Leyendas de Penvram

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Ricardo le miró con cara de fastidio.

—Se ha acabado la cerveza, amigo mío. Tráeme más antes de acostarte y luego ya te dejaré descansar —ordenó, agitando el jarrón con una mano.

Dolfus se aproximó, cogió el jarrón y desapareció por la puerta. Ricardo se dirigió a la ventana. Abrió los postigos y asomó su cabeza a la noche. Refrescaba. En el cielo solo había un manto de oscuridad, presagiando buen tiempo al día siguiente. Era la última semana de agosto y ya empezaba a notarse la cercanía del otoño. El verano había sido cálido ya antes de comenzar, pues desde primeros de mayo habían gozado de un buen tiempo, salvo en contadas ocasiones.

Se detuvo a contemplar los montes que se alzaban delante de sus ojos, o por lo menos, sus sombras. Por suerte para él, desde su ventana se veía más allá de la muralla de la fortaleza y en ocasiones le gustaba observar el paisaje, verde, húmedo y fresco. Añoraba el frío invernal. No estaba hecho al calor. En un par de ocasiones había bajado al sur, a la Comarca Central, donde su abuelo tenía parientes y le había parecido horroroso el clima.

—Aquí tenéis, señor.

La voz de Dolfus sacó a Ricardo de su ensimismamiento y, volviéndose, escanció un vaso de cerveza.

—Gracias, Dolfus. Ahora puedes irte. Que pases buena noche —se despidió, aún con tono despreocupado.

Dolfus inclinó la cabeza y, ya en la puerta, se dio la vuelta.

—Señor, ¿es cierto lo que se rumorea? —preguntó en tono nervioso.

Ricardo le miró, intrigado.

«Cómo corren los chismes por esta ciudad».

—No sabría decirte. ¿Qué se rumorea, Dolfus? —le interrogó, mientras bebía un nuevo sorbo.

Dolfus tragó saliva y se acercó a su joven señor.

—Hay rumores sobre lo ocurrido con Colina Blanca, señor —se explicó con tono prudente.

Ricardo rio complacido.

—Vaya, cómo no me sorprende. —Se levantó y posó el vaso en la mesa—. Sí, Dolfus. Colina Blanca casi me despelleja por pillarme en la alcoba de su querida hija. Y sí, mi abuelo le recibirá mañana en audiencia y ahora… —Miró profundamente a su sirviente—. ¿Te importaría dejarme dormir? Mi abuelo me hará estar presente en esa audiencia y será a primera hora. Además —se sacó el jubón por encima de la cabeza y lo tiró sobre la silla—, estoy cansado. Esa chica, Estela Colina Blanca, me ha dejado exhausto —se despidió con tono picaresco.

Dolfus profirió una risita tonta, se prosternó y salió por la puerta con un «buenas noches». Ricardo cerró la ventana, escanció un nuevo vaso que bebió de un trago y se dejó caer sobre su cama. Miró al techo unos instantes, pensando en Estela y sus bellos atributos.

«Qué pena no poder ir mañana a visitarla de nuevo».

La audiencia

En algo no se había equivocado Ricardo. El día iba a ser soleado. Llevaba apenas un rato despierto y unos segundos levantado. Se hallaba asomado a su ventana, contemplando la enormidad del cielo azul, totalmente despejado. Hacía frío aun así aquella mañana.

«Aún es temprano, y ni siquiera otoño», pensó.

Bebió un sorbo de su cerveza y se enjuagó la cara en una palangana que Dolfus le había llevado nada más despertarle. Ahora esperaba a que trajeran un barreño con agua caliente y lo hacía contemplando el paisaje, apreciando toda su hermosura.

Los montes de los cuales solo se percibían sombras y contornos durante la noche se mostraban a la luz del sol con una mezcla de tonos verdes, rojizos y pardos. La vegetación y los bosques no solían morir del todo en el Norte durante el verano, ya que siempre iba a llover en buena cantidad, o al menos así era desde antes de que Ricardo naciera. El monte estaba salpicado intermitentemente de arboledas y espacios de granjas, dividido en dos, siendo una parte reservada para ganaderos y otra para granjeros, algo que había dictaminado un señor de Valle Boscoso anterior a su abuelo, pero Ricardo no recordaba su nombre.

