Estado y periferias en la España del siglo XIX

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Aus der Reihe: Historia #73
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Desde este punto de vista, la ley de 1845 habría sido «una aparente modernización que los textos de aplicación desnaturalizaron hasta hacerla insuficiente en sus rendimientos e injusta en su percepción».[81]La racionalización del sistema recaudatorio suponía una mayor equidad, pero su aplicación cedió ante las grandes resistencias sociales y políticas: «Para cualquier gobierno atentar contra el bienestar de las “fuerzas vivas” para arreglar la deuda hubiera sido un suicidio político».[82]Al final, la presión fiscal sobre terratenientes y hombres de negocios resultó baja, y ello se ha planteado habitualmente como resultado de la capacidad de influencia de los sectores sociales dominantes. Algunos autores, sin embargo, interpretan este resultado como un modo pragmático de asegurar la aceptación de los nuevos tributos (frente al fracaso de las reformas más radicales de 1813 y 1821), aunque ello significara renunciar a principios liberales como el de la equidad fiscal o la suficiencia de la recaudación.[83]Al mismo tiempo, se produjo una adaptación de los principios generales de la ley tributaria a las condiciones específicas de cada territorio: «Lo importante era recaudar, amoldándose para ello a la realidad social del país».[84]

La aplicación de la reforma significó, pues, una baja presión fiscal sobre las actividades productivas y un peso importante de los impuestos indirectos. El peso de la contribución territorial en el conjunto de la recaudación quedó muy por debajo de la parte que representaba la agricultura en la riqueza nacional. El tratamiento fiscal de la actividad agraria había sido muy favorable en los primeros años y ello debería valorarse en relación con la expansión del cultivo y el crecimiento demográfico de estas décadas. La presión, sin embargo, tendió a aumentar en la etapa de la Unión Liberal, como consecuencia de los incrementos del cupo y otras medidas correctoras. Se abrió paso entonces la opinión de que la carga fiscal sobre la agricultura era excesiva, sentir que cobraba popularidad en las coyunturas de crisis agraria, cuando se producían protestas fiscales de grupos de contribuyentes o de diputados de las provincias afectadas.[85]Estas protestas podían tener fundamento en la medida en que la presión fiscal agraria, aun siendo baja, doblaba la que recaía sobre la industria. En este resultado habrían influido las quejas y la influencia de los fabricantes catalanes sobre el Gobierno, que culminarían en la rectificación del impuesto sobre la industria por Bravo Murillo en 1852. De este modo, los sectores más representativos y dinámicos del capitalismo industrial de la periferia destacaban, más bien, por su reivindicación a favor de una fiscalidad todavía más baja.

La limitada capacidad recaudatoria de todos estos impuestos directos dio un gran protagonismo al principal de los indirectos: la contribución de Consumos. Además de su aportación a los ingresos totales de la Hacienda, tuvo una gran trascendencia social, en tanto que se aplicaba sobre bienes de primera necesidad y exigía un control sobre la circulación de productos (fielatos, vigilancia en el interior de las poblaciones). No es extraño, pues, que este impuesto se encontrara con frecuencia en el centro de la conflictividad de esta época,[86]especialmente allí donde las contribuciones indirectas habían tenido un peso distinto bajo el Antiguo Régimen, como era el caso de los territorios de la Corona de Aragón.[87]Por otra parte, la recaudación de los consumos implicó a los ayuntamientos y generó conflictos entre la administración local y el Estado central.[88]

