Buch lesen: «De hadas unicornios y un cisne en las estrellas»
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© Yaleska Velásquez
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz
Diseño de portada: Rubén García
Supervisión de corrección: Ana Castañeda
ISBN: 978-84-1386-844-8
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A ti. A ustedes.
Prólogo
Érase una vez el cuento. El cuento era pequeño, sutil, quizá a veces hasta pecaba de inocencia. Pero solo en su piel. Si vas más allá, si te sumerges en sus entrañas y empiezas a bucear en su interior, encontrarás tesoros, maravillas y sueños dignos del mejor prestidigitador.
El cuento creció, se ramificó y evolucionó hacia distintas vertientes. Pero había algo que no cambiaba, un factor invariable que, si lo encontrabas, te otorgaba los mejores regalos posibles. «No te dejes engañar por las apariencias. La belleza en sí se encuentra en el alma», dijo Gabrielle-Suzanne Barbot de Villeneuve en su libro La bella y la bestia. Esa es la esencia, el alma del cuento: su belleza. La belleza es la que atrae al lector a leer lo que parece que son unas pocas páginas, casi como sin importancia (siempre enfrentado el cuento a la novela), hasta que, de repente, ahí está. La belleza.
De hadas, unicornios y un cisne en las estrellas es el título del libro escrito por Yaleska Velásquez, y se ajusta perfectamente a la esencia del cuento: su belleza más allá. En este caso, la belleza se encuentra en lo fantástico, la magia que sobrevuela estas tres historias edificadas sobre la, muchas veces, triste realidad. Es ahí donde el lector va a poder realizar su primera conexión con las historias: la realidad que nos presenta Yaleska puede ser real. Pobreza, miseria, tristeza, hambruna, corrupción… Todos esos conceptos que a veces, por desgracia, asolan a la humanidad, salpican estos cuentos.
Es justo a partir de las malas experiencias que podemos vivir como individuos donde Yaleska se alza y nos pone por delante el poder de nuestros sentimientos, de nuestra esperanza, de nuestras creencias. Dijo Cortázar lo siguiente: «Un cuento es significativo cuando quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta». Y la autora rompe los límites de la miseria y la podredumbre humana con esa explosión de energía feérica que transporta al lector más allá, ayudándolo no solo a ver la luz en la oscuridad de los protagonistas, sino a encontrar su propia luz para huir de las sombras que lo acechen.
El cuento siempre trae belleza consigo. Y la belleza de estos cuentos es la esperanza. La esperanza de superar los baches de la vida y de valorar lo que realmente importa.
Manuel Cruz Rodríguez
EL REINO DE LOS UNICORNIOS
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“… Y si tuviera un deseo, pediría no extrañarte”.
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—¡Recoge tus juguetes, Samantha! Es hora de dormir.
De pequeña me encantaba creer en los cuentos de hadas. Mi madre siempre fue mi mayor aliada, siempre sabía cómo hacerme soñar. Cuando era niña me contaba historias a la hora de dormir, me encantaba escuchar todos los relatos que había en su inagotable repertorio de cuentos. Era una especie de biblioteca andante, para mí estaba llena de magia. Me gustaba contarle mis sueños mientras me arropaba entre las sábanas.
—Mami, ayer soñé con un caballo, un gran caballo alado que volaba entre las estrellas, ¡era tan bonito! Hice un dibujo de él, ¡mira!
Tomé de mi mesa de estar la hoja de papel sobre la cual había hecho el dibujo y se lo enseñé, orgullosa. Mi madre me sonrió y se sentó a mi lado. Tomó el dibujo con sus manos y lo observó detalladamente, luego me preguntó:
—¿El caballo también tenía un cuerno en su cabeza?
Pensé un poco recordando mi sueño.
—Mmm, no, solo tenía unas alas muy bonitas, y volaba muy cerca de la luna.
