Leyendas de Penvram

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Leyendas de Penvram
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Letrame Editorial.

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© C. M. Santos

Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 978-84-18468-78-0

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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Al abuelo

Un joven rebelde

La habitación se encontraba levemente iluminada por un candelabro encima de la cómoda, tallada en madera de calidad. El aposento tendría unos diez pasos de largo por unos seis de ancho, con varias pieles de oso a modo de alfombra cubriendo la superficie que se encontraba a los pies de la cama, en la que Ricardo Planell y Estela Colina Blanca yacían en aquel instante. Ella alcanzó el clímax arqueando su espalda, mientras él hundía su boca en el suave cuello de la joven. Tras unas embestidas más, Ricardo terminó y se dejó caer a un lado de la cama, exhausto. Se pasó la mano por la frente, limpiando el sudor que en ella brillaba y expiró exageradamente, provocando una risita de su amante, que pasó su brazo por el abdomen del joven, abrazándolo.

Ricardo tenía un rostro de facciones finas, con una mandíbula marcada y una incipiente barba, típica de su edad. Un vello suave se formaba en torno a su ombligo y, en una delgada tira, iba desde su trabajado abdomen hasta el pubis, con un vello más poblado. De piernas fuertes, recubiertas por ese mismo vello oscuro, se tapó con la sábana blanca de la cama para después envolverse a sí mismo y a Estela, quedando ambos cara a cara, abrazados.

Los ojos castaños y profundos de Ricardo se clavaron en los esmeralda de Estela, cuyo rostro era más fino y hermoso que el del joven. También eran opuestos en el cabello, teniéndolo ella rubio melado. La nariz de Ricardo se curvaba en la mitad, tomando una forma casi aguileña, siendo fina y redondeada la de ella. Sus labios se encontraron y se mantuvieron juntos unos instantes, para después volver a separarse.

—Ricardo Planell... ¿qué estamos haciendo? —comentó Estela, con expresión soñadora.

—Yo acabo de hacerte el amor y ahora... —Hizo una pausa en la cual contempló todo su cuerpo bajo las sábanas, demorando su vista en sus esbeltas piernas y sus pechos lánguidos—. Me dedico a admirar tu singular belleza.

Ella sonrió complacida por el simple halago y volvió a besarlo.

—Debería irme, seguro que mi tío me echará ya de menos. Es como un perro guardián que me ha mordido el culo y no lo quiere soltar —comentó jocoso Ricardo, provocando de nuevo una risita en Estela, que se tornó en desánimo al momento.

—Qué pena... en dos días dejo Valle Boscoso y vuelvo con mi padre a Colina Pelada —dijo en tono desinteresado, a la vez que pasaba su mano por el pecho duro del joven, que se había colocado boca arriba.

Él giró su cabeza para mirarla y en un movimiento se colocó encima de ella.

—No sufras, mi señora. —La miró de nuevo fijamente—. Te visitaré mañana y también pasado, y volveré a hacerte mía.

Al terminar sus palabras, hundió sus manos en los rubios cabellos de la joven y la besó apasionadamente, tras lo cual se apartó a un lado y salió de la cama. Cogió unos calzones blancos y una camisa de lino azul del suelo, vistiéndose. A continuación, se dirigió a una silla cercana, donde había colocado sus pantalones y su jubón de cuero. En el respaldo estaba su capa de piel, negra y sobria. Se enfundó en sus pantalones, colocándose adecuadamente la camisa, para después echar mano del jubón.

No había terminado de colocárselo adecuadamente cuando la puerta de roble se abrió y en la habitación entró un hombre alto, de anchos hombros y fiero rostro. Sus cabellos eran del mismo color que los de Estela, aunque tiznados de blanco, al igual que la fina barba que le cubría la cara. Los ojos también poseían un matiz de fiereza y eran de color oscuro. Vestía ropas de cuero y botas de piel flexible y portaba una espada a un lado del cinto, mientras que al otro ceñía un puñal. Pero lo que más importó a Ricardo fue la expresión asesina que se formó en el rostro del hombre. Franciscus Colina Blanca, padre de Estela y señor de Colina Pelada.

Estela se sobresaltó aún más que Ricardo, tapando su desnudez con la sábana y adquiriendo su hermoso semblante un cariz rojizo. Su padre contempló la escena, mirando primero a Ricardo, que agarró su capa con disimulo, luego a su hija y luego de nuevo a Ricardo.