—Señor, el baño está listo. —La voz de Dolfus sacó a Ricardo de sus pensamientos.

Miró hacía atrás y vio que el joven paje traía junto con otro mozo un barreño circular de madera, cargado de agua sin duda caliente, por el humo que desprendía.

—Gracias. Colocadlo donde siempre. Luego saca mi ropa, Dolfus. —Se dirigió al barreño mientras se desnudaba—. Tengo que estar presentable para esos Colina Blanca. —Rio el joven al meterse en el barreño.

Dolfus también emitió una risita ante el comentario de Ricardo, después sacó ropa que posó en la cama y cogió la ropa sucia, con la cual desapareció de nuevo junto con el otro paje.

Ricardo se estiró dentro del agua caliente, componiendo muecas de satisfacción y disfrutando de la comodidad. Dolfus volvió a entrar rato después, con un cepillo, un trapo viejo y un pequeño cubo de madera con agua. Cogió las botas de Ricardo y comenzó a limpiarlas.

—¿Habéis dormido bien, señor? —preguntó trivialmente.

Ricardo cerró los ojos, sumergió la cabeza en el agua y la sacó de nuevo.

—Excelente Dolfus, tuve unos sueños muy... sugerentes —comentó en tono picaresco mientras cogía una esponja con aspecto usado y se frotaba el cuerpo, salpicándolo todo.

—Vaya, señor, debe de ser muy hermosa. Qué pena lo sucedido —dijo Dolfus, terminando de hablar en un tono lúgubre.

Ricardo no pudo evitar darse cuenta.

—¿Qué quieres decir? —le interrogó, mientras terminaba de lavarse y echaba mano de una toalla.

Dolfus miró a Ricardo, con expresión miedosa.

—Veréis señor, es que... —El tono del sirviente era dubitativo. —¡Habla, vamos! —le apuró Ricardo, que se estaba secando.

—Los Colina Blanca llegaron hace un rato y el mozo de las caballerizas, Radian, me contó que algo había oído a sus escoltas acerca del castigo a la hija de su señor —relató Dolfus, que posó una bota reluciente y echó mano de la otra.

Ricardo se mantuvo callado saliendo y, tras secarse, comenzó a vestirse. Se introdujo sus calzones y su camisa de lino, para después ponerse unos pantalones de piel de calidad. Encima de la camisa se ciñó un jubón similar al de la noche pasada, salvo por unos ribetes plateados en los bordes del blasón del pecho. Mientras se vestía, Dolfus terminó de limpiar la otra bota y se las puso a los pies.

—¿Deseáis que os las ponga, señor? —preguntó servicialmente.

Ricardo hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Puedes irte. Ve al salón y anuncia a mi señor abuelo que pronto iré a la audiencia. —Dolfus se mostró contrariado por lo que dijo Ricardo, que dándose cuenta, carraspeó mientras se calzaba.

—¿Puede saberse qué he dicho que no entiendas, Dolfus? — preguntó, fastidiado.

—Mi señor Ricardo, es que el capitán Malcus lleva afuera un rato, esperando a que salgáis —explicó Dolfus con ojos inocentes.

Ricardo le miró rápidamente, como si una losa le hubiese caído sobre la cabeza.

—¡Serás idiota, pedazo de mendrugo! ¡¿Me dices eso ahora?! —Se levantó y cogió su cinturón, donde daga y espada estaban envainadas—. ¡Ve y di a Malcus que ya salgo!

—¡Sí señor! ¡Perdón, señor! —se disculpó varias veces Dolfus antes de salir y cerrar la puerta tras de sí.

Ricardo se anudó el cinturón, ciñéndoselo cómodamente y luego cogió una capa de piel, especial para las audiencias, que se colocó apresuradamente, maldiciendo a Dolfus por lo bajo. Fue hacia el espejo y contempló su reflejo.

«Bien. Vamos allá».

***

El capitán Malcus no se mostró muy hablador.

«Como de costumbre», pensó Ricardo.