Con mis manos hacia piruetas de como el caballo volaba por los aires. Mi madre me sonrió y luego agregó con emoción:
—¿Quieres que te diga un secreto? Esos caballos alados existen, pero no se lo puedes decir nadie.
Mis ojos se llenaron de sorpresa junto a una sonrisa llena de emoción.
—¿En serio, mami?
—Sí. Pero es un secreto, se supone que nadie lo ha de saber. Son blancos y poseen grandes alas, y también un hermoso cuerno en su cabeza. Viven en las estrellas. Se llaman unicornios.
El nombre resonó en mis oídos.
—Unicornios… Qué nombre tan bonito —repetí para mi asombro.
—¿Quieres que te cuente su historia?
Brinqué en mi cama de emoción.
—¡Sí!
Mi madre sonrió aún más mientras me miraba con ternura.
—De acuerdo, pero debes prometerme que no le contarás de su existencia a nadie, ¿lo prometes?
—¡Lo prometo!
Mamá se acomodó junto a mí en un pequeño espacio de la cama y me dio mi dibujo. Luego comenzó el relato.
“Dicen que los unicornios viven en un reino de alturas; dicen que es un reino puro y espectacular; dicen que allí viven y reinan en conjunto con la paz y la armonía y que la única forma de llegar a este reino es a través de un mismo unicornio quien, voluntariamente, dejará montar en su lomo a aquel quien no tenga miedo de volar. Dicen que está formado de un simple prado ubicado por encima de las nubes, más allá del cielo, oculto del ojo humano. Allá donde durante el día el sol es más brillante y la luna un poco más inmensa durante la noche argéntea. Allá donde todo cobra un nuevo sentido.
Pocas veces bajan a la Tierra, lugar del pecado y la impureza. Lugar donde ellos solían explorar la belleza de la naturaleza, esa belleza que los humanos aprendieron a ignorar con extrema facilidad. Aquí en la Tierra, los unicornios no buscaban alimento; se alimentan de las estrellas, sin embargo, se sabe que algunas veces, confundidos y curiosos por las luces de las grandes ciudades y los espectáculos pirotécnicos, uno que otro unicornio bajaba a la Tierra en busca de alimento y, los humanos, al ver esta especie de caballo alado y un hermoso cuerno de diamante, no soportaban la tentación de adueñarse de aquella criatura fantástica, y mucho menos de aquel precioso cuerno, y es por eso que uno que otro unicornio murió a manos de los humanos, quienes guiados por la codicia y el deseo, acabaron con la vida de los hermosos caballos alados en la Tierra. Desde ese entonces, se han refugiado en el cielo, y nunca más se les volvió a ver caminar sobre el suelo. Algunas personas dicen que solo los han visto en las horas más oscuras de la noche, y a veces, en los sueños”.
El relato había culminado, pero su final dejó una duda en mí.
—¿Las horas más oscuras de la noche? —pregunté.
Mi madre me miró y me sonrío.
—Justo antes del amanecer.
—Justo antes del amanecer... —repetí.
Tomé el dibujo que tenía en mis manos y empecé a jugar con él. Simulaba el vuelo del unicornio, mientras movía la hoja en el aire. Entre piruetas me corté con el papel.
—¡Auch! —exclamé de dolor.
Vi como un poco de sangre salía de uno de mis dedos. Dejé caer una lágrima. Mi madre me abrazó y tomó mi mano para darme un tierno beso justo donde se encontraba la pequeña herida.
—Tranquila, mi angelito, no hay nada en este mundo que te pueda derrumbar. Eres más valiente de lo que tú crees.
Limpió la lagrimita que corría por mi rostro.
—Es hora de dormir, mi pequeña Sam, ya tendremos tiempo para más historias mañana.
Besó mi frente, apagó las luces y se fue.
Revisé mi pequeña herida y la gota de sangre ya se había esfumado. Estaba convencida de que mi madre era un hada llena de magia.
