Juegos de amor I: Mi muñeca

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Juegos de amor I: Mi muñeca
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Letrame Editorial.

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info@Letrame.com

© Yusdi Cortez R.

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1386-968-1

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

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Para Aquel que me permite alcanzar todos mis sueños. Gracias, Papá.

A mi familia preciosa, por apoyarme y animarme todo el tiempo.

¡Los amo!

Amigas «tóxicas», gracias por sus oraciones.

Lunático sexy

La mañana comenzó más calurosa que los días anteriores, y ni siquiera con las ventanas abiertas el calor se disipa un poco, aferrándose a abrazar al apartamento completo y a sus dos habitantes; las dos jóvenes duermen apenas cubiertas con ligeras ropas que no las consumen en un calor sofocante del todo, y la brisa del ventilador solamente espanta a los mosquitos.

Monse fue la primera en despertar gracias al chirriante sonido de la alarma; su mano se posó sobre el pequeño botón para silenciar aquel escándalo que no produjo nada en Emilia; los cabellos negros de Monse descendieron por sus pechos apenas cubiertos por una ligera tela en forma de blusón, se dio cuenta entonces de que está sudando y de que Emilia está igual, pero profundamente dormida; y es que el cansancio por fin la venció casi a las cuatro de la madrugada, mientras que a ella la venció veinte minutos más tarde.

—Emilia —la llamó y no obtuvo respuesta, pues la muchacha está agotada a causa de noches en vela por culpa del infernal calor.

—Emilia, tenemos que ir a trabajar, despierta.

Un quejido fue la respuesta.

—Me ducharé. —Emilia asintió con los ojos cerrados y siguió dormitando.

Cuando Monse salió del baño la encontró ya despierta, con sus cabellos castaños agarrados de forma descuidada en un moño gigante y mal trecho; no importa cuánto ella no se cuide, sigue preciosa a pesar del espanto de moño que se corona sobre su cabeza, los ojos adormilados y la cara sin lavar; podría incluso llevar lagañas y baba y seguiría siendo bella. Cuando Emilia volteó a ver a Monse, esta desvió la mirada en un gesto sonrojado; gesto que Emilia nunca nota. Sin más se levantó de la cama por completo y se dirigió a la ducha, dejando a su amiga encargada del desayuno como casi todas las mañanas.

Salió del baño ya con el uniforme puesto, ya que Monse está incluso maquillada.

—Ten. —Le dio su plato y Emilia comenzó a comer. Monse se la quedó viendo una vez más, mientras ella está distraída hacia la ventana.

—¿Qué miras?

—El día, es bonito.

—¿Bromeas? Hace un calor infernal. —Emilia se encogió de hombros.

—Igual es lindo. —Para Monse y muchos, Emilia es una mujer artista; es delicada, observa todo con belleza (hasta lo que no lo es); es apacible, sutil y fina, aparte de hermosa; pero la fortuna no le ha sonreído en la vida como le ha sonreído en su aspecto físico por demás envidiable y altamente codiciable. La vida que Emilia ha llevado es desagradable para más de uno, con un padre alcohólico que lo único que tiene es una bella apariencia, y una madre que se desapareció hace años (cuando ella era solo una niña). Emilia ha experimentado el trabajo arduo y la pobreza extrema en la que apenas ha comido un trozo de pan, aun así ella ve el lado bueno de la vida, y es que, independientemente de su preciosa y delicada apariencia, sabe hacer muchas cosas; y si Monse la alimenta es porque está interesada en ella y porque siempre la ha visto frágil. Emilia no se disgusta por ninguna de las dos cosas; mientras no la dañen, ella es feliz; tampoco es que sea una oportunista, sino que compensa una cosa con otra; por ejemplo Monse odia lavar los platos, ir de compras, y todo eso lo hace Emilia; al final se reparten el trabajo, aunque una lo hace por deseo y la otra solo por justicia.