Él y cuatro hombres le escoltaron al salón para la audiencia, a la que ya habían llegado.

—¿Estáis preparado, mi señor? —preguntó Malcus.

Ricardo se ajustó jubón y cinturón, mirando el rostro adusto y serio de aquel hombre. Los cabellos morenos y largos, la barba fina del mismo color. Esa nariz ganchuda de gran tamaño y lo que siempre atraía los ojos de Ricardo. Una cicatriz en forma vertical, de pequeño tamaño, en la ceja derecha, y otra en la mejilla izquierda, rasgos que combinados con su altura y la espada que llevaba al cinto, le conferían una fiera apariencia.

—Listo, Malcus. —Tomó aire—. Abrid las puertas.

Las puertas se abrieron por las manos de los guardias que las custodiaban y Ricardo entró en el salón seguido de cerca por Malcus. El salón mostraba el mismo aspecto. Al fondo, se encontraba sentado su abuelo, vestido para la ocasión con el mismo mantón de la noche anterior y ropas de fino cuero. Junto a él se encontraba su tío Justo, esta vez sin su capa, sentado a un lado. Al otro su abuela Flora, que llevaba un vestido de lino y un pañuelo largo al cuello, ambos de un color verde pálido. Flora tenía el pelo moreno, con algunas canas y largo, cayéndole sobre los hombros. De ojos castaños y rasgos finos, su rostro amable, surcado por finas arrugas, presentaba una expresión de preocupación, aunque sus ojos brillaron al ver entrar a su querido nieto, pues para ella era como un hijo más, al igual que para Malco. Aun sentada y erguida en su asiento, no podía disimular su forma menuda. Fericus se encontraba de pie al lado de su abuela. Solo faltaba su otro tío, Paio, un auténtico erudito que se hallaba en los montes cercanos, estudiando la flora y fauna del valle.

Junto a Justo, de pie, se encontraban Calixto Robledo y Helix Barca, primos de los Planell y ambos oriundos del sur del reino de Kanom, que vivían junto con ellos en Valle Boscoso. El primero, un joven de apenas veinte años, con el pelo moreno y unos grandes ojos azules, que había sido enviado por su familia desde la Comarca Central, para curtirse y alejarse de los placeres de la capital. De rostro serio, joven y afeitado, tenía la nariz alargada, redondeada y una estatura y complexión medias. Sus vestiduras eran sureñas, más ricas tanto en color como en calidad y no portaba ningún arma, salvo una pequeña daga al cinto, con tinte más ceremonial que guerrero.

 

Helix Barca era totalmente opuesto. Su pelo era gris oscuro, sus ojos castaños, su barba era poblada y gris, con rastros de vello moreno. El rostro era fiero, surcado de arrugas y alguna cicatriz; con signos ya de haber cumplido el medio siglo, de nariz ancha y respingona. De brazos y hombros gruesos, llevaba en la ancha espalda un mandoble. Era alto, un pedazo más que Justo, y en cambio que Calixto, vestía a la usanza norteña, todo de cuero y pieles.

Ricardo avanzó junto con Malcus hasta sus familiares y se fijó en cuatro hombres situados a un lado tras los guardias, vestidos de cuero y pieles, desarmados. Cuando llegó a su altura, se topó con la mirada airada de Franciscus Colina Blanca y dos de sus acompañantes, uno de ellos con un parecido asombroso al irascible señor. El cuarto se mantenía impasible. Ricardo no se detuvo ni cruzó la mirada con Colina Blanca y los suyos, sino que se dirigió a su familia, hizo una leve reverencia frente a su abuelo y se colocó junto con Malcus al lado de sus primos. Malco se aclaró la voz y dirigió su mirada a los Colina Blanca.

—Mi señor de Colina Blanca, hacía tiempo que no os veíamos entre estos muros. Ahora que mi querido nieto se ha unido ya a nosotros, creo que podemos comenzar.

—Es tiempo ya, mi señor. —Colina Blanca se adelantó él solo—. Tengo graves acusaciones contra vuestro nieto y pretendo obtener de vos un castigo, pues mi honor así lo reclama. —Ricardo reprimió una sonrisa. Malco compuso un tosco gesto con la mandíbula.

