El tren de la serendipia

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El tren de la serendipia
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Letrame Editorial.

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© Vanesa Sánchez Lanchas

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1114-065-2

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

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Novela realista grávida de importantes reflexiones y grandes temas como el patriarcado, el honor, el amor y el esfuerzo… el esfuerzo por mantener ese tren en marcha cuando estos comienzan a chocar entre sí.

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Es un error normalizar cualquier expresión que limite la libertad. Aun cuando una barrera nos proteja del enemigo, es nociva, si esta no deja pasar la luz del sol.

PRÓLOGO

No sabría datar el momento en el que me adentré en el lóbrego y longo túnel. Tampoco, señalar con exactitud los acontecimientos que cambiaron mi rumbo hasta llevarme a él, tal vez el primer desvío lo tomé cuando solo era una ingenua niña de cuatro años que no alcanzaba a comprender por qué, roto de dolor, con impotencia, lloraba desconsolado mi padre porque el cruel destino había cruzado en el camino de su misericordiosa madre a un desconocido desalmado, el primero de algunos schadenfreudes con los que más tarde me cruzaría, que sin mediar justificación lógica que mente humana en su sano juicio pudiera procesar, había decidido impasible cortarle el camino del tren de la vida, cercenándole la yugular, sin más pecado que el de ser empática, confiada en exceso y albergar en su ser una inefable bondad.

Quizás, cuando escuchaba los angustiosos llantos silenciosos del prolongado padecimiento infringido por una enfermedad renal que mantuvo atado a una máquina durante más de veinte años a mi padre.

Acaso, cuando vi por primera vez a mi Saray conectada a una mezcolanza de cables o bien cuando con tan solo veintidós años experimenté el mayor dolor que puede sufrir una mujer, ese que te quema viva en una hoguera sin dejar que desvanezcas, atrapándote en un nivel sito más allá del umbral del dolor en el que al intentar escapar solo alcanzas a ver la puerta de la locura o el suicidio, ver morir a mi hija.

A lo mejor, aquella maldita noche en la que sin darme cuenta acabé sola con el yermo pensamiento «esto es lo que debió sentir mi abuela», que curiosamente, esa solidaridad, era el único consuelo que alcanzaba a rascar en aquella hiel pesadilla que, junto con mis fuerzas, se iba desvaneciendo para dar paso al terrible sentimiento de culpa «me van a matar y nadie sabe dónde estoy» que me repetía para mis adentros mortificándome mientras escuchaba una y otra vez aquella asquerosa voz que, pisando con indiferencia mis súplicas, repetía sin cesar unas palabras que a día de hoy me siguen produciendo escalofríos recordarlas.

Puede que algún abrupto desamor, fútil ofensa, añorada despedida, sueño incumplido o mero capricho truncado, tal vez alguno de ellos, tal vez todos o tal vez ninguno, cambiaron mi rumbo. Lo cierto es que no lo sé, no vi aproximarse el túnel. Con treinta y siete años, un día, al despertar, abrí los ojos y todo estaba oscuro, ya estaba dentro de él.

Cinco infernales años sin día, en la oscuridad de la noche, con el alma sangrando, cuyo charco nocivo me iba cubriendo minuto a minuto, día a día, mes a mes y año a año en una corrosiva angustia en la que en varias ocasiones vacilé en lanzarme por la ventanilla.

En los tres últimos años de ese umbrío trayecto, me abracé al cine turco, que hizo más cálidos y claros mis días, ayudándome a abstraerme de la oscuridad. Vaya por ello mi agradecimiento al cine turco y en particular al actor turco Kıvanç Tatlıtuğ, por quien siento gran devoción y por cuyo trabajo, verdadera admiración.

Fecundada en la oscuridad, al salir del túnel de la depresión, bajo la sábana tejida con los primeros hilos de ilusión y esperanza, di a luz a El tren de la serendipia, que nunca hubiera podido venir al mundo sin la ayuda de la matrona: el cine turco.

AGRADECIMIENTOS

Agradezco inmensamente a todas esas personas que no me dejaron bajar del tren cuando, durante años, atravesé el sombrío túnel de la depresión. A mi familia, especialmente a mis padres y mi hermana Bibiana, y a mis verdaderos amigos —ellos saben quiénes son— que permanecieron a mi lado en la oscuridad de aquel tétrico paso subterráneo de la vida.