Ambas jóvenes salieron del apartamento para dirigirse al restaurante en donde trabajan; las dos llevan el mismo tiempo, y agradecen haber encontrado trabajo juntas y en el mismo lugar; incluso de lo mismo.

—Sé que hoy ganaremos mucho dinero en propinas gracias a ti —le dijo Monse—. Los hombres siempre se desviven por quedar bien contigo.

—Cada moneda es honrada para mí.

—¡Lo sé, lo sé! No estoy diciendo otra cosa. —Le echó el brazo al hombro un instante—. Quisiera ganar lo mismo que tú.

—También eres bella y mucho más carismática que yo.

—Hago más escándalo, es solo eso.

—Sonríes más.

—Pero tu sonrisa es la que deslumbra. Dime qué se siente.

—¿Qué?

—Ser tan bella.

—No lo sé. —Emilia se levantó de su lugar y detuvo el taxi que las llevará al trabajo.

Al llegar cada quien tomó su lugar y sus mesas correspondientes. Monse se dirigió a la planta alta donde fue asignada, y Emilia se quedó en la planta baja.

Las puertas se abrieron a los clientes a las nueve en punto como de costumbre. Emilia se dedicó a atender a sus respectivos clientes junto a otra chica; y como siempre aquellos varones que son atendidos por ella, se quedan encantados con su mera presencia.

Emilia despreció con educación cada propuesta que le hicieron, pero aceptó todas las propinas que no la comprometían a nada con nadie. Desde arriba Monse la cuida, ya que la muchacha siempre ha lucido frágil y teme que le hagan daño; pero Emilia siempre ha sabido cuidarse bien, y la vida ha sido su mejor maestra.

A la hora del descanso las dos se juntaron para comer y contar sus propinas recaudadas hasta el momento.

—Te lo dije, siempre tienes más; ¡mucho más!

—Esos hombres quieren comprarme con propinas, eso no es para nada halagador —replicó con el ceño fruncido. Monse rio.

—Es verdad, para nada te envidio; aunque reconócelo, Emilia, algunos hombres son guapos.

—La mayoría casados y los que no, solamente quieren una aventura. Sabes qué opino al respecto. —Monse asintió y siguió masticando su bocado.

Una vez que hubieron acabado, regresaron a sus lugares de trabajo. Ambas se dedicaron a seguir atendiendo mesa tras mesa.

Después de una hora, Emilia se dirigió a la barra para sentarse un momento, mientras una compañera que entró más tarde a su turno se dirigió a atender al nuevo cliente. Emilia vio entonces a un hombre sumamente atractivo, alto y fornido; infundado en un traje gris claro impecable y carísimo a la vista, lleva el cabello arreglado y el oscuro de este combina con sus hermosos ojos grises y resalta su tez blanca.

—Es muy guapo, ¿verdad? —preguntó otra de sus compañeras.

—¿Quién es él? —cuestionó intrigada.

—¿Disculpa? ¿Cómo es que no sabes quién es él? — Emilia se encogió de hombros—. ¡Ah, sí! Olvidaba que no llevas mucho tiempo trabajando aquí, y es que el señor Gallagher no había venido en los últimos meses, supongo que acaba de llegar a la ciudad. —Emilia lo perdió de vista cuando salió de su foco de visión.

—Parece un hombre importante —dijo al notar que lleva dos guardaespaldas con él.

—¡Ja! —expresó la muchacha—. ¿Que si es importante? Es el señor Vladimir Gallagher III, heredero universal de la agencia de autos deportivos Gallagher, ¿acaso no te suena eso? —Emilia asintió solo para darle la razón, ya que no es muy fanática de los autos; mucho menos deportivos—. También es un corredor excelente y muy famoso en ese ámbito, aparte del empresarial y social, querida.

—Se ve muy joven.

—Veintiocho años apenas y míralo, ¡todo un partido! —Lanzó un suspiro sonoro—. Lo que daría por estar con él y más por convertirme en la señora Gallagher. —Emilia intentó verlo, estirándose un poco pero está un tanto lejos y custodiado por su gente.

