No Podemos Callar

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No Podemos Callar
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No Podemos Callar



Catolicismo, espacio público y oposición política. Chile 1975-1981



Martín Bernales Odino



Marcos Fernández Labbé



Editores



Este libro es producto del Fondecyt Regular 1170613, “Catolicismo y política.



Vocabulario conceptual, opinión pública y acción política desde una perspectiva comparada”.



Ediciones Universidad Alberto Hurtado



Alameda 1869 · Santiago de Chile



mgarciam@uahurtado.cl

 · 56-228897726





www.uahurtado.cl





Primera edición: noviembre 2020



Los libros de Ediciones UAH poseen tres instancias de evaluación: comité científico



de la colección, comité editorial multidisciplinario y sistema de referato ciego.



Este libro fue sometido a las tres instancias de evaluación.



ISBN libro impreso: 978-956-357-277-3



ISBN libro digital: 978-956-357-278-0



Coordinador colección Historia



Daniel Palma Alvarado



Dirección editorial



Alejandra Stevenson Valdés



Editora ejecutiva



Beatriz García-Huidobro



Diseño de la colección y portada



Francisca Toral



Diagramación interior



Alejandra Norambuena



Imagen de portada: Manifestación de apoyo a la Vicaría de la Solidaridad. Esta fotografía forma parte del Archivo Iconográfico de la Vicaría de la Solidaridad y es propiedad de la Fundación de Documentación y Archivo de la Vicaría de la Solidaridad. Se agradece el permiso de uso.



Con las debidas licencias. Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamos públicos.



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Índice





Prefacio







Introducción







Selección de artículos No Podemos Callar







PREFACIO



El presente libro es el resultado del trabajo de investigación realizado durante el año 2019 por el grupo de estudios “Intervenciones Político-Religiosas en Dictadura” de la Universidad Alberto Hurtado. Durante ese año, dicho grupo estuvo conformado por Enrique Rajevic, Boris Hau, Marcos Fernández, Soledad Del Villar, Jorge Costadoat s.j. y Martín Bernales. Contó, ademas, con el indispensable trabajo de Ignacio Rojas como ayudante de investigación, y de Kazandra Serey, quien transcribió minuciosamente los textos seleccionados.



Para realizar la selección que se presenta en este volumen, se realizaron reuniones mensuales que permitieron la lectura y el análisis interdisciplinario de cada uno de los artículos que compusieron la revista No Podemos Callar. La presente selección es, en consecuencia, el resultado de un proceso de deliberación llevado a cabo durante esas sesiones periódicas.



El aparato crítico contenido en las notas que conforman el presente volumen fue posible gracias al paciente trabajo de investigación de Enrique Rajevic y Boris Hau respecto de los aspectos jurídicos y judiciales; de Jorge Costadoat en lo referido a las notas con contenido teológico; y del trabajo mancomunado de Ignacio Rojas, Marcos Fernández y Martín Bernales respecto del resto de las notas.



Martín Bernales Odino y Marcos Fernández Labbé tuvieron a su cargo la labor de coordinación del grupo de investigación así como la edición de todos los materiales recuperados y producidos durante el trabajo de investigación, junto con la redacción del capítulo introductorio al presente volumen.



El grupo de estudios “Intervenciones Político-Religiosas en Dictadura” quiere agradecer el apoyo recibido por el Centro de Investigaciones Sociales y Culturales (Cisoc), la Facultad de Filosofía y Humanidades, y la rectoría de la Universidad Alberto Hurtado. A través de distintas personas, estas instituciones entregaron las condiciones materiales y académicas necesarias para llevar a cabo la presente investigación.