Los estudios sobre la manera de determinar y recaudar los impuestos han demostrado que ésta estuvo muy condicionada por las relaciones sociales dominantes, especialmente en el ámbito agrario. El desconocimiento inicial de la riqueza imponible llevó a establecer el sistema de repartimiento por provincias y municipios, en vez de la imposición sobre el producto líquido. Esta situación provisional se convirtió en definitiva cuando se arrinconó el objetivo de la Dirección General de Estadística de la Riqueza en 1846 de elaborar un catastro y se sustituyó por el amillaramiento, basado en la declaración de bienes por los propios contribuyentes. Aquí residía el origen del fraude generalizado (por ocultamiento de superficie y de rendimientos del suelo), que la mayor parte de los historiadores económicos ha considerado como característica del sistema. La reforma administrativa necesaria para desarrollar con éxito la nueva fiscalidad no se llevó a cabo.[89]Tampoco se desarrollaron los mecanismos autocorrectores que había apuntado Santillán, según los cuales el sistema de cupos, al hacer recaer la ocultación de unos contribuyentes sobre el pago de otros, estimularía una supervisión mutua y denuncias por fraude entre los propios vecinos.[90]

Al optar por el sistema de reparto de la carga fiscal en lugar de por una contribución sobre el producto líquido, el Estado abría un nuevo ámbito de arbitraje, conflicto y negociación, aunque la facultad de determinar el cupo perteneciera exclusivamente al Gobierno. Un elemento central en este proceso fue la distribución por provincias. Desde el primer momento, la facultad de fijar los cupos provinciales recayó en el Gobierno y no en las Cortes, lo que equivalía a «liberar a los diputados de sus obligaciones con sus electores».[91] La ausencia de oposición y la falta de neutralidad estadística pueden entenderse como fruto de un acuerdo sustancial en virtud del cual el Gobierno aplicaba en la práctica los repartos como una suma equivalente a la que representaban los impuestos asimilables que existían antes de la reforma de Mon. Es decir, teniendo en cuenta que desde hacía veinte años no se pagaba el diezmo y que la expansión agraria aún continuaba, la presión fiscal resultante debía de ser bastante soportable. Esta situación permitiría explicar que decayeran las iniciativas progresistas de años anteriores para desarrollar el control estadístico. Serían los gobiernos de finales de la Década moderada los que, al incrementar de manera brusca y unilateral las cuotas provinciales y hacerlo en una época de paulatino agotamiento de la expansión previa, permitirían situaciones de influencia y opacidad arbitrarias.

El camino descendente que seguía la distribución del cupo general comenzaba en las provincias, donde las diputaciones tenían atribuciones en el reparto entre los pueblos, aunque bajo el imperio de las delegaciones del Ministerio de Hacienda. Los conflictos entre la Hacienda (que no se encontraba, por tanto, tan ausente como se acostumbra a destacar) y las diputaciones fueron frecuentes y se saldaron siempre a favor de la primera, que rechazó las demandas descentralizadoras de las provincias.[92] Finalmente, la distribución llegaba a los pueblos, donde unas juntas periciales, configuradas a la medida de los ayuntamientos y los sectores representados en ellos, llevaban a cabo la atribución individual del impuesto.[93]Éste ha sido considerado el escenario decisivo en el que se materializaba la desigualdad en la imputación de la carga fiscal, a causa del control oligárquico de las administraciones locales.

El fraude fiscal agrario constituye un terreno destacado para el análisis de los vínculos entre el poder central y la periferia, con los ayuntamientos en una posición decisiva, y debió de contribuir a configurar el modo en que se relacionaban el Estado y los ciudadanos, tanto los influyentes como los que no lo eran y resultaban, por ello, discriminados en la carga fiscal. De ese modo, se condicionarían las percepciones sociales sobre el imperio de la ley y la legitimidad de las instituciones, habida cuenta de que el propio Estado había sentado las bases del fraude al renunciar al catastro. Pese a todo, se ha destacado la existencia de «una continua tensión entre los propietarios, que ponen en juego toda su influencia política para evitar que se conozcan sus tierras, y el Ministerio de Hacienda».[94] Los intereses del Estado y de las elites terratenientes divergían, pues, en el reparto y la entidad de la carga fiscal. Al mismo tiempo, el fraude se materializaba gracias a la actuación de los ayuntamientos, ya que eran éstos los que tenían la responsabilidad de elaborar amillaramientos y cartillas evaluatorias. El Estado no había asumido la tarea de recaudar y ello ha sido considerado como un límite más a la «centralización modernizadora que propugnaba buena parte del pensamiento administrativista», desde los años cuarenta.[95]La Administración central, además de ver limitada la recaudación total, no ejercía tampoco de árbitro en caso de discrepancias entre contribuyentes particulares. Posada Herrera destacó, a este respecto, que un mayor grado de centralización era incompatible con el «gobierno barato», ideal de la época.