—¡Vamos! ¡A trabajar! —replicó el capitán de meseros. Las chicas se dispusieron a cumplir con sus deberes.

Su mirada gris cayó de repente en la mesa que está frente a él; en sí en la joven castaña y de ojos claros, los cuales tienen un tono verdoso o miel (dependiendo la luz). Vladimir bajó la mirada hasta sus labios rojos y naturales; así terminó por admirarla por completo. Con los dedos le pidió a su guardaespaldas que se acercara.

—Llámala —ordenó sin más. El hombre alto y robusto se acercó a la joven y carraspeó para llamar su atención.

—Señorita —dijo en cuanto los ojos de Emilia se enfocaron en él—. ¿Podría acompañarme, por favor? El señor Gallagher III desea hablarle. —Ella desvió la mirada hacia la mesa donde se encuentra Gallagher; este la observa con el ceño fruncido y sin pestañear. Emilia regresó su atención al guardaespaldas.

—Discúlpeme, caballero, pero estoy atendiendo esta mesa y… —El hombre dejó de prestarle atención y llamó al capitán de meseros.

 

—¿Qué se le ofrece, señor? —preguntó al saber que no se trata de él, sino de su jefe.

—El señor Gallagher III quiere a la señorita. —El capitán volteó a verla y ella hizo lo mismo con él.

—Ya escuchaste, Emilia, ve a atenderlo, yo me haré cargo de esta mesa —añadió enseguida para tranquilidad de los comensales y la muchacha. Ella asintió consternada, pero se acercó junto al guardaespaldas a la mesa del caprichoso joven.

—Buenas tardes, señor Gallagher, mi nombre es Emilia y voy a atenderle en esta tarde. ¿Qué desea ordenar?

—Siéntate. —El guardaespaldas haló la silla frente a su jefe. Emilia enarcó ambas cejas, desconcertada—. ¿Qué esperas, Emilia? Toma asiento. No volveré a repetirlo.

—Señor Gallagher… —titubeó, entonces el joven llamó a su guardaespaldas y le dijo algo al oído. Enseguida el hombre asintió y se dirigió hacia el capitán de meseros, quien se acercó de inmediato.

—Emilia, haz lo que el señor Gallagher III te está pidiendo y toma asiento. —La reprendió con la mirada para que lo haga; entonces se sentó ante dicha presión.

—Pide lo que quieras —dijo cuando el propio capitán le dio el menú. Emilia lo abrió y ante estar satisfecha por haber comido antes, alzó la mirada hacia el joven que ya la observa sin perder detalle—. ¿No te gusta? ¿Quieres otra cosa? ¿Ir a otro lugar? —Sus preguntas extrañas la abruman.

—Lo que sucede es que estoy satisfecha. señor Gallagher, porque en mi hora de descanso comí. —Vladimir frunció el ceño y realizó una mueca que asustó a todos.

—Entonces pide algo ligero, un postre quizá. —Emilia asintió ante la presión de su mirada y pidió el primer postre con el que se encontró—. ¿Te gusta el helado? —Ella asintió.

—Sí, es delicioso.

—Tráiganle helado —ordenó y el capitán se movió enseguida.

—¿Y usted?

—Yo ya ordené. —Emilia asintió sin saber qué más agregar—. Cuéntame de ti. ¿Cuál es tu nombre completo?

—Emilia Denson.

—¿Solo un apellido?

—De preferencia sí.

—Está bien. ¿Tienes familia?

—Un padre pero no lo veo.

—¿Y cuántos años tienes? —Le dieron su postre al mismo tiempo que empezaron a servir la comida del joven—. ¿Segura que no quieres? —Ella negó.

—Muchas gracias. Tengo veinte años.

—Eres muy joven —asintió sin más—. ¿Con quién vives?