INTRODUCCIÓN



Intervenciones católicas en el ámbito público-político: Chile en la segunda mitad del siglo XX



Como ha expuesto con sintética claridad la historiadora Sol Serrano, muy probablemente los conflictos producidos en el último tercio del siglo XIX entre el Estado y la Iglesia católica en Chile —bajo la seña del avance del laicismo y la restricción de los ámbitos de influencia de la institución católica— lo que provocaron fue que el catolicismo encontrase en la animación y ampliación del espacio público1 un campo de desenvolvimiento especialmente productivo y determinante tanto para dicho espacio público, como para las dinámicas de desenvolvimiento del campo eclesiástico como tal. Es decir, fue en el terreno de la intervención pública dónde el catolicismo chileno maduró una serie de plataformas y agentes de opinión que una y otra vez se volvieron eficientes vectores de movilización política, debate intelectual y orientación ético-política para los millones de ciudadanas y ciudadanos que se identificaban con las creencias representadas institucionalmente por la Iglesia católica. En ese sentido, desde muy temprano en el periodo que aquí interesa analizar el protagonismo de sacerdotes, religiosos y religiosas en el campo público y político fue una constante antes que una excepción, y la contrariedad que ello producía en el resto de los agentes políticos fue a su vez reiterada.



Para las izquierdas y las derechas del siglo XX, para los gobiernos y las oposiciones, muchas veces la vocería católica, el juicio del Episcopado, la irrupción de los y las cristianas de base, el clericalismo rampante, su anverso del anti-clericalismo de batalla, todas fueron manifestaciones incómodas de un protagonismo político de inspiración religiosa —específicamente católico— que obliga a considerar a los agentes católicos como actores activos y muchas veces resolutivos en el universo de las relaciones y contextos político-sociales del siglo XX chileno. Para ilustrar ello —y de algún modo como intento de encuadrar en un campo más amplio el pensamiento y acción reflejado en el boletín clandestino No Podemos Callar y su continuidad en Policarpo— es posible tematizar con algo de detalle la experiencia de politización católica que representó Cristianos por el Socialismo, ya que ahí se verificó el encuentro directo y sin mediaciones entre agentes católicos y la acción política contingente; y su resultado subrayó el grado de conflictividad interna que la toma de posición política generaba al interior del mundo eclesial.



Con mucha claridad a lo largo de toda la década de 1960 se produjeron a nivel global y regional una serie de iniciativas de aproximación entre el catolicismo y el marxismo, bajo la figura tanto de debates intelectuales —epitomizados por la actitud del filósofo marxista convertido al catolicismo Roger Garaudy, así como por la disposición de diálogo manifestada por el teólogo alemán Karl Rahner— como de la visibilización de coincidencias prácticas en la acción política organizada2. En lo que aquí interesa, la cercanía manifiesta entre algunos segmentos del catolicismo chileno y el marxismo se tradujo en la realización de debates e intercambios político-intelectuales en el ámbito público, así como en la temprana articulación de organizaciones políticas constituidas por cristianos y cristianas de izquierda. Sobre lo primero, es importante recordar aquí que —de modo general y conclusivo— las instancias de “diálogo cristiano-marxista” que se verificaron en el país dejan al menos dos puntos fuertes para considerar: fueron las y los católicos quienes buscaron aproximarse al marxismo como herramienta de pensamiento y acción política, y no así las y los marxistas, por lo que muy bien podría catalogarse al “diálogo” como una actitud más bien unilateral, en términos de que en el registro del proceso no se evidencian movimientos en la dirección “marxismo-cristianismo”, como sí son muy claros los de orientación contraria. Y por ello, el segundo punto dice relación con la persistencia al interior de ambos campos de la ecuación de muy arraigadas creencias de antagonismo, que una y otra vez obstaculizaron el ejercicio efectivo del mentado “diálogo”. Por un lado, en el campo del marxismo la percepción de que los intentos de aproximación del catolicismo eran solo una estrategia de sobrevivencia, en el fondo oportunista, estuvo siempre presente, erosionando por ello la posibilidad de la mutua confianza en la honestidad de los argumentos. De modo complementario, en términos filosóficos la crítica de la religión fue una baza de cuestionamiento persistente, en términos tanto de la oposición entre las distintas corrientes del marxismo a la posibilidad de la religión como un factor no-alienante y meramente superestructural, como a su validez como humanismo en tanto la vocación universalista del cristianismo atentaba contra convicciones estratégicas del materialismo y de la acción política orientada por la lucha de clases3.