—Podéis exponer vuestra acusación. —Miró a Ricardo—. Ya conozco la versión de mi nieto y mi hijo mayor, pero falta la vuestra, así que adelante y acabemos de una vez.

—Como deseéis, mariscal Planell —contestó Colina Blanca.

Tenía tono de cinismo, que maquilló tratando así a Malco, título que le pertenecía por derecho como mariscal del Norte, pero que no solía utilizar salvo en caso de viajar a la capital.

—Ayer, ya de noche, estaba sentado a mi mesa, listo para cenar junto con mis hijos aquí presentes —señaló a dos de sus acompañantes—, pero faltaba mi hija Estela. Tengo costumbre de desayunar, comer y cenar con mis familiares vaya donde vaya si es que vienen conmigo, porque mis hijos han sido bien educados y no cometen desmanes sin castigo.

Malco se carcomió mentalmente. Franciscus Colina Blanca era todo menos reflexivo y la educación que decía dar a sus hijos era muy simple: saber matar y golpear antes de pensar. Ahora era él quien reprimía risas en su interior y no Ricardo.

—Abreviad, Franciscus —ordenó Malco, despegándose levemente del sillón apoyando sus manos en los poyos del mismo—. Tengo más asuntos que atender hoy y ya he tenido la amabilidad de poneros por delante. —Y diciendo esto se recostó de nuevo.

Colina Blanca enrojeció de ira y cambió el tono de sus palabras.

—Muy bien, mi señor. Abreviaré. Entonces al no bajar mi hija, fui yo mismo a buscarla. —Miró a Ricardo de manera asesina y le señaló con una mano enguantada—. Y ese maldito estaba allí, desnudo, con ella en el lecho. Deshonrándola. ¡Y con ella, a mí!

—¡Eso es mentira! —clamó Ricardo, impulsivo.

Una mirada airada de su abuelo por interrumpir sin permiso le hizo callar de modo fulminante.

—Disculpad a mi nieto, Franciscus. Ha heredado el carácter rebelde de su padre. ¿Habéis terminado? Yo creo que sí, sé lo que sucedió a continuación de antemano. Vos os enfurecisteis y mi nieto saltaría muy audazmente por la ventana. —El tono de Malco se había vuelto irónico—. Y una vez en la calle le perseguisteis, le cogisteis y solo la intervención de mi hijo Justo salvó a mi nieto de que lo asesinarais, lo cual a mis ojos también constituye un delito, sabiendo —Malco se levantó señorialmente— que era mi nieto y con lo cual, un Planell.

Los Colina Blanca, especialmente Franciscus, se notaban tensos. Veían por qué camino avanzaban las palabras del señor de Valle Boscoso. Franciscus carraspeó, pero no se atrevió a interrumpir a Malco, cosa que no hizo uno de sus acompañantes.

—¡No tenéis derecho por muy señor nuestro que seáis a tratarnos así! —protestó Aslan Colina Blanca, hijo mayor de Franciscus.

Ricardo lo miró airado. Interrumpir a su abuelo era algo grave. Aslan no sería más de tres años mayor que él. Al contrario que sus familiares, tenía el pelo rojo y ojos azules. Una barba poblada, descuidada, le cubría el rostro, añadiéndole fiereza a sus rasgos adustos, lo que junto con su chata nariz, su altura y su fuerte complexión le daban un aire salvaje.

—Cerrad la boca y no volváis a interrumpir a mi padre, señor del vuestro —dijo seriamente Justo, descruzados los brazos e irguiéndose desafiante, clavando sus ojos en los de Aslan, que le devolvía sin miedo la mirada.

—¡Basta! Justo, calla. Y vos —miró a Aslan—, contened la lengua, cachorro. Yo ya abría cráneos de hombres y gorlaks cuando vuestro padre aún no os había puesto en el vientre de vuestra madre así que cerrad la boca o yo mismo lo haré, ya que parece que no tenéis tantos modales como afirma haberos dado Franciscus.