Mis ojos se quedaron abiertos por un par de minutos más recordando el relato. “Unicornios… Los veré volar justo antes del amanecer”.
**********
Atlanta, 1947
Los sueños son una bendición, y más aún cuando los ves cumplirse. Estaba preparándome en casa para la celebración de mi primer año de matrimonio con mi esposo, el ahora comerciante John Calligan. Hacían ya más de 365 días desde el momento en el que decidimos darnos el “sí, acepto” frente al altar, y no podía estar más emocionada de celebrarlo. John me llamó ese día temprano en la mañana desde la oficina para advertirme de que me pusiera mi mejor vestido para ir a cenar esa noche a un restaurante muy elegante. Luego quizás iríamos un rato a caminar por el malecón de la playa o a algún parque de diversiones a reírnos un poco. Fuésemos a dónde fuésemos, iba a ser una gran velada.
La primera vez que vi a John fue en un lugar poco común en lo que a citas amorosas se refiere. Fue en Atlanta, en el año de 1946, un año después de que la guerra terminara. Estaba con mi amiga Melissa celebrando en un pequeño restaurante de la ciudad su cumpleaños número 17. Antes de tener que ir hasta su casa, donde nos estaban esperando su recatada y comedida familia. Juntas nos fugamos después de clases hacia aquel restaurante para celebrar a nuestra manera su nacimiento. Melissa y yo estábamos bromeando acerca de quién se tomaría el batido de helado más rápido, cuando de repente por la puerta del restaurante entró un hombre blanco, prolijo, de unos 24 años de edad, medianamente alto, delgado y de ojos verdes. Iba vestido con un traje azul marino junto con unos zapatos negros, exhaustivamente pulidos, que hacían juego con la corbata negra. Todo esto iba acompañado de un sombrero fedora de color azul, al igual que el resto del traje. Al terminar su brillante entrada, se sentó junto al bar y posó su sombrero sobre la barra, dejando al descubierto una larga y bien acomodada cabellera de color castaño que atraería las tijeras de cualquier peluquero. Melissa, quien observaba cómo se me iba la baba por aquel joven galán, me pellizcó el brazo para recuperar mi atención después de que el caballero se la hubiera quitado sin permiso.
—¡Auch! —exclamé luego de aquel pinchazo de dolor —. ¿Qué quieres? —le dije en un tono amargo. En verdad me había dolido el pellizco.
—Tal vez me gustaría que recuperaras tus ojos y los colocaras de vuelta en tu cabeza, ¡casi matas al pobre chico de tanto clavarle la mirada!
—¿De qué hablas? Yo no estaba mirando a ningún chico, solo me distraje por un momento.
—Claro, te distrajiste clavando los ojos en él, ¿no?
—¡Claro que no, Melissa! En verdad estaba pensando en algo… —ella sabía que mentía, pero yo no quería admitir que tenía razón. Detestaba darle la razón a Melissa porque muchas veces la tenía.
—Claro, lo que digas, Samantha, de seguro pensabas en los unicornios y esas cosas. Acompáñame, quiero ir a tomar algo del bar.
—Pero somos menores de edad…
—Y también somos unas chicas muy atractivas, ¿no? Nada que un buen hombre cantinero no pueda resistir, ¡vamos!
Odiaba cuando me forzaba a hacer ese tipo de cosas, y me odiaba a mí aún más por no poner ni un poquito de resistencia a lo que ella decía. Yo sabía que a Melissa no se le había antojado ningún trago, tenía más ganas de verme a mí, coqueteando con aquel chico buen mozo, que cualquier otra cosa. Al llegar al bar, Melissa se sentó a una silla del chico de traje azul marino, a quien tenía a su derecha, y en la otra silla colocó su bolso, dejando un puesto vacío entre ella y él, por lo que el mensaje era claro y preciso: siéntate al lado del galán fedora.
