contrario quedarán aisladas, como aislada quedará Roma si no controlamos los recursos de Hispania. Nada más, estoy absolutamente convencido de que cada uno cumplirá con su deber.

El silencio se mantuvo en la tienda, los presentes dudaron hasta que finalmente alguien se atrevió a lanzar vítores en honor del cónsul que fueron ruidosamente seguidos en un emocionado clima de entusiasmo. Catón respondió con un: ¡Fuerza y honor! que fue replicado y contestado por todo el mundo: ¡Fuerza y honor!

El cónsul manifestó su deseo de recorrer el campamento y saludar personalmente a los 60 centuriones y, de manera muy especial, a los primus pilus de cada legión. Catón rechazó el paludamentum que le ofrecía el legado Constante, y comenzó el periplo por el campamento seguido por los altos oficiales. Con pocas palabras fue saludando a los legionarios de los corros y hogueras más cercanas. Los hombres, sorprendidos, quedaban cohibidos e impresionados por la presencia del cónsul, que llegó a responder las invitaciones tomando algún trago de posca. Al sucedáneo de plaza de armas llegaron apresurados los centuriones. Catón había pedido la lista y los fue llamando por su nombre a fin de saludarlos personalmente. Era obvio que buscaba complicidad. Catón, que había servido como legionario en el Metauro, sabía perfectamente que los centuriones eran el nervio del ejército. El auténtico motor de la legión, el patrimonio, más preciado. Los primus pilus, sin embargo, no se dejaron impresionar por el gesto de Catón, pero lo agradecieron, entendieron que el cónsul quería mandar de abajo a arriba, justo como ellos. Catón sabía asimismo que los primus pilus eran el cerebro de la legión, los auténticos comandantes de campo. Quería saber quiénes eran y la primera impresión fue buena: gente dura y leal.

El amanecer de las pridie nonas presentó un día gris con lluvia fina, los legionarios, echando maldiciones, desmontaron las tiendas para empezar a embarcar. Los centuriones no paraban de gritar. Los sacerdotes, popes y augures ofrecían sacrificios en improvisadas aras. Cada una de las grandes naves alojó un manípulo. Cada contubernio cargó con su tienda y con un mínimo de alimentos, y cada legionario con su equipo personal. La caballería, los asnos y demás bagajes, así como las cargas de grano y vino, se embarcaron en un segundo convoy formado por naves menores.

Los barcos, cargados hasta las amuras, salieron del puerto remolcados por chalupas y por la acción de los remos. La brisa de levante facilitó la orientación de las velas para navegar hacia el norte. El quinquerreme de Catón encabezaba la marcha. Al atardecer llegaron a Genua. Las naves anclaron, pero no se permitió bajar a tierra. Al día siguiente, nonas de maius, continuó el viaje. Ahora lucía un Sol espléndido. Los legionarios, por estricto orden desplegaron las tiendas sobre las cubiertas para que se secaran. El viento dominante giraba a norte pero los Alpes Marítimos y las montañas costeras protegían el convoy. Al menor indicio de temporal las naves pondrían rumbo a tierra, hacia el puerto o playa más cercanos, en ningún caso se correría el riesgo de perder tropas en un naufragio.

Por la noche fondearon frente a Portus Mauricio y continuaron al día siguiente, hasta alcanzar Nikala, la tarde del día VIII antes de los idus de maius. Se permitió a las tropas bajar a la playa para hacer un poco de ejercicio físico, y se tomaron las provisiones preparadas por los servicios logísticos. Zarparon de madrugada el día VII antes de los idus de maius, pero la falta de viento ralentizó la navegación, tardaron dos jornadas hasta llegar al cabo de Olbia.

Al día siguiente, V antes de los idus de maius, continuaron hasta alcanzar Masalia. Por la noche, las cuarenta naves flanquearon la bocana del puerto y desfilaron delante de la fachada marítima de la ciudad. Cientos de ciudadanos bajaron hasta el puerto para ver el espectáculo. La flota pasó frente al arsenal y ganó el extremo interior, el Cuerno del Puerto.