El tono de Malco era autoritario y glacial. Aslan y Franciscus enrojecieron de ira. Sus acompañantes permanecieron inmóviles, salvo el hombre alto, de aspecto desaliñado, que llevaba su mano a una espada invisible, sin darse cuenta de que no iba armado. Franciscus se adelantó y, quitándose un guante, golpeó a Malco Planell en el rostro de lado a lado, sin previo aviso y sin mediar palabra.

—¡Exijo una satisfacción, mi señor! —exclamó despectivamente, recalcando las últimas palabras.

Como resortes, varios hombres desenvainaron sus espadas, entre ellos Justo, Fericus, y Helix, y todos los guardias personales de Malco se colocaron en posición de combate, con sus hachas en las manos, prestas a verter sangre. Aslan se colocó al lado de su padre, que retrocedió y lanzó el guante a los pies de Malco. Ricardo estaba indignado y Malco, dolido en su orgullo, quiso echar mano del acero.

—Pedid perdón de inmediato, Franciscus, o enfrentaos a las consecuencias —advirtió.

—Besadme el culo, mariscal del Norte —insultó Colina Blanca, que a continuación escupió en el suelo.

Justo levantó su espada, dispuesto a descargarla sobre Colina Blanca, pero el brazo de Malcus le detuvo. Entonces Ricardo se adelantó y se arrodilló a los pies de su abuelo.

—Dejadme recoger el guante y vengar la afrenta que este perro —miró a Franciscus asqueado— os ha infligido, mi señor abuelo.

Todo el mundo quedó perplejo ante la proposición del joven, que con dieciséis años pretendía enfrentarse a un experimentado guerrero, como era el señor de Colina Blanca. Malco levantó a su nieto de forma paternal.

—Hijo, no puedo dejar que te enfrentes a él. Mía es la responsabilidad. Aún tengo fuerzas en los brazos para partirlo en dos, si es preciso. —El comentario de Malco provocó las risas de Franciscus y Aslan, adelantándose este último.

—¡Yo me enfrentaré a vuestro nieto y vengaré el honor de mi padre! Si es que no me tiene miedo —proclamó, primero en tono desafiante, terminando burlón.

Ricardo se levantó rápidamente y quedó frente a Aslan, que era más alto. Se miraron ambos con odio en sus ojos y fuego en la sangre, dispuestos a matarse allí mismo.

—¿Por qué esperar, Colina Blanca? —rechinó Ricardo—.

¿Acaso tenéis miedo de que os derrote alguien más joven?

—¿Vos vencerme, enano? —Rio Aslan, aún burlón.

Acercó su rostro más al de Ricardo, pudiendo este notar su aliento en la cara.

—Os destriparé por lo que habéis hecho a mi padre —amenazó.

Ricardo se separó ligeramente y compuso una sonrisa maligna.

—¿A vuestro padre?... Que yo sepa, es a vuestra hermana a la que ensarté con mi espada y bien contenta quedó la muchacha.

El puño de Aslan salió disparado hacia el rostro de Ricardo, que se había alejado, previsor, y lo esquivó agachándose, lanzando su contraataque al mentón de Aslan, que cayó hacia atrás. Malcus se adelantó interponiéndose entre ambos, justo cuando Aslan volvía a la carga. Nada más colocarse entre ellos, el acompañante de aspecto desaliñado se interpuso a su vez entre Aslan y Malcus, cruzando la mirada con este.

—¡Sea, pues! —reaccionó Malco, antes de que ambos guardianes de los jóvenes se enzarzaran—. ¡Mañana se celebrará el juicio por combate según las leyes de Solrac y de la caballería! Mi nieto Ricardo luchará por la casa Planell y Aslan, hijo de Franciscus, defenderá el blasón de la familia Colina Blanca —proclamó de pie, señorial y venciendo su ligero encorvamiento, por acción de su rudo carácter.

Flora Planell compuso un gesto de temor y, agarrando las faldas de su vestido, desapareció por una puerta lateral sin mediar palabra. Los Colina Blanca no dijeron nada, simplemente se congregaron y dieron marcha atrás, dando a mitad de la sala la espalda a Malco, añadiendo otro gesto insultante. Ricardo se adelantó hasta ellos.