—¡Voto a tal! —Desenvainó su espada y se lanzó sobre el joven—. ¡Bastardo!

—¡Hasta pronto, Estela! —gritó Ricardo, haciendo una rápida reverencia con la cabeza y, acto seguido, abrió la ventana cercana a él con una mano, mientras que tiraba de una patada la silla contra la cual chocó Colina Blanca, cayendo a los pies de Ricardo, que se encaramó en la ventana, guiñó un ojo de manera picaresca a Estela y saltó a la calle.

Amortiguó la caída con las manos y antes de echar a correr miró hacia arriba. Colina Blanca asomó su rostro furioso por la ventana echando maldiciones y llamando a sus hombres. Ricardo se incorporó y corrió calle arriba entre las pocas personas que circulaban en ese momento por la calle, ya que hacía algunas horas que el sol se había puesto y la luna alumbraba el firmamento. Llegó a una esquina y se colocó apresuradamente su capa de piel, recuperando el aliento. Había faltado poco.

«Tengo que ser más cuidadoso con los padres de mis hembras», pensó el joven galán. Pero en ese momento oyó voces airadas acompañadas de pasos presurosos por la calle y, asomando la cabeza, pudo ver al propio Franciscus al frente de algunos de sus hombres de armas que enarbolaban antorchas a cuya luz brillaba la hoja del señor de Colina Blanca, desnuda.

—¡Allí, señor! —gritó uno de los soldados que lo acompañaban y tras estas palabras el grupo se lanzó hacia la esquina por la que Ricardo asomaba la cabeza y de inmediato, este se volvió y puso pies en polvorosa hacia la fortaleza de la casa Planell.

Su única opción de salvación, si no lograba dar esquinazo a sus perseguidores, pero conocía bien las calles de la villa en que se había criado. Calles anchas, cuyo suelo era tierra, que cuando llovía se transformaba en barro. Saltó un carro, cubierto con una lona raída y dio a parar a un callejón por el que se internó, llegando a la plaza principal de Valle Boscoso. Varios faroles colocados en altos postes de madera en cada punto cardinal de la plaza iluminaban la zona, y una hoguera ardía siempre en el centro. Junto a la hoguera, dos soldados montaban guardia.

A pesar de la oscuridad y gracias a la luz que emanaba de las llamas, se distinguían sus petos de cuero, con tabardos de un verde oscuro que mostraban el blasón de la casa Planell. Un árbol plateado, ancho y sin hojas, sobre fondo esmeralda.

«Menos da una piedra», se dijo Ricardo, sintiéndose a salvo.

Pero antes de abrir la boca para llamar la atención de los guardias, una férrea mano la silenció, mientras un brazo fuerte tiraba de él hacia atrás. Le dieron la vuelta. Sintió un golpe muy fuerte en el estómago y alguien soltó una maldición.

—¡Dejádmelo, señor, le arrancaré la piel a tiras con mi látigo! —dijo una voz.

—¡No! Ha deshonrado a mi hija, no a la tuya, y seré yo quien se ocupe de este bastardo. ¡Levantadlo! —La voz airada de Franciscus Colina Blanca era inconfundible.

Ricardo sintió que tiraban de él, poniéndolo en pie. Levantó la vista del suelo y miró a sus captores. Justo enfrente, el propio señor de Colina Blanca, con aquella expresión feroz en el rostro. A su lado, dos de sus hombres, encapuchados y vestidos de cuero, empuñaban dos antorchas cada uno. Colina Blanca dio dos pasos al frente, envainó su espada y sacó su puñal.

—¿Cuál es tu nombre, maldito? —preguntó a Ricardo, que mantuvo el silencio.

Colina Blanca, ofendido, hizo un gesto a uno de los hombres que lo sujetaban y este propinó un bofetón al joven.

—Y bien, ¿cómo te llamas, bastardo? —volvió a preguntar el norteño.

Esta vez Ricardo le miró fijamente a los ojos. Sentía rabia por el bofetón. Hubiese preferido sin duda que le diesen un puñetazo.

—¿Queréis saber cómo me llamo, mi señor? —preguntó Ricardo en tono burlón, a lo que Colina Blanca respondió levantando su puñal.

Ricardo sonrió levemente.

—Mirad mi mano derecha y contemplad el sello —afirmó con decisión.

Colina Blanca torció el gesto ante aquellas palabras.

—¡Tú! —se dirigió a uno de sus hombres—. ¡Levanta su mano!