Se permitió que la tropa desembarcara y acampara extramuros, frente a la puerta que daba al Cuerno. Agrimensores y agentes romanos se habían adelantado y habían estudiado el terreno de acampada. En poco tiempo se marcaron calles, improvisaron letrinas y repartieron víveres. Los legionarios bajaron desarmados, y una potente guardia mixta de masaliotas y romanos impidió que entraran en la ciudad. Catón desembarcó con sus legados, y se encaminó al ágora para rendir honores a los magistrados de la ciudad. Pidió permiso para que sus hombres pudieran permanecer dos noches en tierra firme y renovó los compromisos de alianza entre Masalia y Roma. Acordaron bloquear el puerto hasta dos días después de la partida del convoy, de esta manera nadie podría delatar el tránsito de la flota. Pero Catón sabía que era una medida inútil, había barcos anclados fuera del recinto portuario, en las Bocas del Rodanus, por otra parte seguro que alguien habría detectado su salida de Luna y habría partido a toda prisa para dar la alarma. Con todo, el aviso sería muy ajustado, los íberos tardarían aún semanas en movilizarse.

Adiós, adiós, Masalia

Masalia y costa sordona. La flota de Catón se acerca a Hispania. Del día V antes de los idus de maius al día XVII antes de las kalendas de junius (del 11 al 16 de mayo del 195 a. C.).

Lucio pudo pasear por las calles de Masalia, cenó nuevamente, y por capricho, en el Tridente de Poseidón. Allí había comenzado su última misión, la que le había llevado a los brazos de Friné. La voluminosa matrona propietaria del hostal lo reconoció al instante y se deshizo en abrazos y besos.

 

─ Mi pequeño romano, veo que ya estás aquí de nuevo. Haces bien, nada como Masalia, la mejor ciudad del mundo... y pienso alimentarte de manera muy especial.

─ Muchas gracias señora. Por cierto, aquel tipo que me recomendó para hacer la travesía hacia Emporion..., un tal Tirval, resultó ser un criminal. Mató a mis criados e intentó acabar conmigo. Debe tener cuidado con sus amigos, pueden ser peligrosos.

─ ¡Cómo lo siento, romano!, mi intención fue buena y hace tiempo que no veo a ese Tirval... Ahora disfruta de la hospitalidad de mi establecimiento.

Lucio tomó vino caliente con especias, jugó varias partidas de dados contra un capitán de Chipre, un comerciante celta reciclado y un tratante de ganado ligur. En las apuestas perdió 52 ases... demasiadas monedas. Aquella ciudad de tahúres y busconas era peligrosa. Demasiado vicio y demasiados placeres...

Al día siguiente se dirigió a la zona portuaria de intramuros. El ambiente de Masalia le encantaba. Era una ciudad viva. Docenas de barcos se apiñaban contra la dársena que daba a las escalinatas que conducían al casco urbano. Cargaban y descargaban de forma febril. Las calles adyacentes al puerto, reconvertidas en mercados, más parecían las de una ciudad púnica que las de una helenística. Los aromas de perfumes y comida se mezclaban con los olores más malolientes de orines y restos fecales. Esclavos y mozos de cuerda transportaban ánforas. Colgaban el recipiente de una percha con un portante en cada extremo y circulaban a toda velocidad haciendo sonar una campanilla que les ayudaba a abrirse paso. Otros trabajadores y esclavos llevaban los más diversos fardos a la espalda. Algunos se protegían de la lluvia con sagum, otros con lonas rematadas con caperuzas. Los callejones, talleres y almacenes eran un hervidero de actividad. Lucio deambulaba sin saber qué buscar. Intuía que había una importante red de ojos al servicio de los íberos y, en definitiva, de Aníbal. Pero tenía que haber algún cerebro que organizara el conjunto y que dominara las redes de transmisión. Recordó que en el barrio del astillero estaba La Luna Creciente, un local frecuentado por marineros púnicos. Decidió dar un vistazo.

La puerta estaba vigilada. Lucio se dispuso a entrar pero el portero lo detuvo y lo interpeló.

─ ¡Que Tanit sea contigo, larga vida a Cartago!

Lucio miró a los ojos del individuo, que parecía esperar una respuesta que él no sabía. Bajando la mirada trató de pensar, fue entonces cuando vio que el portero llevaba una cadena de plata de la que colgaba una mano de Tanit. Seguro que era la señal de la secta de Tanit. El guarda, tranquilo, repitió la pregunta.

─ ¡Que Tanit sea contigo, larga vida a Cartago!

─ ¡Larga vida, larga vida! ─intentó responder Lucio hablando un perfecto fenicio con acento africano─. Soy amigo de Tirval el ebusitano... he quedado con él, tenemos pendiente un negocio de perfumes...