Esta novela está dedicada a todos ellos y en particular a quien, siendo tan solo un niño, con su elocuencia y particular carisma, me brindó los más valiosos y acertados consejos, me agasajó con incontables momentos felices, me dibujó una sonrisa en un rostro helado y a quien el día que nació me honró convirtiéndome en su tía, Enay Salazar Sánchez.

Esta novela es ficción, todos los personajes son imaginarios y los acontecimientos son pura fantasía, por lo que no se debe atribuir a ninguna de las personas mencionadas responsabilidad alguna sobre sus defectos ni establecer algún tipo de paralelismo.

INTRODUCCIÓN

En un mar huracanado azotado por los recuerdos insidiosos sin una inclusión lógica, inmersa en sudor, la angustia despierta a Zeynep Yoldaril. Había sido un sueño, un sueño atestado de acontecimientos del pasado que, por lo desafortunado e infausto de los mismos, le había causado dolor mientras dormía.

A pesar de la falta de energía propia del despertar y del cansancio físico provocado por el largo viaje en tren hecho el día anterior en esta ocasión, al abrir sus ojos, valieron unos pocos segundos para darse cuenta de que si bien el sueño había sido uno de tantos, el despertar no era el mismo. Algo había cambiado en ella esa mañana que le permitió ver el fulgor de los rayos de vida que atravesaban el ventanal a pesar de la oscuridad que inundaba su ánimo por el ocaso vivido en su pasado más cercano.

Un viaje de poco más de cinco horas huyendo de su pasado, desde Ankara, el lugar que había sido su hogar durante los veintitrés años de su todavía corta vida, a Estambul, donde pretendía establecerse a partir de ese momento.

En ese tren, el caprichoso destino, había sentado a Zeynep al lado de Eugenia, quien después de una visita turística por Ankara regresaba a Estambul donde cogería el avión de regreso a su país, España.

Bastaron unos pocos minutos para que las dos desconocidas entablaran conversación y Zeynep, rota por el dolor, con su alma en llamas, encontrara en Eugenia, una desconocida en ese momento, las primeras gotas de consuelo que aletargaran el fuego interior que la estaba consumiendo. Un fuego, un dolor, producido por las adversidades acontecidas recientemente. Había abierto su alma y le había contado su vida, cómo esta se había desmoronado en tan solo seis meses.

En ese tren, las horas habían trascurrido hablando y escuchando desde el fondo del precipicio en el que se encontraba inmersa, pero en el que pudo oír un eco de sabiduría y comprensión que le había abierto los ojos a esas lecciones del pasado que solo tienen utilidad cuando son compartidas con alguien que vuelve a estar en la cima, pero que con anterioridad ha estado en el fondo del precipicio.

En ese tren al que subió en Ankara buscando olvidar su pasado, Zeynep había encontrado algo que hizo que el primer pie que pusiera en la estación de ferrocarriles de Estambul supusiera el primer paso fuera del sombrío y extenso túnel por el que su vida atravesaba, en el que el dolor había sido inevitable, pero la claridad que abría el exterior le invitaba a ponderar que tal vez el sufrimiento podía empezar a ser una opción más de su voluntad.

Buscando olvidar su pasado, encontró algo en ese tren. ¿Qué encontró Zeynep?

CAPÍTULO 1

EL ASESINATO DE MERT

La vida de Zeynep se había ido desmoronando poco a poco durante los últimos meses, una serie de acontecimientos adversos la habían azotado fuertemente, siendo el asesinato de su amado padre el que le produjo mayor desgarro. Pero no menos dolorosa era la corrosiva duda tras la inevitable pregunta: «¿Quién lo ha hecho?», en la que las flechas de la culpa apuntaban a todas partes.

Unos días antes del viaje destino a Estambul, huyendo de su pasado. La mañana siguiente a su noche de henna y el que iba a ser el día de su boda, un autumnal veinte de octubre, Zeynep se despierta con los primeros rayos del alba que se abrían paso por el hueco que dejaba la cortina que se encontraba entrecerrada.