El soldado a la diestra de Ricardo cogió su mano y la puso a la luz. En ella brillaba un anillo plateado de fina manufactura, aunque claramente norteña, con un escudo grabado en el dedo anular. Franciscus reconoció al instante el escudo, que no era otro sino el de la casa Planell. Colina Blanca enrojeció aún más si cabe al reconocer el blasón y le enfureció sumamente la expresión de suficiencia que se había formado en el rostro de aquel joven que había yacido con su hija. Puso su puñal en la nuez del joven.

 

—¿Crees que tu anillo de niño mimado te va a salvar? —Acercó su rostro al de Ricardo, cuya expresión de suficiencia se había diseminado—. No, muchacho, voy a despellejarte y a tirarte al bosque para pasto de los lobos.

—Yo creo que no lo vais a hacer —dijo una voz autoritaria y potente desde el otro lado de la plaza.

Las miradas de todos giraron hacia esa zona y allí, de pie, estaban cinco figuras, dos de la cuales portaban antorchas. La voz pertenecía a la figura más adelantada del grupo, que dio un paso al frente. Alto, de frente ancha y cabellos oscuros que presentaban escasas canas, con ojos del mismo color castaño que los de Ricardo, llevaba una barba cuidada que le cubría la cara, también de color moreno. Finas arrugas le surcaban un rostro fuerte, de expresión segura. De espaldas anchas, portaba un peto, con el blasón de la casa Planell grabado, y pantalones de cuero, junto con unas botas de piel flexible. A la luz de la antorcha se distinguía el verde oscuro de su capa, al igual que la empuñadura de su espada al cinto y su puñal. Justo Planell, primogénito del señor de Valle Boscoso y tío de Ricardo, se encontraba allí con los brazos cruzados cuan largo era.

—¿Quién sois vos para decirme qué puedo o no debo hacer, muchacho? —gritó toscamente Franciscus Colina Blanca, que junto a dos de sus hombres se encaró con Justo, que descruzó sus brazos, apoyando su mano en el pomo de la espada.

—Soy Justo Planell, hijo de Malco Planell, señor de Valle Boscoso, así que soltad a mi sobrino y retroceded, o ateneos a las consecuencias, mi señor.

Colina Blanca titubeó unos instantes. Miró a Ricardo y luego a Justo y sus hombres, sabiendo que no podía enfrentarse al primogénito del mariscal del Norte sin sufrir severas consecuencias.

—Perdonad mi ignorancia, mi señor. Mi nombre es Franciscus, señor de Colina Pelada, y he venido a la villa a atender unos negocios y no pretendía causar ningún mal. Pero este maldito —señaló con el puñal a Ricardo— ha mancillado el honor de mi hija, de lo cual tengo pruebas ya que lo he agarrado en flagrante delito carnal con ella y exijo mi venganza.

Justo miró con cara severa a Ricardo, que no pudo aguantar la mirada de su tío.

—Me da igual lo que digáis que haya podido hacer mi sobrino. No pienso permitir que lo trinchéis como a un cerdo. Soltadlo de inmediato.

Colina Blanca compuso una mueca grotesca y se llevó la mano a la espada, haciendo lo propio sus hombres y los escoltas de Justo, que levantó una mano para que se detuvieran.

—Mi señor, estoy seguro de que mi padre, señor de Valle Boscoso y mariscal del Norte, podrá atenderos mañana en audiencia personal y así buscar una solución para este asunto. —Justo bajó la mano de nuevo a su espada—. De no aceptar esta condición, daos cuenta de las consecuencias de vuestros actos.

Ante estas palabras tan cargadas de determinación y los gestos de la escolta de Justo Planell, Franciscus deshizo su mueca de enfado, envainó su puñal y compuso una de fastidio. Se volvió hacia el joven Ricardo, aún sujeto por sus hombres.

—Esto no acaba aquí, chico. Pagarás cara tu afrenta. —Escupió a los pies de Ricardo e hizo un gesto a sus hombres, soltándolo estos—. Mañana acudiré a la fortaleza de vuestro padre, en busca de mi venganza. —Miró de nuevo a Ricardo, fijamente esta vez, como queriendo atravesarlo con los ojos—. Y entonces te veré sufrir. ¡Hombres, volvemos! —Tras estas palabras amenazantes, Colina Blanca y los suyos desaparecieron callejón abajo, de vuelta a su mansión.