—Mi señor Colina Blanca —pronunció en tono tranquilo.

Franciscus y los suyos se dieron la vuelta y este se adelantó ante el joven.

—¿Qué queréis, bastardo? —preguntó con desprecio.

Ricardo le golpeó con su mano enguantada, rompiéndole el labio, del cual manó un hilillo de sangre. Franciscus enrojeció. —¡Canalla! —exclamó Aslan que saltó hacia Ricardo, al igual que el otro hombre.

El otro hijo de Colina Blanca permaneció quieto, aunque en su rostro se mostraba una expresión de sorpresa. Franciscus levantó sus brazos frenándoles a ambos.

—¡Quietos!... —Miró a Ricardo, furioso—. Mañana pagará caro esto y lo demás —dijo despacio, cargando cada palabra de ira.

—Ojo por ojo y diente por diente, mi señor. Así lo habéis querido —explicó Ricardo, orgulloso y desafiante.

Los Colina Blanca se fueron sin más, ahora con el orgullo triplemente herido. Ricardo se dio la vuelta y notó que algo resbalaba en su frente. Sudor. También se dio cuenta de lo rápido que latía su corazón. Respiró. Su tío Justo se acercó, ya con la espada envainada y con él, Helix, mostrando una sonrisa de oreja a oreja. Le puso una mano en el hombro.

—Estoy orgulloso, sobrino —dijo en un tono que hizo que a Ricardo se le hinchara el pecho.

—Sí, le vas a patear el culo a ese mendrugo —afirmó Helix dando una fuerte palmada a Ricardo en la espalda, que sonrió.

Miró a su abuelo, aún de pie y erguido y vio en su rostro un cariz distinto, que le insufló confianza y valor. Pero en sus profundos ojos castaños vio algo que no le gustó tanto. Pesar.

La Ronda

La hoja cortó eficientemente la barba incipiente de sus mejillas. Después le rebanó suavemente el fino bigote y la perilla. Ricardo contempló cómo se enjuagaba la navaja en el cuenco de la mesita a su derecha y las hábiles manos de Alvan, el barbero, volvían a su cara para repasar la faena y eliminar todo resto de vello. Un par de pasadas y el barbero volvió a enjuagar la navaja, la limpió y la colocó junto al cuenco, en una piel donde el resto de sus utensilios se hallaban enfundados. Alargó una mano y puso un espejo de tosca manufactura frente a la cara del joven. Ricardo movió el rostro a un lado y luego hacia el otro, para acabar mirando de frente.

—No está mal, Alvan. Ahora el pelo, no me lo recortes mucho, ¿quieres? —aclaró Ricardo—. Es solo por complacer a mi abuela. Mi abuelo ya dice que debería dejar crecer la barba, que soy un hombre y además debo parecerlo —rezongó.

Alvan no dijo una palabra, más bien se limitó a coger unas tijeras y vérselas con el pelo de su señor. Ricardo siguió con la cháchara a su aire, sin preocuparle que el barbero no lo escuchara. Más bien tampoco le importaba, simplemente hablaba. No podía estarse quieto en una silla o en una cama, menos sin compañía femenina o una jarra de cerveza.

—Ya sabes lo tedioso que resulta cenar con la familia y más después de lo sucedido en la audiencia. Sé que hice lo correcto.

El honor de mi casa estaba en juego y tenía que defenderlo. —Resopló—. Pero te juro que cuando todo acabó, temblaba como un flan y lo que no sé es si... ¡qué diablos! Ya creo que lo sé. —Movió bruscamente la cabeza y miró al barbero, contrariado por la interrupción de su labor—. Tenía miedo, Alvan, estaba a punto de hacérmelo encima y... —Calló, agachando la cabeza, con vergüenza.

—Es normal que tuvierais miedo, chico —reaccionó el barbero.

 

A Ricardo no le impresionó. Alvan hablaba en rara ocasión, pero siempre estaba presto a escuchar y aconsejar.

—¿Normal? ¡Soy un Planell, no debería tener miedo! —exclamó Ricardo.

—Os equivocáis.

Alvan se colocó enfrente de su señor y compuso un gesto paternal.