 



De forma anversa, en el campo católico la fortaleza del anti-comunismo fue determinante, en tanto que a lo largo de todo el periodo la sindicación del comunismo (o el marxismo) como el antagonista predilecto fue un factor de movilización y cohesión4. En el periodo que aquí se revisa, las declaraciones episcopales en contra del comunismo —que en el caso de Chile, a diferencia de otras realidades regionales, no era una fuerza artificialmente construida y fantasmática, sino que un conjunto de movimientos y partidos, una sensibilidad, una cultura política, un sinfín de organizaciones y una posición estratégica en el espacio político que se volvería mayoría con el triunfo de la Unidad Popular en 1970— se reiteraron una y otra vez, y la cercanía de agentes católicos con el gobierno Demócrata Cristiano (1964-1970) tuvo mucho de rechazo al marxismo, como bien lo atestigua tanto la relación entre el pensamiento católico del periodo con las orientaciones estructurales del gobierno de Frei Montalva —tan bien representado en la figura del jesuita belga Roger Vekemans—; como el acendrado anticlericalismo de izquierda que esta relación motivó5.



Junto a ello, el campo católico a partir de la década del 60 cobijó en su interior formas más radicales de anticomunismo, siempre atentas al plano global del comportamiento del imperialismo soviético como amenaza a la civilización cristiana occidental; así como a los esfuerzos de infiltración que el marxismo llevaba a cabo con respecto a la misma institución católica. En ese sentido, el polemista Sergio Fernández Larraín y su participación en los círculos del anticomunismo internacional de la Guerra Fría y la aparición y visibilidad de Tradición, Familia y Propiedad en Chile, con sus agresivas y muy modernas campañas de rechazo a los embates contra el derecho de propiedad, así como su implacable crítica a la Jerarquía obispal durante todo el periodo, son muy expresivas de la vigencia de un anticomunismo intenso y movilizador al interior del mundo católico.



Dicho eso, sin embargo, a partir de la década de 1960 —y muy probablemente antes— se visibilizó en Chile una sistemática corriente de aproximación política entre catolicismo y marxismo, ya no solo a partir de debates intelectuales, sino que a través de la articulación de organizaciones políticas. Así, para la elección presidencial de 1964 se formalizaría una primera Izquierda Cristiana, movilizada como Católicos Allendistas que dieron públicamente su apoyo al candidato del FRAP, Salvador Allende, en esas elecciones. Es decir, en los comicios que dieron el gobierno a la Democracia Cristiana —un partido con abierto ánimo de identificación doctrinal con el catolicismo, que parecía contar con el apoyo de la jerarquía y que de alguna forma contenía en su programa algunos de los anhelos de cambio social que el Episcopado había hecho suyos desde inicios de la década— un segmento de personas que se manifestaban parte del campo católico optaron por hacer público su compromiso con una opción abiertamente distinta —pero no necesariamente distante u hostil— a aquella más linealmente reconocible como “católica”.