Ricardo respiró aliviado al verlos desaparecer y se volvió hacia su tío que, sin mediar palabra, lo agarró del jubón y lo puso contra la pared.

—¿En qué demonios piensas, Ricardo? ¡En esta ocasión ni el abuelo te sacará de esta! ¡Ese loco es famoso por abrir cráneos, más que por sus negocios! —gritó Justo a su sobrino, que tenía una expresión entre la sorpresa y el miedo, ya que su tío tenía un carácter afable, pero sus enfados eran terribles.

—¡Tío, no he deshonrado a nadie, creedme! ¡La joven consintió! —se excusó.

Justo le soltó y le colocó el jubón y la capa de forma decente. Luego se fijó en que estuviera sano y salvo. Sonrió, aliviado de tener a su sobrino de una pieza.

—¿Consintió, eh? ¡Ja!, menudo pecador estás hecho. El inquisidor querrá confesarte seguramente —comentó Justo en tono jocoso—. ¡Fericus!

El hombre que había quedado al frente de la escolta se aproximó, alto aunque menos que su señor, con unos cabellos grises, rizados que le llegaban al cuello. Una barba morena, con matices grises y blancos le envolvía el rostro en el que destacaban unos bellos ojos azules, muy contrapuestos al resto de su faz, de expresión dura y adusta, con una cicatriz que le cruzaba la nariz, de la cual faltaba un pedazo. Vestía igual que su señor, aunque sus ropas se mostraban más raídas y de su espalda sobresalía una gran espada bastarda, con una empuñadura adornada austeramente. Así era el fiero aspecto de Fericus Kastick, castellano de Valle Boscoso y fiel servidor de la casa Planell.

—Mi señor —dijo en tono rígido, a la vez que hacía una reverencia con la cabeza.

—Escolta a mi sobrino hasta el gran salón donde le espera mi señor padre. —Se volvió a Ricardo que había quedado pálido ante la perspectiva de enfrentarse a su abuelo—. Valor, chico. Si eres hombre para yacer con una doncella, lo eres para enfrentarte a tus actos. Eres un Planell, actúa como tal. Ve ahora. —Puso sus manos en los hombros de Ricardo—. No temas. Tu abuelo solo querrá recalcarte lo rebelde que eres.

El señor de Valle Boscoso

El camino se le hizo muy corto a Ricardo. Por un momento había llegado a pensar que no volvería a atravesar el inmenso portón, fabricado en madera y reforzado con acero, de la fortaleza de los Planell. Apenas un suspiro duró el trayecto. El silencio tampoco lo hizo más ameno, ya que ni Fericus ni el resto de hombres habían abierto la boca. Solo el castellano habló para identificarse a las puertas de la fortaleza, que se abrieron con un chirrido estruendoso. Avanzaron por el patio, únicamente ocupado por dos centinelas que hacían su ronda paseando en su contorno. Ricardo miró por encima de su hombro a las murallas de piedra maciza que formaban el recinto amurallado de la fortaleza, de unas diez varas de altura.

Justo encima del portón había un parapeto de madera donde siempre un guardia, pasase lo que pasase, patrullaba la muralla. Cada tres horas se hacía el cambio de guardia y al igual que en el parapeto, en las torres cuadrangulares de las esquinas siempre estaban, al menos, un par de arqueros vigilantes. Ahora una pequeña hoguera ardía en el parapeto, junto a la cual se hallaba el centinela, sentado, fumando en pipa.

—Muchacho —llamó Fericus a Ricardo.

Este se dio la vuelta y sonrió. Aquel hombre de aspecto fiero le había enseñado todo lo que sabía acerca de la espada y era como alguien de la familia. Fiel, sincero, fuerte. El lema de su abuelo, Malco, para referirse a un auténtico Planell.

—Voy, Fericus.

—Venga, mi señor. No os conviene hacer esperar a vuestro abuelo y menos tras lo acaecido esta noche. —Se giró a los guardias—. Vosotros dos id a dormir y vosotros relevad a los de la puerta.

Los guardias hicieron una leve inclinación con la cabeza y se marcharon. En el portón, hacia el lado derecho, había una pequeña caseta de guardia en la que se encontraba el mecanismo de apertura del portón y donde también siempre debía haber alguien. Ricardo miró al extremo izquierdo del patio. Allí estaba la herrería de la fortaleza y a su lado, la armería. En frente, al otro extremo del patio, se encontraban las caballerizas. Pensó en Príncipe, su alazán de pelo marrón como el roble y crin blanca, como la nieve. Una mano le aprisionó el hombro y se encontró de nuevo con la cara de Fericus.