—Con una amiga. —Vladimir bebió un sorbo de vino sin despegar la mirada de ella.

—Iré al punto. ¡Me gustas y quiero tenerte!

—No estoy en venta. —Sonrió.

—Nunca acepto negativas. —Emilia se tensó—. Eres bellísima y te quiero para mí. ¡Punto! No hay discusión. —De nuevo llamó a su guardaespaldas y le dijo algo al oído. El hombre asintió y salió del restaurante—. Voy a tenerte sí o sí, Emilia Denson. —Ella intentó ponerse de pie pero él la detuvo antes de que lo hiciera—. No te vas hasta que yo lo diga.

—Usted no…

—Claro que tengo todo el derecho. Hagamos las cosas correctamente, te entregaré un contrato, lo firmas, serás mía el tiempo que yo quiera y una vez que me aburras te dejo libre. ¿Qué opinas? —Iba a responder pero nuevamente no la dejó—. De lo contrario te voy a tomar sin tu consentimiento.

—Eso se llama secuestro.

—Di lo que quieras y a quien tú quieras. He puesto mi mirada en ti y te quiero, así que voy a tenerte. —Se llevó un trozo de carne a la boca sin inmutarse.

—¿Y para qué? —preguntó visiblemente asustada.

—Serás mi compañera.

—¿Compañera?

—Sí, compañera.

—¿De qué?

—De cama, de vida —dijo sin más, confundiéndola por completo al grado que la dejó callada.

—¿Y mi opinión no cuenta? —preguntó después de un rato.

—Depende qué opines.

—Opino que no quiero estar con usted.

—Esa opinión no me importa —respondió con el mismo semblante. Emilia se quedó observándolo; sigue atónita ante lo que está ocurriéndole, al grado que ha pensado que sigue dormida y está teniendo pesadillas. Con un poco de claridad en su mente, se dispuso a seguir dando su opinión, pero él la hizo callar antes de que pudiera hacerlo—. Ya no quiero que sigas hablando, a menos que sea para darme el sí —sentenció.

En cuanto terminó de comer se limpió las comisuras de la boca.

—Termina tu helado —dijo poniéndose de pie y marchándose en el instante, sin haber pagado la cuenta o haberla pedido siquiera.

—Se fue sin más —le dijo al capitán de meseros cuando se acercó a él.

—Es el dueño del restaurante, puede hacer lo que quiera. —Emilia se quedó boquiabierta ante la noticia—. Ahora regresa a tus labores —dijo sin más.

Una vez pasado el incidente, Emilia procuró realizar su trabajo con el mejor semblante y pretendiendo que no ocurrió nada fuera de lo normal.

Al terminar la jornada, ambas amigas se dirigieron de regreso a su apartamento. Monse la notó preocupada y entonces se atrevió a preguntar por lo sucedido; ella, como todos los presentes, se percató de que él la hizo sentarse en su mesa y le compró un helado, pero nadie más que ellos conocen los detalles. Emilia le contó a grandes rasgos.

—No deberías preocuparte; es más, me atrevo a decir que deberías estar acostumbrada.

—Uno nunca debe acostumbrarse a los acosos de ningún tipo, Monse —la reprendió.

—No quise decir eso.

—Está bien, soy yo quien está de mal humor por el lunático ese.

—Que para ser lunático está bastante sexy. —Emilia enarcó una ceja.

—Pensé que te gustaban las chicas. —Monse se sonrojó pues no es algo que vaya divulgando por ahí; y peor aún, le pesa que Emilia se haya dado cuenta de su gusto por ella; y siendo honesta consigo misma, Emilia es la primera chica que le gusta, pero con eso se dio cuenta de que simplemente estaba mal enfocada, o quizá está enfocada por partida doble; aún no lo sabe.

—¿Por qué dices eso? —cuestionó con timidez.

—Lo he notado, cuando observas a algunas chicas no lo haces de la manera en que yo lo hago.

—¿De qué manera lo haces tú?