─ ¿Tirval? Hace tiempo que no lo veo... ¿Cuál es tu nombre y a qué tripulación perteneces?

─ Soy Lukhatal de Melito, mi barco está fuera del puerto, los romanos han cerrado los accesos... y he tenido que venir a pie.

─ Está bien, puedes tomar un vino y esperar dentro...

En el local había bastante gente y las chicas eran muy bonitas, con unos ojos repintados al estilo egipcio. El ambiente, mal iluminado, estaba muy cargado por el humo de pebeteros y lucernarios. Los comerciantes murmuraban... la presencia de los romanos era el único tema de conversación... Algunos de los presentes llevaban la cadena de plata y la consiguiente mano de Tanit, y entraban o salían raudos del establecimiento. Lucio se sentó con una jarra de vino, y en máximo estado de alerta, aquel lugar era sin duda el centro del espionaje púnico y sede de la Mano Negra de Tanit, el brazo armado de los comerciantes cartagineses, es decir, de Aníbal. De repente, un objeto en movimiento cayó sobre la mesa sobresaltando a Lucio. Era un mono que, de manera violenta, comenzó a gritar y a tirarle la túnica, era como si lo hubiese reconocido.

─ ¡Por Cástor y Pólux! Es el macaco de Creonte... con el maldito gorro frigio.

No podía dar crédito a lo que veía, era la mascota de uno de sus amigos emporitanos. ¿Y qué hacía su amigo en aquel nido de espías? Lucio apartó el bicho de un empujón y se levantó rápido, tenía que marchar antes de que llegara el dueño. En el pasillo que daba al patio intuyó una figura de grandes dimensiones: era Creonte sin duda... El mono se aferró a la espalda de Lucio pero éste avanzó decidido hasta la entrada. El portero intentó detenerlo pero Lucio, sin parar, le propinó un puñetazo en el estómago y lo derribó. El mono se replegó de un salto y volvió a entrar en el local. Lucio se perdió rápidamente por las callejuelas de los alrededores... había recibido un buen susto. Apenas repuesto intentó reordenar sus ideas.

─ ¿Puede ser Creonte uno de los agentes de Aníbal? ¿Por qué no? Está establecido en Masalia pero siempre ha trabajado en la costa íbera. Y él es siracusano, y Siracusa fue una ciudad aliada de Aníbal durante la guerra. ¿Quién mejor que él para ir arriba y abajo y tener información de primera mano?

Lucio dudó sobre lo que tenía que hacer. Podía hacerlo detener y neutralizarlo. Podía intentar darle información falsa… pero eso, en aquellos momentos, no tenía ningún sentido, la expedición romana era una evidencia. Consideró que lo más inteligente era no hacer nada, ni siquiera dejarse ver. Pero sí que debía prevenir las posibles acciones de Creonte, el Polifemo.

─ ¿Y qué hará ahora Creonte? Probablemente constatará personalmente los efectivos romanos, y su calidad. Transmitirá la información por una vía rápida, es decir por barco, y después tratará de efectuar algún sabotaje para retrasar o dificultar la partida del ejército consular.

Durante todo el día IV antes de los idus de maius Lucio estuvo al acecho. Inspeccionando el campamento, habló con los centuriones y paseó por el puerto. Al día siguiente, el III antes de los idus de maius, justo antes del embarque, Catón reunió a los mandos y dio noticias de las incidencias del día y la noche anteriores. La gente del Polifemo había hecho su trabajo.

─ De acuerdo, de acuerdo, estos eran los días nefastos, los lémures, todo esto alguien lo puede tener en cuenta, pero nosotros estamos por encima de esas tonterías. ¿Quién nos ha golpeado? Seguro que no han sido los lémures. Tres centuriones, tres... han sido asesinados, los tres degollados como lechones. Al parecer, estaban con mujeres. Yo había dado órdenes estrictas al respecto y no se han cumplido. Por otro lado, han intentado incendiar algunas naves. A medianoche una barca ha ido lanzando por encima de las bordas teas resinosas. Nuestros marineros de guardia han impedido que cuatro naves ardieran. Uno de los manípulos de nuestra primera legión tomó vino, o lo que sea, en mal estado, hoy se está retorciendo con el estómago destrozado. Finalmente, parece que los astrólogos se han puesto de acuerdo. Los legionarios que ayer consultaron el zodiaco están aterrados. A todos les vaticinaron el más terrible fin para nuestro ejército, y, finalmente, no parece que nuestros aliados masaliotas nos hayan recibido con mucho entusiasmo. ¿Alguna idea?