Me senté en el puesto vacío entre Melissa y el galán del sombrero azul. Al estar a su lado pude olfatear una muy rica colonia masculina que provenía de él. Me senté derecha, disimulando una actitud desvergonzada al ser menor de edad y estar en la barra de un bar. Debo admitir que estaba muy nerviosa. El chico volteó y me dio una mirada de asombro; algo en mí causó esa expresión en él, pero no sabía si era algo bueno o algo malo; sus ojos se abrieron como platos. A juzgar por mi vestimenta, llevaba puesto un vestido blanco con pequeños corazones azulados sobre él, adornado con un cinturón apenas visible a la altura de mi delgada cintura; tenía el cabello suelto para así dejar ver mi larga cabellera negra, y tenía mis labios pintados de rojo, que hacía resaltar mi piel blanca. Mis ojos no eran un problema, ya que eran aceptables: marrones y grandes junto con una nariz perfilada, mi más grande atributo. No había razón por la cual disgustarse con mi atuendo a menos que no le gustaran los vestidos con corazones azulados. Pero en poco tiempo él mismo me hizo llegar su opinión.
—Lindo vestido —me dijo con una sonrisa.
—Gracias —le respondí un poco tímida.
Me sonrió aún más al notar mis nervios. Luego prosiguió.
—¿Cómo te llamas?
—¿Mi, mi nomb…? —tartamudeaba, no podía creer que preguntara mi nombre tan rápido—. ¿Mi nombre? Mmm, Samantha Deal.
—John Calligan —dijo sin titubear.
—Tienes un buen apellido —dije.
Hizo una pequeña mueca de aprobación.
—Me alegra que te guste, porque será el apellido que llevarás de ahora en adelante si es que aceptas ir a bailar conmigo ahora mismo ¿qué dices?
Su rostro no expresaba ni una migaja de duda. No podía creer que aquel chico me estuviera invitando a bailar con él después de tan solo intercambiar una o dos palabras, pero eso para mí era más que suficiente, había algo en él que no dejaba de causar emoción en mí. Volteé a ver a Melissa quien (descaradamente) se encontraba tomando un escocés a mi lado. Fue ella la que me dijo:
—Ve a bailar con tu marido, yo aquí estoy bien en compañía del cantinero. Yo pago la cuenta —terminó su oración con una sonrisa pícara y un guiño.
Sin pensarlo dos veces, me di la vuelta y seguí a John hasta la puerta de su auto. Nos fuimos a bailar, tal y como él lo había sugerido. Luego terminamos cenando en uno de esos restaurantes de caviar y champagne. Hablamos durante toda la noche, nos conocíamos entre risas e historias. Mi dulce caballero, había sobrevivido a la guerra y a muchas cosas más, era un exitoso editor de libros, sabía muy bien cómo contar una historia. Lo que es más aún, sabía cómo tratar a una dama, sabía cómo enamorarme con sus pequeños gestos de cortesía. Solo me bastó una noche para saber que lo iba a amar por el resto de mi vida.
Entre besos y caricias amanecíamos de vez en cuando. La noche anterior siempre era la culpable de llevarnos a ese jugueteo. John eran tan cariñoso y tan especial, me llenaba de sonrisas a cada momento, de flores, de halagos; de sueños y momentos divertidos; me hacía sentir infinitamente especial. Yo lo amaba con locura a cambio de toda su existencia. Sus ojos eran un refugio tan sagrado para mí que no tenía forma de escapar de ellos, y era de hecho, el último sitio del cual quería escapar. Quería quedarme ahí para siempre.
Y ahí estaba, contigo en tu cuarto mientras el sol despertaba y nos arropaba con el dulce calor del amanecer. “Quédate conmigo”, me decías mientras me abrazabas como si fuera lo más preciado para ti en este mundo. “Para siempre” susurré mientras cerraba los ojos y me acurrucabas en el calor de tus brazos.