La influencia local de los terratenientes determinaba la entidad y el signo del fraude, y todo ello condicionaba en buena medida el papel del Estado en la realización de la equidad fiscal y constituía una de las bases del caciquismo. Esta cuestión plantea, por tanto, matizaciones importantes del papel que supuestamente tenían reservado los ayuntamientos en el centralismo liberal. Por otra parte, el estudio de la mecánica del fraude ha establecido la idea de que la recaudación de los impuestos era, en realidad, el resultado de una «negociación» en el ámbito local y no algo determinado unilateralmente por el Estado.[96]La amplitud de la ocultación y su carácter oligárquico han dado pie a señalar, de modo muy discutible, una «persistencia del Antiguo Régimen» en materia fiscal: según esta visión habría habido, por debajo de los cambios legales, una continuidad en los recursos con que contaban las oligarquías para escapar a la tributación.[97]Sin embargo, para otros autores, el alcance y las características del fraude debieron estar muy condicionados por las estructuras sociales y del poder político en cada municipio, con una tendencia al alza cuanto mayor fuera el grado de concentración de la propiedad de la tierra.[98]Además, en muchos lugares se tendió a repercutir sobre los propietarios forasteros una parte desproporcionadamente mayor del impuesto y a beneficiar así a los contribuyentes vecinos, lo que obligó a legislar para evitar esta práctica.[99]Por último, en algún caso bastante representativo, como era el de la provincia de Córdoba, la elevada proporción de superficie no catastrada en realidad parece que consistía en tierras muy poco productivas o, incluso, exentas del impuesto. Además, algún estudio argumenta que en zonas latifundistas la presión fiscal era superior a la media española. Todo ello aconseja replantearse el alcance real del fraude y de su significado social.[100]

 

Esta distribución descendente del impuesto podía afectar también a las relaciones entre propietarios y cultivadores que, desde este punto de vista, se veían influidas por las características legales de la atribución de una carga fiscal susceptible de abrir entre ellos nuevos frentes de negociación y conflicto. El hecho de que resultaran gravadas tanto la renta como el cultivo permitía transacciones privadas sobre el sujeto que se haría cargo, finalmente, del impuesto. Así, en Castilla-León y otras regiones, pero no en Andalucía ni el País Valenciano, era frecuente que en los contratos de arrendamiento se pactara la asunción de todo el impuesto por el cultivador. La normativa establecía también que, ante la imposibilidad de cobrar al propietario, el colono estaba obligado a pagar la integridad del cupo, que después podía descontar de la renta.

Todos los intentos de mejorar la información chocaban con el principio de la declaración de bienes por el propio contribuyente. La ausencia del catastro fue decisiva en este sentido. España y Gran Bretaña eran los únicos países de la Europa occidental que carecían de tal instrumento. De todos modos, probablemente habría que relativizar los efectos prácticos de la ausencia de catastro, en la medida en que la desigualdad tributaria, la inexactitud de los registros e incluso las ocultaciones de bienes afectaban también de modo sistemático a los países que disponían de registro catastral, con la excepción de Prusia.[101]Por tanto, tal vez se haya interpretado de manera abusiva su ausencia como clave fundamental del retraso en la construcción del Estado español.[102]

En la contribución industrial y de comercio, el Estado fue todavía más lejos en la traslación hacia abajo de la responsabilidad recaudatoria, que prácticamente quedó en manos de los propios contribuyentes. En los años cincuenta se estableció un cupo fijo que debía ser repartido por los gremios de cada actividad para lo que, previamente, se había autorizado la reconstitución de tales entidades con esta finalidad específica.[103]