—No las veo como potencial romance o cama; simplemente las veo y ya, y si nos caemos bien, las recibo como amigas, no más. —Se encogió de hombros—. Quizá hermanas, pero eso es otra cosa.

Siguieron trazando su trayecto en silencio hasta llegar frente al edificio donde viven.

—Sin importar gustos o preferencias —retomó Monse—. El lunático es sexy. —Emilia rio junto con ella, ya que por fin ese miedo que sentía se ha desvanecido, dejando el asunto como algo sin importancia.

El chiquero

De nuevo el calor las dejó dormir poco, y antes de seguir soportándolo, Monse prefirió levantarse e ir por jugos naturales y el desayuno para ambas porque hoy no quiere cocinar; y como Emilia es quien pagará dichas cosas, a ella le toca ir a buscarlas.

Emilia se despertó varios minutos después, y al ver el apartamento solo recordó en lo que habían quedado la noche anterior, así que se dispuso a ducharse y vestirse para cuando Monse regrese con las cosas.

Al terminar su baño y salir ya vestida con el uniforme, se asustó grandemente al encontrarse a Vladimir en la pequeña sala que conecta con la cocina. Los ojos verdosos de la chica se abrieron aún más cuando se encontró con su mirada gris fija sobre ella.

—¿Qué hace usted aquí? —pudo preguntar al fin.

—Vine a verte, ¿por qué vives en este chiquero? —cuestionó con desagrado.

—No es un chiquero, es mi apartamento —replicó indignada de que haya catalogado su espacio de dicha manera.

—No quiero que vivas aquí. ¡No me gusta!

—Quiero que se vaya. —Vladimir enarcó una ceja y después volvió a pasear la mirada por lo que sigue considerando un chiquero.

—Si voy a venir a verte no quiero que sea aquí. —Emilia se sorprendió ante sus palabras, pero pronto se recuperó.

—Si no se larga llamaré a la Policía. —Él caminó hacia el teléfono, marcó el número a su vista y se lo dio con el altavoz ya puesto. Emilia se quedó boquiabierta ante su comportamiento. Cuando la operadora le preguntó sobre la emergencia, ella le dijo que un hombre se encuentra en su casa.

—Soy Vladimir Gallagher III —respondió cuando la operadora le preguntó a Emilia si conocía al intruso.

—¡Señor Gallagher, discúlpeme! —Este no dijo nada y colgó la llamada, aventando el teléfono hacia el sillón de dos plazas. Emilia por su parte está sorprendida ante dicha escena.

—Si quieres seguir hablando con la Policía, hazlo, pero solo perderás tu tiempo. —Se encogió de hombros—. Pero créeme que yo no perderé el mío, Emilia. —La chica se quedó sin saber qué decir al respecto—. Traje el contrato —dijo ante su silencio.

—No voy a firmar nada —replicó.

—Como quieras, pero será más difícil para ti, Emilia.

—Usted está enfermo y desquiciado. —Él dio unos pasos hacia ella, haciéndola retroceder —. Si me hace algo gritaré. —Vladimir sonrió divertido—. Me defenderé hasta morir o matarlo. —Él enarcó ambas cejas ante su determinación.

—Me encantan las gatas salvajes —dijo con sorna, haciendo enfadar más a Emilia—. Pero no habrá necesidad de que saques tus garritas, Emilia, ya me voy. —Sonrió victorioso ante la conmoción de la joven; y sin añadir más, se dispuso a marcharse.

Una vez que abandonó el apartamento, ella por fin pudo soltar el aire; pensó en llamar a su padre pero pronto se dio cuenta de que está más sola que nada y que, aunque tuviera su apoyo, este no podría hacer nada por ella.

Varios minutos después llegó Monse con el desayuno; lo primero que notó fue a Emilia de mal humor.

—¿Qué sucede? —preguntó dejando las cosas en la barra.

—El lunático estuvo aquí. —Monse abrió más los ojos y la boca, completamente perpleja.