Tras ello, y en gran medida por el influjo de la Nueva Izquierda de inspiración cubana y de las figuras continentales de Ernesto “Che” Guevara y el sacerdote colombiano Camilo Torres, se articularon en Chile dos organizaciones de clara inspiración revolucionaria: los denominados Comandos Camilistas e Iglesia Joven6. Ambas coincidían en dos factores que de aquí en adelante debe atenderse con detalle: por un lado la crítica reiterada a la institucionalidad católica, en particular por sus rasgos de complicidad con las formas de explotación capitalista y las elites que de ella se beneficiaban, así como su autoritarismo y verticalismo institucional; por otro, un proclamado compromiso con el “pueblo”, sus luchas, su condición de opresión y la tarea de su revolucionaria liberación. Sin entrar aquí en detalles, el periplo de ambas organizaciones —de pronta disolución a fines de la década de 1960 e inicios de la de 1970— es significativo en dos aspectos de interés: por un lado, coincidieron en sus debates en postergar la reforma interna de la institucionalidad católica a la conquista de un orden social distinto, a través de la revolución. Es decir, asumieron de forma cabal con el enfoque marxista la realidad superestructural de la Iglesia católica —obviando así una naturaleza trascendente de la misma—, y por ello, su transformación sería efecto, más que causa, del cambio estructural que el socialismo supondría. En segundo lugar, adoptaron formas y repertorios de prácticas muy propias de la época, en términos de que la manifestación pública, la divulgación de manifiestos y panfletos, la militancia política organizacional, la ocupación de espacios públicos —la toma de la Catedral del 11 de agosto de 1968 fue su mejor expresión—, todo ello, las convertía en organizaciones políticas con diseño y comportamiento típico de las expresiones formalizadas de la acción política del periodo, sin mellar en este tipo de articulación el factor “catolicismo”, representado por las mismas organizaciones como un valor agregado a su compromiso revolucionario. O si se prefiere, su compromiso evangélico era canalizado de forma coherente con la adopción de los modos de organización y las convicciones y tácticas de la izquierda revolucionaria7.



A una escala si se quiere mayor, con el fin de la década de 1960 y el inicio de los años de la década del setenta, antes y después de la elección de la Unidad Popular, se articularon dos organizaciones políticas de inspiración católica, o al menos en las que una parte significativa de sus militantes se identificaban como católicos o provenían de los espacios tradicionales de la politización católica, como las agrupaciones universitarias o el mismo PDC: el MAPU (Movimiento de Acción Popular Unitaria) y la Izquierda Cristiana, ambas organizaciones que formaron parte de la alianza de gobierno y que a través de distintas vías harían suya la oposición a la Dictadura8.



En el mismo periodo, sin embargo, se articuló la que quizás sea la más representativa de las organizaciones de politización católica, en tanto la identidad religiosa era instalada como primaria, de base, y no solo vicaria o anexa a una identidad revolucionaria anterior. En abril de 1971 se organizó el Secretariado Sacerdotal de Cristianos por el Socialismo —que prontamente reduciría su denominación a Cristianos por el Socialismo, dado el efecto clerical que el término “sacerdotal” suponía—, que llegó a agrupar a unos dos centenares de sacerdotes, religiosos, religiosas y pastores evangélicos alineados tras la aplicación del programa de la Unidad Popular. Si bien la bibliografía en torno a este grupo no ha dejado de crecer en los últimos años, y su alcance regional y global fue muy evidente en el periodo, lo que aquí interesa, en breve, es anotar cómo y por qué Cristianos por el Socialismo representó un punto de inflexión incomparable en las relaciones entre catolicismo y política en el Chile contemporáneo9.



Y ello por varias razones. En primer lugar, porque el protagonismo central de la organización estaba radicado en sacerdotes y religiosos —encabezados por el jesuita Gonzalo Arroyo— y ello suponía desconocer las siempre reiteradas advertencias de parte de la Jerarquía del riesgo que suponía la identificación directa entre agentes religiosos y acción política. Los argumentos siempre aducidos decían relación primero con la posición sacerdotal como factor de unidad —resquebrajada si el religioso tomaba una opción política que implicaba la negación de otras, y por ello el conflicto antes que la unidad— y luego con la proposición de que la incidencia política de la Iglesia católica se llevaba a cabo a través de la mediación de la conciencia y la orientación ético-doctrinal, antes que en el plano de la política partidista y sus definiciones técnicas. Es decir, el magisterio católico se dirigía a la conciencia del laicado, y era este cuerpo de la misma Iglesia el que actuaba abierta y sistemáticamente en política, asumiendo la diversidad de opciones para la construcción del bien común y, en la práctica, oponiéndose a aquellos programas e ideologías que se manifestaran contrarias a este. Por ello, las plataformas de incidencia política eran laicas, no sacerdotales, y la Iglesia y sus ministros debían estar siempre en el más elevado plano de la orientación, nunca en el de la militancia. Pues bien, las definiciones y las prácticas de Cristianos por el Socialismo apuntaron directamente en oposición a esta tradicional admonición: los sacerdotes debían de asumir compromisos políticos explícitos, en tanto contaban para sí con un valor simbólico que, en particular en Latinoamérica, representaba un plus de credibilidad política ante el “pueblo”. Y por lo mismo, el papel eucarístico de la unidad no podía congraciarse con el compromiso que el sacerdote debía mantener con el “pueblo”, dado que este aglutinaba en sí a los preferidos por el Evangelio.