—¡Por Solrac, muchacho! ¿Pretendes enfadar aún más a tu abuelo? —Puso su mano tras la nuca del joven y empezó a caminar tirando de él.

—Fericus, ¿pensáis que me castigará? —preguntó Ricardo, en un tono que pretendía parecer inocente.

El castellano le miró inquisitivamente.

—No está en mi mano castigarte, chico —respondió secamente.

—No os he preguntado eso, viejo amigo. Pido vuestra opinión, como vuestro señor, valga la redundancia —preguntó de nuevo Ricardo, esta vez, en tono lisonjero.

Fericus frenó en seco, tirando del joven y haciendo fuerza en su nuca. Ricardo pensó que se la rompía.

—En tal caso, mi señor —recalcó las últimas palabras—, sabed que sí. Creo que de esta no saldréis sin una buena reprimenda y un duro castigo por parte de vuestro abuelo.

Volvió a agarrarle de la nuca, esta vez con bastante más tacto que la primera y siguieron caminando. Entraron en el primer edificio, con una fachada de piedra, que formaba el castillo, dando a un corredor vertical. Allí había dos guardias, uno a cada lado de la entrada. Su armadura era más pesada y elaborada que la de los que acompañaban a Fericus y a Justo cuando rescataron a Ricardo. El motivo era que formaban parte de la guardia personal del señor de Valle Boscoso. Vestían botas metálicas y pantalones de piel, junto con un jubón de cuero, pero encima de este portaban una coraza plateada, con protecciones en brazos y hombros; y una capa verde oscura que también llevaba el blasón de los Planell. La coraza estaba cubierta por un tabardo de color verde oscuro, con el blasón de la casa Planell. Completaban su vestimenta con unos guanteletes metálicos y celadas plateadas cubriendo toda su cabeza y dejando una abertura que iba desde el mentón hasta la altura de los ojos, que quedaban al descubierto. Su único adorno era unos finos ribetes de oro alrededor de la parte superior. Llevaban una espada y un puñal al cinto, junto con largas lanzas blancas y un escudo cuadrangular terminado en punta, pintado del mismo verde oscuro que la capa y en el que se podía ver el blasón.

Los guardias inclinaron la cabeza cuando entraron Ricardo y Fericus junto con sus dos escoltas. Avanzaron por un pasillo nacido del corredor de entrada y giraron a la izquierda, llegando a una estancia con dos salidas. De frente, unas escaleras de piedra que llevaban al segundo piso y al gran salón de audiencias donde debía de estar Malco Planell, y a la derecha, la entrada al salón de fiesta, con capacidad para al menos cien personas, donde el señor agasajaba a sus invitados. La iluminación consistía en antorchas colocadas en soportes metálicos a una distancia similar. Tomaron el camino de las escaleras, llegando a un corredor estrecho que tras unos metros daba a la puerta maciza del gran salón, a cada lado de la cual había dos soldados más de la guardia personal del señor. Fericus se paró frente a la puerta.

—Bien, chico. Adelante. Abrid la puerta —ordenó a los guardias, que empujaron las pesadas puertas.

Ricardo entró solo al gran salón, sintiéndose ínfimo. Aquel salón no era mayor que el del piso inferior, unos veinte pasos de ancho por diez de alto. Una gran alfombra señalaba el camino a seguir para situarse ante el señor de la fortaleza. En las paredes había escudos, con espadas y hachas cruzadas y varios tapices. Un par representaban escenas de caza, gran afición en años más jóvenes del señor de Valle Boscoso. Otro tapiz representaba a la familia Planell. En el centro, Malco y su esposa Flora, abuelos de Ricardo. A la derecha de estos, Justo y Paio, hermanos y tíos mayores de Ricardo. Un poco más apartado, estaba Eduardo de Othus, protegido de Malco y un gran amigo para Ricardo y Justo, nombrado hacía unos años guardia real y muy echado en falta, sobre todo por el joven Ricardo, que en el tapiz aparecía justo al lado de Eduardo.

A la izquierda se encontraban Matilda Planell, madre de Ricardo, junto a la hermana de este, Rebeca, ambas ahora en Augusta, buscando marido para su hermana. El tapiz era antiguo, por ello el abuelo de Ricardo había encargado uno nuevo hacía poco tiempo para suplir al viejo, en el que también aparecían la esposa y los hijos de su tío Justo.