**********
La noche se hacía corta mientras nos acercábamos a aquel restaurante del que tanto me había comentado, John quería celebrar nuestro aniversario en grande y qué mejor manera de empezar la celebración que brindando con un fino champagne, sobre una mesa de punta en blanco, mientras bromeábamos acerca de cómo no tenemos ni idea de cómo comernos una langosta. Estando en un semáforo aprovechó una luz roja para tomar mi mano y plantar un dulce beso sobre ella.
—Tengo grandes planes para esta noche —me dijo mirándome tiernamente.
—No lo dudo, te conozco más de lo que tú crees —le dije sonriendo.
—Tal vez, pero no me conoces lo suficiente como para adivinar todo lo que tengo planeado para los dos —concluyó plantando un último beso en mi mano.
“Yo planeo pasar el resto de mi vida contigo”, pensé para mí.
La noche era joven. Las luces del Teatro Roxy en la calle Peachtree iluminaban el interior del auto. Jóvenes enamorados iban de la mano entre sonrisas y susurros. “Qué bonito es el amor”, pensé. Te hace sentir vivo de una manera distinta a la que ya habías experimentado antes. John era mi completa felicidad.
Ambos estábamos distraídos cuando de repente escuchamos los chirridos de un caucho intentando frenar desesperadamente seguido de un terrible sonido que parecía ser de dos autos estrellándose. Luego de esto estuvimos en primera fila para presenciar cómo un camión de agua gigantesco perdía el control al ser atropellado por un costado y de esta manera patinó directamente hacia nosotros sin ningún tipo de freno. Inevitablemente, el inmenso camión se estrelló directamente sobre el coche, aterrizando sobre el Chevy Bel Air 45’ de John y destrozando toda pieza que lo integraba. De manera inmediata, ambos perdimos el conocimiento.
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Abrí los ojos tan pronto como pude despertar. Estaba acostada sobre el asiento del copiloto y el techo del auto estaba a solo unas pulgadas de mi rostro. El capó del coche aplastaba mis piernas. El camión ya no estaba encima de nosotros. Para mi sorpresa, no me dolía nada, parecía no haber sufrido ni un rasguño. Volteé mi rostro hacia la izquierda para chequear a John. Él seguía inconsciente y tenía una grave herida en el costado izquierdo de su cabeza; pude notar cómo lenta y costosamente seguía respirando. Al ver a los paramédicos abrir la puerta del costado de John y sacarlo con sumo cuidado, me tranquilicé. Quería hablarle, quería decirle que todo iba a estar bien.
Mis pensamientos fueron interrumpidos por un par de bomberos que intentaban abrir la puerta del copiloto, que era donde yo me encontraba. Miré nuevamente mis piernas y me di cuenta de que el capó del auto estaba perfectamente aplastado sobre ellas. Había mucha sangre, más de lo que pude haber notado antes. Pero el dolor era casi nulo, puedo jurar que no sentía nada.
—¡Trae la sierra eléctrica, no podemos dejarla adentro por mucho más tiempo, está perdiendo mucha sangre!
Los paramédicos realmente tenían una cara de preocupación en sus rostros como si en verdad estuviese a punto de morir. Quería decirles “no pasa nada, chicos, les juro que me siento bien”, pero por alguna razón mis labios estaban silenciados e incapaces de producir cualquier sonido. Era como estar en uno de esos sueños en el cual no tienes control de tu cuerpo. Finalmente, uno de los bomberos se hizo con una gigante sierra eléctrica y empezó a cortar la puerta del coche. Podía ver como las chispas salían rápidamente al hacer contacto con el metal. Empecé a sentir un poco de calor en mis piernas, creo que venía de la sierra. Luego sentí frío, era una sensación que iba y venía. Pude escuchar como afuera uno de los paramédicos que estaba con John le decía a los bomberos: “¡Necesito llevarlo al hospital, ya no puedo esperar por la chica, está perdiendo el pulso!”. Volteé mi rostro para ver a John, para poder ver qué estaba sucediendo. Los paramédicos lo acomodaron en una camilla y lo subieron a una ambulancia. Su rostro estaba cubierto por tanta sangre que apenas si podía reconocer a mi marido. La ambulancia aceleró entre semáforos y tomó una vuelta en U improvisada. Me empecé a asustar un poco.