En contraste con la Hacienda central, la municipal ha recibido menos atención, a pesar de que formaba parte del aparato administrativo. La relación entre el Estado central y el ámbito local se habría visto profundamente modificada durante la etapainal del Antiguo Régimen, cuando las ventas de bienes propios y la posterior desamortización privaron a los pueblos de buena parte de su patrimonio, lo que reducía los ingresos derivados de él.[104] Al mismo tiempo tenían que afrontar nuevos gastos como el mantenimiento de la milicia nacional o de los voluntarios realistas y hacer frente a la carga de la deuda censualista que arrastraban en muchos casos. Los períodos bélicos gravaban las haciendas locales: atrasos e impagos reducían la recaudación, mientras aparecían gastos de reconstrucción y de mantenimiento de las tropas, así como exacciones forzosas de las partidas armadas. Además, allí donde los bienes de propios eran escasos, los ingresos municipales se habían basado, sobre todo, en los arbitrios sobre el consumo, como sucedía, por ejemplo, en la ciudad de Alicante.[105]

Con el liberalismo en el poder, las haciendas locales quedaron supeditadas al Estado. La pérdida de autonomía fiscal que se había iniciado en el siglo XVIII se consolidó en la centuria siguiente con la centralización de la Hacienda y la tutela sobre las haciendas locales. La Ley de Ayuntamientos de 1845 consagró esta situación. El Estado, a través de los gobernadores provinciales, podía modificar o suprimir las diversas partidas de los presupuestos municipales. El diseño político moderado mermó los recursos propios de los ayuntamientos y, al mismo tiempo, hizo recaer sobre ellos la prestación de determinados servicios como educación, beneficencia, conservación de caminos y labores de policía.[106] La centralización fiscal, en condiciones de déficit permanente, hizo que los recursos de los municipios resultaran insuficientes para atender con eficacia aquellos servicios, lo que repercutió en la limitación y mala calidad de esos bienes públicos. Ello impidió, por ejemplo, que se materializara el proyecto liberal de establecer sistemas locales de crédito agrario en sustitución de los pósitos arruinados durante las guerras.[107] También afectó a la educación, con la secuela de los altos índices de analfabetismo y la deficiente formación del capital humano.

Pese a todo, en el nuevo régimen creció de forma sustancial el gasto municipal en partidas como beneficencia, educación y, sobre todo, obras públicas,[108]que podían tener influencia directa en las condiciones de vida de sectores amplios de la población y en la mejora de las bases para el desarrollo económico. Con el tiempo este gasto incluiría la dotación de nuevos servicios como el alumbrado, el agua potable o el alcantarillado. Todo ello contrastaba con la importancia que, en la etapa final del Antiguo Régimen, tuvieron gastos improductivos, como las trasferencias a instituciones religiosas, destinados a fortalecer las relaciones de poder político y religioso de la sociedad estamental.

En 1863 los ayuntamientos efectuaban el 12,4% del gasto público total en España (y las diputaciones el 4,8%).[109]Durante la segunda mitad del siglo se incrementó el peso de los ayuntamientos, lo que apuntaba a una cierta descentralización del gasto. En los presupuestos municipales, además del gasto en administración, las principales partidas eran la educación (20%), las obras públicas (16%), la policía urbana (10%) y la beneficencia (5%). Desde la Ley de Ayuntamientos de 1845 los recursos procedían del rendimiento del patrimonio que quedara en sus manos, de los arbitrios sobre el consumo de diversos bienes como alimentos o materiales de construcción, de las tasas cobradas por enseñanza, etc. Ante el déficit resultante, los arbitrios extraordinarios tendieron a hacerse permanentes y a ello se añadieron los recargos locales sobre las contribuciones de la Hacienda estatal. Para establecer estas partidas de ingreso se requería la autorización del Estado, lo que aumentaba el control de éste sobre la Hacienda local. Las repercusiones para los contribuyentes eran grandes: la alta presión fiscal que suponía el impuesto de consumos se debía, sobre todo, a los recargos introducidos por los ayuntamientos.[110] En la práctica, la recaudación se materializaba de forma diferente en cada municipio. La diversidad era la norma y dependía de la situación del patrimonio de cada pueblo o ciudad, de la proporción de bienes y servicios recargados con arbitrios, etc.