—¿Y cómo…?

—No lo sé. —Prefirió interrumpirla para que no terminara la pregunta. Le da miedo que él sepa dónde encontrarla y lo haya hecho con tanta facilidad; pero más la aterra que haya ingresado al apartamento sin aparente esfuerzo.

—¿Llamaste a la Policía?

—Sí. —Volteó a verla con un semblante que Monse nunca había visto—. Y lo respetan, incluso lo reconocieron y la operadora se mostró muy servicial, como si fuera una de sus empleadas. ¿Puedes creer eso, Monse? ¡Es aterrador!

—Y lo peor de todo es que trabajamos en su restaurante. —Emilia soltó un suspiro profundo y pesaroso—. Por favor, dime que no te hizo nada. —La contempló de arriba abajo. Emilia negó y Monse se tranquilizó al comprobar lo evidente—. ¿Y qué quería?

—Ofrecerme su estúpido contrato.

—¿Y si aceptas? —Emilia la observa con mirada inquisitiva—. Piensa que quizá solo quiere pasar una noche contigo y… —Se encogió de hombros.

—Me niego a que mi primera vez sea con él. —Monse reconoce que Vladimir es demasiado atractivo, pero su comportamiento da mucho en qué pensar; finalmente es como lo describió Emilia: ¡Aterrador!—. Solo es un tipo caprichoso y estúpido.

—Y poderoso, y rico… Y tú... —Emilia lanzó un suspiro más.

—Ya sé, yo solo soy una pobre don nadie con una linda apariencia.

—No eres una linda apariencia, Emilia, y lo sabes, eres bellísima y cualquiera que te conozca querrá estar contigo al menos una vez, qué se yo; besarte, tocarte… —El ceño fruncido de Emilia la hizo salir de sus propias fantasías y detenerse—. Mejor desayunemos y ya veremos qué hacer. Podemos no ir a trabajar.

—Da lo mismo, ese tipo sabe dónde encontrarme y necesitamos pagar las cuentas. —Ambas son conscientes de ello, también de que en el restaurante ganan muy bien gracias a las propinas, pues los clientes son personas con mucho dinero que no se miden a la hora de cumplir sus caprichos e incluir una buena propina; sobre todo para Emilia.

Decidieron hacer su día como de costumbre, así que después de desayunar con prisas, se dirigieron a su trabajo.

Al llegar empezaron a acomodar todo lo necesario para la apertura a las nueve. La compañera de Emilia, llamada Tamara, se acercó a ella.

—¿Crees que venga el señor Gallagher de nuevo? —Emilia sintió cómo se le pusieron los nervios de punta al escuchar hablar de él.

—Ojalá que no.

—Tú sí que eres tonta. —Emilia centró la mirada sobre la chica—. Es un partido, te invitó a un helado y seguramente quiere algo contigo. ¿Sabes lo que daría por que él me viera siquiera? —Emilia se quedó callada; y sí, reconoce que Vladimir es demasiado guapo, pero odia que sea tan abusivo y quiera obligarla a hacer algo que no desea. Tamara se alejó refunfuñando como si le hubieran hecho la peor ofensa. Emilia la perdió de vista cuando se dirigió a la cocina, y después se dispuso a seguir con sus labores para mantenerse ocupada.

 

A la hora de apertura todo comenzó a fluir de manera natural con los clientes llegando a distintos horarios; algunos en pareja, otros solos o en familia.

Pasó la hora de comida y nada, Vladimir no se ha parado por el lugar y, aunque Emilia lo agradece, también ha estado muy nerviosa; al grado de que durante el día se le cayó un plato repleto de sopa, el cual obviamente pagará con su sueldo.

—Eres un pequeño desastre ahora y no te culpo —dijo Monse al tocar el tema, viendo a su amiga con infinita ternura bañando su mirada. Emilia sonrió sin ánimo y siguió comiendo para recuperar sus fuerzas gastadas por el trabajo, su accidente y las mortificaciones.