Un segundo aspecto a considerar para hacer comprensible esta cualidad paradigmática de Cristianos por el Socialismo en la relación catolicismo-política en Chile fue la adopción explícita y primordial del programa de la Unidad Popular como factor de articulación de la organización, en términos de que ello suponía varios elementos muy importantes de considerar. Por un lado, el principio de que era la construcción del socialismo, de acuerdo a como lo proponía el Programa de los 40 puntos, la estrategia secular más adecuada para hacer valederos los principios evangélicos en la realidad. El socialismo era el tipo de formación histórica y social que mejor interpretaba el mensaje cristiano, y ello suponía que quienes estuviesen a favor de otras formas de organización económico-social estaban en contra del Evangelio. Y este socialismo era el realmente existente, aquel identificado con el marxismo y comprometido con sus proposiciones tácticas y estratégicas, y no las variantes que desde el comunitarismo se habían perfilado en distintos momentos del periodo desde el pensamiento católico y la misma Jerarquía chilena, como bien ejemplifica el socialismo comunitario del progresismo democratacristiano de la segunda parte de la década de 1960 y el documento episcopal “Evangelio, política y socialismos” de inicios de la de 197010. Así, en Cristianos por el Socialismo no solo se obviaba el tradicional rechazo al marxismo, sino que más allá de ello se lo asumía como una herramienta de comprensión de la realidad y su transformación indispensable, científicamente elaborada y eficiente en la construcción de un mundo más cercano al Reino. En la práctica, ello derivaba en que Cristianos por el Socialismo operaba como una organización política al alero de una coalición mayor, y por ello se manifestaba contingente y cotidianamente en torno a los problemas de lo que la Jerarquía denominaba la “técnica política” y la “política partidista”.



Del mismo modo, esta prelación del Programa de la Unidad Popular y del aparataje conceptual y político del marxismo supuso que las clases trabajadoras y en particular la clase obrera chilena concentrara el máximo compromiso político por parte de las religiosas, religiosos y sacerdotes que se hicieron parte del movimiento. Es más, dentro de las razones que justificaron su formación estaba la tarea de contribuir desde el catolicismo a la unidad de las clases populares, que fragmentadas por los tradicionales sectarismos de la izquierda y los aparatos de alienación del capitalismo, podían encontrar en una organización religiosamente inspirada, pero políticamente comprometida, un espacio de unificación y crisol revolucionario para la etapa que la vía chilena al socialismo significaba. Este grado de identificación del cristianismo con el “pueblo”, así como la profundidad e impacto que la interpretación de los pobres y la pobreza, los oprimidos y la opresión tendrían en el mediano plazo es un factor clave en la comprensión del pensamiento y la acción del colectivo No Podemos Callar, y ya estaba presente en la tradición de la incidencia social católica, como bien se reflejó en lo que puede denominarse como la “politización por proximidad”, en términos de que era la vivencia directa de la pobreza, la experiencia de vivir con y como los sectores más marginalizados de la sociedad, la que legitimaba la intervención política católica, más aun en agentes que en su singularidad por lo general provenían de las clases acomodadas y habían crecido y formado en ambientes privilegiados. Experiencias como la de los “curas obreros” que trabajaban en fábricas y vivían como proletarios, o las comunidades cristianas de base que se trasladaban desde barrios de clase media o alta a habitar en poblaciones marginales, son expresión de todo ello11.