“¿Qué pasa, querido? Se supone que debemos celebrar nuestro aniversario juntos, no te vayas sin mí. Aún queda tanto por hacer esta noche… ¡Ni siquiera hemos empezado!”.
Me distraje por un fuerte ruido que indicaba que ya habían removido la puerta del auto por completo para poder tener un mejor alcance a mis piernas. Pobre de ellas, todo el peso de un camión gigantesco de agua había sido amortiguado por ambas. Intentaron quitar el capó aplastado. Otra vez entró a escena la sierra. Lo hicieron trizas en cuestión de minutos y mis piernas lograron liberarse, lograron liberarme a mí. Un paramédico empezó a sacar mi cuerpo del auto para acostarme encima de una camilla. Fue un trabajo de dos.
—Haz un torniquete en ambas piernas, hay que parar el sangrado de las arterias.
Los paramédicos me preparaban para llevarme al hospital.
Definitivamente había un problema con mis piernas, empezaba a sentir mucho frío en ellas. Sentía como si estuviese sumergida en un río durante el invierno; tal vez lo estaba. De cualquier modo, era mejor sentir frío que dolor, soy de esas personas que con solo una cortada de papel llora de manera incesante como una niña de tres años al caerse. La camilla se movía, me llevaban al interior de la ambulancia. Sentí un frío estetoscopio hacer contacto con mi piel en busca de latidos.
—Tenemos pulso, pero está decayendo lentamente.
“No se preocupe, doctor, mi corazón aún está aquí”.
Volteé a echarle un vistazo al averiado Chevy de mi querido John, estaba hecho un desastre, apenas se podía apreciar que aquello había sido un automóvil último modelo. Frente a él se podía ver un camión de agua el cual había sido removido de encima del diminuto coche, con una ligera abolladura sobre uno de sus costados. Un poco de agua corría por la calle, la cual estaba completamente paralizada debido al accidente. Qué difícil va a ser explicarle a la gente lo que pasó. “¡Nos cayó un camión de agua encima! Pero solo perdimos el auto, nosotros estamos bien”.
Volví a sentir el helado estetoscopio sobre mi pecho. La ambulancia empezó a andar.
El trayecto al hospital fue corto, no recuerdo mucho salvo sentir un montón de frío, esta vez no solo en mis piernas, sino en todo mi cuerpo. ¿Dónde estás cuando te necesito, John? Ahora más que nunca me vendría bien acurrucarme entre tus brazos. Solo podía ver a los paramédicos y a sus uniformes no tan blancos; estaban llenos de mucha sangre. ¿De dónde venía? Tal vez ellos también estaban heridos, tal vez un camión de agua se les volcó en el camino.
Llegamos al hospital, un montón de enfermeras y médicos me recibieron entre nerviosismo y preguntas, sentí un millón de estetoscopios posarse sobre mi cuerpo, tenía tanto frío.
“Chicos, por favor, ¿les importaría no auscultarme por ahora? Les prometo que mi corazón está bien. Solo tengo frío. Si me permitieran estar en los brazos de mi querido, por solo un momento…”.
Mi cuerpo empezó a servir como herramienta de trabajo para los doctores. Uno de los paramédicos se tomó la molestia de develar mi identidad secreta: “Dieciocho años, Samantha Calligan, es la esposa del chico”. Efectivamente, señor paramédico, y lo que es más, hoy celebramos nuestro aniversario. “Necesitamos llamar a sus padres, tienen que estar aquí en caso de fallecimiento” ¿Fallecimiento? ¿Acaso hablaban de John? Sí, por favor, llame a mi madre, doctor, llámela, que ella sabe cómo detener un sangrado.