A lo largo del salón formaban unos cinco guardias a cada lado, con el mismo equipo que los guardianes de las puertas, pero armados con grandes hachas de doble filo que colgaban en sus espaldas. Una gran araña situada en el centro del techo iluminaba con decenas de velas el salón, y de día, la luz penetraba a través de las ventanas en las paredes, cinco en cada lado. Al fondo, había un asiento tallado en madera, con una piel de lobo a los pies, y cercana a él, una mesilla con cuatro patas de hierro de superficie estrecha y circular, en la que había un jarrón con un vaso de madera pulida. Junto a él otros dos asientos de respaldo más simple, para Flora y Justo Planell respectivamente.

 

En el asiento principal, se encontraba Malco Planell, con un libro entre las manos. Los cabellos de un blanco intenso le caían hacia atrás, formando una media melena en una cabellera con entradas. El rostro de expresión amable, en otros tiempos barbado, se mostraba afeitado y arrugado por la edad y una vida de guerrero. Prueba de esta vida, un corte, ya cicatrizado, afloraba en la mejilla izquierda del hombre. Ricardo no podía evitar demorar la vista siempre que se encontraba frente a su abuelo en los ojos castaño oscuro de este y en su ancha nariz. Llegó al pie del sillón.

Su abuelo vestía un chaleco de cuero, anudado en el centro y, debajo de este, una túnica de color esmeralda. Completaban sus ropas unos pantalones y botas de piel, junto con un vistoso mantón de pieles, tintado también de un color esmeralda. Ricardo se mantuvo quieto en su sitio, sin moverse un ápice. Un carraspeo retumbó en el salón. El libro en las manos de Malco se cerró con un golpe seco y este se levantó, depositando el libro en el asiento. Ricardo mantuvo la cabeza gacha, con la mirada fija en los pies de su abuelo.

—Mírame, hijo. —La voz de su abuelo le hizo levantar la mirada y encontrarse con la de Malco, que no miraba con odio o enfado, pero se mostraba severa y el rostro amable parecía ahora adusto—. Cuéntame qué ha ocurrido.

Ricardo tragó saliva y comenzó a hablar.

—Yací con una doncella, mi señor abuelo. La hija de Franciscus Colina Blanca.

Hizo una pausa bajo la atenta mirada de Malco, que allí de pie imponía con su altura, a pesar de estar algo encorvado por la edad.

—¿Y qué sucedió después? —preguntó inquisitivamente.

Ricardo torció la mirada.

—Su padre entró en la alcoba justo cuando me despedía. Malinterpretó la situación y furioso me amenazó con la espada, así que salté por la ventana y corrí a la fortaleza. En la calle, creyendo haber despistado a Colina Blanca y los suyos, me detuve para recuperar el aliento y fue cuando me apresaron. A pesar de mi sello y mi nombre, Colina Blanca pensaba castigarme por mis actos y de no ser por el tío Justo, sin duda ahora no estaría ante vos.

Ricardo terminó de hablar y su abuelo retrocedió, cogió el libro del sillón y se sentó de nuevo, descansando un miembro sobre el brazo del sillón y colocando la mano de su otro brazo, cerrada en un puño, contra su mentón.

—¿Malinterpretó la situación? —preguntó.

Ricardo ladeó la cabeza sin responder, confundido.

—¿Acaso no has dicho que te acostaste con esa joven? —acusó Malco, con tono más severo.

—Sí, abuelo —afirmó Ricardo, como el acusado que confiesa un crimen.

—Bien, bien. ¿Y qué demonios piensas que haría yo si encontrase a tu madre, con tu edad, yaciendo desnuda con un desconocido?

La pregunta era retórica obviamente, pues Ricardo sabía de buena tinta lo recto del carácter de su abuelo. No contestó.

—No sé qué voy a hacer contigo, nieto. Aunque en esta ocasión has sido descubierto, no es la primera vez que das rienda suelta a tu deseo y fornicas con cualquier furcia. Me da igual si era noble o no, una furcia es lo que es esa muchacha y tú... Tú deberías tener más seso para no cometer tales acciones y más agallas para salir de esos entuertos que provocas.