Condoliéndose de sí misma, se incorporó y sentó en la cama. Sus párpados estaban inflamados y sus ojos verde jade enrojecidos, pues había pasado gran parte de la noche nadando entre ríos de lágrimas. Cada una de sus manos se encontraban cubiertas por un pañuelo rojo que la madre de Murat le había puesto la noche anterior. Alicaída, con sus ojos llorosos, desenvolvió el pañuelo de la mano derecha y no habiendo acabado, cayó la moneda de oro que se encontraba en la palma de su mano, rodando esta por el suelo de la habitación hasta detenerse al topar con el antiguo espejo de pie de madera de roble —que había pertenecido a su madre—. Se puso de pie, dio unos pasos y se inclinó para recoger la moneda. Al volver a alzarse, su mirada se cruzó en el espejo con su propia imagen apesadumbrada. Recorrió la habitación sin apartar la vista de la moneda de oro, con semblante aciago, la guardó en el fondo del primer cajón de la cómoda. Sin cerrarlo y todavía en pie, desenvolvió el pañuelo de la otra mano, esta vez con cuidado de que la moneda no cayera al suelo, y la metió en el cajón junto a la otra. Se dirigió al baño y frotando con fuerza, trató de quitar los rastros de henna que todavía se encontraban en las palmas de sus manos.

 

Lejos de ser una mañana esplendorosa, de gran fausto, que cualquier novia espera tener el día de su boda, Zeynep se sentía lánguida y embriagada de tristeza, pues en pocas horas se casaría con Murat, hombre del que no estaba enamorada, renunciando para siempre al verdadero amor de su vida.

En el comedor no se encontraba su padre Mert ni su hermana Pinar, resultándole extraño ya que ambos acostumbran a madrugar más que ella —a su padre le sonaba el despertador a las seis de la mañana, para acudir a su trabajo como chófer. Pinar, a las ocho, comenzaba su jornada laboral como secretaria de dirección— aunque ese día lo tenían libre con motivo del evento familiar.

Zeynep se metió en la cocina y preparó el desayuno. Cuando tuvo listo el delicioso omelette y la jarra con zumo de naranjas recién exprimidas que todas las mañanas acostumbraban a almorzar, alzó la voz para llamar a su padre y hermana.

—Padre, Pinar, el desayuno está listo —no obtuvo respuesta e insistió elevando el tono de voz para que la pudieran oír—. El desayuno está listo.

Trascurridos un par de minutos y viendo que estos no contestaban, extrañada, acudió a la habitación de su hermana. Al abrir la puerta pudo ver la cama individual perfectamente cubierta por el edredón de rayas grisáceas a juego con las cortinas. En la habitación no había nadie, cerró la puerta y se dirigió a la habitación de su padre. Golpeó la puerta con los nudillos de su mano y tras hacerlo varias veces y seguir sin respuesta, abrió y entró en la habitación.

—Padre, el desayuno está servido —dijo, mientras abría las cortinas para iluminar la habitación que apenas tenía claridad, comprobando que estas se movían porque la ventana estaba ligeramente abierta.

Corridas las cortinas, se dio la vuelta. Con la luz que entraba por la ventana pudo atisbar la peor y más atroz de las escenas. Su padre se encontraba tendido sobre la cama, la sábana cubría hasta la cintura su cuerpo inerte, el colchón estaba empapado de sangre que todavía goteaba formando un charco en el suelo y el mango de un cuchillo de cocina con el filo totalmente hundido a la altura del corazón sobresalía de su pecho. En medio del estado de delirio en el que se encontraba sumida por la incredulidad y negación de lo que estaba viendo, corrió hacia la cama y sostuvo con sus dos manos la cabeza de su padre.

—Padre, padre, abra los ojos. No puede estar muerto. Padre, conteste, por favor, padre, ¿quién le ha hecho esto? —entre gritos y sollozos mientras agitaba su cabeza.

Con dos dedos presionó la muñeca para tomarle el pulso. No tenía, su padre estaba muerto.

Al lado del occiso pudo ver un trozo de papel ensangrentado con un texto mecanuscrito en el que a duras penas —por encontrarse algunas letras difusas por las manchas de sangre— se podía leer: «Antes me partiste tú el mío».

Pinar, para preparar el desayuno, había salido temprano al mercado a hacer la compra de los alimentos que faltaban. De vuelta a casa, mientras con una mano metía la llave en la cerradura y con la otra sujetaba la bolsa con la compra, pudo oír lo que le parecían gritos de dolor y desesperanza de su hermana Zeynep. En el último escalón de arriba, de los cuatro que había para acceder desde la acera de la calle a la puerta de entrada a la casa, en el rellano, soltó la bolsa, cayó esta al suelo saliendo de ella un tomate, y quedando dentro y a la vista algunos otros junto a un paquete de queso para fundir, mientras saltaban por los escalones varias naranjas que rodaban calle abajo. Abrió la puerta, presurosa corrió a la habitación de su padre, lugar del que procedían los gritos. Al entrar, se encontró con la terrible y escalofriante escena.