Los mandos callaron y bajaron los ojos. Lucio entendió perfectamente lo que pasaba y advirtió a Catón.

─ Los masaliotas, como medio mundo, serían más felices si Roma no existiera. Somos como un pariente incómodo. El resto de lo acontecido es guerra sucia, los agentes de Aníbal nos atacan con todos los medios… Físicos, eliminando a nuestros oficiales; o psíquicos, sembrando la desmoralización. Pero no podemos detenerlos, Masalia es una ciudad libre y estamos en paz con Cartago. Lo mejor es que nos vayamos, lo antes posible...

La flota zarpó a media mañana. Por la noche ancló frente a la bella ciudad de Ágatha, y al día siguiente empezaron a flanquear el territorio sordón. Las columnas de humo que se observaban tierra adentro indicaban que la noticia de la llegada del ejército invasor corría a toda prisa. Puerto Veneris fue la siguiente etapa, cerca ya de la imponente muralla natural de Pirene. Al día siguiente, el XVII antes de las kalendas de junius, la flota encaró la etapa final flanqueando el templo de la Venus Pirenaica. En el extremo de la cumbre una hoguera enviaba algún mensaje.

Desde el puente de la nave capitana, Catón y Lucio contemplaron, con el corazón encogido, los gigantescos peñascos de Pirene hundiéndose en el mar. El miedo y la inquietud ante las fuerzas de la naturaleza impactaban también entre los legionarios. El paisaje era impresionante, roca viva por todas partes con formas caprichosas y siniestras que evocaban, sin duda, el paisaje del Hades. Bajo las claras aguas se podían imaginar los cientos de barcos que se habían estrellado contra las rocas. Los lémures y espíritus de los marineros ahogados desde la noche de los tiempos aún vagaban entre las espumosas aguas. Finalmente, hacia la décima hora, apareció ante ellos la bahía de Rhode, una fina línea de arena enmarcada por un diáfano cielo azul. En el extremo prácticamente se podía intuir Emporion. La flota viró a la derecha buscando, en el fondo de la bahía, la antigua ciudad de Rhode. Los gritos de júbilo de los expedicionarios estallaron en todos los barcos. El infernal paisaje quedaba superado, habían atravesado los límites entre la Galia e Hispania.

Rhode, con sus arenas blancas, se abría acogedora, protegida del viento boreal por la muralla pirenaica. Las casetas del lugar parecían abandonadas. Desde el mar, Rhode era una aldea fantasma.

Una liburna emporitana que patrullaba a la espera de la flota romana les dio la bienvenida. Los griegos se acercaron al quinquerreme de Catón para presentar al cónsul los respetos de la ciudad. Lucio ordenó al centurión de la guardia que desembarcara y efectuara un primer reconocimiento. Un par de botes dejaron dos docenas de legionarios en la playa desierta. El centurión y la tropa avanzaron con mucha prudencia. No se veía nada extraño, con toda probabilidad la gente se había escondido a la espera de acontecimientos.

De pronto, aparecieron docenas de jinetes íberos. Desde los barcos, miles de expedicionarios contemplaron con horror, impotencia e incredulidad lo que estaba pasando. Los íberos llegaron aullando como lobos. Sus armaduras eran de cuero ennegrecido y al frente destacaba un estandarte con negras colas de caballo. Varios perros de combate, que más parecían lobos, acompañaban a los guerreros. Catón, al escuchar el griterío abandonó por un momento a los emporitanos justo a tiempo para ver cómo la cabeza de uno de sus centuriones saltaba por los aires. El cónsul quedó lívido, la bienvenida era, sin duda, durísima. Los legionarios desembarcados fueron descuartizados en un momento. Un extraño silencio se apoderó del cuerpo expedicionario. Los romanos procedieron a efectuar un nuevo desembarco, pero los agresores habían desaparecido. Un par de manípulos de la primera legión procedieron a ocupar la ciudad y su ciudadela, luego desembarcaron las tropas para descansar. Al día siguiente las legiones embarcarían para alcanzar la etapa final. Sin embargo, Catón ordenó a sus legados asesores y a su guardia que embarcaran en el quinquerreme para partir, inmediatamente, hacia Emporion.

Sie haben die kostenlose Leseprobe beendet. Möchten Sie mehr lesen?