—¿Samantha?
“¿Sí, doctor?”.
—Quédate con nosotros, Samantha, quédate con nosotros.
“Aquí estoy, doctor”.
—Mantén tus ojos abiertos, necesito que mantengas tus ojos abiertos para mí, Samantha, ¿de acuerdo?
“De acuerdo, doctor”.
Llegamos a una sala de operaciones, podía ver todas las máquinas, todos los instrumentos de quirófano. Alguna vez quise ser enfermera, quería jugar a ser una heroína, pero qué va, esto de la sangre no es lo mío. Estacionaron mi camilla. Traspasaron mi cuerpo a una nueva. Noté que había más doctores en la habitación, que había otro paciente. Por el rabillo del ojo logré mirar un rostro ensangrentado. Era John, mi querido John. Los doctores parecían tener toda su atención en su cabeza, estaba tan golpeada.
—Hay que realizar una transfusión de sangre, administra la vía de inmediato.
Sentí como mis brazos eran penetrados por pequeñas agujas de metal. Miré detalladamente a John, podía ver como su pecho aún se movía lentamente, aún respiraba.
—Pulso estable, hay que cerrar la herida por completo y trasladarlo a la siguiente habitación.
John parecía estar bien, parecía que en cualquier momento iba a abrir los ojos y se iba a voltear a sonreírme. Cuánto lo necesitaba.
—Necesito ayuda con la chica, ¡necesito que me ayuden a parar la hemorragia!
Vi como varias enfermeras que estaban con John se trasladaron hasta donde yo estaba. Solo un par de pasos a la derecha.
—Samantha, mírame, ¡quédate conmigo, necesito que te quedes conmigo!
“Aquí estoy, doctor, pero no lo puedo mirar, mi esposo está a solo unos centímetros de distancia y hoy es nuestro aniversario. Necesito estar con él”.
Las enfermeras parecían estar un poco nerviosas.
—Perdimos pulso, doctor, su corazón ya no está latiendo.
“¡Sí lo está! ¿Acaso no lo sienten?”.
—Intentemos reanimación, ¡sigan trabajando en esa hemorragia!
Sentí una fuerte presión en el pecho que me sofocaba. El doctor ponía sus manos sobre mí y presionaba por encima de mi corazón de manera incesante. Contaba hasta cinco y luego me auscultaba; volvía a empezar otra vez.
“Uno, dos, tres, cuatro, cinco”. Estetoscopio.
“Estoy bien, doctor, se lo prometo, solo quiero estar con mi esposo, solo déjeme estar con él”.
“Uno, dos, tres, cuatro, cinco”. Estetoscopio.
Las enfermeras y los doctores se repartían los baños de sangre mientras jugueteaban con mis piernas entre gasas y agujas.
“Uno, dos, tres, cuatro, cinco”. Estetoscopio.
—¡Saquen al esposo de aquí! No quiero que la vea así en caso de que despierte.
Los médicos que se encontraban a mi lado procedieron a llevarse a John fuera de la habitación, ya se encontraba fuera de peligro.
“Uno, dos, tres, cuatro, cinco”. Estetoscopio.
“No, doctor, por favor, dígales que lo dejen aquí un rato más, necesito verlo, necesito estar con él, necesito decirle que todo va estar bien”.
“Uno, dos, tres, cuatro, cinco”. Estetoscopio.
Mientras la reanimación seguía, podía ver el rosto del doctor, lleno de determinación y un poco de miedo. Sus brazos presionaban con más fuerza cada vez mi pecho; entre auscultaciones se comunicaba conmigo. Escuchaba su voz en la lejanía.
—Samantha, no cierres tus ojos, quédate conmigo, vamos, quédate conmigo.