Nisa, la chismosa vecina octogenaria de la casa de enfrente, que carecía de discreción, siendo su principal pasatiempo pasar largas horas sentada frente a su ventana observando todo lo que desde ella alcanzaba a columbrar, apareció en la habitación de improviso. Pinar, en su precipitada entrada, había dejado la puerta abierta. Nisa, que había oído desde su casa las incesantes voces y lamentos de Zeynep, no tardó en correr a ver cuál era el motivo de semejantes gritos pavorosos.

Pudo ver a Mert tendido en la cama mientras Zeynep arrodillada, rota de dolor e inmersa en un caudal de lágrimas le sostenía la cabeza. Pinar se encontraba de pie junto a ellos, inmóvil, con la expresión helada y la mirada fija en su padre y hermana. Sobrecogida gritó:

—¿Qué ha pasado aquí? Llamaré inmediatamente a la policía —intuyendo que hasta ese momento no se había avisado a nadie y se dirigió al comedor donde sabía que estaba el teléfono fijo.

En pocos minutos la policía llegó, encontrándose con la sangrienta escena —mientras se podía oír cómo se acercaba el sonido de la sirena de una ambulancia.

—Saquen a estas tres mujeres de aquí —ordenó el hombre vestido de paisano.

—Enseguida, comisario Iskander —respondió rápidamente otro mientras agarraba a Zeynep para ayudarla a incorporarse.

Dos policías de uniforme las acompañaron hasta el comedor donde se sentaron en el antiguo sofá vintage, situado a la izquierda de la puerta, nada más entrar, contra la pared que lo separaba del pasillo principal de la casa. Permanecían rodeadas de un ir y venir de policías y personal sanitario que habían acudido tras la llamada. En medio, Zeynep, abatida e inmersa en una gran aflicción, reposaba la cabeza en el hombro de su hermana, intentando encontrar consuelo.

—¿Quién ha podido hacer esto? ¿Por qué? ¿Por qué? —preguntaba Zeynep de forma incesante y sin consuelo.

—Tranquilízate, hermana —la consolaba Pinar, quien visiblemente estaba más sosegada y trataba de calmar a Zeynep.

Cerró los ojos y remó al otro lado de la realidad donde volvían del colegio de la mano de su madre, esta abría la puerta y corrían cual atletas los últimos metros, compitiendo por llegar la primera a saltar sobre su padre, que sentado en ese mismo sofá las esperaba con los brazos abiertos mientras con cara pícara mirando de una a otra les decía: «¿Cuál de mis dos princesas quiere más a su padre?», y ella, en su ingenua mentalidad infantil alardeaba, «yo… yo papi» pues, siendo la mayor, era casi siempre la primera en encaramarse a él.

La claridad de la realidad la cegaba, apretaba los ojos fuertemente para encerrar el dolor agudo que escapaba en lágrimas. Estaba muerto, no podría volver a saltar sobre él y candada a su cuello decirle que ella era quien más lo quería.

Una voz tersa hizo que su cabeza abandonara el hombro de su hermana, la irguiera y dirigiera su mirada aturdida hacia la puerta, lugar de donde procedía.

—Llevadlas a la comisaría y que esperen aisladas, sin contacto entre ellas, hasta que se les tome declaración —era la misma voz que las había mandado salir de la habitación.

La rasgadora pesadilla se abría paso chocando con la dura realidad: su padre había sido asesinado y lo tenía que dejar allí solo entre todos aquellos desconocidos que caminaban por la casa con aptitud adquirida a ciegas como si de un miembro más de la familia se tratara, ignorándolas a su paso.

—Me quiero quedar con mi padre —gritó Zeynep desbaratada mirando hacia la habitación de su padre con un nuevo brote de lágrimas en sus ojos mientras agitaba su brazo tratando de soltarse del policía que la sujetaba.

—No puede volver a entrar en la habitación —ejerciendo presión sobre ella para que siguiera caminando pasillo adelante.

—No me he despedido de él, no le he podido decir adiós. ¡Dejadme, por favor! —se quejó experimentando un aumento súbito de pena.