Detuvo su reprimenda para beber un trago de vino del jarrón colocado en la mesilla junto al asiento. Ricardo se mantuvo callado. Sabía que lo que menos favor le haría sería contrariar a su abuelo, que saboreó la bebida y volvió a centrarse en su nieto.

—Bueno, chico, ahora dime qué puñetas contó tu tío para que Colina Blanca no te rajase de arriba a abajo y echara tu cuerpo a los cerdos, porque es lo que yo haría en su lugar, si es que te lo estás preguntando.

Ricardo contrajo el rostro y miró a un lado, pero al instante volvió a fijar los ojos en su abuelo.

«Me creerá un cobarde si no le miro a la cara».

—Pues nada en especial. —Carraspeó—. Tan solo que mañana mismo le recibirías en audiencia y le darías justicia.

—¿Así que le daría justicia, eh? —Malco arrugó su boca—. Entre tu tío Justo, tu madre y Eduardo casi acaban conmigo cuando eran unos jóvenes descerebrados. Han pasado los años y tras tener que disciplinar a tu hermana mayor, ahora tengo que hacer lo propio contigo. Eso sí que no es justo, Ricardo. —Miró a uno de los soldados, el más próximo.

—¡Guardia! —El soldado se aproximó e hizo una leve reverencia con la cabeza—. Llama a Malcus, que venga de inmediato y trae también a un escriba. Ve deprisa.

El guardia se retiró con otra reverencia y marchó en busca de Malcus, capitán de la guardia de Valle Boscoso, un hombre recio de armas tomar. Procedía de buena familia, los Borick, casa vasalla de los Planell al igual que los Kastick. Aunque no era cortés en el trato, sí era fiel soldado del señor de Valle Boscoso y su rango se lo había ganado en combate, no mimando los oídos de su señor. Malco se volvió de nuevo a su nieto.

—Bien, Ricardo. Ahora mandaré a Malcus con la petición para Colina Blanca, informándole de que mañana por la mañana le recibiré en audiencia. En cuanto a ti, ve a acostarte. —Le miró profundamente—. Porque mañana estarás aquí conmigo y te defenderás de tales acusaciones. Ya eres un hombre y habrás de comportarte como tal. Buenas noches, nieto —se despidió el señor de Valle Boscoso, con un ademán de su mano.

—Buenas noches, abuelo —dijo Ricardo, tras lo cual hizo una reverencia y se dirigió a la puerta.

***

Los aposentos de Ricardo eran muy norteños. Austeros. De poco colorido. Una habitación ancha y alargada, con un ventanal que daba al exterior. La cama era larga para su estatura, pero tenía un mullido colchón de plumas. No dejaba de ser un aposento noble, por muy norteño que fuera. A la derecha nada más entrar, estaba un gran armario ropero, de roble tallado, con un soporte a su lado. Cercana a la ventana, había una mesa redonda de madera, encima de la cual se encontraban un mantel de lino y un jarrón con dos vasos. Junto a esta, un gran espejo de la misma altura de Ricardo, fijado al suelo, en un marco de madera.

«Hogar, dulce hogar», se dijo al entrar.

Fue derecho a un soporte junto al ropero y colgó allí su cinturón y sus pantalones. Alguien llamó entonces a su puerta.

—Adelante —dijo mecánicamente.

Se dio la vuelta y vio cómo entraba su sirviente Dolfus. Vestido con una librea de color esmeralda y ribetes plateados, sujeta por un cinturón de simple manufactura, y en el pecho grabado el árbol de Valle Boscoso. Los pantalones eran de piel, igual que su calzado. El rostro del sirviente, joven y alegre, esbozaba una expresión inocente. Sus cabellos eran morenos y los lucía largos, con un flequillo que le cubría la frente, debajo de la cual se encontraban sus ojos azules y una nariz prominente con una pequeña mancha de nacimiento en su lado izquierdo.

—¿Desea alguna cosa, señor, quizá un baño caliente antes de acostarse? —preguntó a la vez que hacía una reverencia.

Ricardo se dio la vuelta y se dirigió a la mesa.

—Oh no, no hace falta, Dolfus. Puedes retirarte. Ve a descansar —dijo despreocupado mientras cogía el jarrón y lo basculaba sobre un vaso.

—Como desee, señor. Buenas noches —se despidió Dolfus con una nueva reverencia. Ricardo torció el gesto.

—¡Espera, espera! —Dolfus se volvió justo al poner la mano sobre la puerta.

—¿Sí, señor? —preguntó en tono servicial.