—No tener miedo no es ser valiente. Es ser estúpido. Los valientes también tienen miedo. La diferencia con los cobardes es que lo afrontan y siguen adelante. Y de eso se trata ser valiente. Vuestro abuelo lo es, vuestro tío lo es. —Hizo una pausa en su aleccionador discurso y con una mano levantó el rostro del joven—. Y vuestro padre también lo era.

Ricardo no supo contestar. Nadie le hablaba de su padre. De su auténtico padre, el que se había casado con su madre y había muerto teniendo él apenas un año de edad en una emboscada de los gorlaks. Eso era lo poco que le habían contado y no había ningún tapiz con su rostro de modo que ni siquiera sabía qué cara tenía. Agachó la cabeza, hundiendo sus ojos en la punta de sus botas.

—¡Vamos señor, no os apenéis! —Se colocó de nuevo en posición para cortarle el cabello—. Ya sois un hombre. Es normal que tengáis preguntas o dudas, pero jamás sintáis pesar por vuestro padre ni mucho menos por lo sucedido esta mañana. Hicisteis lo que debíais.

Alvan volvió a empuñar sus tijeras, cuando la puerta se abrió, sin picar siquiera y Dolfus asomó su cabeza por ella. El barbero enrojeció.

—¡Demonios de chico! ¿No te enseñó la tabernera de tu madre a llamar a las puertas cerradas? —exclamó airado.

Dolfus se puso rojo, pero de vergüenza. Ricardo sonrió.

—Calma, Alvan. —Se giró a Dolfus—. ¿Qué ocurre?

—Señor, vuestro abuelo os convoca a la mesa. La cena está servida —explicó, aún colorado. Ricardo abrió los ojos como platos.

—¿Qué? ¿Ya? ¿Y está esperándome? —Se levantó rápidamente y se miró al espejo.

«No está mal. Pasable para cenar en familia y luchar mañana.

Que Solrac me ayude».

—Dolfus, tráeme un jubón y una capa. Deprisa —ordenó.

El sirviente hizo una reverencia y salió rápidamente. Ricardo se miró de nuevo al espejo.

«Voy a llegar tarde... y el abuelo se va a cabrear... Maldita sea».

Sonrió picarescamente al barbero.

—¡Eh, Alvan! ¿Qué tal un repaso a las patillas? —Rio.

***

Ricardo entró apuradamente en el salón inferior donde, en una gran mesa rectangular, aguardaba toda su familia. Había algunos guardias y el capitán de la guardia, Malcus, se encontraba a un lado, rígido como una estatua. A la cabeza de la mesa estaban su abuelo y su abuela, sentados juntos. A la derecha se encontraba en primer lugar su tío Justo y, junto a él, su esposa Candela, una belleza a ojos de cualquier hombre. De unos veinticuatro años, ya había dado dos hijos varones a Justo y se encontraba de nuevo en estado. Tenía una larga cabellera de un castaño claro que combinaba con sus ojos azules. Su rostro esbozaba la juventud y virtud de las mujeres norteñas, con unas facciones finas, que completaba con una nariz redondeada, pero respingona.

A pesar de ser su tía política, Ricardo le tenía mucho cariño, como a Eduardo. Junto a ella se encontraban los hermanos Máximo y Alfonsus. El primero y mayor, de unos once años, tenía el pelo moreno de su padre, ojos castaños y rostro y nariz redondeados que a Ricardo le recordaban a un pastel. Era alto para su edad, llegando ya a la altura del busto de su madre y tenía unas espaldas anchas, síntoma de en lo que podía convertirse físicamente al crecer. Alfonsus era opuesto a su hermano. Contaba con dos años de edad menos y su pelo era castaño claro, sus ojos azules, igual que su madre. El rostro era fino, con una expresión inocente que no combinaba con su carácter obediente y una inteligencia que sorprendía incluso al erudito de la familia, el tío Paio. Al contrario que su hermano mayor, tenía una nariz fina, y era bajito y delgado.