Las trasladaron hasta la comisaría en tres coches diferentes de policía. En el trayecto, a solas con sus pensamientos que se agolpaban para todos a una mantenerla inmersa en una bruma de confusión y angustia, comenzó a prestarle más atención a alguno de ellos. Hacía mucho tiempo, desde que era una niña, que envuelta en el pudor de los adultos a manifestar abiertamente sus sentimientos, había corrido un tupido velo de lo obvio y no le decía a su padre que lo quería. «Se ha ido, no lo volveré a ver con vida, ¿y si no sabe que lo quiero?», pensó.

Estaba a punto de desvanecerse por el dolor, sobre cualquier pensamiento que depositara su atención dimanaba dolor. La luz del inexorable presente torturaba sus ojos, estar despierta dolía, dolía hasta el lúgubre crujir de sus párpados al ir cediendo al desvanecimiento.

En ese laberinto de aflicción, la duda estaba siendo el más enérgico cultivo de la pena entreverada con indignación y fue ella, la incertidumbre, la última en entrar en el necesario sueño de la mente de Zeynep dejando suspendidas en el aire, para recuperar más tarde cuando volviera a abrir sus ojos, dos preguntas: «¿Quién lo ha asesinado?, ¿por qué lo ha hecho?».

CAPÍTULO 2

LA PROMESA A AZRA

Seis meses antes del terrible asesinato de su padre, un día más del mes de abril, el sonido del teléfono despertó a Zeynep, que dormía plácidamente mientras su cabello largo, liso y moreno se extendía por gran parte de la almohada. Sus ojos almendrados de mirada brillante y pura que radiaban vida se abrieron y su cuerpo femenino, cuya silueta pareciera haber sido dibujada por el mejor de los pintores, se incorporó repentinamente en la cama, sobresaltada por la melodía del teléfono en medio del laxante silencio que envolvía la habitación, en esa mañana en calma de su humilde barrio de las afueras de Ankara, donde junto a su hermana Pinar, su padre Mert Yoldaril y su madre Azra vivían conformando el seno de una familia tradicional, la familia Yoldaril.

Quien llamaba era Murat Kodeğlu. Su madre, Azra, había sufrido un infarto cuando trabajaba de ama de llaves en la lujosa mansión de una familia adinerada, propietaria del Holding Kodeğlu. Los Kodeğlu le procesaban un cariño tal, propio de los muchos años que llevaba cuidando de la familia con absoluta entrega y devoción. Ese día Murat Kodeğlu, el hijo mayor de la familia Kodeğlu, cuando se disponía a salir para ir a trabajar a la oficina en una de las empresas del holding, había sido el primero en verla desfallecida en el suelo del jardín delantero de la mansión. Le tomó el pulso y este era muy débil, por lo que, sin demorarse, llamó a urgencias para solicitar la asistencia de una ambulancia que llegó en pocos minutos. Murat se había subido a ella para acompañar a Azra en su traslado al hospital y había aprovechado el trayecto para telefonear a Zeynep e informarle de lo que estaba ocurriendo.

Ya en el hospital, Azra, rodeada de sus dos hijas, Murat y su marido Mert, en sus últimos momentos de vida y con un hilo de voz muy débil, le hizo prometer a este último —el cual sostenía su mano mientras de sus ojos manaban lágrimas que al caer comenzaban a humedecer la sábana que cubría a su esposa— que cuidaría de sus hijas y que daría su consentimiento para que Zeynep, quien siempre había sido la niña de sus ojos, se casara con el atractivo Murat, tres años mayor que ella, que a pesar de la diferencia social estaba profundamente enamorado de Zeynep y Azra lo sabía. Lo había visto nacer y lo había cuidado como si de un hijo se tratase desde que era tan solo un bebé, lo que le hacía sentir por él un cariño y absoluto respeto. Mert juró a su esposa cumplir con su última voluntad —antes de que esta cerrara los ojos para no volverlos a abrir más, dejándolo a él y a sus dos hijas sumidos en una inmensa tristeza y desconsuelo.

Durante su niñez, Zeynep y su hermana Pinar habían pasado largas temporadas en la mansión de los Kodeğlu mientras su madre ejercía de ama de llaves, por lo que ambas habían compartido gran parte de su infancia con Murat, creándose así entre ellos un vínculo casi familiar. Esta cercanía había derivado en que Murat se enamorara ciegamente de la joven y bella Zeynep, amor que Azra siempre vio con buenos ojos.