El día transcurrió sin incidentes, y lo mejor para la joven Emilia (sin ver a Vladimir). Monse y ella retomaron su trayecto a casa como de costumbre, mientras Monse no deja de contar su historia con el chico que le coqueteó en el restaurante.

—Estás demasiado emocionada —dijo Emilia.

—Es la primera vez en meses que un chico tan guapo me coquetea —respondió risueña.

—No entiendo.

—¿Qué?

—¿Por qué te emociona tanto? —Monse sabe a lo que se refiere.

—Da igual, siempre es lindo que a una la aprecien.

—No siempre.

—Lo dices porque estás cansada de la atención, sobre todo del lunático sexy. —Se bajaron del autobús y comenzaron a caminar las cuadras restantes para llegar al apartamento.

—Tengo miedo —confesó Emilia después de un rato de silencio.

—¿De qué?

—De que esté en el apartamento esperándome.

—¿Tú crees eso?

—Ya no sé qué pensar.

—¿Y por qué no hablas con tu padre? —Emilia lanzó una risilla para nada feliz.

—Seguramente está ahogado en alcohol e inconsciente en un callejón como es su costumbre, ni siquiera recuerdo cuándo fue la última vez que estuvo sobrio. —Monse siente pena de verla tan acostumbrada a la condición de su padre, y a pesar de dicha costumbre sabe que ella en el fondo sufre por él.

—Fui tonta, perdóname.

—Solo quieres ayudar. —Le sostuvo la mano un momento en agradecimiento, y Monse sintió un nerviosismo que la recorrió durante ese breve instante de cercanía; entonces se dio cuenta de que no importa cuántos chicos la pretendan, su ser está enfocado en la joven castaña que va a su lado. Sonrió y siguió su camino junto a ella en silencio, ya que Emilia va sumergida en más que pensamientos; está trazando opciones que le puedan servir para librarse de Vladimir.

Una vez que llegaron al apartamento, Emilia le pidió a Monse que entre y revise el lugar.

—¿Y si tiene un arma y me asesina? —El rostro de Emilia reflejó el terror ante la broma, haciendo reír a su amiga—. ¡Perdón, perdón! —dijo abriendo la puerta del apartamento, y antes de que entrara, Emilia la detuvo—. ¿Qué sucede?

—¿Y si tiene un arma y te asesina? —Monse volvió a reír.

—Fui pesada, perdón, no lo dije en serio, Emilia. ¿Cómo va a asesinarme? —Entró sin más, y tras unos breves minutos, le indicó que todo está en orden.

—¿Y si viene en la noche y quiere abusar de mí? —Ahora su pobre cabeza tiene un revuelo repleto de temores. Monse se acercó a ella y la abrazó.

—No pasa nada, él no te hará daño; está loco, sí, pero no creo que llegue a tanto. —Emilia se apartó.

—Eso no me tranquiliza. —Monse le acarició el rostro con ternura, y antes de cualquier cosa, Emilia se apartó, entonces Monse se sintió apenada por molestarla, ya que bastante tiene con Vladimir acosándola como para convertirse en una más del montón que lo hace—. ¿Qué quieres cenar? —Emilia se encogió de hombros—. ¿Quieres que vaya a comprar algo? —Emilia negó de inmediato.

—Hagamos algo en casa. —Monse asintió y se dispuso a ayudarla para hacer la cena entre las dos.

Entrada la noche, Emilia por fin logró quedarse dormida, deseando con todo su corazón que al abrir los ojos en la mañana pueda despertar de esta nueva pesadilla.

Labios de sangre

Para su fortuna, Vladimir no vino en medio de la noche para abusar de ella o secuestrarla, así que se levantó de mejor ánimo; tanto que incluso comenzó a preparar el desayuno para ambas, ya que Monse sigue durmiendo porque el calor también se portó generoso con ellas al permitir el paso de un poco de brisa fresca.