“Uno, dos, tres, cuatro, cinco”. Estetoscopio.
Cerré mis ojos por un momento a pesar de la petición del doctor. Me sentía agotada, quería descansar un poco.
—¡Samantha, abre los ojos!
“Estoy aquí, doctor, estoy aquí”.
“Y ahí estaba, contigo en tu cuarto mientras el sol despertaba y nos arropaba con el dulce calor del amanecer. ‘Quédate conmigo’, me decías mientras me abrazabas como si fuera lo más preciado para ti en este mundo. ‘Para siempre’, te susurré mientras cerraba los ojos y me acurrucabas en el calor de tus brazos”.
“Uno, dos, tres, cuatro, cinco”. Estetoscopio.
La habitación se llenó de un silencio sombrío seguido de un prolongado suspiro por parte de mi doctor. Apartó su vista de mí para observar el reloj colgado en la pared del quirófano, es parte del protocolo registrar la hora en la que nuestros cuerpos se vuelven más livianos. El estetoscopio finalmente tomó un descanso de mi corazón.
“Vas a estar bien, querido mío, feliz aniversario de bodas”.
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Es curioso morir, no se siente casi nada al hacerlo. Es como quedarse dormido lentamente, como caer en un sueño profundo luego de tener un día agotador.
Abrí mis ojos nuevamente y me hallé en la misma habitación de hace unos momentos atrás. Los doctores ya no estaban sobre mí, algunos de ellos se encontraban en una esquina del cuarto con un par de enfermeras escribiendo datos en una tablilla. Pude escuchar parte de su conversación.
—¿Hora de muerte? —preguntó una enfermera.
—Doce y cuarenta y cinco de la noche —respondió el doctor con desánimo.
Ya no quería estar ahí. Me levanté de la camilla y noté como ya no me sentía agotada; ya no tenía frío, mis piernas se encontraban bien. Había mucha sangre en la camilla, en el piso y algunas otras partes del cuarto, pero ya mis piernas no estaban sangrando, así que decidí pararme e irme de ahí.
“¿Dónde estás, John?”.
Caminé por el pasillo de emergencias en busca de mi amado. Recordaba haber escuchado que ya estaba bien y no podía esperar a verle de nuevo después de haber pasado por aquel embrollo. Pobre de él cuando le cuente que fue de su querido Chevy… Hay cosas peores en esta vida.
Miraba las habitaciones buscando tener suerte. Las luces fluorescentes me llevaron hasta los cuidados intensivos. Los doctores iban y venían con sus batas blancas. Es irónico que la muerte haga vida en un lugar que trata de inspirar a la tranquilidad; tal vez es porque eso es lo que significa. Busqué entre más habitaciones, hasta que finalmente lo encontré.
Detrás de una habitación llena de cortinas y camillas pude distinguir a mi esposo. Fue fácil descubrirlo debido al amplio vendaje que cubría su cabeza. Había un par de enfermeras monitoreando su pulso y su respiración. Yo solo quería abrazarlo, sentir de cerca como latía su corazón.
Di un par de pasos hasta su cama y me senté a su lado. Las enfermeras seguían llenando estadísticas de su ritmo cardíaco sobre una hoja de papel. John era tan fuerte, por supuesto que no se iba a morir; tantas horas y misiones allá afuera en el campo de guerra y había regresado intacto, con su corazón más grande y fuerte que nunca. Su pulso nunca se iba rendir, al menos no por ahora. Suavemente tomé su mano entre la mía, noté que ya no podía sentir su calor. Posé mi mano sobre su pecho para percibir sus latidos, esos sí los pude sentir. Mi hombre lleno de vida… Vi su rostro entre moretones y un poco hinchado y no pude evitar sentir un escalofrío en mi cuerpo, nunca estás preparado para ver al amor de tu vida así. Lo acaricié suavemente teniendo cuidado de no lastimarlo.