 



Del mismo modo, era la proximidad a la pobreza la que permitía que, desde el prisma de la experiencia y la legitimidad que ella suponía, Cristianos por el Socialismo asumiera como inequívoco el camino de la lucha de clases, polarizada de alguna forma en el binomio oprimidos/opresores. O se estaba con los primeros, o se estaba contra ellos. El impacto de esto era múltiple y de alguna forma ya ha sido reseñado: la adopción del programa de los partidos que representasen a los oprimidos; la supremacía de estos sobre los opresores; la licitud de la violencia como forma de obtener la liberación de las clases oprimidas. Este último factor, de más está decirlo, era el que podía y de hecho generó las más ácidas polémicas al interior del campo católico del periodo. Es importante recordarlo, para el pensamiento tradicional de la Iglesia católica esta debía aparecer como un factor de unidad, no de ruptura; la lucha de clases representaba el axioma del conflicto, su inevitabilidad, necesidad, fecundidad.



Como una y otra vez se debatió en la década de los sesenta, el concepto que concentraba al binomio “pueblo” y “violencia política” fue el de “revolución”, y por ello, desde el interior del pensamiento católico se articuló una revolución cristiana que equidistaba de alguna forma tanto con el diagnóstico de violencia estructural elaborado por la Conferencia Episcopal de Medellín en 1968, como con la tradicional acepción marxista del término, asociado inevitablemente al uso de la violencia12. En esa lid, Cristianos por el Socialismo se pronunció efectivamente como partidario del uso de la violencia política para la concreción de los objetivos que la transformación del capitalismo demandaba. La reflexión sobre el punto obligó, para sus miembros, a definir a esta violencia ejecutada contra los sectores sociales opresores como un “amor violento” que permitía su liberación e inclusión en el campo del “pueblo”; y al mismo tiempo ponía de manifiesto las dificultades que el tipo de interpretación tradicional del cristianismo suponía para su efectividad revolucionaria. Así, para la organización sacerdotal el rechazo a la violencia suponía un “resto de cristianismo” que estaban dispuestos a relativizar en aras del objetivo mayor de la construcción del socialismo.



Finalmente, la proscripción de Cristianos por el Socialismo por parte de la Iglesia católica chilena casi inmediatamente después del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 dejó en evidencia una matriz problemática de enorme significatividad. En el documento que prohibía a la organización y las prácticas que esta representaba para todos los miembros del clero —“Fe cristiana y actuación política”—, el Episcopado chileno ponía uno de sus acentos en la naturaleza cismática y sectaria del movimiento, en tanto habría operado como un magisterio paralelo al de los obispos, suponiendo con ello que solo la interpretación del Evangelio que realizaba Cristianos por el Socialismo era la legítima y verdadera, y que el resto eran construcciones o interesadas, o alienadas por la ideología. Así, se denunciaba desde la jerarquía un potencial faccioso en la organización, y por ello su disolución —en un marco en el que centenares de sus miembros eran detenidos, torturados, expulsados del país e incluso asesinados— era el único camino13.