En definitiva, ante el nuevo sistema impositivo, los municipios quedaron en una posición ambivalente. Por un lado, eran el teatro de negociaciones en el que se podía moderar la carga fiscal, especialmente por parte de sectores poderosos como los terratenientes o la burguesía comercial, muy consolidada en algunas grandes ciudades (aunque no hay que descartar que otros sectores pudieran presionar y obtener también soluciones ventajosas). Por otro lado, en virtud de su propia penuria fiscal, los ayuntamientos se convertían en objeto de las iras de la población, que había de soportar el impuesto de consumos y otras exacciones destinadas a nutrir la Hacienda local. El modo en que se combinaran estas situaciones contrapuestas dependería de las circunstancias específicas de cada localidad y ello debía abrir oportunidades al juego político.

La uniformización, que habría que contemplar como característica del Estado moderno, tuvo en España límites en lo que afecta al País Vasco y Navarra, donde no se implantó el sistema impositivo diseñado en los años cuarenta. Ya con anterioridad, en el País Vasco, el diezmo sólo se había abolido parcialmente, lo que otorgó al clero una autonomía económica que estaba perdiendo en el resto del país.[111] Mientras, se fraguaba el pacto entre el poder político central y los foralistas, que dejaba a las provincias vascas con instituciones políticas particulares. De la reforma fiscal de 1845, la mayor parte de los nuevos impuestos no se aplicó y el sistema fiscal de ambos territorios mantuvo muchos rasgos del pasado. Sólo el traslado de las aduanas a la frontera y a los puertos significó un cambio de relieve. Pese a todo, Mon había fijado los cupos de contribución de inmuebles para ambos territorios, como si la ley fuera a ser de aplicación general. Las diputaciones forales eludieron la recaudación, aun después de sucesivas amenazas por parte del Gobierno. Sólo Navarra recaudó y pagó una parte del cupo, mientras que las provincias vascas realizaron un donativo a la reina, que fue aceptado. En 1849 se fijaba un nuevo cuadro impositivo para estos territorios, que tampoco se respetó, en lo que era un flagrante incumplimiento de las leyes admitido por el Estado.[112] Las diputaciones vascas lograron, de este modo, consolidar unas haciendas que, situadas en una posición intermedia entre la fiscalidad local y la estatal, se impusieron a la primera y suplantaron en buena medida a la segunda: «Lo que el Estado nación asumía como tarea propia en el marco de la Monarquía lo desarrollaron a su escala las Diputaciones forales».[113]

La aportación final de las provincias vascas a la Hacienda central fue resultado de reiteradas resistencias a las leyes generales, que se compensaban con cesiones en forma de donativos voluntarios o de aportaciones esporádicas (por ejemplo, con hombres y dinero para la guerra de África). Esta suma de presiones y transacciones puede entenderse como una negociación abierta tras la Ley de Mon, en la cual la discusión sobre cantidades y partidas estuvo acompañada de apelaciones al «fuero y costumbre» y condicionada por el temor a un rebrote del conflicto carlista.[114]En estas condiciones, la búsqueda de un régimen tributario especial contribuyó a generar formas específicas de cohesión social, basada en la amplitud de los sectores sociales interesados en evitar impuestos. De ahí, seguramente, la adhesión generalizada al foralismo por parte de todo tipo de fuerzas políticas y las trayectorias específicas del progresismo y el republicanismo vascos.