 

Iffet y Eren no estaban de acuerdo con la decisión de su hijo de pedir la mano de Zeynep a pesar del cariño que sentían por ella y el agradecimiento a su difunta madre, por no considerar que fuera la mujer adecuada para casarse con su primogénito, al pertenecer esta a una clase humilde. No obstante, no tuvieron más opción que ceder ante la insistencia de su hijo y la decisión inamovible de este de convertirla en su esposa, por miedo a que se alejara de ellos.

Una tranquila noche de mayo, un mes después del sepelio de su madre, Zeynep caminaba por el pasillo con la sopa de lentejas rojas cuando sonó el timbre. Dejó la cazuela en la mesa del comedor, ella abriría. Se sorprendió mucho al encontrarse a esas horas de la noche con Murat y detrás de él, subiendo los escalones, Eren y a su lado un hiyab azul claro, que rápidamente atisbó a distinguir que se trataba de Iffet. Tras el saludo inicial, Murat le entregó un hermoso ramo de rosas rojas y una caja de deliciosos bombones. Estaban allí para hablar con su padre.

—Bienvenidos, pasen —dijo Zeynep mientras les ofrecía unas zapatillas de casa para que pudieran descalzarse y acto seguido acompañarlos hasta el comedor—. Padre, han venido hablar con usted.

Murat se acercó hasta Mert, le tomó la mano y se la besó llevándosela seguidamente a chocarla con la frente. Les ofreció que se sentaran con ellos mientras Zeynep dejaba la caja de bombones sobre la mesa y le pasaba el ramo de flores a su hermana Pinar, quien lo llevaba a la cocina y lo metía en un jarrón con agua para posteriormente volver con él y colocarlo sobre el mueble del comedor.

La visita había sido una sorpresa, no habían avisado de que esa noche irían, pero era evidente el motivo de su presencia allí.

—Zeynep, prepara café —ordenó Mert.

—Enseguida, padre —contestó Zeynep levantándose y dirigiéndose a la cocina.

Entró en el comedor con las cinco tazas de espumoso café turco. Bajó la bandeja y arrimándola le ofreció primeramente a Eren, quien cogió la taza a la par que le procesaba su agradecimiento. Posteriormente, Iffet cogió el suyo y cuando le hubo dado un pequeño sorbo, exclamó que estaba delicioso. Su padre fue el próximo, seguido de Pinar y por último fue a Murat a quien le ofreció su taza de café.

Eren, después de un par de minutos de exposición, acabó diciendo:

—Como usted sabe mi hijo ama a su hija Zeynep y es su deseo convertirla en su esposa. Es por lo que estamos aquí, para pedirle su mano.

—Mis hijas son mi tesoro más preciado. Zeynep es una mujer honorable y quiero para ella un hombre que también lo sea. Creo que Murat estará a la altura de ofrecerle a mi hija lo que se merece, por eso tienen mi consentimiento. Mi esposa también veía con buenos ojos esta unión —dijo Mert emocionado al recordar a su esposa.

—¡Alá la bendiga! —susurró Iffet mirando al cielo.

—Los chicos tienen mi bendición para casarse —remató Mert mirando también al cielo.

Iffet metió la mano en su bolso y sacó de él unas tijeras con el mango decorado con piedrecitas brillantes que dejó sobre la mesa mientras volvía a introducir su mano para esta vez sacar una cajita roja. La abrió, contenía dos anillos —alianzas de oro blanco— unidos por una estrecha cinta roja. Mirando a Zeynep y a su hijo, sosteniendo los anillos en sus manos, pronunció unas palabras de cariño. Seguidamente miró cómplice a su hijo, le cogió la mano derecha y le puso uno de los anillos en el dedo, para acto seguido hacer lo mismo con Zeynep y ponerle el otro también en uno de los dedos de la mano derecha. Una vez tuvieron los anillos puestos, cogió la tijera que había dejado sobre la mesa al sacarla del bolso y cortando la cinta roja que los unía dijo:

—Les deseo mucha felicidad, que el amor los acompañe siempre, que Alá les bendiga.

Era sabedora de lo que Murat sentía por ella, ya que durante años se habían sucedido por parte de este atenciones e insinuaciones que rebasaban la linde de la amistad. Pero nunca habían abordado de forma explícita el tema, siendo en boca de su difunta madre donde oyó por primera vez hacer referencia al por entonces impensable compromiso. Esta había sido la segunda, donde sumisa a los acontecimientos, tenía un anillo en el dedo.