De ese modo, y a partir de los trazos que hasta aquí se han propuesto, es posible destacar al menos dos aspectos que permiten enmarcar de forma comprensiva el pensamiento y la acción pública que No Podemos Callar encarnó. Por un lado, advertir la sistemática figuración, incidencia, opinión y conceptualización pública y política que el catolicismo chileno llevó a cabo durante las décadas de 1960 y 1970, en el curso de las cuales la conflictividad al interior del campo católico, la tensión entre agentes y jerarquía y la toma de posiciones públicas fue, mucho más que una excepción, la norma. Por otro lado —y esto es uno de los puntos que se seguirá profundizando en esta introducción—, estas evidencias de actividad pública y política sistemática permiten comprender el espacio público chileno del período como no secularizado, o siguiendo la idea de múltiples secularidades14, modelando un tipo peculiar de secularización en la que el espacio público se articulaba a partir de unas prácticas de intervención que no inhibían, sino que acogían la participación activa de agentes e instituciones religiosamente inspirados y justificados. No Podemos Callar se desenvolvió a través de ambos aspectos: representó una intervención pública religiosamente fundada; y se enfrentó políticamente a la Dictadura, en un campo en el que la opinión política pública disidente había sido arrasada, y que quizás por ello, era la Iglesia católica la única plataforma desde la que la política podía ser enunciada15.



No Podemos Callar

 : un colectivo y una plataforma de intervención pública en tiempos de Dictadura



Considerando la trayectoria histórica recién mencionada, No Podemos Callar no pareciera haber sido una iniciativa muy novedosa. Más bien, aparentemente fue un proyecto que continuó una serie de intervenciones católicas en el espacio público con un formato, el de una revista, que también era bastante conocido16. Quizás su peculiaridad más saliente, o al menos la primera que podríamos notar, refiere al periodo de publicación. No Podemos Callar se publicó en los primeros años de la Dictadura, esto es, en un momento en que el espacio público había sido casi totalmente “cancelado”17. Esto obligó a una innovación, a saber, la revista sería un pasquín clandestino. Esta peculiaridad, en principio solo formal, no solo permite avizorar la existencia de un tipo de medio de comunicación cuya historia en Dictadura está aún por hacerse18, sino también marcará el funcionamiento de la revista19. En efecto, la decisión de devenir un periódico clandestino permite advertir desde el comienzo la voluntad de los creadores de No Podemos Callar de insertarse en medio de las tensiones de un momento político novedoso y fundacional para responder con las limitaciones y con la libertad que podía dar la clandestinidad.



Una segunda peculiaridad de No Podemos Callar refiere a la conformación de quienes la fundaron y sostuvieron. A diferencia de Cristianos por el Socialismo, cuyos rasgos hemos brevemente reseñado, No Podemos Callar fue una acción sostenida por cristianos de base que incluyó no solo a sacerdotes, religiosas y religiosos, sino también a cristianos laicos y a personas que no adscribían a fe alguna20. Si bien es cierto que el sacerdote jesuita José Aldunate fue el editor de la revista desde el primer hasta el último número, él no fue ni el único autor de sus artículos ni el único participante en la compleja red de elaboración y distribución del pasquín. La iniciativa surgió y se sostuvo, más bien, por miembros de comunidades cristianas de base, entre las cuales el mismo Aldunate se encontraba21. En otras palabras, No Podemos Callar lejos de ser la obra de un único sujeto o de una agrupación de sacerdotes, religiosos y religiosas, fue el resultado de un trabajo grupal realizado por cristianas y cristianos de base reunidos en un intento de responder, en razón de su fe, a las urgencias con que el gobierno dictatorial de Chile los confrontaba22. La revista conformaba, como sus redactores anotaban en uno de sus números, “un colectivo en constante nacimiento”23 y sus artículos, coincidentemente con ello, formaron un periódico polifónico.



La relevancia de la conformación del colectivo No Podemos Callar puede advertirse mejor si se le contrasta con otras iniciativas católicas que le eran contemporáneas. La revista no era la voz de la jerarquía eclesiástica, como sí lo eran La Revista Católica y la multitud de boletines locales, incluídos los del Arzobispado de Santiago, con las que recurrentemente interactuaba críticamente. Tampoco devendrá el canal de expresión de un partido político católico, como el caso de la revista Política y Espíritu, vinculada a la Democracia Cristiana y publicada hasta 1975 y luego a inicios de la década de 1980; aunque no dejó de reflexionar acerca de los cristianos que actuaban en política, así como intentó dar criterios de acción en medio las agitadas a