 

Por todo ello, hasta 1876 y el concierto económico de 1879, las provincias vascas no contribuyeron a la Hacienda central, mientras que la contribución de Navarra fue baja.[115] Desde esas fechas se establecieron impuestos concertados e impuestos cobrados directamente por el Estado, pero, en conjunto, la presión fiscal fue aquí notablemente inferior a la del resto de España. Además, tanto el concierto vasco como la foralidad navarra permitían que la administración y la distribución de los impuestos estuvieran bajo el control pleno de las diputaciones, sin necesidad de rendir cuentas de la gestión.[116] Ello se tradujo, por ejemplo, en la dedicación de una parte importante de lo recaudado a gastos de carácter religioso (mantenimiento del clero, reconstrucción de edificios de culto), lo que llevó al Gobierno, en los años cincuenta, a rebajar los cupos vascos para evitar esta sobrefinanciación de la Iglesia.[117] Las políticas autónomas de gasto público permitieron también prestar una atención especial a las inversiones en infraestructuras. En Navarra, la extensión de la red viaria se multiplicó por tres entre 1834 y 1859, lo que dio lugar a una densidad de comunicaciones muy superior a la media española. Por su parte, el hecho de que no se aplicara la contribución industrial, a lo que se añadía la nueva protección arancelaria, creó una situación muy favorable al desarrollo manufacturero. Tal exención cobró importancia conforme avanzaba la industrialización y ha sido valorada como un elemento importante en la acumulación de capital que se produjo en la región.[118] Al mismo tiempo, influía favorablemente sobre el coste de la vida el menor peso de los impuestos indirectos, en especial el de consumos, que en el resto de España se incrementó más rápidamente que otras contribuciones durante la segunda mitad del siglo XIX.[119]

La política hacendística y sus efectos no formaban parte de un dogma previo y monolítico, fruto de preferencias claramente propugnadas por parte de un supuesto bloque mayoritario, agrarista y poco modernizador. En realidad, las cuestiones hacendísticas ocuparon un lugar central en los debates políticos del período isabelino, lo que obliga a matizar el consenso existente en torno al reparto y la entidad de la carga fiscal. Las críticas a la aplicación práctica de la reforma de 1845 fueron en aumento, conforme se hacía evidente que no había logrado equilibrar el presupuesto. Los progresistas y una parte de los moderados fueron asentando la idea de la degeneración de los principios iniciales del nuevo edificio fiscal y de la necesidad de una mejora de la equidad si se quería evitar una desafección de la mayoría de contribuyentes respecto a las instituciones políticas.[120]Las reformas administrativas de Bravo Murillo mejoraron la gestión, pero no resolvieron los principales problemas de la fiscalidad. Por su parte, los progresistas no plantearon un programa fiscal alternativo, aunque, desde el punto de vista doctrinal, rechazaban consumos, estancos y aranceles. Durante el Sexenio cobró protagonismo en el espacio público, con una intensidad que nunca antes se había dado, el debate sobre la justicia en la distribución de la carga tributaria. Ello no se tradujo en reforma significativa alguna: las iniciativas chocaron con la ausencia de estadística sobre la riqueza efectiva y, aunque se reconocía la inexactitud de los amillaramientos, no se tomaron medidas eficaces para la realización del Catastro.

La dinámica política influía sobre los problemas presupuestarios. Tanto durante el Bienio como en los años posteriores a 1868, los gobiernos progresistas suprimieron el impuesto de Consumos, después de que las revueltas populares contra los fielatos y la iniciativa de las Juntas lo hubieran eliminado previamente. Sin embargo, dado el peso de este impuesto en la recaudación total, la eliminación agravó el déficit e influyó sobre la capacidad de gasto.[121] Por ello, los progresistas se encontraron atrapados entre las demandas populares y los imperativos del presupuesto, sin que se plantearan aumentar la recaudación a través del reparto más equitativo de los impuestos directos. Esta renuncia a combatir la desigualdad equivalía a aceptar la posición de ventaja de los grandes contribuyentes. Simultáneamente intentaron reintroducir, de diversos modos, la contribución de consumos, cuestión que provocó, en 1856, divisiones internas y contribuyó a la debilidad de los últimos gobiernos del Bienio. En este contexto, fueron los demócratas y republicanos quienes apostaron por la abolición de los Consumos y una reforma a fondo del sistema fiscal.