—Dormilona —le dijo Emilia a Monse cuando esta por fin se apareció en la sala que conecta con el resto del pequeño apartamento.

—Tenía que aprovechar —respondió con voz adormilada.

—Hice emparedados con jamón, queso y las tapas bañadas en huevo frito como te gusta. —Monse enarcó en repetidas veces las cejas en son de felicidad—. También le puse verduras. —La morena realizó una mueca—. Y lo comerás todo o no volveré a hacer nada para ti.

—¡Está bien, mamá! —Ambas sonrieron y después se dispusieron a desayunar.

Durante el resto del día Emilia no dejó de buscar con la mirada a Vladimir Gallagher; lo hizo al ver entrar a cada cliente al restaurante, y cada vez que comprobaba que no era él, soltaba un suspiro de alivio.

Los días restantes no volvió a saber de él y de nuevo esa paz que tanto se esfuerza por encontrar y conservar, se apoderó de ella.

—Supongo que ya se le pasó el capricho —dijo Monse al ir rumbo al apartamento.

—Eso espero yo también.

—Aunque no puedes negar que es sexy. —Emilia le dedicó una mirada de reproche, pero en el fondo reconoce que sí; que Vladimir es sexy, y le pesa que esté loco.

Al llegar al apartamento se encontraron con que no hay despensa.

—Y también tenemos que pagar el alquiler —dijo Monse al ver dicho papel que indica tal cosa.

—Tú lo pagas mientras voy al supermercado. —Monse asintió y cada quien se dispuso a hacer sus respectivas tareas.

Emilia se encargó de comprar lo necesario para la despensa, y una vez que tuvo todo en su canastilla de compras se dirigió a la caja para pagar; observó en la fila algunas cosas que quiere pero que no puede comprar porque no son lo indispensable, y aunque le va bien con las propinas, ella tiene que tener siempre un ahorro por cualquier imprevisto; sobre todo si tiene que ver con su padre, bajó la mirada al recordarlo y de nuevo su corazón se entristeció al saberlo borracho en una calle; lanzó un suspiro repleto de sentimiento y volvió a centrar su mirada en aquel chocolate que tanto le gusta; salió de esa ensoñación cuando la chica de la caja le indicó que es su turno. Emilia avanzó y comenzó a vaciar la canastilla para pagar sus cosas; cuando la joven le dijo el monto, ella sacó su cartera, y al extender el dinero se encontró con una mano que sostiene una tarjeta color negra decorada con unas hermosas letras cursivas plateadas; siguió el recorrido de esa mano y enseguida se encontró con el dueño. Emilia abrió la boca lentamente y sus ojos se abrieron aún más. Vladimir se giró sin decirle una palabra y le dijo algo a uno de sus guardaespaldas; algo que Emilia escuchó pero no captó, ya que su mente no da para más. Vladimir la sujetó del brazo y la sacó del pequeño espacio entre caja y caja.

—Bruce se hará cargo de todas tus cosas. —Emilia se movió un poco hacia la derecha para ver la caja y notó entonces que la chica sigue pasando un producto tras otro, mientras lo que ella eligió se ha quedado rezagado en el fondo de la montaña de cosas. Emilia abrió más la boca en son de protesta pero la voz no le salió—. Te llevaré al chiquero donde vives.

—No, espere —pudo decir al fin—. ¡Mis cosas! —fue lo que dijo después de otro lapso de titubeo repleto de asombro. Vladimir volteó sutilmente hacia la caja y observó la montaña de productos que siguen acumulándose.

—¿Qué sucede?

—Quedaron en el fondo de… sus cosas.

—¿Mis cosas? —preguntó visiblemente confundido; confundiéndola aún más.

—Sí, sus cosas.

—Eso no es mío, es tuyo. —La boca rojiza de Emilia volvió a abrirse de abrupto al escuchar aquello.

—Pero yo no tengo para pagar todo eso.