En el último mes, Murat se había abstraído de hablar cualquier tema que hiciera referencia al compromiso, en el conocimiento de que Zeynep no estaba enamorada de él, con el fin de no abrir la puerta a debates que la incomodaran o violentaran en un momento de debilidad emocional debido al reciente fallecimiento de su madre o, sencillamente, porque el parecer de esta era intranscendente ante su perentoria decisión.

Ante el manifestado deseo de Murat y el expreso consentimiento de su padre, poco importaba su opinión, por lo que fiel a las costumbres y a lo que de ella se esperaba, no se opuso al compromiso, respetando la decisión de su padre y la que había sido la última voluntad de su madre. El respeto que le procesaba a ambos era suficiente para aceptar con resignación su impelente destino.

Por fin se habían marchado, podía respirar tranquila en la todavía autonomía de su habitación cuando sonó el teléfono móvil:

—Buenas noches, Zeynep.

—Hola, Onur. ¡Qué alegría me da oírte!

—¿Qué tal estás?

—Estoy mejor, querido amigo —con voz cansada—. Hoy he estado en el cementerio, he ido a regar las flores y he estado hablando con ella, le he dicho cuánto la echo de menos. Es muy duro decirle adiós a una madre, Onur —contó triste Zeynep.

—Tienes mejor tono de voz, aunque te sigo notando bastante aliquebrada.

—Hoy ha sido un mal día, será por eso —se quejó Zeynep.

—¿Qué ha pasado? —preguntó preocupado Onur.

—Me he comprometido. Murat ha venido con su familia a pedirle mi mano a mi padre —rezongó.

—¿Pero desde cuándo vosotros…? No sabía que estuvieras enamorada de Murat —preguntó con decepción Onur.

—No lo sabías porque no lo estoy, amigo. Pero es la voluntad de mi padre y eso lo convierte en mi única opción.

—No entiendo cómo Mert ha podido aceptar algo así sin hablar contigo primero —se molestó Onur.

—Ya está hecho —se resignó.

—Te volveré a llamar pronto. Como te dije cuando falleció tu madre, a pesar de estar en Estambul, para ti nunca estaré lejos, llámame siempre que lo necesites, sabes que puedes contar conmigo para cualquier cosa. Movería el sol de sitio si te molestara su luz —se ofreció con tono firme Onur.

—Muchas gracias, Onur, hasta pronto.

—Hasta pronto, mi sultana —y colgó.

Onur era ese amigo que siempre estaba ahí para abrir el agua caliente de la ducha limpia cuando el barro frío de algún charco la alcanzaba.

Se metió en la cama y, sin llegar a apagar la luz de la lámpara de la mesilla, sacó su mano fuera de las mantas y con recelo se quedó mirando el anillo con el que su mente creativa había fantaseado cientos de veces: en una alegre tarde de primavera, en la que el hombre que pintaba de colores vivos su corazón cubriría sus ojos con un suave pañuelo rojo de seda que caería sobre sus hombros escurriéndose entre los volantes de su inmaculado vestido blanco. Posicionado detrás de ella, con delicadeza aflojaría el nudo del pañuelo hasta que este cayera alrededor de su cuello abriendo ante ella un inmenso paraíso de tulipanes blancos por el que se adentraría lentamente hasta llegar a una alfombra redonda formada por doce tulipanes rojos, se arrodillaría confundiendo su vestido con los tulipanes y cortaría el tallo del único cuyo bulbo todavía abrazaba fuertemente con sus hojas a la flor, celoso de que los demás pudieran ver su belleza. Con él en la mano, volvería por el camino que se abrió al adentrarse y al igual que sus ancestros en la migración desde Asia Central en la que las mujeres trasladaron los tulipanes a Anatolia, se lo entregaría a su amado. Este, introduciendo sus dedos, interrumpiría el abrazo extrayendo de él un sencillo anillo que, tomándole la mano mientras la miraba a los ojos, con delicadeza lo deslizaría adentrándolo en su dedo mientras le decía que los turcos le regalaron al mundo el tulipán. Si ella aceptaba ser su esposa, le regalaría el mundo a él, quien la mimaría cual cultivo de tulipán en las condiciones de humedad necesarias, protegiéndola de cualquier inclemencia que la pudiera marchitar.