Al lado izquierdo de la mesa se encontraba en primer lugar, al lado de su abuela, el tío Paio, al que Ricardo sonrió apenas entró en el salón, pues hacía un mes que había salido en una de sus expediciones de estudio a las montañas circundantes y debía de haber vuelto apenas unas horas antes.

—¡Tío Paio! —Apuró sus pasos hasta plantarse junto a él, que se levantó y lo abrazó con una sonrisa de oreja a oreja en su rostro afable y redondeado.

Su tío era el mayor de los hijos de Malco Planell, con unos cuarenta años, aunque la edad ya se hacía notar en las arrugas de su rostro, las canas y entradas en sus cabellos morenos y en su espesa barba con algunas canas grisáceas. Ricardo ya era más alto y le costó abrazarlo debido a la barriga que sobresalía de Paio, en la que pegó unas palmadas con intención jocosa.

—Te veo bien, tío. También veo que no pierdes comida ni yendo de expedición. —Sonrió.

Paio medio rio con expresión de fastidio.

—Pedazo de sinvergüenza, no vas a cambiar, sobrino.

Un fuerte carraspeo interrumpió su saludo. Malco indicaba así cuando algo no le satisfacía. Y una de las cosas que no le satisfacía era que alguien entrara y no le saludara a él y Flora en primer lugar, cosa que había hecho Ricardo, en uno de sus arrebatos impulsivos.

—Ricardo, que te comportes de modo improcedente fuera de estos muros es una cosa ya fea, pero que también lo hagas aquí, a la mesa, es ya sumamente molesto.

El tono de su abuelo borró la sonrisa de Ricardo, que hizo una leve reverencia con la cabeza y se aproximó a saludar a su abuelo y su abuela, que sonreía, divertida por el enfado de su esposo, al que la edad había vuelto gruñón y más rígido.

—Mucho mejor, querido nieto, ahora siéntate. Algunos tenemos hambre. ¡La cena! —ordenó Malco, mientras Ricardo se sentó al lado de Alfonsus, saludándolo con un cariñoso palmeo en la cabeza.

Máximo se mostró contrariado.

—¡Primo! —berró—. ¿Por qué a mí no me saludas?

Ricardo soltó una fuerte carcajada. Máximo y él se llevaban bien, pero a menudo Ricardo solía meterse con su primo. Justo enrojeció por el gesto protestón de su hijo.

—¡Máximo! ¿Qué modales son esos? ¡Compórtate o cenarás mi puño, hijo! —exclamó en tono autoritario.

La amenaza era vana, pues nunca había puesto la mano encima a sus hijos, salvo algún cachete en ocasiones especiales, pero Máximo era el que más capones había recibido de su padre y calló.

Unos sirvientes con libreas esmeraldas comenzaron a colocar unas grandes bandejas repletas de comida y jarras de gran tamaño de agua, vino y sidra, excepto una de cerveza para Ricardo. El mayordomo jefe, Morgan, sirvió personalmente a Malco y Flora. El primero prefería beber sidra, mientras que Flora gustaba más de una buena copa de vino. Ricardo contempló el festín. Había pescado fresco, una gran pota de la que emanaba humo, patatas doradas y redondeadas y otro par de bandejas con costillas de cerdo y crujientes pollos asados.

Ricardo se frotó las manos ante el inminente bocado, pero esperó obedientemente a que sus abuelos fueran servidos y a continuación les tocó a los demás. Justo enfrente, junto al tío Paio, se encontraban sus primos Helix y Calixto, el primero vestido austeramente como de costumbre, pero Calixto parecía a ojos de Ricardo un tulipán, en tono despectivo por supuesto. No se llevaban bien, pero eran familia y ambos tragaban su mutuo desprecio por respeto a sus lazos de sangre.

—Ricardo, ¿qué ha pasado en mi ausencia? He oído rumores por el camino y nada más entrar a la ciudad —preguntó Paio, mientras degustaba la sopa caliente.

Ricardo sopló para enfriar la suya y se la tragó antes de contestar.

—No te preocupes, tío. Nimiedades —dijo en tono despreocupado.

La respuesta generó una expresión extraña en Paio y una de gravedad en Malco que aferró su copa, tallado en fina madera, de forma que casi crujió.