La mejora de la eficacia y equidad del resto de contribuciones fue intentada en varias ocasiones, con un éxito global muy limitado. Desde el lado moderado, los últimos gobiernos de la época de Isabel II impusieron, en 1867, tributos directos no previstos en la reforma de 1845, tanto sobre las rentas del trabajo como sobre las del capital (pero no sobre los beneficios empresariales), al tiempo que se incrementaban las cuotas de la contribución territorial.[122] Estas reformas, sin embargo, no ampliaron demasiado el margen de maniobra de un Estado en crisis. Los progresistas, por su parte, intentaron mejorar durante el Bienio el conocimiento estadístico de la riqueza, lo que posibilitó un primer cálculo de las ocultaciones existentes en la contribución territorial, pero sin que ello se tradujera en medidas eficaces para reducirlas.

¿Qué balance final podría hacerse de las iniciativas liberales en materia fiscal? Según Comín, la reforma de Mon y Santillán, entendida en el contexto de los cambios de esas décadas, habría resultado favorable al crecimiento económico.[123]Por un lado, se eliminaron obstáculos que, bajo el Antiguo Régimen, frenaban el crecimiento: diezmo, aduanas interiores y múltiples impuestos al comercio. Por otro, se uniformizó, simplificó y centralizó el sistema fiscal, lo que favorecía la constitución de un mercado nacional. Finalmente, se hacía recaer el peso de las contribuciones directas sobre una agricultura conectada progresivamente con una demanda cada vez mayor y se dejaba la producción industrial y el comercio en una situación extremadamente provechosa en comparación y protegida por vía arancelaria; todo ello afectaba positivamente a los costes de producción e intercambio. En la época del triunfo del beneficio sobre otras modalidades de renta, la fiscalidad no gravaba tal ingreso, como se ha señalado también para Francia.[124]Como, además, la presión fiscal sobre el sector primario no fue elevada, la implantación de los nuevos impuestos no impidió el crecimiento agrario de los decenios centrales del siglo. En el otro plato de la balanza estaría, por un lado, la desigualdad en la carga fiscal, determinada por la importancia que adquirió el impuesto de consumos y por una aplicación de la contribución territorial que, en la práctica, recaía de modo más riguroso sobre los cultivadores que sobre la renta de la tierra. Para juzgar si esto significó un aumento de la presión fiscal global sobre las capas bajas de la sociedad agraria habría que tener en cuenta los efectos positivos de la desaparición del diezmo y la medida en que esta carga pudo trasladarse a la renta de la tierra, cuestión sometida a debate.[125]Por otro lado, también fue decisivo el hecho de que la reforma fiscal no permitiera recaudar de modo suficiente para eliminar el déficit y el endeudamiento, lo cual, a la postre, limitaba las posibilidades de gasto público.

Muchos de los rasgos que adoptó la nueva fiscalidad liberal no fueron exclusivos de España. El predominio de los impuestos sobre el consumo (defendido por una línea de pensamiento que se remontaría a Montesquieu), el recurso a cupos territoriales para recaudar los impuestos directos, el carácter socialmente desigual de la tributación o el rechazo por parte de sectores influyentes a toda reforma que buscara una mayor justicia en el reparto fueron características también del sistema fiscal francés durante buena parte del siglo XIX. [126]

En todo caso, si el nuevo sistema fiscal no estimuló en mayor medida el crecimiento económico, la causa habría que buscarla en la economía real más que en el marco normativo: «El tratamiento favorable del ahorro y la inversión en los sectores industriales y capitalistas no logró incentivar la inversión privada suficientemente para industrializar el país».[127]En consonancia con los postulados liberales, los sucesivos gobiernos habrían supuesto que bastaba con eliminar obstáculos y diseñar unas reglas de juego claras y favorables a la inversión para que ésta se produjera efectivamente. Por otro lado, si los resultados prácticos de la reforma estuvieron condicionados por la influencia de los intereses particulares de los poderosos, ello no fue un hecho excepcional de España. Por el contrario, en todos los países europeos los sistemas fiscales se construyeron a partir de negociaciones y compromisos políticos.[128]

El grado de definición de los nuevos derechos de propiedad